CAPÍTULO LXII

DE CÓMO EL DUQUE DE LERMA SE ENCONTRÓ MÁS DESORIENTADO QUE NUNCA

Don Francisco de Sandoval y Rojas atravesó las antecámaras de palacio en medio de los más profundos saludos y de las reverencias más profundas de los cortesanos.

Hasta allí todo iba bien: se le consideraba por los pretendientes, que son un barómetro, como señor omnipotente, en el pleno goce del favor del rey.

Los ujieres se mostraron con él, y del mismo modo, profundamente respetuosos.

Los gentileshombres le saludaron con sumo respeto.

Pero cuando entró en la cámara real, la encontró desierta.

El rey acostumbraba á estar siempre en la cámara cuando llegaba Lerma.

Lerma se alarmó al no encontrar al rey en su cámara.

Porque en las raras ocasiones en que se había entibiado para él el favor de su majestad, si bien es cierto que nunca el rey le había hecho hacer antesala ó antecámara, le había hecho hacer cámara.

Tomólo primero su orgullo á casualidad: pero pasó un cuarto de hora, y esto era ya mucho; pasó media hora, y esto era ya demasiado.

Lerma, á quien la cólera hacía audaz, se acercó á la mesa real, tomó la campanilla de oro, y la agitó como si hubiera estado en su casa.

Se presentó un gentilhombre.

—¿Qué manda vuestra majestad?—dijo sin reparar, en su servil apresuramiento, que el rey no estaba en la cámara.

—No, no es su majestad quien llama—dijo Lerma mordiéndose los labios—. Soy yo.

—¡Ah! ¡perdone vuecencia! ¿qué desea vuecencia?

—¿Habéis avisado al rey de mi llegada?

—Sí; sí, señor: en el momento en que llegó vuecencia.

—¿Dónde está el rey?

—En su recámara.

—¿Con quién?

—Con el duque de Uceda.

—¡Con mi hijo!

—Sí, señor.

—Gracias, caballero, gracias.

El gentilhombre salió.

—¿Conque se me hace esperar en la cámara por Uceda, que está en la recámara?—dijo el duque—; ¿con que el rey se olvida al fin de lo mucho que me debe? y... mi hijo... ¿qué hubiera sido de mi hijo sin mí? ¡Esto es infame! Vendido ó abandonado por todos... ¿y qué hacer? ¿qué hacer? Esto de que me lancen del favor del rey, que me reduzcan á una vida obscura... esto no puede ser, y no será... Quevedo... Quevedo tiene ingenio bastante para dar al traste con toda esta falange de cortesanos hambrientos y miserables... Quevedo me impondrá duras, durísimas condiciones... pero no importa... más vale ceder en secreto ante un solo hombre, que no caer en público combatido por tantos. ¡Oh! creo que debo dar una lección al rey, que debo retirarme... mostrarme enojado; si yo hubiera hablado ya con Quevedo, vería si podía atreverme á presentar al rey mi renuncia del empleo de secretario de Estado universal; pero sin contar con don Francisco, sería una locura. Lo que debo hacer indudablemente es irme de aquí. Esto será decir sin palabras al rey que no debe hacer esperar hasta tal punto al duque de Lerma.

Iba Lerma á poner en práctica su propósito, esto es, á irse, cuando se levantó un tapiz, asomó tras él una persona, y sonó una voz que dijo:

—¿A dónde vais, mi buen duque?

Lerma se volvió, adelantó rápidamente, dobló una rodilla ante el hombre que le había hablado, y le besó una mano.

Aquel hombre era su majestad católica, don Felipe III de Austria.

Había cierta quijotesca tiesura en el semblante del rey.

—¿A dónde íbais, pues, duque?—repuso Felipe III.

—Iba... como vuestra majestad estaba tan ocupado...

—Y tardaba, ¿eh?

—¡Señor!

—Hace un siglo que yo estoy esperando—dijo el rey—y no me impaciento; y vos, porque graves negocios me impiden venir cuando me avisan que estáis aquí, ¿os impacientáis?

—¿Y por qué tenéis vos que impacientaros, señor?—dijo Lerma levantándose y permaneciendo de pie junto al rey, que se había sentado en su sillón—; ¿no es ley vuestra voluntad? ¿No os obedecen todos vuestros vasallos?

—No, duque, no, y esa es mi impaciencia; en vano pido á mis vasallos que se avengan, que no luchen, que no se despedacen, porque yo deseo la paz, la concordia; en vano los odios crecen, las enemistades se aumentan, las quejas zumban alrededor mío, y me trastornan. ¿Sabéis que he estado hablando con vuestro hijo el duque de Uceda más de una hora?

—Me lo habían dicho, señor.

—Es verdad, vos lo sabéis todo.

—Señor...

—¿Pero á que no acertáis cuál era la extraña pretensión del duque?

Tembló interiormente Lerma, porque el rey usaba cierto tonillo acre que no acostumbraba mucho á usar.

—Lo ignoro, señor.

—Ya sabía yo que lo ignoraríais. Vuestro hijo se me quejaba de injusticias.

—¿Y por qué el señor duque de Uceda no ha venido á mí, secretario universal del despacho?—dijo ya con alguna irritación Lerma.

—Vuestro hijo sabe que yo no hago nada sin consultarlo con vos, y encaminarse á mí, es punto menos que si á vos se hubiera encaminado.

—¿Pero de qué se queja el duque de Uceda?

—De que se le haya separado del cuarto del príncipe don Felipe.

—¡Ya! su excelencia quiere sin duda privar desde temprano con su alteza, y esto es ya un principio de rebeldía.

—Pues ved ahí lo que dice el duque de Uceda: que al separarle del príncipe se ha dudado de sus intenciones, que se ha supuesto lo que él en su lealtad, no ha pensado; que las gentes creen ver en su separación motivos ocultos y por lo tanto pretende... lo más extraño que puede decirse, duque, es casi una rebeldía lo que vuestro hijo pretende.

—¿Y qué pretende, señor?—dijo Lerma, á quien pinchaban las palabras del rey.

—Pretende que se le haga proceso, que en el tal proceso se demuestren las causas por que se le ha quitado su oficio de ayuda de cámara del príncipe... en fin, el duque dice que se va á presentar preso y á pedir el proceso, si no se lo concedemos, al consejo de Castilla.

—El duque está loco, señor—dijo Lerma—, y como á tal no podéis tenerle al lado del príncipe. Su petición demuestra su locura. ¿Pues qué, vuestra majestad tiene necesidad de decir á un vasallo, por muy alto que éste sea, ni debe decirle las razones que ha tenido para quitarle un oficio que le había dado? Este es un crimen de lesa majestad, señor, que debéis castigar con energía.

—Es que el duque de Uceda protesta hacia mí el más profundo respeto, y dice... dice que sois vos su enemigo.

—Es decir, que el que comete un delito de lesa majestad contra su rey, suponiéndole injusto, comete y debe necesariamente cometer otro no menor delito: el de lesa naturaleza rebelándose contra su padre.

—Pues ved ahí: Uceda dice que no le miráis como hijo.

—Desgracia y grande ha sido para mí, que tal hombre sea hijo mío.

—Y añade, que quiere ese proceso para demostrar las razones que vos habéis tenido para proponerme su separación del cuarto del príncipe.

—¡Razones contra mí!

—Sí; habla de pruebas...

—¿De pruebas de qué?

—Lo mismo pregunté á Uceda; pero pidiéndome perdón por no revelarme lo que yo quería saber, me dijo que sólo presentaría las tales pruebas al juez ó á los jueces que hiciesen el proceso.

—¿Es decir, que el duque de Uceda supone?...

—Que no me servís bien.

—Que presente, pues, las pruebas; que las presente—dijo conteniendo mal su cólera por respeto al rey, Lerma—; entre tanto, señor, yo me retiro á mi hogar, y dejo el honroso puesto que vuestra majestad me ha dado.

—Ved, ved ahí por qué digo yo que hace un siglo estoy teniendo paciencia; en vano me esfuerzo porque haya paz entre los míos; yo bien sé que vos y vuestro hijo y todos los que me rodean, me quieren, son leales, capaces de perder por mí la vida; pero todos reñís, todos os mordéis, todos procuráis parecer los más leales, á costa de los otros; y esto es un zumbar eterno que ya me atolondra, que me cansa, que me hace infeliz.

—Por lo mismo, señor, admita vuestra majestad mi renuncia.

—No hay necesidad; yo no he desconfiado de vos.

—Sin embargo, señor... esas graves acusaciones exigen: ó que yo sea juzgado, ó que lo sea mi hijo.

—¿Qué estáis diciendo, duque? ¿qué estáis diciendo?... ¿meterme queréis en esos cuidados? yo os mando que sigáis ayudándome en el gobierno de mis reinos.

—Y yo, señor, obedezco á vuestra majestad. Pero...

—¿Pero qué?

—Es necesario, para que tengamos paz, apartar de la corte á muchas personas.

—La primera á don Francisco de Quevedo.

—¡Cómo, señor!

—Es muy aficionado á contar cuentos que nadie entiende.

—Don Francisco de Quevedo es uno de los vasallos más leales de vuestra majestad.

—Paréceme, sin embargo, que le hemos tenido preso.

—Dos años. Es un tanto turbulento...

—Por lo mismo, dejémosle que se vaya con su duque de Osuna.

—Por el contrario, yo le guardaría...

—Pues prendedle otra vez, que no ha de faltar motivo. No sé qué he oído de unas estocadas... ¡ah! ¡sí! don Rodrigo Calderón...

—En efecto, mi secretario Calderón, hace tres noches fué muy mal herido y está en mi casa.

—Hirióle... ese bastardo de Osuna, ese don Juan, á quien yo no sé quién ha hecho capitán de la tercera compañía de mi guardia española.

—Lo ha hecho, señor, la reina, por amor á su favorita doña Clara Soldevilla.

—Esposa recientemente de ese don Juan... y á quien creo que ama mucho... pues bien, prendamos á ese don Juan para poder prender á Quevedo.

—¡Cómo!

—Como que dicen que Quevedo ayudó á don Juan á herir á don Rodrigo.

—Es necesario andar muy despacio en eso, señor; tales negocios pueden salir al aire si se prende á don Francisco...

—¡Cómo! ¿también por ahí?

—Sí; sí, señor; don Juan, hiriendo á don Rodrigo, ha obrado como bueno y leal, y como buen amigo suyo Quevedo, ayudándole... esto es... midiéndose con otro hombre que favorecía á don Rodrigo.

—Pues mirad: podré engañarme, pero ese don Juan no me gusta.

—¡Y yo que traía á vuestra majestad para que la firmase una real cédula de merced, para ese don Juan, del hábito de Santiago!

—Pues no; no hay que pensar en ello; ¿con que es decir que se nos lleva la dama más hermosa de palacio, que se nos pone á la cabeza de la compañía más brava de nuestros ejércitos, que nos hacemos los ciegos ante un homicidio intentado por él y todavía queréis que le demos el hábito de Santiago?

—No haríais más que doblárselo, señor, pues lo tiene ya.

—¡Cómo! ¿pues quién se lo ha dado?

—El gran don Felipe II, padre de vuestra majestad, lo concedió al duque de Osuna para su hijo bastardo cuando aún no le había dado su madre á luz.

—¿Y para qué dos mantos á un mismo hombre? eso es decirle que tiene mucho frío y que queremos abrigarle.

—Eso quiere decir que vuestra majestad le cree digno del hábito por sus hechos, como el gran don Felipe II le creyó digno de él por ser hijo de quien era.

—Pero esto no estorba para que le prendamos.

—No; pero vuestra majestad no le debe prender.

—Dad, dad acá esa cédula—dijo el rey.

Lerma sacó un papel arrollado y le extendió delante del rey.

—Ahora—dijo Felipe III—necesito firmar otros dos papeles.

—¿Cuáles, señor?

—Dos órdenes de prisión.

—Creo que sean necesarias más.

—Pues bien, Lerma; decidme vos los que queréis que sean presos, y yo os diré los que quiero tener encerrados y no disputemos más.

—Señor, yo no disputo con vuestra majestad.

—¿Pues qué estamos haciendo hace ya más de media hora? Disputar y no más que disputar. Con que sepamos: ¿á quiénes queréis vos prender?

—Al duque de Uceda.

—Bien, prendámosle en el cuarto del príncipe.

—¡Señor!—exclamó completamente desconcertado por aquella salida del rey, Lerma.

—Sí, sí, volvámosle su oficio al ayuda de cámara del príncipe don Felipe.

—Pues cabalmente eso es lo que el duque desea.

—Pues porque lo desea, y para que nos deje en paz, concedámoselo; mandad extender la provisión y traédmela al momento al despacho.

Lerma desconocía al rey.

El rey mandaba.

Lerma no estaba acostumbrado á aquello.

—Señor—dijo—, yo no puedo seguir siendo secretario de vuestra majestad.

—Os lo mando yo—dijo el rey.

—Obedezco, señor.

—A fray Luis de Aliaga, le nombramos confesor de la reina—dijo el rey.

Estremecióse Lerma.

—Traednos el nombramiento. Al conde de Olivares le reponemos en su oficio de caballerizo mayor.

—¡Ah, señor! ¡Dios quiera que no os pese!

—Al conde de Lemos, vuestro sobrino, levantamos su destierro.

—Todos son enemigos míos, señor.

—¿Y qué os importa, si es vuestro amigo el rey?

—Sea lo que vuestra majestad quiera.

—Envíense correos á don Baltasar de Zúñiga para que se vuelva á su oficio de ayo del príncipe don Felipe.

Lerma, aterrado, se resignó.

Aquel era un golpe mortal.

Sus enemigos triunfaban.

¿Pero de qué medios se habían valido?

Ignorábalo el duque, y esta ignorancia le aterraba.

—Además—dijo el rey—, orden de prisión contra don Francisco de Quevedo y don Juan Téllez Girón. Los enviaréis á Segovia.

Lerma no se atrevió á replicar.

—Id, id; extended todas esas órdenes y traérmelas al momento para que las firme.

Y el rey se levantó y escapó por una puerta de servicio.

El duque quedó aterrado en medio de la cámara.

—¿Qué tal, eh?—dijo una voz detrás de un tapiz.

Miró Lerma al lugar de donde salía la voz, y vió que el tapiz se levantaba y que de detrás de él salía un hombrecillo.

Aquel hombrecillo era el bufón del rey.

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