CAPÍTULO LXXXIII

EN QUE SE VE QUE EL BUFÓN Y DOROTEA HABÍAN ACABADO DE PERDER EL JUICIO

Hora y media antes de los últimos sucesos podía verse en la casa donde acababan de entrar Quevedo y el padre Aliaga, un extenso salón magníficamente engalanado.

Tapices de Flandes cubrían las paredes, una gruesa alfombra el pavimento; del techo, renegrido ya, pero majestuoso, uno de esos techos de madera del gusto del Renacimiento, de enorme relieve, con profundos casetones magistralmente tallados con florones, grecas, hojas, frutas y caprichos admirables, pendía una araña de cristal cargada de bujías de cera encendidas.

Debajo de esta araña había una gran mesa cubierta con un mantel, y sobre el mantel una numerosa variedad de manjares servidos en vajilla de plata; en el centro estaban los postres de dulces, conservas y frutas de la estación, y en medio de estos postres un plato de confituras coronado por una enorme pera, puesta sobre una hoja de parra artificial, y adornada con un lazo rojo y negro.

A los dos extremos de la mesa había un bosque, por decirlo así, de botellas de riquísimo cristal, sobre salvillas rodeadas de copas.

A la derecha y á la izquierda de esta mesa había otras dos cubiertas de otros platos y de otras botellas y alumbradas cada una por un candelabro en forma de ramillete, de entre cuyas flores, admirablemente contrahechas, salían las bujías.

Dos sillones, puestos el uno junto al otro, estaban delante de la mesa; una hilera de sillones dorados alrededor del salón junto á los tapices, y espejos y cuadros cubriéndolos á éstos.

Ultimamente, delante de la mesa había un brasero de plata con fuego.

Gran parte de aquellos efectos habían sido llevados de la casa de la Dorotea; el resto comprado acá y allá, donde se había encontrado y por lo que habían pedido.

Aquel era un capricho de la Dorotea que la costaba algunos miles de ducados.

¿Pero qué importaba esto? quería presentarse hermosa y grande ante su amante en una habitación rica y bella.

Como á las ocho de la noche se levantó un tapiz y entró una mujer envuelta en un manto.

Tras ella entró un hombre pequeño y ancho, embozado en una capa.

La mujer se desprendió el manto y le arrojó al hombre, que había echado abajo su embozo.

Eran Dorotea y el bufón.

Ya sabemos que Dorotea era la hermosa de moda; es decir, la comedianta que por orgullo enriquecía el duque de Lerma, la niña de los grandes ojos azules y del seno de nácar, que enloquecía á los galanes de Madrid; la reina de las entretenidas, como diría un francés de nuestros días; la tentación viviente y continua del corral de la Pacheca, aquella á quien si por comedianta excelente hubiera aplaudido siempre el público, aplaudía con frenesí, por inimitable comedianta y por incomparable en hermosura.

La hemos descrito ya. Pero necesitamos describirla de nuevo.

Dorotea estaba transfigurada por el amor, por el sufrimiento, por la horrible decisión que á aquella casa la llevaba; su palidez mortal, la lucidez de su mirada, un no sé qué portentoso que emanaba de la dolorosa contracción de su boca, de lo grave, profundo y ardiente de su mirada febril; de aquellos hombros redondos, tersos, mórbidos, en que la vista parecía tocar una suavidad dulcísima; de aquel seno cuya parte superior no cubría el escote, agitado por una respiración poderosa, por un aliento de fuego; de aquellos brazos desnudos, modelados por Dios, de una manera tan bella, tan dulce, tan pura, que el cincel griego se hubiera detenido impotente al querer copiarlos; de todo su ser, en fin, emanaba tal magia, que la hermosura de Dorotea parecía divinizada, sobrenatural, hija de la imaginación, no real y efectiva; una de esas bellezas que se ven raras veces, que la mayor parte de los hombres no ven nunca, y que hacen creer al que las ve que han de desvanecerse como una sombra al ser tocadas.

Sus densos, brillantes y sedosos cabellos estaban peinados en largos rizos, en una manera de teatro, contra la moda de aquellos tiempos; estos rizos, de un tono obscuro, ceñidos en la frente por una corona de rosas de brillantes, formaban un marco hechicero al rostro de Dorotea, contrastando con su blancura, que la palidez había llevado hasta el último punto del blanco en la tez de la mujer. Su pecho estaba rodeado por las múltiples vueltas de un collar de gruesas perlas (las perlas son el adorno inmejorable de un cuello hermoso) que se anudaba en un rosetón de brillantes y encendidos rubíes.

Los brazaletes eran del mismo género: perlas y rubíes, y del mismo género también los herretes y el ceñidor de su magnífico traje de raso blanco bordado de oro, traje de teatro, traje de reina, que dejaba desnudos los hombros, el seno y los brazos, con doble falda, ancho, flotante, maravilloso, que aún no había estrenado Dorotea, que aún no había visto nadie.

Jamás se había presentado de tal modo al público, por más que fuesen famosos por su lujo sus trajes y sus joyas é hiciesen que muchos tuviesen lástima del duque de Lerma y la mayor parte envidia.

Aquello lo pagaba España, como ha pagado tantas otras cosas.

Pálida, lenta, dominada por un pensamiento fijo, Dorotea adelantó hasta la mesa; la examinó y luego miró en torno suyo.

—Gracias, Manuel—dijo dirigiendo la palabra de una manera fría al bufón—; habéis hecho más de lo que yo quería; esto es magnífico.

—Ha costado mucho y se ha trabajado bien—dijo el tío Manolillo con la voz conmovida y sin apartar su mirada ansiosa de Dorotea.

—¿Qué hora es?—dijo la joven.

—Ya es hora de ir en su busca.

—Pues id; tengo grandes deseos de acabar.

—¡De acabar! ¡de acabar! ¿y qué ha de acabar?

—Esta agonía que me devora, esta muerte en vida.

—Dorotea, yo necesito saber lo que piensas hacer.

—¿Qué?—dijo Dorotea sonriendo tristemente—¡vengarme!

—¡No, tú no le matarás!—dijo el bufón—; ¡le amas demasiado! ¡no te atreverás!

—¿Dónde está el dulce envenenado, Manuel?—dijo Dorotea sin contestar á la observación del tío Manolillo.

—Aquí, en este plato del centro—dijo el bufón estremeciéndose—; esa pera que tiene un lazo negro y rojo. Pero ¿para qué quieres ese veneno?

—Para un último caso.

—¿Pero qué último caso es ese?

—Que don Juan no quiera seguirme.

—Mientes; no hay nada preparado para una marcha.

—Pues yo os aseguro, Manuel, que el viaje se hará.

—Me espantas, Dorotea, yo no sé por qué tiemblo, yo, que no tiemblo por nada; yo que no me aterro; tú no eres franca conmigo, Dorotea; y debías serlo... porque yo soy... tu padre... á mí me debes la vida.

—Os lo agradezco, Manuel, os lo agradezco; nada temáis; no sucederá nada; don Juan me debe la vida también.

—Don Juan no te ama.

—Peor para él.

—Doña Clara le tiene loco.

—¡Oh! ¡doña Clara! aborrezco á mi pesar á esa mujer; porque ella, ella no tiene la culpa de que él la haya amado; hay momentos en que mataría á esa mujer.

—Y eso, eso es lo que debía hacerse; pero no tú... tú no debías matarla; las cuentas con la justicia son malas de ajustar... oye, Dorotea: voy á quitar de ahí esa pera...

Y el bufón tendió su mano hacia el plato.

—Dejadla, dejadla ahí—dijo Dorotea—; en cuanto á doña Clara, mirad, Manuel: yo quisiera que doña Clara me viera junto á él aquí...

—¡Oh!—dijo con alegría el bufón—, la traeré.

—Sí; que vea cómo su marido cae á mis pies... porque caerá, Manuel, caerá; no me ama, pero me desea... cuando esté á mi lado algún tiempo, se embriagará en mis ojos, en mi sonrisa, en mis palabras. Quiero... quiero que doña Clara vea que desprecio á ese hombre á quien ama ella... quiero...

—¡Oh! tú no sabes lo que quieres, y el estado en que te encuentras me espanta... ¿para qué te has engalanado de ese modo? ¿para qué te has puesto tan hermosa como un ángel?... ¡pobre niña! tu alma, tu corazón, tu vida, es ese hombre, ese hombre que no puede hacerte feliz; el solo hombre á quien has amado; ¡terrible Dios, que has dado al hombre amor y caridad, sangre y lágrimas, y no le has dado poder!... ¡mañana me pedirás cuenta de lo que yo haya destruído, arrastrado por mi desesperación, y no tendrás en cuenta mi amor hacia esta infeliz, mi rabia al ver que nada puede servirla, mi dolor al mirarla anonadada, muerta, apurando la hiel más amarga que tú has destinado para probar á las criaturas! ¡oh! ¡yo estoy loco! ¡mi cabeza se rompe! ¡mi corazón revienta! ¡Maldito sea ese hombre! ¡maldito! ¡maldito!

Y el tío Manolillo se paseaba iracundo, terrible, á lo largo de la estancia, con ese paso igual, sostenido, terrible del león enjaulado.

Dorotea tenía una mano apoyada en la mesa, en la otra mano apoyada la barba y la mirada fija, profundamente fija, en la pera que tenía el lazo rojo y negro.

Hubo un momento en que se estremeció de pies á cabeza y cerró los ojos.

Luego se pasó la mano por la frente como si hubiera querido arrancarse un pensamiento horrible, y haciendo un poderoso esfuerzo se separó de la mesa á la que parecía retenida por una influencia fatal.

—Don Juan estará esperando—dijo al bufón.

—¡Oh! ¡no piensas más que en él!—dijo el tío Manolillo sin detenerse en su paseo.

—Sí, sí, es verdad; quiero verle cuanto antes; quiero concluir; id por él.

—¿Y luego?... porque supongo que querrás que él entre solo.

—Sí, sí, es verdad; me olvidaba; entradle hasta aquí á obscuras; que no pueda ver la desnudez de esta casa; además, esa obscuridad tendrá para él algo de misterioso, y esta habitación le parecerá mejor. Luego, Manuel, necesito que nadie me escuche; ¿lo entendéis?

—Nadie te escuchará, hija mía—dijo dolorosamente el bufón.

—Luego, así que haya entrado don Juan, vos saldréis de la casa, dejaréis la llave debajo de la puerta y os retiraréis.

—¿Y quién ha de acompañarte cuando hayas concluído?

—El.

—¡El!

—Sí, él.

—¡Pero entonces ese veneno!

—No me preguntéis, por Dios, más. Prometedme hacer lo que os he dicho.

—Lo haré; pero no te comprendo.

—Os repito, Manuel, que por caridad no me atormentéis más.

—Una sola palabra. ¿Quieres que traiga aquí á doña Clara?

—No... no... no quiero atormentarla... ella no tiene la culpa... dejad á doña Clara en paz.

—¿Pero no habías pensado vengarte?...

—Me vengaré, Manuel, pero noblemente. Aborrezco á esa mujer, pero sólo como á una cosa que me hace daño... no quiero ser infame... que nada sepa doña Clara... no hay necesidad, basta con que lo sepa él.

—¿Pero qué es lo que ha de saber él?—exclamó el tenaz bufón.

Dorotea hizo un movimiento de colérica impaciencia.

—¿Sois mi señor ó mi amigo?—exclamó—¿pretenderéis que os diga lo que cuando no os he dicho ya, debíais comprender que no quiero, ó que no puedo deciros?

—Estás loca y es necesario perdonártelo todo, Dorotea. Pero tienes razón; no soy tu señor ni aun tu amigo; soy menos que eso, soy tu esclavo; pero un esclavo que vive para ti y por ti.

Dorotea hizo otro nuevo movimiento de impaciencia.

—Sí, sí, voy... perdóname, porque no sé ni lo que digo ni lo que hago. Voy por don Juan.

Y el bufón salió.

Aquel hombre singular, que sólo vivía por Dorotea, que por Dorotea era capaz de todos los crímenes y de todas las grandezas; de matar y de morir, lloró cuando estuvo fuera de la casa, atravesando entre la obscuridad de la noche las estrechas calles de la villa hacia Puerta de Moros.

Cuando llegó vió paseándose delante de la cruz á un hombre.

Se acercó á él y le dijo:

—¿Esperáis á una persona?

—Sí.

—¿Os llamáis don Juan?

—Sí.

—Seguidme, os esperan.

—Guiad.

El bufón tiró adelante; no quería hablar ni una sola palabra más con aquel hombre que hacía tan infeliz á Dorotea, con aquel hombre á quien aborrecía, porque no amaba á la comedianta.

Y así, el tío Manolillo delante y don Juan detrás, llegaron en muy poco espacio á la calle de Don Pedro.

Abrió el bufón la puerta de la casa y se dejó ver un fondo tenebroso.

—No receléis en entrar—dijo el tío Manolillo procurando dar á su acento el tono más amistoso posible—; venturas os esperan, que no desgracias; el amor os llama, no la traición.

—Adelante—dijo don Juan.

—Seguid mis pasos—dijo el bufón entrando y cerrando la puerta—; cuidad de que subimos, seguid en derechura, ahora á la izquierda, ahora á la derecha: hemos subido; seguid recto; ahora bien—dijo el bufón deteniéndose—, tras ese tapiz, por cuya abertura se ve luz, os esperan. Adiós.

El bufón se volvió.

Don Juan entró.

Cuando don Juan hubo entrado, el bufón se detuvo.

—No, yo no puedo dejarla sola con ese hombre—dijo—; ella está fuera de sí; yo no sé lo que intenta; es necesario que yo observe; observaré, comprimiré mis celos... seré capaz de ser testigo de su alegría si se comprenden... y seré capaz de alegrarme. ¡Oh, Dios mío! ¿por qué no soy yo tan hermoso, tan joven y tan gentil como don Juan? ¿ó por qué don Juan no tiene para mi pobre Dorotea el amor que tengo yo?

Y quitándose los zapatos, se acercó silenciosamente al tapiz y se puso en acecho.

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