CAPÍTULO LXI

DE CÓMO LE SALIÓ Á QUEVEDO AL REVÉS DE LO QUE PENSABA

Entre tanto, el buen ingenio había salido de la casa de la Dorotea, pensando para sus adentros, mientras atravesaba las calles en derechura del alcázar, bajo la tenaz lluvia que no había cesado hacia tres días:

—Esa pobre chica me da compasión y me siento además agradecido; confiésola una gran mujer; deberémosla, por los buenos oficios que nos hace, el salir de este atolladero, sin sacar de él más que el lodo; pero con arrojar en Nápoles las botas, hemos concluído; paréceme que resurrezco, que por envuelto me he dado y á pique de desconfiar de mí mismo: el médico de su majestad dice que no hay que tener cuidado alguno; que Margarita se encuentra en muy cabal salud... por aquí la divina Providencia ha evitado un crimen... un crimen horrible; Lerma está confiado y sigue durmiendo; Dorotea, aleccionada por mí le engañará de tal modo, que tendré tiempo para llevarme á los recién casados; después... si mi doña Catalina me ama... vamos, no hay que pensar en ello... llevármela sería tocar á badajo perdido la campana del escándalo... será necesario que se cure, y yo también necesito curarme... el tiempo y la paciencia y la conformidad... bendito sea Dios, que nos ha criado para pelota, en manos de chicos... vamos adelante, vamos... yo haré que la Dorotea se cure... y olvide... doña Catalina olvidará... y yo... yo... ¡bah! ¿qué importo yo? Seguiré vengándome de lo que el mundo me hace sufrir, obligando al mundo á que se ría, como un necio, de sí mismo.

Llegaba entonces al alcázar y entróse resueltamente en él, con la frente descubierta y alta, como quien no tiene por qué temer.

Sin embargo, reparó en que en el zaguán de la puerta de las Meninas, por donde se había metido en el alcázar, había dos alguaciles de corte.

—¿Cuervos tenemos?—exclamó—; cerca anda carne muerta... tormenta está aparejada para alguno. Dios le ayude.

Y se encaminó con su forzada lentitud á la primera escalerilla.

No sabía Quevedo, no podía pensarlo, después de lo que había oído en la casa de la comedianta, entre ésta y el duque de Lerma, que la tormenta se preparaba para él; que él era la carne muerta; esto es, el hombre preso á cuyo olor iban aquellas aves de rapiña.

Apenas se perdió Quevedo por las escalerillas, cuando uno de los alguaciles se echó fuera del alcázar más ligero que un rehilete.

Entre tanto Quevedo, atravesando callejones y galerías, se entró en el aposento de doña Clara Soldevilla.

Don Juan se calentaba al brasero y doña Clara escribía.

—Consuela este olor—dijo Quevedo entrando.

—¡Ah, mi buen amigo!—dijo don Juan.

—¡Ah, don Francisco!—exclamó doña Clara—: ¿de qué olor habláis?

—Huele aquí á contento, á paz, á alegría, á amor... Dios os bendiga, mis amigos, que tenéis sol claro en día de lluvia, y que vivís mientras otros se aperrean. ¿Y qué bueno hacéis, diosa?

—Escribo á mi padre largamente: antes habíale escrito una brevísima carta, pero no me basta. Estoy impaciente porque mi padre sepa punto por punto...

—¿Es decir que os habéis metido á letrado?

—No os entiendo.

—Explicaréme: la historia de vuestro casamiento, mis buenos amigos, es un proceso. Largo habréis de escribir si de todo habéis de dar cuenta, y es grande lástima que la tinta ponga negros unos dedos tan rosados. Dejadlo eso para mí, señora, que todo lo tengo negro, hasta la esperanza, y veníos aquí al amor de la lumbre y escuchadme, que tenemos harto que hablar.

Dejó doña Clara la pluma y luego la mesa, y fué á sentarse junto al brasero entre su marido y Quevedo.

—¡Vive Dios!—exclamó Quevedo—, que estoy viendo en vos una experiencia, doña Clara.

—¡Una experiencia!

—¡Sí pardiez! los ojos y la razón engañan.

—Explicáos.

—¡Si sois más doncella hoy que ayer!—dijo Quevedo mirando de una manera profunda á doña Clara.

Púsose la joven vivísimamente encendida.

—Con las mujeres me reconciliáis, señora; yo las tendría á todas por partículas del diablo, y confiéseme engañado: si queréis ser más feliz, don Juan, sois usurero, y no merecéis respeto, que en vuestra mujer tenéis un cielo.

—¿Sabéis que venís muy adulador, don Francisco?

—Adulado me vea yo, que es el mayor desabrimiento que puede probar el que no ha nacido tonto, si no son borbotones del corazón mis palabras, y fálteme aire si no es verdad que el corazón no me cabe en el pecho. ¡Ah, manos de marfíl vivo!—exclamó tomando entre las dos suyas una de las hermosas manos de doña Clara—; y qué corona de gloria habéis puesto sobre la frente de mi amigo!

—Pues no soy completamente feliz—dijo don Juan.

—Alumbradme ese concepto á fin de que yo le vea, que tenebroso es y encrucijado y capaz de hacer perderse en un laberinto al más diestro. ¿Mayor felicidad pedís que una mujer toda alma, tan delicada como el alma el cuerpo, y tan hermosa como el cuerpo el alma? ¿qué más blancura que la de la nieve que nadie ha pisado? ¿qué calor más dulce que el de este sol de primavera al que no empañan nubes?...

—Muy poeta andáis, don Francisco, amigo mío—dijo doña Clara—: ¿me hacéis la merced de que hablemos de otra cosa?

—Poeta de verdades soy cuando os admiro, hija mía, y dígoos hija, porque aunque casi soy mozo en años y negros tengo los cabellos, péinome hace mucho tiempo canas en el alma, y desengaños padezco y experiencias lloro. Ni he tenido yo como don Juan la fortuna de encontrarme dentro de un jardín tal como vos, que si encontrádome hubiera, echado me habría á su sombra sin que cosa en el mundo fuera bastante á despertarme del sueño. Espántame, pues, y razón tengo, de que don Juan pida más felicidad teniéndoos á vos, y conjúrole á que su concepto me explique, porque tanto le quiero que me dolería haberle de tener de aquí en adelante por tonto ó por malo.

—No soy completamente feliz—dijo don Juan—, porque me creo de poco valor comparado con mi doña Clara.

—¡Ah!—dijo la joven.

Y aquella exclamación era protesta dolorosa.

—Perdonarse deben las necedades á los que aman, porque el amor ciega; escrupuloso andáis más que monja, y os metéis á apreciar lo que á vos no toca. Bien me sé yo que doña Clara no piensa otro tanto.

—¡Oh! ¡no!... pero os ruego, don Francisco...

Sí, sí por cierto... vamos á lo que importa: es el caso que yo tengo mucho sueño.

—¡Oh! ¡tenéis sueño, amigo mío!... pues bien, en vuestra casa estáis; voy...

—Estáos queda... tengo mucho, muchísimo sueño: necesito urgentemente dormir, y en Madrid no duermo... es decir, no paso en Madrid esta noche, á lo menos por voluntad mía.

—¿Cómo? ¿nos dejáis?

—¡Dejaros! ¡dejárame yo primero las antiparras, sin las cuales soy hombre muerto! ¡buena cuenta daría yo al duque de Osuna! llévoos conmigo, y por lo tanto, os dije que cartas eran vanas; que la mejor carta para el duque, lo serán sus hijos: asunto es no más que de algunos cientos de ducados y de camisas limpias. Dejemos á Madrid á obscuras, amanezcamos muy lejos, y veamos á Neptuno dentro de ocho días, embarcados con rumbo á Nápoles: que os afirmo que mientras aquí estemos, ni duermo, ni descanso, ni vivo: cerrado está el cielo, de llover no cesa, y temo que esto pare en diluvio que nos ahogue. Conque sus, y en vez de hacer procesos, señora, haced cofres, y mientras se pide licencia á sus majestades, el coche se apareje y huyamos, antes de que llegue el caso de que cuando queramos huir, no sea tiempo, y creedme y no disputemos, que allí tenéis entrambos los padres, y si vos dejáis de ser dama de la reina, doña Clara, seréis señora en vuestra casa; y á falta de la tercera compañía de la guardia española, tendréis vos allí, don Juan, los no menos bravos alabarderos de la guarda del virrey.

Quedáronse atónitos los dos jóvenes á estas palabras de Quevedo, y guardaron por algún tiempo silencio.

—¡Tan pronto! ¡tan de repente!—dijo al fin doña Clara—. ¿Qué motivo puede haber?...

—Motivo y aun motivos. Es el primero, que yo no estoy muy seguro, y tanto, que si no estoy preso, en engaños consiste que no pueden durar mucho tiempo.

—¿Pero esos motivos?

—¿Olvidáis que don Rodrigo Calderón está malamente herido, y que es vuestro esposo quien así le ha maltratado?—dijo Quevedo de una manera profunda.

—Pero hasta ahora...—dijo don Juan.

—Sí, hasta ahora... y gracias á que el duque de Lerma está mareado, nadie nos ha dicho una palabra; pero en la corte, los mareos salen por donde entran; se amaña en minutos lo que parecía imposible, y el viento cambia de tal modo, que el que era céfiro blando para alguno, se le convierte de repente en huracán que le echa por tierra; particularmente yo, si paro algunas horas más en Madrid, dóime por embargado, y por algún tiempo, porque yo no he de hacer ni puedo hacer lo que sería necesario hacer para no ser encerrado. Y si me encierran, yo no respondo de nada; porque enemigos crueles tenéis vos, doña Clara; y vos, don Juan, aunque sólo hace tres días que estáis en la corte, no los tenéis menos. Creedme, que yo nunca hablo en balde, y pienso mucho en lo que digo antes de decirlo, y cuando pienso mucho, no me engaño. No disputemos, por Dios uno y trino; improvisemos nuestro viaje salvador, y no nos chanceemos con la fortuna, que como mujer es mudable, y suele dar sinsabores tales como ha dado dulzuras.

—¡Pero dejar abandonada á su majestad!...—dijo doña Clara.

—Dios vela por los reyes... ¿creéis vos que la reina tiene en vos un escudo?

—Tengo valor, y mi vida es de su majestad.

—Pues bien; mientras vos estábais entregada á vuestra felicidad, Dios ha salvado de una manera extraordinaria á Margarita de Austria.

—¡Salvado!

—Sin la misericordia de Dios, su majestad hubiera sido villanamente asesinada.

—¡Asesinada!

Quevedo contó punto por punto á los dos esposos la tentativa de asesinato contra la reina, y el modo extraño y providencial de su salvación.

—¡Oh!—exclamó doña Clara—, ahora menos que nunca me separo de su majestad.

—Dejad, dejad á Dios que la proteja; tened fe en la misericordia divina, y además, por salvar á la reina, no expongáis á perecer á vuestro esposo, al padre del hijo que acaso empieza ya á ser de vuestras entrañas; que sin duda vive ya, porque os amáis demasiado, y sois harto buenos para que Dios no haya bendecido vuestro amor.

—¡Ah! ¡me hacéis temblar, don Francisco!—dijo doña Clara.

—Procurad que vuestro hijo, si vive, no sea huérfano.

—¡Dios mío!

—Hombres como don Juan, que son caballeros desde el seno de su madre, están siempre expuestos á morir sin gloria y sin combate, asesinados entre el cieno de esta infame corte. Creedme, y no vaciléis más.

—Partiremos—dijo doña Clara.

—Pues bien; mandad preparar lo necesario; pedid, entre tanto, la licencia á sus majestades, y adiós, que yo voy á otro lugar que me interesa.

Y Quevedo, seguro de que había asustado lo bastante á doña Clara, para que no se dilatase por su parte el viaje, salió.

Iba contento atravesando las calles.

—¿Qué puede suceder—decía—en tan poco tiempo? Iré á comer esta tarde á casa de la Dorotea, y de tal manera me mostraré amigo del duque, que acabará de creerme y me dará tiempo suficiente para dejarle burlado. Ahora volvamos junto á la pobre loca Dorotea, y concluyamos por aquel lado con lo que debemos á nuestro corazón.

Pero al entrar en la calle Ancha de San Bernardo, Quevedo vió venir hacia él un alcalde de casa y corte con sus alguaciles.

—¡Otra bandada de cangrejos!—exclamó—; está de Dios que nunca hayan de dejarme los tales. Y es el bueno Ruy Pérez Sarmiento, asno injerto en lobo, y alcalde de casa y corte por la gracia de Lerma; ¿y qué me querrá éste? paréceme que se arroja á hablarme.

En efecto, un alcalde de casa y corte avanzaba, vara enhiesta, hacia Quevedo. A poca distancia le seguían sus alguaciles, y venía detrás una silla de manos.

—Guárdeos Dios—dijo el alcalde á Quevedo parándose delante de él—, ¿me conocéis?

—Hace mucho tiempo, por el servidor más ciego de la justicia.

—¿Creéis que un alcalde de casa y corte puede prender á toda persona viviente en los reinos de su majestad y por su real mandato?

—Artículo de fe es ese de que no he dudado nunca—dijo Quevedo, al que pasó por los ojos tal cosa, que dió ocasión á que le rodeasen y asiesen de él de improviso los alguaciles.

—¡Eh! ¿qué es esto? ¿habréme convertido en doblón cuando con tal ansia me echáis mano?—dijo Quevedo.

—Os habéis convertido en hombre preso por el rey.

—Su majestad viva, y pues su majestad lo quiere, preso me reconozco.

—Metedle en la silla de manos.

—Meteréme yo, que aún no estoy impedido; que si yo rey no respetara...

—¿Qué decís?...

—Digo que nada digo, y concluyan y vamos y demos todos gusto al rey, que no hay para qué menos.

Y Quevedo se entró en la silla de manos.

Inmediatamente cerraron la portezuela, y como no tenía celosías ni vidrieras, Quevedo se quedó á obscuras.

—Al menos es blanda—dijo sintiendo el almohadón mullido de la silla—, y puesto que no podemos hacer otra cosa, y la alcoba nos cierran y á obscuras nos dejan, durmamos.

La litera echó á andar en aquellos momentos.

Poco después Quevedo, consecuente á su propósito y cansado y trasnochado, roncaba.

Share on Twitter Share on Facebook