LO QUE HIZO DOROTEA POR DON JUAN
Irritado, contrariado, impaciente, cuidadoso, se encontraba don Juan encerrado en un aposento alto de la torre de los Lujanes.
La opaca luz de aquel día nublado y lluvioso, penetrando en el encierro por dos estrechísimas saeteras, apenas bastaba para determinar los objetos que en el aposento había.
Podía juzgarse, sin embargo, que no se había tratado mal á don Juan; algunos muebles, aunque no de lujo, decentes; una cama limpia, una alfombra usada, pero aceptable aún, y un brasero con fuego, hacían cómodo aquella especie de calabozo, si es que un calabozo puede ser cómodo para un preso.
Comprendíase claro que aquel encierro estaba destinado á personas á quienes, por su clase, era necesario tratar bien.
Don Juan no sabía por qué estaba preso, pero se lo figuraba; no podía ser por otra cosa que por el asunto de don Rodrigo Calderón.
Lo que más inquietaba al joven era que suponía que Quevedo habría sido también preso, porque ¿cómo explicarse que estando libre Quevedo no hubiese hecho en su favor maravillas?
Y dolíale, además, el estado aflictivo que suponía en doña Clara Soldevilla.
Cuando le prendieron en su aposento, la joven se puso pálida y se desmayó.
Don Juan no vivía, agonizaba en aquel calabozo, había pasado una noche horrible, de cavilaciones, de temores; se había acordado de todo, había dado vueltas á todo, y sin embargo, no se había acordado de Dorotea.
Cuando el carcelero la noche antes le entró la luz, don Juan le dió dinero y le preguntó por la causa de su prisión.
El carcelero le respondió con sumo respeto, pero encogiéndose de hombros, que nada sabía.
Encargóle don Juan que procurara informarse, que avisase á su esposa del lugar donde se encontraba, y que procurase ver á don Francisco de Quevedo ó saber de él.
El carcelero volvió á la hora de la cena, trayendo una escogida y abundante.
Pero lo que le dijo el carcelero le puso en mayor ansiedad.
Empezó por asegurarle que, por más que había hecho, no había podido averiguar la causa de su prisión; pero que él creía que cuando lo habían traído á la torre de los Lujanes, y con tal misterio, debía tratarse de un grave asunto de Estado.
Añadió que había ido al alcázar y que no había podido hablar á Doña Clara, porque estaba en audiencia con el rey, y que en cuanto á don Francisco de Quevedo, ninguna de las personas á quienes por él había preguntado le habían dado razón de tal persona.
Se empeoraba el negocio á la vista de don Juan, y como hemos dicho, no pudo dormir en toda la noche.
Al día siguiente, cuando volvió el carcelero con el almuerzo, cuando don Juan le habló, el carcelero le respondió con gran respeto:
—Se me ha prohibido terminantemente hablar con vuesa merced una sola palabra; estas que le digo son imprudentes, porque las paredes escuchan. No me pregunte vuesa merced más, porque no le contestaré.
Después de esto el carcelero salió, y don Juan quedó más cuidadoso que antes.
Adelantó el día y con él la desesperación y la impaciencia de don Juan.
Nadie parecía á tomarle declaración ni darle noticia alguna.
Al fin, al medio día se oyeron pasos en las escaleras y luego el ruido de los candados y cerrojos de la puerta.
Entró el carcelero.
No traía la comida.
Esto dió alguna esperanza á don Juan.
—¿A qué venís?—dijo al carcelero.
—Vengo á pediros licencia, en nombre de una dama que quiere hablaros—contestó aquél.
—¿De una dama? ¿qué señas tiene?
—Está completamente encubierta por un manto; pero parece principal y hermosa.
—¡Ah, es ella!—dijo don Juan pensando en doña Clara y sin acordarse, ni remotamente, como hasta entonces no se había acordado, de Dorotea.
—Trae una orden terminante para que se la permita hablaros á solas, del señor alcalde de casa corte, Ruy Pérez Sarmiento, de quien pende vuestro proceso.
—¡Oh, pues que entre! ¡que entre!—exclamó con afán el joven.
—Entrad, señora—dijo el carcelero llegando á la puerta.
Entró una mujer completamente envuelta en un manto, y mandó con un ademán enérgico al carcelero que saliese.
La puerta se cerró.
Entonces la mujer se echó atrás el manto, adelantó hacia don Juan, le asió de las manos y le miró exhalando toda su alma, y su alma enamorada por sus ojos.
—¡Ah! ¡Dorotea!—exclamó con una sorpresa dolorosa don Juan.
—¿La esperábais á ella?—dijo Dorotea con la voz apagada de quien sufre un dolor agudo.
—Os confieso que... señora... me sorprende...—dijo trastornado don Juan.
—¿Os sorprende que yo sea la primera mujer que penetra por vos en este horrible encierro? ¡No sabíais, no habíais podido saber cuánto yo os amaba! ¡cuánto era capaz de hacer por vos! ¡pues sabedlo, os traigo vuestra libertad!
—¡Mi libertad! ¡vos!—exclamó dejando ver la expresión de una profunda sorpresa don Juan.
—Sí, yo... aquí está—dijo Dorotea mostrando al joven un pliego cerrado.
—¿De modo que ya puedo salir de aquí?
—Aún no—contestó dolorosamente Dorotea.
Esta respuesta de la joven irritó á don Juan.
—¡Ah! ¡venís á imponerme condiciones!
—¡Condiciones! ¡condiciones yo á vos! ¡qué condiciones puede dictar el esclavo á su señor! ¡cuán poco me conocéis, por mi desdicha!
—Entonces, ¿por qué no me dais esa orden?
—¡Hay en el mundo otra mujer que os ama, que puede y debe confesar el amor que os tiene ante Dios y los hombres! ¡una mujer que por vos sufre, que por vos está enferma, que por vos muere! ¡una mujer que por vos se ha arrojado á las plantas del rey, y que no ha podido conseguir nada, ni aun saber el lugar donde estáis preso! ¡Vuestra esposa! ¡Doña Clara Soldevilla, que es vuestra vida!
—¡Ah!—exclamó don Juan.
—Y esa mujer venturosa, porque tiene vuestro amor; esa mujer á quien únicamente debéis amar, esa será la que reciba, sin saber de quién lo recibe, este pliego cerrado; esa mujer será la que venga á abriros la puerta de vuestra prisión; esa mujer será, porque debe serlo, quien goce toda la alegría de recobraros, cuando os creía perdido, cuando se creía casi viuda.
—¡Viuda!
—¿Pues no sabéis de lo que os acusan?
—No.
—De homicidio premeditado y con ventaja, intentado contra don Rodrigo Calderón.
—Mentira: como hidalgo y frente á frente, reñí con él por un grave asunto, y sirviendo á la reina: vos lo sabéis.
—Pero vos no podéis, por lo mismo que sois hidalgo y leal, sacar á juicio lo de las cartas de la reina, y os sentenciarían cometiendo una injusticia, es cierto; pero las injusticias no sorprenden á nadie en España. Me debéis, pues, la vida, y os lo digo para que lo sepáis; para que no podáis olvidarme.
—Me estáis desgarrando el alma, Dorotea.
—¿Y qué importo yo... pobre cómica... querida miserable del duque de Lerma? pero dad gracias á Dios de que yo sea querida del duque, y de que el duque, por una casualidad que Dios ha permitido, sea esclavo de un hombre terrible, que es á su vez esclavo mío.
—¿Y quién es ese hombre?
—El tío Manolillo, el bufón del rey. Él, porque sabe que os amo, y que vos íbais á salir de la corte, hizo que Lerma os prendiera. Él, porque yo se lo he pedido, ha hecho que Lerma mande rasgar vuestro proceso y poneros en libertad. Si yo le hubiese dicho: ese hombre me desprecia, ese hombre me insulta, quiero vengarme de él y de ella, mátale; hubiérais subido al cadalso, y con vos Francisco de Quevedo, á quien Dios maldiga. Sabedlo, quiero que lo sepáis para que no podáis olvidarme jamás; os lo repito. ¿Qué me importa que os apartéis de mí, que no os vuelva á ver más, si estoy segura de que vos no olvidaréis nunca mi memoria?
Don Juan inclinó la cabeza y no supo qué responder.
Estaba seguro de que no podía engañar á Dorotea, porque ésta sabía demasiado que él amaba, que él no podía dejar de amar á doña Clara.
Y sin embargo, la hermosura y el amor inmenso, excepcional de la comedianta, excitaban su deseo; halagaban su orgullo; don Juan, si hubiera podido, sin dejar de amar á doña Clara y de ser feliz con ella, hubiera sido amante de Dorotea.
Pero esto era imposible: Dorotea tenía demasiado corazón.
Dorotea no podía partir el amor de su alma con otra, por más que aquella otra fuese la esposa del hombre de su amor.
La situación de don Juan, ante quien Dorotea se presentaba de una manera enloquecedora, dándole la libertad y con la libertad la vida, sacrificándoselo todo, con la abnegación sublime de que sólo es capaz una mujer que ama, la situación de don Juan era horrible.
—¿Cómo podré yo hacer—dijo al fin—, que vos me perdonéis la desgracia de no haberos conocido antes?
—No blasfeméis de vuestra fortuna—dijo gravemente Dorotea—; Dios os ha dado en doña Clara una mujer digna de vos. Amadla, reverenciadla, alegráos como de una felicidad inmensa de que sea vuestra esposa. En cuanto á mí, con que vos me apreciéis, con que me recordéis, con que os cause compasión mi desdicha, estoy satisfecha, seré feliz.
Y Dorotea, á quien hasta entonces había sostenido la excitación febril de la alegría que la causaba el llevar la libertad á don Juan, se sentó y se puso sumamente pálida.
—Estáis mala, Dorotea—dijo el joven acercándose rápidamente á ella—. ¿Qué tenéis?
—¡Me muero!
—Disponed de mí: yo soy vuestro... yo os amo—dijo don Juan embriagado.
Y en aquel momento, olvidándolo todo, asió con sus dos manos la hermosa cabeza de Dorotea y la besó en la boca.
—¡Oh! ¡qué horror!—exclamó la joven poniéndose en pie de un salto—; ¡qué crueldad! ¡qué daño me habéis hecho tan terrible!
Y arreglándose el manto, se dirigió á la puerta y llamó.
—¿A dónde vais, Dorotea?—dijo don Juan.
—Es necesario que venga cuanto antes vuestra esposa.
Sonaron entonces las llaves del carcelero.
—Esperad un momento—dijo don Juan asiendo por el manto á Dorotea, que estaba vuelta hacia la puerta.
—¿Qué más queréis de mí?—contestó la joven.
—Quiero... quiero volveros á ver.
—¡Que queréis volverme á ver!... ¡sí, yo también quiero! pues bien: estad esta noche, á las ocho, al pie de la Cruz de Puerta de Moros.
—Estaré.
En aquel momento se abrió la puerta.
—Adiós—dijo Dorotea, y salió precipitadamente.
—Adiós—dijo don Juan, y se dejó caer aniquilado sobre una silla.
El carcelero cerró la puerta.
—No merece este amor asesino que me ha entrado en el alma—murmuraba la comedianta bajando precipitadamente las escaleras—. ¡Yo estoy loca! ¡yo me muero! ¡Dios mío! ¡irá! ¡irá! ¡le parezco hermosa! ¡le embriago!... ¡sí, irá! pues bien... ¡me vengaré de él y de ella! ¡él me obliga! ¡aquel horrible beso!... ¡Oh, Dios mío!
Y acabando de bajar las escaleras, atravesando la alcaidía sin reparar en nadie, salió.
En la puerta de la torre había una litera.
Al aparecer Dorotea, un criado abrió la portezuela.
Dentro de la litera había un hombre.
Era el tío Manolillo.
Estaba más pálido, más cadavérico que Dorotea.
Al ver el aspecto de aniquilamiento y de desesperación de la joven, una chispa de alegría involuntaria pasó por los ojos del bufón.
—Ese miserable no te comprende—dijo.
—Os engañáis, Manuel; le enamoro, haría de él cuanto quisiera, menos que me amara como yo quiero ser amada. Estoy irritada: la cólera y la desesperación me matan. Quiero vengarme, y empiezo. ¡Pedro! ¡al alcázar!
La litera se puso en movimiento.
—¿A qué vas al alcázar, hija mía?
—No voy yo, sino vos. Tomad.
—¡Ah! ¡la orden de libertad de don Juan! ¡no se la has dado! ¡quieres que la devuelva al duque de Lerma y que el proceso siga! ¡haces bien! ¡ese no es digno de nuestra protección! ¡no amarte á ti que tanto le amas! ¡que tanto haces por él! ¡véngate! ¡ya que no sea tuyo, que no sea de la otra!
—Vais á entrar en el alcázar y á hacer de modo que doña Clara Soldevilla reciba esta orden sin que pueda saber de dónde viene.
—¡Cómo!
—¡Lo quiero!
—Haces mal.
—Lo quiero. ¡Y cuenta con que doña Clara pueda ni aun por indicios sospechar!
—¡Haces mal!—repitió el bufón, y tomó la orden y la guardó suspirando.
Ni Dorotea ni el bufón hablaron una palabra hasta que la litera llegó á las puertas del alcázar.
—Entrad—dijo Dorotea al bufón—; haced que esa orden llegue, como os he dicho, á las manos de doña Clara, y luego buscad al cocinero mayor, y hacedle que vaya á verme.
El bufón salió de la litera.
—¡A casa!—dijo la Dorotea.
La litera se puso de nuevo en marcha.
—El bufón, después de meditar un momento en el vestíbulo, se entró resueltamente en la secretaría de Estado.
—Decid á su excelencia—dijo—que yo, mi majestad el bufón, le mando que me reciba y me oiga.
Riéronse todos de la manera cómica con que el tío Manolillo dijo estas palabras, y uno de los oficiales contestó:
—No está su excelencia de humor para recibiros, tío.
—¡Quién le mete al menguado en lo que no le importa!—repuso gravemente el bufón—; diga al duque que Felipito mi amigo me envía.
—¡Ah! ¡si traéis orden del rey!...
—¡Qué pesado! ¿Te pagan para que repliques, ó para que hagas lo que se te mande?
—Vamos, no os incomodéis, tío—dijo el oficial—; decid á su excelencia, Lasala, que el bufón de su majestad quiere verle.
El enviado entró.
—Ya veréis cómo Lerma no me hace esperar tanto—dijo el bufón paseándose con gran prosopopeya por la secretaría.
En efecto, un momento después de haber entrado, Lasala abrió una mampara y dijo:
—Su excelencia espera al bufón de su majestad.
Cinco minutos después de haber entrado el tío Manolillo en el despacho del duque, éste subía por una escalera de servicio á la cámara del rey.
Felipe III estaba ocupado en examinar con su montero mayor una magnífica escopeta de dos cañones que acababa de regalarle respetuosamente la muy noble y leal villa de Eibar.
—¡Eh! vienes á tiempo—dijo el rey al ver al duque—; tú que eres aficionado, ¿qué te parece este arcabuz de caza? Mira qué llaves, Lerma: una invención, una verdadera invención.
—En efecto, señor—dijo el duque—, los vizcaínos son muy hábiles y muy industriosos. A primera vista se conoce la bondad de esa arma. Pero con licencia de vuestra majestad, vengo á hablarle de un negocio muy importante.
—¿Tan importante que no admite demora?
—De ningún modo, señor.
—No me dejarán reposar; ni aun cuando rezo estoy seguro: vamos, Lerma, vamos: y tú espera aquí—dijo el rey al montero mayor.
Felipe III y su secretario universal se encerraron.
—Veamos de qué se trata—dijo el rey con el empacho que le causaban todos los negocios.
—Del asunto de doña Clara Soldevilla.
—¡Ah! pues mira, ese asunto me trae disgustado; la buena doña Clara me pidió ayer una audiencia, se la dí, me rogó por su esposo, se arrojó á los pies, lloró... y como tú me habías dicho que se trataba de un negocio grave, me mantuve inflexible, hasta tal punto, que se me desmayó doña Clara, y la llevaron á su cuarto sin sentido. Después he tenido una verdadera batalla con la reina. Me ha amenazado... me ha dicho que no la obligase á hablar... y yo no sé qué tenga que hablar la reina en este asunto. En fin... me ha dicho la reina que yo y ella debemos grandes, eminentes servicios á ese don Juan, que ha hecho muy bien hiriendo á don Rodrigo, y que mejor hubiese sido que le hubiera matado. ¿Qué dices tú á eso?
—Digo, señor, que su majestad la reina tiene mucha razón.
—¿Pues no me dijiste ayer que era necesario castigar con mano fuerte á ese don Juan y á don Francisco de Quevedo, su cómplice?
—Ayer estaba mal informado, señor; por las primeras diligencias del proceso resulta que no fueron dos contra uno, sino que por el contrario, don Rodrigo llevaba otro hombre contra don Juan. Que Quevedo no hizo más que ayudar como hidalgo á su amigo, y que don Juan se vió en la necesidad de defenderse. Ni siquiera ha sido un duelo.
—Pues entonces es necesario formar proceso á Calderón.
—Aconsejo á vuestra majestad que me permita echar tierra á este negocio.
—Pues bien, échasela; pon en libertad á don Juan y á Quevedo y que se vayan benditos de Dios á Napóles.
—Ya, contando con el beneplácito de vuestra majestad, he mandado al alcalde Ruy Pérez Sarmiento que destruya la causa y libre auto de libertad para Quevedo y Girón; el auto de libertad de don Juan está aquí, señor.
—¡Ah! ¿Conque está todo hecho?
—Aún falta algo que hacer.
—¿Y qué hace falta?
—Tan activo ha andado el alcalde Ruy Pérez en este proceso y tan leal, que merece un premio.
—¡Ah, merece un premio! Pues dásele.
—Aquí está extendida ya la provisión para él, de oidor de la real audiencia de Méjico, con las costas del viaje, y sólo falta la firma de vuestra majestad.
El rey firmó la provisión, y la recogió el duque.
—Por aquí—dijo para sí Lerma, guardando la provisión del licenciado Sarmiento—, hemos salido de un testigo enojoso.
—¿Queda algo más que hacer?—dijo el rey, que en su marcada antipatía por los negocios deseaba verse libre.
—Sí, señor; yo creo que vuestra majestad debe aprovechar esta ocasión de complacer á su majestad la reina.
—¿Y cómo?
—Dándola este auto, que pone á cubierto de todo proceso al marido de su dama favorita.
—Tienes razón, Lerma, tienes razón; y ahora más que nunca conozco el grande afecto que me tienes; no me gusta estar reñido con la reina. Voy... voy... adiós, Lerma, adiós.
Y el rey abrió una puerta, atravesó un largo corredor, abrió otra puerta y se encontró en la recámara de Margarita de Austria.
La reina leía.
Al ruido de los pasos del rey volvió la cabeza.
Al verle, dejó el libro, se puso ceremoniosamente de pie, y miró al rey con severidad.
—Veo que aún estás enojada, Margarita—dijo el rey.
—En efecto, señor—contestó la reina—; tengo un profundo disgusto.
—¡Por tu queridísima doña Clara!
—Me he propuesto no volver á hablar más á vuestra majestad de este asunto.
—¡Mi majestad!... ¡Pero si estamos solos, Margarita, si estamos solos! ¡Siéntate aquí al lado mío! Vengo á que hagamos las paces.
La reina se sentó al lado del rey, pero con tiesura, con el semblante nublado y sin mirar á Felipe III.
—¡Lo que yo digo! ¡eso, eso es!—exclamó con impaciencia el rey—; ¡yo soy lo último de todo!
—¡Señor!—dijo la reina con dignidad.
—Se me respeta, pero no se me ama; basta el más ligero motivo para que no se me oculte el desvío que causo. ¡Como ha de ser! ¡Y yo, á pesar de todo, me afano por complacerte, Margarita!
La reina comprendió que debía bajar del empinado lugar á que se había subido; que debía ser mujer, y combatir al hombre, no al rey.
—Sí—dijo, hiriendo con su pequeño pie la alfombra y mordiéndose impaciente su grueso labio austriaco—; sí se conoce que mi esposo... me ama locamente, que adivina mis deseos, que se anticipa á ellos; ciertamente que soy una insensata, cuando me quejo; ¿qué puedo yo desear? ¿Qué reina ha tenido más influencia sobre su esposo?
—Puedo hacerte que llores de alegría, y que me abraces como una loca, Margarita—dijo el rey.
—¿De veras?—preguntó disimulando mal su ansiedad la reina, porque en las palabras y el aspecto del rey conoció que podía prometerse algo satisfactorio.
—Tan de veras, como que te traigo una medicina que pondrá buena de repente á tu amiga doña Clara, que creo que anda enferma.
—¿Cómo queréis que esté una recién casada que adora á su marido, y que ni aun sabe dónde para?
—¡Es verdad! ¡es verdad! pues bien; toma, Margarita, toma; he mandado romper el proceso de don Juan Téllez Girón, y aquí está la orden de libertad.
El rey dió á Margarita de Austria el pliego cerrado que contenía el auto.
Pasó una alegría infinita por los ojos de la reina.
Rompió el sobre y leyó ávidamente la orden de soltura.
—¡En la torre de los Lujanes! ¡y allí está mi libertador preso, dudando, temiendo...!
—¡Tu libertador!—dijo el rey con asombro.
—¡Sí, mi generoso y valiente libertador!
—No te comprendo.
—¿Por qué he de callar más? Yo estaba resuelta á revelároslo todo, cuando no me quedase otro medio de salvar á ese caballero. ¿Por qué no he de ser franca y leal con vos, cuando está salvado?
—¡Qué! ¿tú me ocultabas algo, Margarita?
—¡Oh! ¡sí, señor! ¡no sé por qué he tenido miedo! vos no podéis dudar de mí, ¿no es verdad?
—¡Dudar yo de la reina! ¡de mi esposa!—dijo el rey en uno de los arranques de verdadera dignidad que á veces dejaba conocer—. ¡Cómo! ¿por qué había yo de dudar de vos, señora?
—Oidme, don Felipe, oidme, perdonadme, porque por una sola vez en mi vida he obrado con ligereza.
—Yo estoy seguro de que no tengo que perdonarte nada—dijo el rey volviendo á su debilidad habitual, y procurando excusarse de entrar en explicaciones que le asustaban, porque á primera vista parecían graves.
—No, no; me habéis de oír: os lo suplico—dijo la reina—, necesito librar mi conciencia de este peso.
Al oír la palabra conciencia, el rey, que tenía algo de lo asustadizo de su padre, aunque no su firmeza ni su sombrío recelo, se alarmó.
—¡Tú conciencia, dices!
—Sí, porque siendo vos mi rey y mi esposo, os he callado lo que no debía haberos callado.
—¿Tendremos alguna otra conspiración?—dijo todo asustado el rey.
—Sí; sí, señor; de conspiraciones se trata; pero de conspiraciones que ya no deben daros cuidado, porque ya pasaron.
—¿Conspiraciones vuestras?
—Por recobrar vuestra dignidad y la mía.
—Pues lo de siempre. ¿Y quién os ayudaba á conspirar? porque nadie conspira solo.
—Don Rodrigo Calderón.
—¡Ah! ¡ah!
—Se me mostró leal... cuando era traidor; le concedí algunas audiencias secretas.
—¿Contra el duque de Lerma?
—Contra el duque de Lerma.
—¡Ah! ¡don Rodrigo conspiraba contra su bienhechor, contra el hombre á quien todo lo debe! ¡No sabía yo que ese tal era tan malvado!
—Lo es más aún: ese hombre se ha atrevido á dictarme condiciones.
—¡Condiciones á la reina! ¡un vasallo! ¿pero cómo podía ese miserable atreverse á dictarte condiciones?
—Fuí imprudente; creyéndole un vasallo leal, le escribí algunas cartas de mi puño y letra, avisándole de la hora que podía entrar en palacio y verme.
—¡Y esas cartas! ¡esas cartas!
—Las he quemado yo por mi propia mano, gracias á don Juan Téllez Girón, que se las arrancó á estocadas.
—¡Ah!—dijo respirando el rey—; ¿y de resultas de esas estocadas está herido don Rodrigo?
—Sí, señor.
—¿Pero don Juan sabrá...?
—Don Juan entregó aquellas cartas sin leerlas á doña Clara.
—¡Ah! ya; sí... esas cartas acompañaban sin duda al rizo de cabellos aquel de doña Clara, y don Juan habrá creído que de doña Clara eran las cartas...
—Sí; sí, señor—dijo la reina, que no se atrevió á ser más explícita.
—Pues es necesario premiar á ese caballero.
—Harto premiado está ya con ser esposo de doña Clara; sólo os pido una cosa, señor.
—¡Qué!
—Que me perdonéis si por amor á vos, por la dignidad de la monarquía, pude ser una vez imprudente.
Y la reina se arrojó á los pies del rey.
—¡Oh! ¡no! ¡no! ¡en mis brazos, que tan ansiosos están de ti! ¡en mis brazos, Margarita mía! ¡oh, qué hermosa eres!
Y besó á la reina en la frente.
—¡Oh! ¡cuánto te amo, Felipe mío!—dijo la reina llorando de placer y estrechando al rey entre sus brazos.
—No me dices eso siempre—contestó el rey con el acento y la expresión de un niño voluntarioso.
—Es que no siempre me tienes contenta; pero hoy has hecho mucho bueno, Felipe; has vuelto su esposo á mi buena doña Clara, y á pesar de lo que te he revelado, no has dudado de mí. ¡Te amo! ¡te amo!
—¡Oh, Dios mío!—dijo el rey—¡si esto durara mucho!...
—Durará... todo lo que tú quieras que dure, Felipe... ¡oh! ¡y qué feliz soy! pero hay alguien á quien debemos mucho, que llora por nosotros, y cuyas lágrimas es necesario enjugar.
—¡Doña Clara!
—Doña Clara... y voy... sin perder un momento.
—¡Ir tú!... ¡la reina!...—dijo Felipe III, que no olvidaba nunca la ceremoniosa etiqueta de la casa de Austria.
—Iré... por las comunicaciones interiores... nadie me verá... enviaré delante á la duquesa de Gandía, para que doña Clara, cuando llegue yo, esté sola. Y adiós, adiós; es necesario no olvidarnos de que para el que sufre, cada momento es un siglo. Te amo. Adiós.
Y la reina escapó.
—¡Ah!—dijo el rey—; cuando se hace una buena acción se le queda á uno el alma tan llena de no sé qué... Vamos, Dios quiera que por estos momentos de felicidad que me ha dado, no nos pida Lerma algo que vuelva á ponernos tristes.
Y el rey, por el mismo sitio por donde había ido á la recámara de la reina, se volvió á la suya y al examen de la escopeta vizcaína que tenía aún entre las manos su montero mayor.