CAPÍTULO LXXXII

EN QUE EL TÍO MANOLILLO SIGUE SIRVIENDO DE UNA NEGRA MANERA Á DOROTEA

Apenas había salido Quevedo del cuarto de doña Clara Soldevilla, cuando uno de sus criados la anunció que el bufón del rey quería hablarla.

En otras circunstancias doña Clara se hubiera negado á recibir al tío Manolillo; pero el tío Manolillo era una persona allegada á la comedianta Dorotea, á aquella mujer que la hacía probar la amargura mayor que puede probar una mujer: sentirse herida en su amor, en su orgullo, en su dignidad; doña Clara, pues, mandó que introdujesen al tío Manolillo.

Entró lentamente el bufón, abarcando en una mirada sombría el aposento.

Sus ojos estaban encarnados, parecían arrojar el fuego de una calentura horrible, y su pecho de gigante se alzaba y se deprimía á impulsos de una respiración poderosa, que se exhalaba por su boca entreabierta y seca, produciendo un silbido ronco y débil, á veces un ruido semejante al de un hervor fatigoso; de tiempo en tiempo, á lo largo de los cortos miembros del tío Manolillo, corría una convulsión rápida, fuerte, instantánea.

Detúvose en medio de la estancia, y dijo con una voz sepulcral, terrible, que estremeció á doña Clara:

—¡Estáis preparando vuestra marcha! ¡quedáos! ¡pensáis iros!... ¡iros... y con él! ¿para qué queréis partir ya, si él se quedará aquí?

Doña Clara no palideció ni tembló; pero sus ojos inmóviles, incontrastables, absorbieron toda entera la mirada calenturienta del bufón, con toda la expresión funesta de odio, de desesperación, de horrible alegría.

—¿Qué decís?—dijo marcando fuertemente su pregunta doña Clara.

—Digo que sois viuda.

—¡Viuda!—gritó doña Clara, salvando de un salto la distancia que le separaba del bufón y asiéndole con violencia: ¡viuda habéis dicho!

—Sí, viuda—contestó el bufón desasiéndose de doña Clara con un ligero sacudimiento—; pero no quiero atormentaros antes de tiempo; podéis daros por viuda porque os lo roban.

—¡Que me le roban!

—¡Sí, no volverá!

—Explicáos, ó por mi alma, llamo...

—Y si me prenden, ¿quién llevará á la hermosa doña Clara á que vea por última vez á su hermoso don Juan?

—¡Está con ella!

—Sí, con Dorotea.

—¡Mentira!

—Aún tendréis un manto fuera de esos baúles; aún os quedará valor; ese valor que hace pocas noches demostrásteis para salvar á la reina, para venir á salvaros á vos misma; yo os guiaré.

—¿Dónde están ellos?

—Sí; donde se enamoran, donde enloquecen, como si no hubiera en el mundo más hombre que él, ni más mujer que ella; ¡oh! tembláis de cólera y de celos; yo también tiemblo de celos y de desesperación; mirad, mis ojos arrojan fuego, mi aliento silba, mi cabeza se pierde... porque la amo... la amo... y quiero... quiero venganza.

Doña Clara no le escuchaba.

Buscaba apresuradamente un objeto.

Al fin levantó de entre sus ropas un manto y se envolvió rápidamente en él.

—¿Decís, Manuel—exclamó con voz concentrada y breve—, que sabéis dónde están juntos ese hombre y esa mujer?

—Sí—dijo el bufón.

—Venid.

Doña Clara abrió con un llavín una puerta de servicio, y seguida por el tío Manolillo, atravesó un espacio obscuro, sin detenerse, sin dudar, como quien conocía perfectamente el sitio, y á obscuras siempre se oyeron sus fuertes pisadas, descendiendo rápidamente por una escalera de caracol.

El bufón, sin vacilar, sin dudar, como ella, la seguía.

Escuchábase sobre el pavimento de mármol el fuerte ruido de sus zapatos guarnecidos de clavos.

Al fin de la escalera se oyó el ruido de una llave en una cerradura; salieron doña Clara y el tío Manolillo, y volvió á cerrarse la puerta.

A la luz de un turbio farol que ardía en aquel lugar, que era el zaguán de la puerta de las Meninas, se vió á doña Clara envolverse completamente en su manto, y al bufón rebujarse en su capilla.

El suizo, que alabarda al brazo paseaba en el zaguán, se detuvo un momento, y al desaparecer, lanzándose en la calle, doña Clara y el bufón volvió á su paseo.

—Llevadme donde están—dijo doña Clara.

—Seguidme—contestó el bufón.

Y tiró adelante.

Doña Clara le seguía con esa rapidez incomprensible de las mujeres cuando andan de prisa.

Si de improviso el ancho arroyo de una calle, causado por la continua lluvia, detenía á doña Clara, el bufón la asía por la cintura, y levantándola como una pluma, á pesar del enorme peso de buena moza de la joven, la ponía al otro lado del arroyo.

Luego él y ella seguían su rápida marcha.

En pocos minutos habían atravesado el barranco de Segovia, y subiendo las pendientes callejas que están al otro lado, llegaron á las vistillas de San Francisco, y entraron en la calle de Don Pedro.

De repente una voz seca, vibrante, particular, dijo con acento de amenaza, viniendo de la dirección opuesta á la que llevaban el tío Manolillo y doña Clara:

—¡Alto allá! que en noches tan obscuras es bueno evitar tropiezos.

El bufón se detuvo al escuchar aquella voz y retrocedió.

—¡Quevedo!—exclamó doña Clara.

Y por instinto, en vez de retroceder, avanzó hasta el bulto informe, del cual al parecer había salido la voz.

—¡Doña Clara!—exclamó Quevedo—, ¿con quién venís?

—Con el tío Manolillo.

—A mis espaldas, á mis espaldas, señora—exclamó Quevedo poniéndose rápidamente delante de doña Clara, terciándose la capa y echando al mismo tiempo al aire las hojas de su daga y su espada.

—¡Ah! ¡ah!—dijo soltando una horrible carcajada el bufón—; ¿conque habré de mataros, hermano Quevedo, ya que se me os habéis puesto por medio?

Y acometió hierro en mano á Quevedo.

—Hacéos, hacéos á la pared, doña Clara—dijo Quevedo parando los primeros golpes del tío Manolillo—; las habemos con un gato garduño, tan ágil de pies como yo quisiera serlo; así, contra esa puerta, ahora no hay miedo. Tío Manolillo, idos, y no me obliguéis á despacharos; ya veis que aunque hace obscuro, mi hierro huele el vuestro, y siempre le sale al encuentro; en verdad que sois diestro, pero más yo... no me fatiguéis demasiado, hermano, no sea que por descansar os mate.

El bufón no hablaba una sola palabra; acometía en silencio, y de tiempo en tiempo salían de su pecho rugidos poderosos, sordos; hálitos abrasadores, con los que parecía querer comunicar á su acero la fuerza de su rabia.

—Ved que me canso, tío—repitió Quevedo.

El tío Manolillo redobló su ataque.

—¡Ah!—dijo Quevedo—; ¿conque os empeñáis, hermano? pues señor, descansemos.

Y dejó caer un tajo tal y tan formidable sobre el bufón, que apenas recibido cayó el tío Manolillo, como si la tierra le hubiera faltado de debajo de los pies.

Lo primero que hizo Quevedo fué volver la punta de su espada al suelo, apoyarse en su pomo y descansar; el combate había sido corto, pero reñidísimo, duro, formidable; Quevedo se había visto obligado á resistir los golpes tirados por el puño de hierro del bufón, y sudaba, estaba jadeante.

Pero en el mismo punto en que se había apoyado en su espada se irguió y se preparó.

Se escuchaban los pasos precipitados de dos hombres que se acercaban á la carrera.

—¿Quién va?—dijo Quevedo.

—El cocinero de su majestad—contestó una voz angustiosa.

—¿Y quién más?—repitió Quevedo.

—Fray Luis de Aliaga—contestó otra voz.

—¡Ah, bien venido seáis! He aquí, doña Clara, que Dios nos envía amigos.

Pero doña Clara no contestó.

Helósele la sangre á Quevedo.

Temió que, replegado á la pared contra la puerta de una casa, teniendo inmediatamente pegada á sí á las espaldas para protegerla de todo ataque de costado á doña Clara, no la hubiese alcanzado algún golpe del bufón.

—¡Una luz, una luz! exclamó Quevedo—. ¿No traéis con vosotros una luz para ver lo que ha acontecido á doña Clara?

—¡Cómo! ¿Está doña Clara con vos?—dijo el padre Aliaga.

—La trajo, no sé para qué, el tío Manolillo; he reñido con él, le he tendido; pero no sé si habrá alcanzado algún golpe á doña Clara.

—¡Oh, qué de crímenes, qué de desgracias!—exclamó el padre Aliaga—. Pero socorrámosla; ¿dónde está?

—Vamos—dijo Quevedo, que entre tanto había corrido al socorro de doña Clara—; no es nada, un desmayo; un desmayo que nos viene á las mil maravillas; quedáos vos aquí, padre Aliaga, y esperadnos.

—¿A dónde vais?

—A llevar á doña Clara á una de estas casas inmediatas. Ayudadme vos, Montiño.

—Dios quiera que pueda; apenas me tengo de pie.

—Os ayudaremos los dos y es más breve—dijo el padre Aliaga.

Y entre los tres cargaron con doña Clara, que estaba sin sentido.

Después de algunos minutos doña Clara estaba recibida en una casa que se abrió al nombre del tribunal del Santo Oficio, pronunciado por el padre Aliaga.

A aquel nombre no había puerta que no se abriera en aquellos tiempos en España.

Y ninguna persona más competente para usar de él que el inquisidor general.

Nadie vió á doña Clara, que fué introducida envuelta en su manto.

En efecto, sólo estaba desmayada.

Aquel rudo combate la había aterrado, porque si bien doña Clara era valiente, su valor era el valor de la mujer.

El cocinero mayor se quedó encerrado con ella.

Pero antes dijo á Quevedo:

—Si habéis matado al tío Manolillo, importa que le quitéis unos papeles que lleva encima y que son muy importantes; pero apresuráos y entrad cuanto antes en la casa á cuya puerta os hemos encontrado, porque en esa casa están de cena la Dorotea y don Juan, y en esa cena hay un plato envenenado.

—¡Ah!—exclamó Quevedo, y escapó.

Y llegó al lugar donde estaba el bufón y le registró.

Quitóle unos papeles que encontró bajo su ropilla y una llave.

El bufón no se movía.

Quevedo guardó los papeles, se alzó, se volvió á la puerta que estaba tras él, puso la llave en la cerradura y dijo al padre Aliaga que le había seguido:

—Entremos, fray Luis, entremos.

Poco después el fraile y el poeta estaban dentro de la casa, cuya puerta volvió á cerrarse.

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