CAPÍTULO LXIV

DE CÓMO QUEVEDO BUSCÓ EN VANO LA CAUSA DE SU PRISIÓN, Y DE CÓMO CUANDO SE LO DIJERON SE CREYÓ MÁS PRESO QUE NUNCA

Antes de entrar en la materia de este capítulo, debemos dar algunas noticias á nuestros lectores á la manera de sueltos de periódico:

—Don Juan Téllez Girón fué preso aquel mismo día, en el aposento de su esposa doña Clara de Soldevilla, como acusado del estado en que se encontraba don Rodrigo Calderón, y en el momento en que preparaba un viaje, circunstancia agravante que el alcalde encargado de su prisión hizo constase en la diligencia del escribano que le acompañaba.

—Doña Clara Soldevilla solicitó una audiencia del rey y no pudo conseguirla.

—Dorotea esperó en vano toda la tarde al duque de Lerma y á don Francisco de Quevedo, con la mesa puesta, y ya cerca de la noche se puso verdaderamente mala y se metió en el lecho.

—El cocinero de su majestad fué á avisar al excelentísimo señor duque de Lerma, que doña Ana de Acuña recibiría á obscuras al rey á las doce de aquella noche.

Al salir Francisco Martínez Montiño, cocinero mayor de su majestad, de casa del excelentísimo señor duque de Lerma, se encontró manos á boca con el tío Manolillo, bufón del rey, que le asió por un brazo y le metió en una taberna, donde se encerró con él en un aposento.

El tío Manolillo hizo vomitar al cocinero de su majestad cuanto sabía acerca de la cita que el duque tenía aquella noche con doña Ana de Acuña.

Al salir de la taberna, separáronse el cocinero mayor y el bufón, y este último se fué en busca de un alcalde de casa y corte.

Conocidas de nuestros lectores estas noticias, entraremos de lleno en el asunto del presente capítulo.

La silla de manos en que había sido metido Quevedo, y en que Quevedo se había dormido, anduvo hasta parar en un lugar de que no podía darse cuenta Quevedo; primero, porque con su cansancio, su largo desvelo y su admirable fuerza de ánimo, dormía profundamente; y segundo, porque aunque hubiera estado despierto, la silla de manos estaba herméticamente cerrada y á obscuras.

Pero de repente Quevedo hubo de despertar al contacto de una mano que le movía.

Abrió los ojos, se los restregó, se desperezó, y... se encontró todavía á obscuras.

—Salid, don Francisco—dijo la voz del alcalde Sarmiento.

—¡Ah! ¡conque hemos llegado! ¡pues me alegro! quitáos de delante no tropiece con vos, licenciado Sarmiento, que lo sentiría por lo que de mí se os pudiese pegar, y dígame vuesa merced, si no le enoja: ¿se han acordado de poner cama?

—Aquí os quedaréis—dijo el alcalde.

—Sea por minutos, amigo. Y como no me contestáis y os despedís, id con Dios.

—Que Dios os guarde.

Sintió Quevedo el ruido de las pisadas de algunos hombres, y luego cerrarse una puerta.

—¿De donde vendrá ese chubasco?—dijo para sí, palpando en torno suyo—; no lo sé... no adivino; una silla... pues señor, estoy en mi casa... una cama mullida... afírmome en lo dicho... y á obscuras... me afirmo más; calabozo tenemos, guardados estamos, y... sueño tengo; dejémonos de suposiciones inútiles, y acostémonos, y continuemos el sueño interrumpido.

Y Quevedo se acostó, no así como quiera, sino desnudándose como si hubiera estado en su casa.

Pero por esta vez no se durmió.

Había descabezado, como suele decirse, el sueño en la silla de manos; la situación en que se encontraba era grave por más de un concepto, y su poderosa imaginación empezó á dar vueltas.

Pero las vueltas de su imaginación se agitaban en un laberinto obscuro, en el que se perdía más y más cuanto más pugnaba por encontrar la salida.

Y como la imaginación es tan libre que se agita más cuanto más pretendemos sujetarla, la cabeza de Quevedo llegó á convertirse en una devanadera.

Pasáronsele muy bien dos horas sin que pudiese atinar con la causa de su prisión, porque para él era indudable que el prenderle no convenía al duque de Lerma, y que siendo el duque tan apegado á su conveniencia, no era ni aun razonable creer que su prisión proviniera de él.

Ocurriósele, y acertó, que doña Catalina podía ser la causante, pero Quevedo tenía, como todos los hombres, dentro del cuerpo, el enemigo mayor del género humano: el amor propio.

Y su amor propio decía á Quevedo que doña Catalina estaba rendida á su voluntad, que lloraría mucho, que buscaría todos los medios imaginables para retenerle á su lado, pero que jamás obraría en contra suya.

Su amor propio, como ven nuestros lectores, engañaba á Quevedo, sobreponiéndose á su sagacidad y á su prudencia, que de una manera instintiva le decía, y le había dicho, que todo debía temerlo de la rabia y el despecho de la condesa de Lemos.

Ni asaltó el pensamiento á don Francisco que el bufón podría tener interés alguno en que le hiciesen preso, ni pudo, por consiguiente, encontrar una solución satisfactoria que justificase su prendimiento.

—Hanme preso—decía—por recelos muchas veces; hánme traído de acá para allá; pero en esas ocasiones, si no he mordido, he conspirado, y si no he conspirado he pensado en conspirar. Ahora no tengo contra mí nada, absolutamente nada, porque, según el viento que corre, lo de la herida de Calderón no hay que tomarlo en cuenta. Temí por don Juan, pero puse en planta lo que sobra para tener descuido, y ó yo me he vuelto tonto, ó mi prisión no entiendo, ó anda por la corte algo que yo no veo. Por fortuna, no hay bien ni mal que cien años dure; alguno ha de hablar conmigo, que no han de tenerme emparedado, y entonces ya sabré yo lo que me pasa, más por lo que no me digan que por lo que me quieran decir.

Interrumpió á Quevedo el ruido de una llave en una cerradura, sintió pasos y una voz desconocida que le dijo:

—Sígame vuesa merced, señor don Francisco de Quevedo y Villegas.

—Del hábito de Santiago, señor de Juan Abad y poeta—contestó Quevedo.

—Espera á vuesa merced quien le ha de llevar á otra parte.

—Pues espérese el que ha de llevarme á que me vista, que yo me creía en casa y habíame desnudado; y si quieren que despache pronto, tráiganme luz, que no se ponen bien las agujetas á obscuras.

—A obscuras habéis de vestiros como á obscuras os habéis desnudado, y á obscuras habéis de ir como habéis entrado á obscuras.

—Obscuridad cerrada tenemos, en el caos andamos; alguna creación anda cerca; y ¿á dónde habéisme de llevar, señor mío?

—No lo sé yo eso; que no traigo orden más que de sacaros de aquí, y hágame vuesa merced la gracia de no preguntarme más, porque tendré el dolor de no poderle responder.

—¿Adolecedor sois? Pues con alguacil no trato; hombre de bien tengo al canto; hidalgo barrunto; huélgome de ello, que siempre es bueno, aun en lo más malo, al dar con gente bien criada.

—Pero vuesa merced se vale de eso para vestirse con gran espacio, y yo rogaría á vuesa merced que abreviara, que la jornada es larga, la noche mala, y los caminos con tanto llover de los diablos.

—¿Es decir que Madrid se me escapa?

—Fuera de Madrid va vuesa merced.

—Pues quien de Madrid me saca debe ser persona que puede.

—Gran secreto se tiene con vuestra prisión—dijo el hombre misterioso, acercándose más á Quevedo—; interés hay en que vuesa merced se pierda...

—Pues no es eso fácil, que no nací yo para perdido.

—Traspapelar quieren á vuesa merced; pero yo, que soy algo dado á papeles, y por algo letrado me tengo, y me he regocijado mucho con los versos de vuesa merced, y aprendido muy mucho más con los discursos de vuesa merced, no soy mío por más que me hayan mandado que calle, y quiero advertir á vuesa merced.

Púsose en guardia Quevedo, á quien parecía un tanto sospechosa aquella facilidad en soltarse de lengua, en quien tan severo había empezado, y dijo:

—Páguele Dios, hermano, la buena voluntad que me tiene, si es que yo no puedo pagársela, que sí podré, que estas son tormentas que pasan, y dígame lo que quiera, que aprovechará.

—Breve tiene que ser, porque esperan y pudieran sospechar.

—Con media palabra entiendo yo. ¿Por quién soy preso?

—Por el rey.

—Eso ya me lo sabía, que á nadie se prende sino á nombre de su majestad; que el nombre de su majestad hace ya mucho tiempo que sirve para embozar cosas malas.

—Os han preso con justicia.

—Cierto es que con alguaciles me prendieron.

—Con razón.

—Tenéis razón, que razón es que los tales prendan, que si no prendieran, no serían corchetes.

—Quiero decir, que vos tenéis la culpa de haber sido preso.

—También decís verdad, que por dejar yo la espada presa, he dado en prisiones.

—No es eso, don Francisco; habéis cometido un delito.

—Estáis echando un río de verdades. Gran delito es, en efecto, el venir en estos tiempos á la corte.

—Habéis malherido á don Rodrigo Calderón.

—No fuí yo... pero quiero tomar mi parte en esa buena acción, porque al fin ayudé á ella. ¿Y por haber sangrado á un pícaro me prenden? ¿Y á esto llaman delito?

—Las cosas han variado.

—¿Priva de nuevo Calderón?

—El alcázar se ha vuelto de arriba abajo.

—Gran suceso y grande espectáculo. ¿Echádose ha el alcázar á volatinero?

—Más de lo que pensáis. En fin, y para abreviar, que ya nos detenemos demasiado, habéis sido acusado por el duque de Lerma, juntamente con don Juan Téllez Girón, de homicidio contra don Rodrigo; y como don Rodrigo se va por la posta...

Pues si se va me alegro, que nosotros por aquí nos quedamos, y á fe mía, que no ha de faltar quien pague las costas. Gran servicio habremos hecho con la ida de tal, al rey y á la patria.

—Pues piden vuestra cabeza.

—Menores cosas he pedido yo, y heme quedado sin ellas; que si á todo el que pide le dieran, pronto se echarían todos á pedir y no quedaría quien pudiera dar. ¿Y á dónde me llevan?

—A Segovia.

—Honrosa cárcel me dan. Y con esto y no tener ya nada que ponerme salvo la daga y la espada que me han quitado, recibid mi agradecimiento, alguacil desalguacilado, y vamos, que el moverme me hará provecho.

—Acercad y asíos de mi capa.

—Téngoos ya.

—Pues marchemos, y silencio.

—Silencio y marchemos.

Tiró para adelante el hombre, á cuya capa iba asido Quevedo, y siguióle éste pensando para sus adentros:

—Póneme más en cuidado que nunca la amistad de éste; paréceme que se han propuesto asustarme... ¡y vive Dios! que lo han conseguido... por mí, acostumbrado estoy á estas aventuras... pero don Juan... preso también... ¡pueden salir de aquí tantas cosas!...

—Señor alcalde—dijo en aquel punto el hombre que guiaba á Quevedo—: aquí tiene vuestra merced al preso.

—¿Sois vos don Francisco?—dijo la voz ronca y tiesa, por decirlo así, del licenciado Sarmiento.

—Yo soy, á menos que no me equivoque, amigo.

—Entrad en esa litera.

—Pónganme junto á ella; pero ya la topo; adentro voy; buenas noches y buen viaje.

—¡Si sois vos el que os vais!

—No, licenciado Sarmiento; vos sois el que os vais de mí... y me alegro. Guardéos Dios.

Estaba ya dentro Quevedo y se cerró la puerta de la litera.

Esta se puso en movimiento.

Durante algún espacio, Quevedo oyó el ruido de las gentes que pasaban, y el viento que zumbaba en los aleros de las calles.

Después, aquel ruido cesó: oíase el zumbar del viento, largo, extendido, como en el campo, y sólo se oyeron los pasos de las mulas de la litera y los de algunas cabalgaduras que marchaban constantemente junto á ella.

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