CAPÍTULO LXV

DE CÓMO EL TÍO MANOLILLO NO HABÍA DADO SU OBRA POR CONCLUÍDA

A penas el licenciado Sarmiento había entregado á cuatro alguaciles de á caballo la guarda de Quevedo, con la orden verbal de que le recibiese preso el alcaide del alcázar de Segovia, y se había alejado de la casa con su ronda de alguaciles, cuando se le plantó delante de la luz de la linterna (porque era ya de noche) un hombre pequeño, cubierto con un sombrero gacho, y envuelto en una capa negra.

—¿Qué me queréis?—dijo secamente el licenciado.

—¿Es vuesa merced, como lo parece, alcalde de casa y corte?—dijo aquel hombre, cuyo acento era indudablemente afectado.

—Tal soy—dijo el licenciado.

—Pues tomad este pliego y enteráos de él en servicio del rey y de la justicia.

Tomó el alcalde el pliego, y apenas le hubo tomado, cuando el desconocido, volviéndole rápidamente la espalda, dió á correr con una velocidad maravillosa.

—¡Síganle y agárrenle!—gritó el alcalde.

Siguiéronle algunos alguaciles, pero volvieron á poco diciéndole que aquel hombre se les había perdido.

Puso preso el alcalde á aquellos alguaciles, por el delito de no haber tenido tan buenas piernas como el huído, y después de esto fuese á su casa, encerróse en su despacho, sentóse delante de una mesa cargada de procesos, y sacando el pliego que el hombre misterioso le había dado, leyó en él lo siguiente:

—«Señor alcalde: Un hombre ha sido asesinado...»

Al leer esto el licenciado Sarmiento, le bailaron los ojos de alegría.

Porque el licenciado Sarmiento era alcalde en cuerpo y en alma, y se alegraba de los delitos, como los médicos se alegran de las enfermedades, los clérigos de los entierros, y los sepultureros de los muertos.

La alegría le hizo detenerse un momento, y luego prosiguió:

«Un hombre ha sido asesinado á traición. Este hombre es el sargento mayor don Juan de Guzmán. El causante de este asesinato, ó los causantes, han sido don Francisco de Quevedo y Villegas...»

La alegría nubló de nuevo los ojos del licenciado, porque, como todos los tontos á los hombres de ingenio, tenía suma ojeriza á Quevedo.

Después, prosiguió:

«Los causantes han sido, don Francisco de Quevedo y Villegas, del hábito de Santiago, y don Juan Téllez Girón, homicidas, al menos por intento, de don Rodrigo Calderón. El medio del asesinato ha sido Francisco Martínez Montiño, cocinero mayor de su majestad, por instigación de los tales don Francisco y don Juan, y el lugar del asesinato donde, si se busca bien, se encontrará el cadáver del dicho sargento mayor, la casa de doña Ana de Acuña, aventurera y manceba á un tiempo del duque de Uceda y del difunto, en la calle de Amaniel. Esté vuesa merced atento, y verá cómo á la media noche entran algunos en su casa por el postigo. Guarde Dios á vuesa merced.»

—¡Oh! ¡oh! ¡oh!—exclamó el alcalde—; ¡asesinato de hombre casa de la querida del duque de Uceda, y á manos del cocinero mayor de su majestad! Este tal cocinero es muy rico, y el duque podrá ser que se interese harto por su manceba. ¡Oh! ¡oh! ¡oh!

Y el licenciado se quedó gratamente abismado en la contemplación del resultado futuro de un negocio en que podrían cruzarse sendos doblones.

Pero como todo lo que tenía de salvaje en la acepción completa de la frase el licenciado, lo tenía de activo, hizo llamar á aquella hora, que ya era bien entrada la noche, á un escribano, empezó por encabezar el proceso con la declaración testimoniada de lo que le había acontecido con el hombre de la capa, sin olvidarse de unir la denuncia original, é incontinenti con el mismo escribano y diez alguaciles, fuese á la calle de Amaniel, y con las linternas cerradas y la mayor cautela, escondiéronse él y sus gentes, de tal modo, que nadie, como no hubiera tenido la cualidad de oler á la justicia, hubiérala creído en aquellos lugares.

Entre tanto, la hermosa doña Ana, sola, porque siguiendo los consejos del bufón, había despedido á sus criados; aterrada, porque la situación en que se encontraba, teniendo en las habitaciones inferiores el cadáver, cosido á puñaladas, del sargento mayor, no era para menos; halagando la sola esperanza de que el rey, á quien esperaba por anuncio de Montiño, enamorada de él, la salvaría, ocupábase en acabar de ataviarse de una manera magnífica, porque, aunque según lo convenido, debía recibir al rey á obscuras, por el tacto, lo mismo que por la vista, se aprecian las buenas telas y las ricas alhajas, y en echar esencias en sus cabellos y en procurarse por todos los medios parecer hermosa sin luz.

La situación de aquella desdichada no podía ser más espantosa, más dramática; basta anunciarla para que se comprenda. Un terror profundo y una ansiedad mortal... y sin haber comido, privada de sus criados; y sin haber visto un sólo resquicio de salvación, entre las tinieblas de horrores que la rodeaban.

Cada vez que resonaba un reloj á lo lejos, el corazón de doña Ana cesaba de latir; cada vez que resonaban pasos en la calleja á donde daba el postigo de su casa, una ansiedad mortal la devoraba. Los pasos se acercaban, llegaban, se alejaban. No era el rey.

Al fin, dieron á lo lejos las doce de la noche.

La sangre de doña Ana circuló con fuerza, ardió, la dieron fuertes latidos las sienes y el corazón; se nublaron sus ojos... Era la hora de la cita; resonaron inmediatamente pasos en la calleja; doña Ana escuchó con toda su vida apoyada en el alféizar de la ventana que daba sobre el postigo; luego resonó una llave en aquel postigo; la alegría dió fuerzas á doña Ana; la esperanza valor; se retiró precipitadamente de la ventana; tomó la luz que había en la habitación, y entró en otra que era su dormitorio; de allí pasó á otra que era su cámara; allí encendió una linterna de resorte que tenía preparada, la cerró, la puso sobre una mesa, apagó la bujía y se quedó á obscuras esperando impaciente en medio de la cámara.

Resonaron al fin pasos en el dormitorio, crujieron las vidrieras al tropezar en ellas una persona, y la voz cobarde, trémula del cocinero mayor, dijo desde en medio de la obscuridad:

—¿Estáis ahí, señora?

Doña Ana hizo un violento esfuerzo sobre sí misma para que su voz no temblase y contestó con acento dulce:

—Sí, sí, señor Francisco Montiño. ¿Viene con vos ese caballero?

—Tenéisme aquí impaciente, hermosa señora—dijo el duque de Lerma.

Debemos advertir que doña Ana no había oído nunca hablar ni al rey ni al duque de Lerma; y que la voz del duque, por la soberbia de éste, y su gran aprecio de si mismo, tenía un timbre particular, hueco, campanudo, grave, que daba á conocer al gran señor que habla siempre mandando, imponiendo, obteniendo inmediatamente una respetuosa obediencia.

—Retiráos abajo, Montiño—añadió el duque.

Y luego dijo:

—¿Dónde estáis, señora?

—Aquí, mi señor; venid, adelantad, tomad mi mano; yo os guiaré.

El duque, guiado por el sonido, buscó entre la obscuridad y tropezó primero con un traje de brocado; luego con un hombro redondo que se retiró de una manera nerviosa, y al fin, con un brazo desnudo de una morbidez y una suavidad exquisitas, yendo á parar, por último, á una mano incomparable por su forma, pequeña, gruesecita, cuajada en los dedos de gruesos cintillos, que temblaba y estaba fría.

—¿Qué os espanta, señora?—dijo el duque mientras doña Ana le conducía á tientas hacia un lado de la cámara.

—Me espanta—dijo doña Ana con su sonora y dulce voz de mujer hermosa—, me espanta la situación en que me encuentro, que es horrible.

—¡Horrible! No alcanzo á comprenderos; ¿horrible porque yo estoy aquí?

—Sí; sí, señor, porque si mi situación no fuese horrible, no estaríais vos aquí.

—¡Explicadme, explicadme, señora!—dijo el duque con cierta magnífica majestad, porque suponía que todo aquello no era más que un prefacio de costumbre.

—Si yo no hubiera necesitado de la protección de una alta persona, cuando Montiño me trajo de vuestra parte el regalo que tengo al cuello...

—¡Ah, señora!

—Podéis creer que el haber yo consentido ha sido por ese regalo; pero os engañáis si creéis eso, señor; lo he aceptado porque me encontréis humilde, porque queráis mejor ampararme.

—¿Pero qué os sucede?

—Estoy sola en el mundo; sola y amenazada de mil peligros. Cuando Montiño me dijo que una altísima persona me amaba...

—Otros hay más altos que yo, señora.

—¡Oh, no, sólo Dios!

—¿Quién os ha dicho eso?—dijo con una gravedad eminentemente cómica el duque, que quería pasar por rey...

—Nadie... pero... mi corazón...

—¡Vuestro corazón!

—Yo había ido muchas veces á la corte, señor; las mujeres somos locas, insensatas; nos gusta, nos enamora lo grande, lo que deslumbra...

—¡Y os he deslumbrado yo!

—¡Ah, señor!, vos sois el sol de las Españas.

—¡El sol yo! ¡pero no veis que estamos á obscuras!

—Yo os veo claro, como si fuera de día... como si... estuviérais...

—¿Como si estuviera dónde?

—No me atrevo, señor, ¡habéis mostrado tal empeño en no ser conocido!...

—Sin embargo, vos lo mostráis también en hacerme entender que me conocéis.

—Porque en ello me va mi honra.

—¡Vuestra honra!

—Sí, sí por cierto; yo no podía ser esclava de otro que de vos.

—¡Ah! ¿pero quién créeis que soy yo?

—No me atrevo á decíroslo.

—Hablad, hablad sin temor, señora.

—¿Me dais vuestra noble palabra de no enojaros?

—Os la doy.

—Pues bien—dijo doña Ana arrodillándose de repente á los pies del duque de Lerma—; yo soy vuestra, señor, en cuerpo y en alma.., porque hace mucho tiempo que, loca, fuera de mí, amo á vuestra majestad.

—¡Mi majestad!—dijo el duque fingiendo el más profundo asombro—; ¡cómo, señora! ¿habéis creído que yo soy el rey?

—¡Ah, señor, señor!—exclamó doña Ana cubriendo de trémulos besos las manos del duque; vuestra majestad me ha dado su real palabra de no ofenderse.

—Y no me ofende más que el dolor de no ser rey, puesto que al rey amáis vos; pero levantáos, señora, no sois vos la que debéis estar á mis pies.

—¿Es decir que tenéis empeño formal en que yo no os reconozca?

—Creed que hay en mí grandes razones para no querer ser conocido de vos.

—Respeto esas razones, señor, las respeto, y me someto á vuestra voluntad.

—¿Quedamos, pues, en que yo no soy el rey?

—Sí; sí, señor.

—Gracias, señora, gracias. Ahora decidme: ¿cuál es la situación horrible en que os encontráis? Hablad, que aunque yo no sea el rey, tengo poder bastante para salvaros.

—Juradme por vuestra alma que me salvaréis y que no desconfiaréis de mí.

—Os lo juro.

—Voy á ser muy franca con vos.

—Os lo agradeceré.

—Yo, señor, no soy noble.

—Tenéis la nobleza de la hermosura.

—Nací en las playas de Galicia, señor, y Dios, sin duda para probarme, me dió esta funesta hermosura.

—¡Vuestros padres fueron pobres!

—Pescadores, sin más bienes que una barca y una cabaña en la playa; yo crecí allí libre, al sol y al aire, delante del mar, tan ancho, tan azul, tan hermoso, guardada por las espaldas por las verdes montañas de mi hermosa Galicia. ¿No es verdad, señor, que nadie al verme, al escucharme, puede creer que yo he sido una pobre muchacha que se llamaba Aniquilla, que corría descalza por las rocas buscando mariscos cuando era niña, y que más tarde?... ¡oh, Dios mío!

—No, no, nadie lo creería, porque Dios os ha dado la nobleza, como ya os lo he dicho, de una grande hermosura, y con esa maravillosa hermosura una discreción adorable y un claro ingenio. Vos sois una dama completa.

—¡Pluguiera á Dios que no lo fuese!

—¿Pero qué misterio hay en vuestra vida?

—Sería un crimen el engañaros, señor.

—Os escucho con afán.

—Apenas dejé de ser niña, cuando dejé de ser pura.

—¡Ah, la inocencia!

—La libertad... y luego mi anhelo de salir de aquella cabaña... las solicitudes de los marineros... todos me prometían sacarme de allí... yo ansiaba ser más... los creía... y todos me dejaban.

—¡Oh!

—Un día, señor, fondeó en la caleta, que estaba delante de la choza de mis padres, un barco de rey. Yo estaba sentada en la punta de una roca, triste y desesperada, porque mi último amante acababa de hacerse á la mar. La blanca vela de su bergantín se veía allá á lo lejos, como una motita próxima á desaparecer en la inmensidad de los mares. Sacóme de mi distracción el ruido acompasado de muchos remos; miré y vi que era una barca que entraba en la caleta llena de hombres que llevaban plumas y corazas relucientes, y bandas sobre las corazas los unos, y los otros largas lanzas en las manos. Eran gente de guerra que había venido en el barco del rey. Yo era la persona primera que vieron. Todos aquellos hombres, al saltar en tierra, me miraron. Particularmente uno, joven y buen mozo, que llevaba banda de seda sobre la coraza, me miró con más fijeza que los otros, y se detuvo. Los restantes se encaminaron á la aldea, y los marineros se pusieron á llenar de agua unos barriles que traían en la lancha, en una fuente que había en la playa.

—Rapaza—me dijo el hombre que se había detenido junto á mí—, ¿cómo tan sola, siendo tan hermosa? ¿Esperas á tu amante?

Yo no le contesté; pero mis ojos se llenaron de lágrimas.

—¿Por qué lloras?—me preguntó.

—Porque mi amante se ido para no volver—le contesté arrojando una mirada al mar, en cuyo horizonte se veía ya imperceptiblemente como un punto blanco próximo á desaparecer, el bergantín que conducía á mi último amante, que acaso no se acordaba ya de mí.

—¡Bah, muchacha!—me dijo el soldado—; á rey muerto, otro al puesto; por mucho que le quieras, pronto le olvidarás, si pones otro en su lugar.

—El, como todos, me había dicho que me llevaría consigo... y como los otros me ha dejado aquí.

Miróme profundamente el capitán, y dijo como hablando consigo mismo:

—Pedirla más hermosa sería avaricia, y parece inocente Muchacha—añadió dirigiéndose á mí—, ¿quieres ser la prenda de un mozo de rumbo?

—No os entiendo—le contesté.

—¿Quieres ser mi moza, digo? Yo te pondré en el cuello corales y encajes, y te meteré la cintura en sedas, y te calzaré los pies con chapines, y si ahora pareces un lucero, después parecerás un sol.

—¿Es de veras?—le pregunté olvidada ya del otro que iba en el bergantín, que había desaparecido por completo en alta mar.

—Tan de veras, que si estás aquí en este mismo sitio á la noche, vendré por ti.

—Estaré.

—¿Palabra de buena muchacha?

—Os lo prometo.

—Pues veremos quién falta á lo prometido—dijo el capitán.

Y me estrechó la mano, y se fué á la aldea donde habían entrado los soldados.

—¿Y fuísteis?—dijo el duque de Lerma.

—Sí; sí, señor; fuí, puesto que estoy hablando con vos; fuí por mi desgracia; ó mejor dicho, no me moví de la roca... no me despedí de mis padres, ni entré siquiera en la cabaña.

Cuando me habló el capitán se ponía el sol.

La noche, por lo tanto, no tardó en llegar.

Pasó algún tiempo desde que cerró la noche, y por cierto bien obscura.

Yo esperaba con impaciencia.

Toda mi ambición era salir de aquel estrecho valle, encerrado entre el mar y las montañas.

¡El mar sin límites, que recibió mis primeras miradas! ¡las verdes montañas de mi hermosa Galicia, de entre las cuales pluguiera á Dios no hubiera salido nunca!

Como os decía, la impaciencia me devoraba.

Sólo veía delante de mí, porque la noche era muy obscura, una línea algo más clara, una línea movible.

Era el mar que venía á romper sus olas en las rocas.

Sólo escuchaba su quejido incesante, y el ligero zumbar del viento.

—¡Bah!—dije llorando—; el hermoso soldado se ha olvidado como los otros de sus promesas; pero éste, al fin, no ha sido infame, porque no ha sido mi amante.

Y me levanté de la roca, y con el corazón amargo me volví para encaminarme á la choza de mis padres, por cuya puerta se veía relucir á lo lejos la llama, la alegre y dichosa llama del hogar.

Pero de repente, un ruido que sentí á mis espaldas me detuvo.

Era ruido de remos.

Mi corazón se ensanchó y me volví de nuevo á la roca.

Abordó una barca y de ella saltó un hombre.

—¿Estás ahí, muchacha?—dijo.

En aquella voz reconocí la del capitán.

—Sí, aquí estoy esperándoos—le dije.

—Pues ven conmigo y no te detengas, que el viento es favorable y vamos á zarpar.

Acerquéme á él, y él me asió de una mano y me llevó hasta la barca.

Su mano temblaba.

Luego me asió de la cintura para meterme en la barca.

Sus brazos temblaban también, y su corazón latía con fuerza.

Me dió un silencioso beso en el cuello, y sus labios abrasaban.

Yo empecé á sentir no sé qué por aquel hombre.

Me parecía hermoso, y luego... me trataba como no me había tratado ninguno.

Los otros me habían tratado con desprecio.

El me trataba como á una señora; se estremecía á mi lado, se ponía pálido.

Me retuvo en sus brazos en la barca; y luego, siempre en sus brazos, me subió á la galera.

Noté que nadie se reía de mí; que nadie me miraba, que todos, cuando pasaba junto á ellos el capitán, que me llevaba de la mano, se descubrían.

Era él el capitán de la galera, y además muy rico y muy principal.

Por eso me respetaban todos.

Y yo iba mal vestida, despeinada, descalza.

Y, sin embargo, don Hugo de Alvarado, que así se llamaba mi esposo...

—¡Vuestro esposo!...—exclamó con asombro el duque de Lerma.

—Sí; yo soy viuda de un capitán de mar de su majestad, señor.

—Contadme, contadme cómo fué eso.

—Cuando llegamos al puerto del Ferrol, don Hugo, que no se había tomado conmigo la menor libertad, á pesar de que yo estaba enteramente sometida á él, hizo venir de tierra unas sastras..

Aquellas mujeres me tomaron medidas, y tres días después me llevaron ricos vestidos y muchos trajes de dama, y de dama principal; por otra parte, don Hugo me llevó joyas.

Cuando me vistieron, cuando me engalanaron, don Hugo exclamó enamorado:

—¡Es un sol!

Yo estaba aturdida, me miraba en un espejo, y no me conocía; me parecía que mi hermosura había crecido.

La felicidad me hacía sufrir.

Había visto otras playas; veía otras montañas; tenía á mis pies un amante joven, hermoso, que me trataba con el mayor respeto.

Mis vestidos eran ricos; sentía perlas en mi cuello, y cuando me miraba en el espejo, veía que mi cuello era más nacarado que las perlas.

Y no me acordaba de mis padres.

Amaba la vida en que entraba, y me moriría por don Hugo.

—¡Le amábais!—dijo el duque de Lerma.

—Como no había amado nunca; como no he vuelto á amar hasta que os he conocido á vos, señor.

El duque de Lerma iba olvidándose rápidamente del objeto que le había llevado á aquella casa, esto es: el hacer la guerra por uno de sus flancos á su hijo el duque de Uceda, que se valía de aquella mujer para excitar las precoces pasiones del príncipe, que se llamó después Felipe IV, y de cuyas escandalosas aventuras amorosas están llenas la historia y la tradición.

El duque de Lerma, aunque circunspecto, porque la gravedad era su vicio, hombre al fin, empezaba á sentirse excitado por la galante historia de doña Ana.

Y luego hay que convenir en que doña Ana tenía una gran práctica de cortesana, que conocía el secreto de inspirar la voluptuosidad, y en que, tales eran las manos que tenía abandonadas dulcemente entre las del duque, que por su forma y su tersura, venían á ser el prólogo de bellezas incomparables.

Si el duque no hubiera llevado allí, según su sentido político, un alto objeto, hubiera roto por todo y hubiera pedido á doña Ana luz. Pero aquella mujer le parecía muy importante, y necesario y conveniente de todo punto seguir representando á obscuras un papel de rey enamorado y celoso de su dignidad.

El duque de Lerma incurría en su millonésima equivocación.

Estaba allí representando por la millonésima vez su papel de simple.

—¡Ah! ¿con que amáis á su majestad, cuanto habéis amado al que habéis amado más?—dijo el duque.

—Os ruego, señor, que no volvamos á la pasada disputa; yo no me atrevo á disputar con vos. Respeto vuestros deseos y callo.

—Continuad; señora, continuad—dijo el duque halagado por las palabras de doña Ana, porque tal era su vanidad, que se hinchaba con el placer de representar al rey de una manera indirecta, aunque esto no fuese sino como podía ser, á obscuras y ante una persona que nunca hubiese oído la voz del rey.

Doña Ana continuó:

—Amaba yo á don Hugo por cuantas razones puede amar á un hombre una mujer; me enamoraba y me enorgullecía. Pero fuí muy desgraciada en mis amores. No los logré.

—¡Cómo! ¿Pues no sois su viuda?

—Oíd, señor, oíd: cuando estuve ataviada como una dama, don Hugo zarpó de nuevo y tomó rumbo para Barcelona; durante la travesía me trató con el mayor respeto. Yo no comprendía por qué don Hugo me respetaba; después lo he comprendido; don Hugo respetaba en mí su amor, un amor tan extrañamente concebido por una pobre muchacha deshonrada. Pero contra el amor no hay razones; se ama porque se ama, y nada más.

En Barcelona saltamos en tierra, y don Hugo me llevó á casa de una anciana tía suya. Habíamos convenido, para que nada pudiese decir la tía, en decirla que don Hugo me había rescatado de unos piratas berberiscos que me habían apresado algunos años antes, matando á mis padres.

La buena vieja era muy crédula, y creyó todo lo que su sobrino quiso que creyese.

Don Hugo estuvo algunos días en Barcelona y partió al fin, dejando encomendado á su tía que hiciese de mí una dama.

Yo quedé con un agudo dolor.

Don Hugo me escribió al poco tiempo una carta muy tierna que aumentó mi amor hacia él. Con el afán de poder leer sus cartas, de poder escribirle, aprendí en muy poco tiempo á leer y á escribir.

Al año pude contestar, aunque mal, por mí misma á aquel amante que se me había entrado en el alma, y á quien debía el verme cambiada en otra.

Porque ya no era yo la pobre muchacha ignorante que andaba descalza por la playa, entregada al primero que encontraba al paso, abandonada á sí misma; había formado otra concepto del mundo; estaba en una casa rica; proveían mis deseos numerosos criados; vestía ostentosamente; iba á todas partes y á todas partes en litera ó carroza; la buena doña María me amaba y no había sospechado nunca de la verdad de la historia que la habíamos contado su sobrino y yo. Por otra parte, yo, que en realidad me llamaba Ana Pereira, me llamé doña Ana de Acuña, como ahora.

—¿Y cómo pudo ser eso?—dijo admirado el duque de Lerma.

—No lo sé, porque don Hugo no me lo dijo por escrito ni pudo decírmelo de presente.

—¡Cómo!

—¡Don Hugo y yo no nos volvimos á ver!

—¡Y sois su viuda!

—Seguid escuchando. Un día recibí una ejecutoria, que aún conservo, y unos papeles que acreditaban que yo era, en efecto, doña Ana de Acuña, única descendiente de una familia ilustre, pero pobre.

—¿Era rico don Hugo?—preguntó el duque de Lerma.

—Riquísimo.

—Pues entonces comprendo perfectamente cómo os ennobleció... Compraría su apellido y su ejecutoria á una familia pobre...

—Eso debió ser.

—Continuad, señora.

—Pasaron dos años, y al cabo de ellos, cuando yo estaba completamente transformada, cuando acababa de cumplir los diez y nueve años, doña María adoleció de su última enfermedad. Escribí á don Hugo que me veía expuesta á quedarme sola en el mundo, y don Hugo me contestó, enviándome los papeles necesarios por medio de un amigo suyo para que pudiera casarme con él por poder, que para este efecto había dado á su amigo.

En efecto, una noche en que la dolencia de doña María se había agravado de una manera tal que los médicos no la daban más que algunas horas de vida, me casé, junto á su lecho, con don Hugo, representándole el amigo que para ello había enviado.

Acabada la ceremonia, el amigo de don Hugo y los testigos se retiraron, y yo, triste y temerosa por aquellas bodas que se habían hecho junto á una moribunda, me quedé velando su agonía.

Al amanecer murió.

Aquel día un escribano vino á abrir el testamento.

La buena doña María había dejado todos sus bienes, que eran muchos, á la esposa de su sobrino.

Yo era ya rica.

No sé si por esto, yo que había olvidado completamente á mis pobres padres, lloré por aquella mujer.

Quedéme en la casa como dueña.

Escribí á mi esposo participándole la muerte de su tía, y al poco tiempo recibí una carta enlutada.

La abrí con el corazón helado y recibí un golpe cruel.

Don Hugo había muerto en Flandes como bravo, peleando por el rey, pero había tenido tiempo para darme la última prueba de aquel extraño amor que había sentido por mí.

En su testamento aparecía yo su heredera universal.

Encontréme viuda, joven, hermosa y dos veces rica.

Lloré mucho por don Hugo, pero todo pasa, todo muere y muere también y pasa el dolor.

¡Oh! ¡si yo entonces me hubiera acordado de mis pobres padres y hubiera ido á sacarlos de su miserable cabaña!

¡Dios acaso, entonces, me hubiera amparado!

Pero me olvidé de todo y acabé por olvidarme de don Hugo, del único hombre á quien había amado.

Rica, joven y hermosa, me propuse apagar mi sed de placeres, mi sed de vanidad.

Y aunque muchos quisieron casarse conmigo, yo no quise.

Quería volar libre, suelta, poderosa; devorar cuanto el mundo tiene de incitante y bello.

Y lo gocé.

Pero lentamente mi caudal disminuía.

Vivía en la corte, y gastaba, gastaba sin reflexión el caudal que me habían dejado una santa y un hombre de corazón.

Gasté su caudal y su nombre, porque fuí una mujer galante, una aventurera; porque en mi sed de gozar me olvidaba de mi honra, como me había olvidado de mis padres, como me había olvidado de mi esposo.

—¡Oh! ¡oh! vos sin duda exageráis, señora.

—Os digo la verdad; no he querido engañaros. Soy una mujer perdida, y no comprendo cómo vos, señor, podéis haberos enamorado de mí, como no he podido comprender nunca por qué de mí se enamoró don Hugo.

—Tenéis una hermosura maravillosa, doña Ana.

—Gracias, muchas gracias, señor, pero escuchadme todavía, que aún no he concluído.

—Os escucho.

—Muy pronto estuvo enteramente perdido lo que había heredado; empecé á contraer deudas, y no sé lo que hubiera sido de mí, si un día no me hubiese visto en el coliseo del Príncipe, el príncipe don Felipe.

—¡Ah!

—Aunque es muy niño, clavó en mi sus ojos y no los apartó en toda la función. El duque de Uceda estaba en el aposento del príncipe.

—¡Oh! ¡oh!—exclamó el duque de Lerma con un acento que engañó á doña Ana.

—Yo no debería deciros esto, señor—dijo ella—; pero no debo engañaros; no debo excusaros ni la parte más leve de la verdad. Además que su alteza es muy niño...

—¡Y sin embargo, quiere pervertirle el buen duque de Uceda!...

—El duque de Uceda es muy ambicioso, y hace la guerra á su padre el duque de Lerma de la manera que puede. El duque de Uceda es tan mal hijo como lo he sido yo. Dios le castigará como me ha castigado á mí. En cuanto al príncipe...

—Decid, decid...

—El duque le trae algunas noches. Su alteza se alegra cuando me ve y me abraza y me besa, y me dice que cuando sea rey yo seré lo que quiera ser.

—¿Pero el príncipe está ya pervertido?

—No; no, señor, pero si... su majestad el rey no pone remedio, el príncipe será un rey débil capaz de todo, si para lograr sus intentos le pone un ambicioso delante una mujer hermosa.

—Gracias, señora, gracias en nombre del rey.

—¡Oh! el rey pude contar con mi corazón, con mi alma. Pero el rey tendrá compasión de mí y me salvará; ¿no es verdad, señor?

—¿Pero de qué tiene que salvaros el rey?

—¡Ah, señor! ¡yo no os lo he dicho todo! Pero antes de que concluya la triste confesión de mis desdichas, dadme, señor, vuestra palabra de que me protegeréis.

—Os protegeré, no lo dudéis. Pero alzad, alzad, señora, y no tembléis de ese modo.

Doña Ana se había arrojado de nuevo á los pies del duque de Lerma, y besaba llorando sus manos.

El duque creyó que quien causaba el miedo de doña Ana, era el duque de Uceda.

Doña Ana se levantó.

—Continuad, señora—dijo el duque.

—Yo tenía un amante, más por miedo que por amor.

—¡Un amante!

—Sí, señor; el sargento mayor...

—¿Don Juan de Guzmán?

—¡Cómo! ¿lo sabíais, señor?

—Sí, me lo habían dicho.

—Y á pesar de eso, señor, ¡me habéis solicitado!

—Sé que ese hombre ha muerto.

—¿Lo sabéis?

—¡A puñaladas!

—¿Pero sabéis quien le ha matado?

—¡Sí!

—¿Lo sabéis?

—Permitidme que no lo diga; su nombre...

—Os lo diré yo, porque ninguna parte tengo en su muerte.

—¿Qué decís?

—Que le ha matado el tío Manolillo, el bufón de... el rey.

—¿Lo sabíais?

—Pero yo creía que le había matado por distinta causa.

—¡Cómo! señora, ¿creéis que yo he mandado la muerte de ese hombre?

Y en el acento de temor y de sorpresa del duque, que era siempre hinchado, doña Ana creyó oír el acento de un rey ofendido.

—¡Ah! ¡perdón! ¡perdón, señor!—exclamó—no crea vuestra majestad...

Era tan grave lo que sucedía, que el duque de Lerma perdió la serenidad y exclamó:

—¿Cómo os he de decir que yo no soy el rey?

—¿Pues quién sois entonces?—exclamó con espanto doña Ana, á quien parecieron enérgicamente verdaderas las palabras del duque.

—Yo—dijo Lerma reponiéndose, pero torpemente—soy... un caballero que os ama.

—¡Ah!—exclamó con acento rugiente doña Ana—¡me ha engañado ese miserable Montiño! Pero yo sabré quién sois.

Y corrió al rincón donde, como dijimos, había dejado la linterna sorda, vino hacia donde estaba el duque, y abriendo la linterna, inundó de luz su semblante.

—¡El duque de Lerma!—exclamó.

—¡El duque de Lerma!—exclamó un hombre que abría al mismo tiempo una puerta.

Lerma arrancó la linterna de las manos de doña Ana, y miró á aquel hombre y retrocedió.

—¡Mi hijo!—exclamó con espanto.

—Sí; sí, señor, vuestro hijo—contestó el duque de Uceda.

Y el padre y el hijo delante de doña Ana, aterrada, quedaron mirándose frente á frente.

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