EL SOL TRAS LA TORMENTA
Vestida, arrojada sobre un lecho, con el rostro vuelto contra la almohada, en una bellísima alcoba, había una mujer.
Aquella mujer lloraba silenciosamente; de tiempo en tiempo un sollozo desesperado hacía desgarrador su llanto.
En la alcoba, sobre un reclinatorio delante de una virgen de los Dolores, había una lamparilla encendida.
Fuera de la alcoba, junto á la puerta, estaban sentadas dos dueñas silenciosas é inmóviles.
Pasó algún tiempo así.
Abrióse al cabo una puerta, y asomó por ella la cabeza de una doncella.
—La camarera mayor de la reina quiere ver á la señora—dijo la joven en voz baja.
—¿Qué hacemos, doña Inés?—dijo también en voz baja la una dueña á la otra.
—¿Qué os parece que hagamos, doña María?—preguntó la preguntada.
—La señora no duerme, que solloza—dijo doña María.
—Y acaso su excelencia la traiga una buena noticia, dijo doña Inés.
—Pues, avisémosla.
—Avisémosla.
—Id vos.
—No, vos.
—Cualquiera.
Y doña Inés se levantó, abrió las vidrieras, y de puntillas se acercó al lecho, y dijo casi al oído de su señora:
—La escelentísima señora camarera mayor de su majestad, quiere veros, señora.
—¡Oh! ¡que entre! ¡que entre al momento!—dijo doña Clara, apartándose de sobre la frente las pesadas bandas de sus negros cabellos; ¿por qué la habéis detenido?
La dueña salió como un relámpago.
Cuando doña Clara abrió las vidrieras y salió á la cámara, ya estaba en ella la duquesa de Gandía.
—¿Qué noticias me traéis, señora? exclamó anhelante la joven arrojándose al cuello de doña Juana de Velasco.
La duquesa miró en torno suyo, y al ver que habían quedado solas, exclamó llorando:
—¡Ah! no sé nada; ¡desdichado hijo mío!
—Me habíais hecho concebir una esperanza,—dijo con desaliento doña Clara.
—Su majestad está en la saleta azul,—dijo la duquesa enjugándose las lágrimas—; me ha enviado delante, para que apartéis de aquí las personas que pudieran verla. Su majestad os creía muy enferma.
—¡Ah! sí, del corazón, del alma... me estoy muriendo. Pero no estoy tan débil que no pueda ir á ver á su majestad. Vendrá á consolarme.
La reina viene alegre, impaciente.
—¡Oh! ¡Dios mío! exclamó doña Clara.
Y apartándose de la duquesa dió á correr, loca, anhelante, atravesó algunas habitaciones, y en una cayó entre los brazos de la reina que la había salido al encuentro.
—Oye, Clara,—la dijo Margarita—; consuélate, enjuga tus lágrimas; te traigo buenas noticias.
—¿Dónde está, señora?
—En la torre de los Lujanes.
—¿Y puedo verle?
—Sí.
—¡Ah! señora, perdonad... pero... permítame vuestra majestad que vaya al momento... le he creído perdido... son esos hombres tan infames... y... ¡le amo tanto!
—Espera, espera... serénate, tranquilízate, Clara, amiga mía: no ves que yo me sonrío, que estoy contenta. ¿Cómo podía estarlo si te amenazase una desgracia?
—¡No corre peligro su vida!
—No, ni mucho menos...
—Y entonces, ¿qué hay que temer?
—Nada.
—¡Nada! pues si no hay nada que temer, ¿por qué continúa preso?
—Tú eres valiente, Clara. Domínate, prepárate...
—¿Para qué?
—Tanto valor se necesita para soportar la desgracia, como para resistir la noticia inesperada de una dicha.
—¡Ah! ¡señora! tendré valor, le tengo.
—Pues bien: toma, Clara mía, toma, y ve tú misma á sacarle de su prisión.
Y la reina dió á doña Clara el auto de libertad.
La joven le leyó, se dominó, se puso pálida, y miró con una elocuente ansiedad á la reina.
—Sí, sí; ve amiga mía—dijo la reina—; pero no te olvides de decir á doña Juana que la espero para volverme á mi cámara.
Doña Clara se arrojó á los pies de la reina, y la cubrió las manos de besos y lágrimas.
Luego se levantó y dió á correr, como una loca, hacia sus habitaciones.
—¡Libre! ¡libre, madre mía!—exclamó arrojándose en los brazos de la duquesa y riendo y llorando á un tiempo—¡libre! y ¡libre de todo cargo!
—¡Ah! ¡gracias á Dios!
—Y no podía eso ser de otro modo, porque Dios no podía querer mi desesperación; pero la reina os espera. Y voy por él. ¡Un manto! ¡una litera!—añadió dirigiéndose á una puerta—. Después, venid, madre mía; él estará ya aquí. ¡No oís! ¡dueñas! ¡lacayos!
—Adiós, hija mía, adiós—dijo la duquesa viendo que se acercaba gente, y salió.
—Pronto, doña Inés, mi manto; que pongan una litera al momento—repitió con impaciencia doña Clara.
Y cinco minutos después, dentro de una litera salía del alcázar la joven.
Como la torre de los Lujanes no estaba lejos, y los lacayos que llevaban la litera iban de prisa, muy pronto la litera paró á la puerta de la torre, salió de ella doña Clara, y presentó la orden de soltura al alcaide.
—Y van dos, las dos principales y hermosas—dijo entre dientes el alcaide leyendo la orden.
Afortunadamente no le oyó doña Clara.
—No hay que oponer nada á esto—dijo el alcaide dando vueltas á la orden—; en pagando ese caballero ciertos derechos y el alquiler de los muebles...
—Bien, bien, pero llevadme á donde está—dijo doña Clara.
—¿Y quién le diré que le busca?
—Su esposa.
—¡Ah! perdonad, señora—dijo el carcelero quitándose su caperuza, que hasta entonces había tenido encasquetada—; como vuestro esposo es joven y gentilhombre, á estos tales señores suelen buscarlos...
—¿Pero hay algún inconveniente para que yo vea al momento á mi marido?
—Ninguno, señora. ¿Qué ha de haber? yo mismo voy á llevaros. Molinete, dame las llaves del encierro alto. Vamos, señora, vamos.
El alcaide se metió por una estrecha puerta y por una escalera obscura.
Doña Clara le seguía sin pensar en donde ponía los pies, acertando con los escalones y con las revueltas por instinto.
Al fin se vió alguna luz en las escaleras, y al acabar de subirlas se encontraron en un corredor estrecho alumbrado por claraboyas, á cuyo fin había una puerta de hierro con tres cerrojos y tres candados.
Doña Clara no tuvo paciencia para que el alcaide acabase de abrir.
Golpeó con su pequeña mano la puerta, y dijo con toda la fuerza de sus pulmones y toda la alegría de su alma:
—¡Juan! ¡Juan!
—¡Clara de mi alma!—gritó desde adentro el joven.
—Sin duda ninguna son marido y mujer, cuando se tratan así delante de gentes—dijo el alcaide acabando de abrir.
Y cuando la puerta estuvo franca, como nada había ya que guardar allí, se volvió dejando la puerta abierta y murmurando por las escaleras:
—¡Ya lo creo! con una mujer como esa ya puede uno hacer lo que le dé la gana. ¡Dios de Dios! en mi vida he visto otra tan hermosa.
Entre tanto doña Clara y don Juan estaban estrechamente abrazados, mudos, en el primer momento de alegría. Parecíales á entrambos que habían resucitado el uno para el otro.
Al fin se separaron, se miraron, y don Juan vió en los ojos de su mujer lo que jamás había visto, lo que ni aun había sospechado, lo que no sabía que existiese: un amor sobrenatural, una vida que vivía en su vida; una alegría que era su alegría; un alma que absorbía la suya, la envolvía, la acariciaba y la defendía; una fuerza infinita de absorción que no le dejaba vida, ni deseo, ni voluntad como no fuesen para doña Clara.
Habíale parecido su mujer hermosa: pero entonces le pareció que la hermosura de su mujer no pertenecía á la vida, que tenía algo de fantástico, de divino.
—¡Juan de mi alma!—le dijo doña Clara—; vámonos de aquí: me parece que me van á arrancar de tus brazos, que se va á cerrar de nuevo esa puerta, que no te voy á volver á ver. Vámonos, vámonos; estás libre; he traído la orden yo misma, y nadie puede impedirte que salgas; nadie, como no sea Dios, me volverá á separar de ti.
—¿Quién te ha dado esa orden, Clara mía?—dijo don Juan acordándose á pesar de todo de la pobre Dorotea.
—¡La reina!—contestó doña Clara—; no sé por qué medio: anoche yo me arrojé en balde á los pies de su majestad: en balde la reina suplicó al rey. Ni aun pudimos saber dónde estabas preso.
—¡La reina te ha dado esa orden!—dijo profundamente pensativo don Juan, que no acertaba á comprender cómo aquella orden había pasado de las manos de Dorotea á las de la reina.
—Sí, sí—repuso impaciente doña Clara—; ¿pero qué importa eso? Lo que importa es salir de aquí.
Y tiró de su marido, que se dejó conducir.
Al pasar por la alcaidía, el alcaide les salió al encuentro respetuosamente y gorra en mano.
En la otra mano tenía una daga y una espada, sencillas pero hermosas y fuertemente bruñidas las empuñaduras de acero.
—El señor alcalde de casa y corte, Ruy Pérez Sarmiento, acaba de enviarme para vuesa merced, estas armas, que le ocupó cuando le prendió—dijo el alcaide.
El joven se puso la daga y la espada en el talabarte, y dió las gracias al alcaide.
—Perdonad, caballero—dijo el alcaide al ver que los dos esposos seguían hacia la puerta—; pero quisiera que antes de salir miráseis esta cuentecita.
Y presentó un papel á don Juan.
Aquel papel decía:
«Cuenta de lo que ha adeudado don Juan Téllez Girón, en las veinte y cuatro horas que ha estado preso en la torre de los Lujanes.
»Por alquiler de la habitación alta donde estuvo preso en otro tiempo el rey Francisco, y donde sólo se encierran personas principales, diez ducados.
»Por el alquiler de una cama con colchones de pluma, sábanas de holanda y repostero de damasco, mantas y demás, cinco ducados.
»Por ídem de doce sillas, un sillón, una mesa, un candelero de plata y una alfombra, seis ducados.
»Por una comida traída de la hostería de los Tudescos, ocho ducados.
»Por una cena de ídem, cuatro ducados.
»Por un almuerzo de ídem, cuatro ducados.
»Por una vela de cera, cuatro reales de vellón.
»Por asistencia, dos ducados.
»Por derechos de carcelaje, ocho ducados.
»Todo lo cual monta la suma de cuarenta y siete ducados y cuatro reales de vellón.—Ginés Piedrahita.»
Debemos advertir, que de esta cuenta sólo leyó don Juan la suma total.
—¿Traes contigo dinero, Clara?—dijo don Juan.
—Sí, por acaso; ¿qué se necesita?
—Da á este hombre, dos doblones de á ocho.
Doña Clara sacó un precioso bolsillo, y de él dos doblones.
—Aquí sobra dinero, señor—dijo con un acento particular el alcaide, al recibir las dos monedas de oro.
—Guardadlo—dijo don Juan.
—Viváis mil años, señor—dijo el alcaide apresurándose á abrir la puerta.
Doña Clara, llevando á don Juan de la mano, salió de la torre con la precipitación y alegría con que sale un pájaro á quien abren la jaula, y se metió con su marido en la litera.
—¡Ah!—dijo, cuando se vió caminando hacia el alcázar—, ¡gracias á Dios que ha pasado esta horrible pesadilla!
Y estrechó de una manera ardiente las manos de su marido que tenía entre las suyas.
Don Juan, sin embargo, se mostraba sombrío, pensativo y cabizbajo.
Le preocupaban el recuerdo de Dorotea y la cita que tenía aquella noche con ella en Puerta de Moros.