CAPÍTULO LXXXIV

EN LO QUE VINIERON Á PARAR LOS AMORES DE DOROTEA Y DON JUAN

Don Juan se asombró al ver el lugar donde le esperaba Dorotea.

Porque aquel salón, dispuesto como se encontraba, era completamente bello y fuertemente voluptuoso.

Dorotea estaba indolentemente reclinada en un sillón junto á la copa, en la que arrojaba de tiempo en tiempo algunos granos de perfume.

Don Juan había ido allí vivamente excitado por el recuerdo de lo que había pasado entre Dorotea y él aquella mañana en la prisión.

A pesar de su amor á doña Clara, Dorotea era un astro bellísimo, que poniéndose entre los dos esposos, producía un eclipse de amor.

Don Juan no veía entonces más que á Dorotea.

Se acercó á ella, y al verla de cerca, sintió una conmoción poderosa, tembló, se deslumbró.

Dorotea le miraba, le sonreía, y le mostraba una hermosísima mano.

De una manera irreflexiva, dominado por la situación, por la magia poderosa que se desprendía de Dorotea, por aquella voluptuosidad concentrada, por decirlo así, don Juan cayó de rodillas, y asió la mano de Dorotea y quiso llevarla á sus labios.

Pero Dorotea la retiró.

—Perdonad, señor mío—le dijo sonriendo—; pero me hacéis mucho daño, y no tengo valor para que me lastiméis de nuevo; aún siento el dolor horrible del cruel beso que me dísteis esta mañana. Tratadme, pues, con caridad; sentáos y hablemos como dos buenos amigos que se despiden para no volverse á ver.

—¡Ah, Dorotea! ¿estáis irritada conmigo?

—Irritada no; estoy lastimada y nada más. Pero sentáos.

Don Juan puso el otro sillón que estaba junto á la mesa muy cerca de Dorotea, y se sentó.

Dorotea retiró su sillón.

Don Juan dijo para sí:

—Dejémosla; no la irritemos; me ama, y su amor me ayudara.

Entrambos guardaron por un momento silencio.

Dorotea miraba de una manera ansiosa, enamorada, dulce, á don Juan; le transmitía su alma entera, y con su alma todos los embriagadores sentimientos de que su alma estaba llena; y como si en aquella mirada le transmitiera también su vida, Dorotea se ponía más pálida, se espiritualizaba más y más, se hacía irresistible.

-¿Cuándo os vais?—le dijo Dorotea.

—Nunca—respondió el joven—; me quedo con vos.

—¡Conmigo! ¿sabéis si yo quiero que os quedéis?

—¡Oh, vos me amáis!

—Es cierto que os amo, que mi alma toda entera es vuestra.

—¿No más que el alma?

—No más.

—¿Es decir, que pretenderéis que apuremos una vida desesperada?

—¡Desesperada! ¿y por qué?

—Un deseo voraz que crecerá con el tiempo; un deseo contrariado; un volcán comprimido...

—¿Y qué queréis? no somos libres: no nos pertenecemos.

—Tratándose de vos, yo soy enteramente libre.

—Pertenecéis á doña Clara.

—Decidme... apartáos de ella... no es necesario que me lo digáis...

—Yo no os diré eso jamás.

—Harélo yo... os seguiré.

—No me seguiréis... os lo juro.

—¿Y por qué?

—Porque no debéis seguirme.

—No me habléis de deber, cuando se trata de amaros... ¿no os debo la vida?

—Me debéis la voluntad... si yo he podido salvaros, ese poder no añade ni un quilate más á la voluntad; esa misma voluntad de salvaros la ha tenido doña Clara.

—Vos sois más hermosa... vuestro amor más ardiente.

—Ya que os amo, don Juan, no procuréis perder mi aprecio.

—¡Vuestro aprecio!

—Sí por cierto. No me demostréis que el amor en vos es un devaneo; que al verme joven, hermosa, engalanada, enamorada, os olvidáis de otra mujer que es más hermosa que yo, y que si no os ama más que yo, os da á lo menos un amor más puro; hablemos como dos amigos, don Juan, y desengañáos; si yo aceptase esa promesa que me habéis hecho en un momento de embriaguez, seríais mío durante ocho días; pero á los ocho días veríais á doña Clara, porque doña Clara os buscaría, os embriagaría, con su dolor y con su amor, como ahora os embriago yo, y os iríais con ella; pero habiéndola lastimado, habiendo turbado su alma con un recuerdo que no perdería nunca. No hagamos infeliz á esa señora, ya que nosotros no podamos ser felices.

—Será esta una lucha que durará mientras vivamos; hay en vos, Dorotea, una fuerza tal para conmigo, que me siento arrastrado; vuestro amor es un amor tal que me enloquece; os miro, y paréceme que no sois una criatura mortal; para una fría despedida yo no hubiera venido, os lo aseguro, y os aseguro también, que si no alcanzo completamente vuestro amor, vuestra confianza, vuestra alegría, vuestra posesión... mirad, Dorotea, estoy embriagado, loco; no me desesperéis hasta el punto de que ponga á prueba vuestro amor.

—¿Y cómo le pondríais á prueba?

—Perdonad; pero al sólo pensamiento de perderos, pasan por mí horribles tentaciones.

—No... no moriréis...—dijo Dorotea extendiendo hacia don Juan una mano y dejándosela besar.

Dorotea sufrió sin alterarse, sin estremecerse, los apasionados besos de que don Juan cubrió su mano.

—Basta de locuras, don Juan—dijo Dorotea—; os he llamado para cenar con vos antes de separarnos para siempre.

—¡Separarnos! pero eso no puede ser.

—¿No veis que estoy vestida de una manera particular?

—Eso es, Dorotea, que os habéis propuesto demostrarme que sois más blanca que las perlas, que vuestros ojos brillan más que los diamantes, que vuestra hermosura domina á todas las riquezas.

—No, no por cierto, don Juan; es que me he vestido de boda.

—¡Ah! ¡para casaros conmigo!

—No, porque vos sois casado. El esposo que he elegido, será enteramente mío, y yo seré enteramente suya; nada alterará la paz de nuestra unión; nadie podrá separarnos; fiel yo para él, él será fiel para mí, y ningún pensamiento, ningún recuerdo ajeno empañará nuestra unión.

—¿Es decir, que me olvidaréis?

—Sí.

—No os creo.

—Cuando sepáis con quien me caso, lo creeréis.

—¿Habláis formalmente, Dorotea?

—¡Oh! ¡sí!

—¿Y quién es ese afortunado esposo? Me estáis atormentando, Dorotea.

—Os juro que no tendréis celos del esposo que he elegido.

—¿Vais á meteros á monja?

—¡Llevar yo á Dios un corazón lleno del amor impuro de un hombre! ¡No, don Juan! no soy tan impía. Podrá faltarme valor para el martirio, podré ser criminal, podré llamar, arrastrada por mi desdicha, la justicia de Dios sobre mi cabeza; pero no cometeré un sacrilegio, ¡no, no tomaré á Dios por esposo, amando á un hombre! ¡otro es el esposo que he elegido, don Juan!

—No os comprendo, y quisiera comprenderos; hay algo en vuestros ojos, en vuestro semblante, en vuestra sonrisa, en vuestras palabras, que me espanta. Encuentro en vos no sé qué calma fría, horrible.

—Sí, el resultado de una decisión irrevocable.

—Pero explicáos. ¿No os inspiro yo confianza?

—Sí, mucha, muchísima; ¡Dios mío! vos lo sois todo para mí; sin vos no quiero nada... sin vos... sin vos, la vida es para mí una carga insoportable. Pero cenemos, don Juan, cenemos.

—Si vos cenáis—dijo sonriendo don Juan—, cenaré yo.

—Tenéis razón; más fácil sería que una gota de agua horadase una roca, que el que yo pudiese pasar un solo bocado. Tengo el cuerpo y el alma, el corazón y los sentidos, llenos de vos; nada veo más que vos, nada respiro más que el amor que siento por vos.

—¿Y á qué entonces esa extraña mentira?

—¿Qué mentira?

—La de vuestro casamiento.

—Quisiera que no fuese una horrible verdad.

—Os repito que no os comprendo.

—Dentro de poco me comprenderéis.

—¿Y me amáis?

—Como no creo que haya amado nadie; con un amor voluntarioso, ciego. Suponed, don Juan, un pobre náufrago que flota sobre una débil barca, sobre un mar siempre irritado, que ve al fin, cuando ya ha perdido la esperanza, una ribera fresca, hermosa, odorífera, que le llama, que le convida; suponed que el náufrago ha tocado á esa ribera, que se ha creído salvado, y que una nueva ola le ha arrastrado de nuevo, le ha apartado de aquella ribera amada, hasta que la ha perdido de vista. El náufrago, acostumbrado antes á la tempestad, sostenido por su débil esquife, se adormía al bramar de las olas, le era indiferente que éstas le llevasen acá ó allá, estaba seguro de que un día le tragaría el mar, y estaba resignado. Yo, antes de veros, era ese náufrago; el mundo, el mar tempestuoso en que flotaba á la ventura el esquife, que me sostenía, mi ingenio como cómica, mi belleza como mujer; el día en que una enfermedad me imposibilitase para la escena, ó los años destruyesen mi hermosura, estaba previsto por mí; un hospital era mi destino, sin parientes que me amparasen, sin hijos que cuidasen mi ancianidad; no había amado nunca; no creía en el amor: pero os vi; vos habéis sido para mí la ribera encantada donde pude encontrar la felicidad, el porvenir, acaso la familia, y el mundo, el mundo irritado me ha apartado de vos... bebamos al menos, don Juan, bebamos. La embriaguez es hermana de la locura, y yo estoy loca.

Dorotea se levantó y llenó dos copas.

Luego vino con una salvilla, y sirvió una copa á don Juan.

—Por mi amor—dijo don Juan bebiendo.

—Por mi vida—dijo bebiendo también Dorotea.

Y dejó la salvilla con las dos copas vacías sobre la mesa, y volvió á sentarse en el sillón.

Don Juan acercó el suyo.

Por aquella vez Dorotea no se retiró.

Don Juan rodeó la cintura de Dorotea.

Dorotea se alzó radiante de dignidad.

—La mujer que ama no es la impura cortesana, la torpe comedianta que vendía sus favores—dijo—; respetadme, don Juan, respetad en mí lo más noble que Dios ha dado á sus criaturas: el amor y la pureza del alma.

Don Juan se retiró, no confundido, sino enojado.

Dorotea, pensativa y triste, guardó silencio.

—Dorotea—dijo al fin don Juan—, ¿queréis que hablemos seriamente?

—¿Pues qué, don Juan, creéis que yo me chanceo?

—Quiero decir, que hablemos sin locuras; con arreglo á la situación en que estamos colocados.

—Hablemos.

—¿No hay un medio de unirnos?

—Ninguno.

—¿Ni aun de que vivamos como dos hermanos?

—Ya habéis dicho que hablemos con juicio, y es una locura pensar que puedan amarse como hermanos un hombre como vos y una mujer como yo.

—Vivamos como amantes.

—¡Como amantes! ¿pues qué, no os vais de Madrid?

—Sí por cierto; pero por el mismo camino que yo me vaya podéis ir vos.

—Y bien; suponiendo que yo consienta...

Y Dorotea miraba de una manera ansiosa á don Juan.

—Escucha, alma de mi alma—la dijo don Juan—; una casita bella, apartada, donde yo vaya á verte de noche; un jardín solitario, donde sólo el firmamento estrellado sea testigo de nuestra dicha; un amor eterno, embellecido por el deseo y por el misterio; hermosos hijos en quienes veas reproducido tu amor; una vida tranquila; sin celos...

—¡Sin celos!...

—¡Qué amante puede tenerlos de una esposa!

—¡Ay de mí!—exclamó Dorotea oprimiéndose el pecho.

—¡Bebamos, luz de mi alma!—dijo don Juan, y se levantó y llenó las copas y las trajo en la salvilla, y se arrodilló sonriendo para que Dorotea tomase la suya.

Dorotea se inclinó para levantar á don Juan.

Los rizos perfumados de la joven tocaron las mejillas de don Juan y sus ojos se sintieron atraídos por la mirada dulce, apasionada, saturada de amor y de deseo del joven.

Aquellos dos semblantes se unieron y resonó el estallido de un doble beso.

Y entonces el bufón se separó del tapiz, se alejó y dijo bajando las escaleras:

—¡Oh! ¡gracias á Dios! el veneno es inútil: el veneno no matará á nadie. Pero es preciso... sí... sí... es preciso que doña Clara se separe de don Juan; es preciso que don Juan sea de Dorotea y sólo de Dorotea; es preciso que doña Clara los vea aquí juntos, enamorándose, acariciándose, embriagados de amor.

Y el bufón bajó silenciosamente las escaleras, se puso los zapatos, abrió la puerta, salió, cerró y se encaminó al alcázar en busca de doña Clara.

Don Juan y Dorotea, sin embargo, no habían cambiado de situación: tras aquel beso irreflexivo, fatal, por decirlo así, Dorotea se había rehecho de nuevo.

—Sentáos, don Juan—le dijo—, y hablemos por último con seriedad; hemos vuelto á caer en las locuras. Tenéis sobre mí un poder maravilloso: ya lo sabía yo, y me he prevenido; lo que me habéis propuesto es imposible.

—¡Imposible!

—Sí; yo no puedo partir mi amor con otra mujer; yo no puedo deciros tampoco, y no os diré: abandonad á vuestra esposa; os debéis al gran nombre que lleváis, y no podéis deshonrarle; aunque queráis yo no permitiré que le deshonréis por mí. Veámonos por la última vez.. y tened mucho valor si me amáis.

—¿Qué queréis decirme con esas palabras?

—Que cuando salgáis de aquí llevaréis de mí tal recuerdo, que no me olvidaréis jamás.

—¿Qué misterio tan incomprensible es este que os arranca de mis brazos, que os defiende de mí, que me desespera, que me mata?...

—Mi amor.

—Extraño amor que se complace en despedazarme.

—Amor desdichado, muerto apenas nacido.

—Dorotea, no me obliguéis á ser villano.

—Conmigo no podéis ser más que lo que sois.

—Un hombre burlado, por no sé qué intención que no comprendo.

—¡Ah! no hay ningún hombre que merezca el amor de una mujer; no hay ninguno que comprenda el alma de una mujer.

Don Juan calló confundido.

—Oye, don Juan—dijo Dorotea asiéndole las manos con acento triste y con los ojos arrasados de lágrimas—: yo no comprendo el amor como tú le comprendes; para mí el amor no es el deleite impuro, ni la vanidad, ni la embriaguez, ni el entretenimiento; para mí el amor es más, mucho más; tiene algo de divino; para mí el amor es ser el pensamiento entero de un hombre, el espíritu poderoso que le engrandezca, que le impulse á las grandes acciones; grandezas buscadas para engrandecer la mujer amada, cuando se trata de un hombre como tú, que se llama Girón, que es hijo del gran duque de Osuna, que debe su espada á sus abuelos y á su patria, y el corazón á una mujer; yo no te pido eso que puede y debe pedirte tu esposa; yo quiero tu grandeza para que refleje sobre mi frente; yo no puedo ser para ti más que la amante oculta y misteriosa, que te sonría apartada de la vista del mundo; mis hijos no pueden llevar tu nombre, porque... tu nombre pertenece entero á los hijos de la mujer con quien te has unido: yo sólo puedo ser para ti un sueño embriagador durante algún tiempo; después... después, cuando hasta el misterio hubiera perdido para ti su encanto, yo sería una carga para ti..

—¡Una carga!

—Sí, una carga enojosa.

—¿Crees tú que yo reparé jamás en...?

Don Juan se detuvo, porque lo que iba á decir era inconveniente.

Pero Dorotea oyó con el alma las palabras que don Juan no había pronunciado; las oyó dentro de su corazón.

—No; no hablo yo de esa carga material que consiste en atender á las necesidades materiales de una mujer; entre nosotros no puede haber eso; el dinero hace daño al amor; yo cómica, yo cortesana, no he pertenecido á un amante sino á trueque de un tesoro; yo, mujer, no doy mi corazón sino por otro corazón; de otra carga más pesada he querido hablarte: de la carga que consiste en tener que sacrificar algún tiempo todos los días á una mujer á quien no se ama, á quien nunca se ha amado, por quien sólo se ha sentido deseo y por la cual al fin ni deseo se siente, y á la que se sigue fingiendo amor por compasión; carga que acaba por hacerse insoportable, porque el sacrificio más pequeño se hace insoportable cuando es continuo; yo sería dentro de poco una carga para ti y después un remordimiento, porque me abandonaríais...

—Te he dejado seguir porque quería saber á dónde ibas á parar. ¡Que yo no te amo!

—Ahora... ahora, don Juan, te crees enamorado de mi, y lo estás; estás loco...

—No vivo más que para ti.

—Es necesario que vivas para los demás; no eres dueño de ti mismo.

—¿De modo, que yo que ansiaba que llegase el momento de ver á mi libertadora, me encuentro con una especie de hermosísimo fraile que me predica un sermón de cuaresma? Esto no puede ser. Yo... te amaba como dices, con el deseo antes de hoy: te amé de ese modo desde el punto en que te vi... Pero desde hoy, Dorotea, te amo con un amor que no puede confundirse con nada, porque tu amor me ha obligado á amarte; tú me has procurado la libertad, y con la libertad la vida, no sé á precio de qué sacrificio; has podido satisfacer tus celos, vengarlos, diciendo á mi mujer: «tú, su esposa; tú, la dama hermosísima, noble, rica, favorita de la reina, no has podido salvarle; y yo, la cómica, yo, su querida, le he salvado»; y tú no has hecho eso, Dorotea; tú has sufrido tu despecho, tu desesperación, y has hecho llegar por las manos del rey á mi mujer la orden que me ponía en libertad; tú sabías que yo libre había de partir de Madrid y, sin embargo, la libertad me has dado; ¿cómo quieres que no te ame, á no ser que creas que soy un miserable? Y si soy un miserable, ¿por qué me amas?

—¡Don Juan!—exclamó Dorotea con la voz trémula, ardiente, opaca, y la mirada ansiosa, fija, concentrada en los ojos del joven—; ¡don Juan! ¡mira no mientas involuntariamente!

—No, no; te amo—dijo don Juan estrechándola contra su seno.

Dorotea pugnó por desasirse.

—Sólo á ti amo—murmuró el joven en su oído.

Dorotea rompió á llorar.

—Por ti y para ti viviré—continuó el joven—, y escucha: mi vida es tuya; ¿para qué quiero yo un nombre que me aparta de ti? Renuncio á ese nombre, me separo de la mujer que nos impide unirnos, saldré de Madrid, pero saldré contigo, todo por ti y para ti.

—¡Separarte de doña Clara!—dijo Dorotea levantando de sobre el hombro de don Juan la cabeza y apartando con las dos manos los rizos que se habían desordenado sobre su frente, pálida y tersa—. ¡Ser mío, únicamente mío! ¡Salir de esta casa en que había entrado muerta, contigo, llena de una vida hermosa! ¡Oh! ¡repítemelo, repítemelo! ¡creo que me he engañado! ¡que tú no has dicho eso!

—¡Oh, sí! ¡tuyo y no más que tuyo!

—¿Y partiremos?

—Sí.

—¿Desde esta casa?

—Sí.

—¿Y no volverás á ver á doña Clara?

—No amo á nadie más que á ti.

Y don Juan la atrajo á sus brazos.

Dorotea le sonrió de una manera tal, le dejó ver de tal modo su alma, que una involuntaria sonrisa de triunfo de don Juan borró, como una nube al sol, la sonrisa de gloria de Dorotea.

En la sonrisa de don Juan había visto, no amor, sino voluptuosidad, alegría, y aun podemos decir vanidad, por la posesión segura de una mujer vivamente deseada.

Entonces, Dorotea se levantó de los brazos de don Juan, haciendo un violento esfuerzo para desasirse de ellos.

Su palidez había crecido.

Durante algunos segundos, una seriedad sombría, y tal que llegó á imponer respeto á don Juan, apareció en su semblante.

Luego volvió á sonreir.

Pero entre aquella seriedad y aquella sonrisa había pasado una agonía completa.

—La hora de la partida se acerca—dijo apoyándose dulcemente en el hombro de don Juan.

—Partamos—dijo don Juan levantándose.

—Espera, espera un momento—dijo Dorotea poniendo sus dos manos sobre los hombros de don Juan y mirándole frente á frente.

Don Juan exhaló una exclamación de asombro.

Nunca había visto á Dorotea tan hermosa.

Tembló bajo la impresión de la mirada de la comedianta.

—Siempre, siempre tu sed—dijo Dorotea—; nunca tu amor.

—¡Cómo! ¿aún dudas?

—No, no dudo ya—dijo la joven.

Y dejó los hombros de don Juan y se acercó á la mesa.

—¿Qué haces?—dijo don Juan.

—¡Tengo sed! ¡una sed que me devora!—contestó Dorotea fijando una mirada indescribible en la pera adornada con el lazo rojo y negro que se veía en medio de la mesa.

Y tomó una botella y llenó de vino una copa.

—Yo también tengo sed—dijo don Juan, que tenía la boca amarga, como cuando experimentamos una fuerte conmoción en nuestro organismo.

Dorotea llenó otra copa.

Luego se apoyó sobre la mesa, mirando siempre el confite del lazo negro y rojo.

Su semblante estaba contraído; gruesas gotas de sudor corrían por sus mejillas.

Hubo un momento en que tembló toda, como á la sensación imprevista de un frío agudo.

—Estos confites son muy buenos—dijo—; probémoslos antes de beber.

Y tomó la pera envenenada.

Al tomarla miró á don Juan y pasó por sus ojos algo horrible.

—Toma—le dijo, y le mostró la confitura.

Don Juan extendió la mano.

Dorotea se estremeció de nuevo, retiró vivamente la pera y la mordió exclamando:

—No, no; esta es para mí, para mí sola.

Y temerosa de que don Juan pudiera arrebatarla ni una pequeña parte de aquel confite mortal, le devoró.

A seguida cayó de rodillas.

—¿Qué haces, Dorotea?—dijo don Juan.

—¡Dejadme! ¡dejadme orar!—exclamó la joven.

—¡Orar!—exclamó asombrado don Juan.

—Sí; orar por mi alma—respondió Dorotea.

Y juntó las manos, las cruzó y dobló la cabeza sobre el pecho.

En aquel momento resonaron voces en la calle y luego el choque de espadas.

Don Juan sintió un terror vago y se abalanzó á Dorotea y la levantó en sus brazos.

La joven se abandonó en los brazos de don Juan y le sonrió de una manera embriagadora.

—¡Oh! ¡no me olvidarás!—exclamó.

—¡Olvidarte, olvidarte yo, vida mía!

Y don Juan, embriagado, la besó en la boca.

—¡Adiós!—exclamó Dorotea entre un beso ardiente.

—¿Por qué me dices adiós, alma mía?

—Me llama mi esposo—dijo sonriendo siempre Dorotea.

—¡Tu esposo!

—Sí; acabo de desposarme... con quien estará eternamente conmigo y yo eternamente con él.

—Sí, sí—exclamó don Juan engañado por las palabras de Dorotea—; no nos separaremos jamás.

—Sí—dijo Dorotea rodeando un brazo tembloroso al cuello de don Juan—; vamos á separarnos muy pronto, porque no me he desposado contigo; me he desposado con la muerte. Ahora déjame orar; no acabes de perderme.

—¡Con la muerte!—gritó don Juan.

—Sí, el dulce que acabo de comer estaba envenenado.

—¡Envenenado!.. ¡Dios mío! ¡Hola! ¡aquí! ¡aquí!—gritó don Juan, llamando.

—¡No hay nadie! ¡estamos solos!—exclamó Dorotea.

Y una leve contracción de dolor resistido, pasó por su semblante.

—¡Oh! ¡esto es horrible! ¡esto no puede ser verdad!—exclamó don Juan reteniendo entre sus brazos á Dorotea.

Otra contracción más violenta, indicó á don Juan que Dorotea sentía un dolor más agudo.

Al mismo tiempo su cuerpo se hizo más pesado.

Don Juan se vió en la necesidad de doblar una rodilla para sostener á Dorotea.

—¡No me abandones! ¡no me dejes!—exclamó—; quiero morir en tus brazos! toma... porque apenas puedo hablar... había escrito este papel... que es mi última palabra para ti... y mi última voluntad... ¡Oh Dios mío!

Y sacó del seno un papel doblado, que se desprendió de sus manos y cayó sobre la alfombra.

Don Juan estaba inmóvil, mudo, dominado por el terror.

Dorotea hizo aún un nuevo esfuerzo, aún tuvo una sonrisa para don Juan; luego lanzó algunos gritos agudos, horribles; se retorció de una manera violenta, hasta el punto de desasirse de los brazos de don Juan; dió dos pasos desatentados, y cayó desplomada.

Don Juan corrió á ella, la volvió, miró su semblante y dió un grito de horror.

Dorotea estaba muerta, y aquel semblante, poco antes tan hermoso, tan lleno de vida, estaba afeado por una contracción horrible.

Hay en la vida algunos momentos comparables á la muerte.

Momentos de atonía en que los músculos se petrifican y el corazón se hiela.

Momentos á los cuales sucede una reacción horrible.

Don Juan probó unos momentos semejantes, y luego, como si despertase de una pesadilla horrorosa, gritó con un acento imposible de hacer comprender:

—¡Muerta! ¡muerta! ¡y muerta por mí!

Y seguidamente se arrojó sobre el cadáver y unió su boca á la boca helada de Dorotea.

Y en otra nueva y más terrible reacción, se alzó, y desnudando violentamente su daga, exclamó:

—¡Muerta por mí!... ¡y yo, miserable, vivo!

Y volvió la punta de su daga al pecho.

Pero en aquel momento, se sintió sujeto por detrás, asidos los brazos, retenidos por otros brazos que le apretaban con la fuerza de una cadena de hierro.

—¡Oh! ¡no! ¡no! ¡mientras yo esté á vuestro lado!—dijo una voz.

Aquellos brazos que le sujetaban y aquella voz que le hablaba, mojada en lágrimas, eran los brazos y la voz de Quevedo.

Este y el padre Aliaga, habían entrado sin que á causa de lo horrible de la situación los sintiera don Juan.

—¡Desarmadle, fray Luis! ¡vive Dios! ¡que tiene las fuerzas de un toro y se me escapa!—gritó Quevedo luchando con don Juan.

El inquisidor general, arrancó la daga al joven, y le quitó la espada.

—Mirad, fray Luis, mirad si tiene pistoletes á la cintura—dijo Quevedo.

El padre Aliaga, en silencio como hasta allí, registró la cintura de don Juan y le quitó dos pistoletes.

—¡Ah, ya era tiempo! ¡ya no podía resistir más!—dijo Quevedo soltando al joven.

Este se levantó, dió tres pasos vacilantes, y luego se dejó caer sobre un sillón, y se cubrió el rostro con las manos.

—Vamos—dijo Quevedo—, nos hemos salvado; veamos ahora si podemos salvar á esta infeliz.

—¡Muerta!—dijo el padre Aliaga roncamente.

Y se arrodilló junto al cadáver y oró.

Entre tanto Quevedo había levantado el papel que se había caído de la mano de Dorotea y que ésta había sacado de su seno.

Quevedo, que tenía siempre valor para dominar las situaciones más difíciles, que no desatendía jamás ninguna circunstancia por ligera que fuese, se acercó á la mesa, desdobló el papel y le leyó:

«Don Juan—decía—: He tenido la desgracia de conoceros y de que no me améis: mi vida es demasiado horrible para que yo la conserve, y me habéis hecho demasiado daño para que yo quiera vengarme de vos; me he vestido de boda para acudir á vuestra cita; de esa cita saldré envuelta en una mortaja; sois noble y generoso, y el único medio que tengo para que no me olvidéis jamás, es morir en vuestros brazos; cuando leáis este papel, habré muerto ya; os amo, os amo tanto, que todo por vos lo pierdo; hasta mi alma; sé que no me olvidaréis nunca, mientras viváis, y quiero mejor vivir muerta en vuestro pensamiento, que vivir muriendo lejos de vos, abandonada, despreciada por vos; que mi recuerdo no os haga infeliz; amad... amad mucho á vuestra esposa, porque si os ama como yo os amo, y un día se ve desdeñada por vos como yo me he visto, morirá como yo muero. Adiós, recibid mi alma.—Dorotea.»

Y por bajo se leía:

«Decid á don Francisco de Quevedo, que en mi casa, en un cajón de la mesa de la sala, está mi testamento; que lo haga cumplir.»

Dos lágrimas, gordas, enormes, de Quevedo, cayeron sobre este papel.


...arrancó la daga al joven y le quitó la espada.

Luego le dobló en silencio, y le guardó.

—Padre Aliaga—dijo dirigiéndose al religioso que oraba en silencio—, vos os quedaréis, ¿no es verdad?

—Debo orar junto á esta desgraciada, y tanto más, cuanto que es hija de otra infeliz, á quien he amado mucho, antes de dejar el mundo.

—Y yo necesito apartar de aquí á don Juan.

—Sí, sí; lleváoslo.

—Esperad, esperad—dijo don Juan levantándose y dando algunos pasos hacia Dorotea.

—¡Que hacéis!—dijo dulcemente el padre Aliaga.

—¡Dejadme, por Dios, que la vea la última vez!

—Apartad, caballero, apartad, y no profáneis ese cadáver—dijo el padre Aliaga, poniéndose delante de Dorotea.

—¡Oh! ¡para qué quiero vivir!

—¡Para doña Clara de Soldevilla, para vuestra esposa!—dijo severamente Quevedo—; ¡ya que esa desgracia es irremediable, no causéis otra desgracia mayor!

—¡Clara! ¡mi esposa!—exclamó don Juan.

Y se dulcificó la rigidez de su semblante, sus ojos se humedecieron y lloró.

—¡Oh! ¡Dios mío! ¡Dios mío!—dijo—; la vida es un sueño de Satanás!

—¡Sí, sí, un sueño horrible! ¡pero, seguidme! tomad vuestras armas, que ya no hay peligro en que las toméis, y vamos.

Don Juan tomó sus armas, su sombrero, su capa, y siguió á Quevedo; pero antes de salir se volvió hacia Dorotea.

—¡Doña Clara os espera!—dijo Quevedo.

Don Juan siguió á su amigo, y entrambos salieron de la casa.

El padre Aliaga se quedó orando al lado del cadáver de Dorotea.

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