DE CÓMO EL NOBLE BASTARDO SE CREYÓ PRESA DE UN SUEÑO
De pie, inmóvil, apoyada una mano en una mesa, encendida, trémula, con la mirada vaga, estaba doña Clara, alumbrada de lleno por la luz de un velón de cuatro mecheros.
Don Juan no pasó de la puerta.
Al verla se quedó tan inmóvil como ella.
Durante algún tiempo ninguno de los jóvenes pronunció una sola palabra.
Doña Clara miraba de una manera singular á don Juan.
Don Juan estaba mudo de admiración, dominado por la magia que se desprendía de doña Clara y con la vista fija en ella.
Estaba maravillosamente vestida.
Un traje de terciopelo blanco de Utrech con bordaduras de oro y cuchilladas de raso blanco, realzaba la majestad y la belleza de las formas, lo arrogante de la actitud, que constituían el ser de doña Clara, en un indefinible conjunto de distinción y de hermosura.
Estaba hechiceramente peinada, ceñía su cabeza una corona de flores de oro esmaltadas de blanco, y de esta corona pendía un velo de gasa de plata y seda.
Inútil es decir que á este bello traje, servían de complemento bellas y ricas alhajas. No podía darse nada más hermoso, más completamente hermoso.
—Acercáos—dijo con acento dulce doña Clara.
—¿Para qué me habéis llamado?—exclamó el joven con afán acercándose.
—Decidme primero lo que habéis pensado de mí al leer la carta que os he enviado con don Francisco.
—He creído... no he creído nada, porque vuestra carta me ha aturdido. ¿No le veis, señora? ¿No conocéis que estoy muriendo?
—Domináos, reflexionad y decídmelo: ¿qué pensáis de esta extraña cita?
—Pienso, señora, que sabéis bien que mi vida es vuestra, y no sólo mi vida, sino mi alma, y que si me habéis llamado, es á causa sin duda de hallaros en un grande compromiso.
—Tenéis razón: en un compromiso harto grave. Me caso.
—¡Que os casáis!
—Sí por cierto, y voy á mostraros la causa por qué me caso.
Don Juan no contestó, porque se le había echado un nudo á la garganta.
Doña Clara, entre tanto, había tomado de sobre la mesa un objeto envuelto por un papel y le desenvolvió lentamente.
El joven vió un magnífico rizo de pelo negro, sujeto por un no menos magnífico lazo de brillantes.
—He aquí lo que me casa con vos—dijo doña Clara con la voz firme y lenta, aunque grave.
—¡Conmigo! ¡os casaréis conmigo!—exclamó el joven con una explosión de alegría—; ¡yo!... ¡yo vuestro esposo!... ¡yo poseedor de vuestra alma, de vuestra hermosura!... ¡esto... esto es un sueño!
Y don Juan retrocedió, y por fortuna encontró un sillón en el que se dejó caer.
Estaba pálido como un difunto, temblaba, miraba de una manera ansiosa á doña Clara.
De repente se levantó, asió una mano á doña Clara, la estrechó contra su corazón y exclamó:
—Explicadme, señora, explicadme este misterio que me vuelve loco.
—Cuando seáis mi esposo.
—Pero eso será pronto...
—¿No me veis vestida de boda? la corona nupcial de mi madre, las joyas que llevó en una ocasión semejante, me adornan: á falta de traje á propósito la reina me ha regalado éste. Yo quería casarme lisa y llanamente... pero me han mandado ataviarme... me ha sido preciso obedecer: todo se ha reducido á aceptar este traje de su majestad, á abrir el cofre donde conservo las joyas de mi madre y á ponerme en manos de mis doncellas; ya veis que todo esto indica que el casamiento corre prisa: el padre Aliaga alegó no sé qué del concilio de Trento, pero la reina dijo que eso se arreglaría después... de modo, señor, que sus majestades, el inquisidor general y yo, os estamos esperando desde hace tres horas. Sólo falta que vos me digáis si queréis casaros conmigo.
—Vuestra duda es impía, doña Clara: ignoro por qué habéis cambiado vuestros desdenes de anoche.
—Los ha cambiado este rizo.
—Pero ese rizo...
—Es mío.
—¿Y no me diréis más?
—Luego; después de las bendiciones, á solas con vos.
—Doña Clara, yo os amo; sois lo único á que aspiro; ser vuestro y que vos seáis mía, es una gloria que me enloquece... pero noto en vos no sé qué de terrible, de violento. ¿Os obligan á que os caséis conmigo?
—Sí por cierto, me obliga mi corazón.
—¡Vuestro corazón! habéis pronunciado de tal manera esas palabras, que me espantan; no, vos no me amáis...
—¿Quién sabe?
—Si me amárais pronunciaríais ese ¿quién sabe? con menos amargura... ¿qué digo con menos?... lo pronunciaríais con el alma, que asomaría á vuestro acento y á vuestro rostro por más que lo quisiérais ocultar.
—¿Y qué no asoma?
—Despechada y amarga, que enamorada y contenta no.
—¿Pero á qué esta disputa? ¿no queréis casaros conmigo?
—He querido y quiero... pero según os veo... me niego...
—¡Ah, os negáis!
—No quiero ayudar á que os sacrifiquen.
—¡Don Juan!...
—¿Por qué me llamáis don Juan?
—Por... ¡por qué sé yo! ¿pero esto qué importa?
—Mucho... acaso el ser yo sobrino del cocinero del rey...
—Eso no importa nada...
—¿Y si fuera peor? ¿si yo fuera un bastardo?...
—¡Cómo! ¿sabéis?...
—¿Y qué he de saber? ¿que soy hijo del duque?...
—Del gran duque de Osuna, y...
—¿Y de quién? ¿sabéis acaso, señora, el nombre de mi madre como sabéis el de mi padre?
—¡Cómo! ¿no sabéis quién es vuestra madre?...
—No, ¿y vos?
—Tampoco...
—Ayer ni aun el de vuestro padre conocíais.
—Lo he sabido por una casualidad esta noche...
—Yo lo supe ayer...
—¿Quién os lo dijo?...
—Vuestro supuesto tío...
—¡Ah! ¡mi tío... Francisco Montiño os lo dijo!... ¿y á qué propósito?...
—Estamos pasando el tiempo, don Juan... estamos haciendo esperar á sus majestades.
—Un solo momento; leed, y después decidme si os queréis casar conmigo.
Y sacó de su ropilla los papeles; buscó la carta del duque y la dió á doña Clara.
Esta la leyó.
—Me caso con vos—dijo, devolviéndosela.
—Pero esto es cruel... vuestra decisión me espanta.
—¿No me amáis?...—dijo con impaciencia doña Clara...—pues si me amáis ¿á qué esa obstinación?... ¿dudáis acaso de mí?... ¿amáis acaso á otra, á causa de esa facilidad que tenéis de enamoraros en dos minutos?
—Me estáis desgarrando el alma, señora... y... no os comprendo... arrostráis un sacrificio al casaros conmigo... todo lo indica en vos; y cuando quiero salvaros, si es posible, á costa mía de ese sacrificio... ¿me preguntáis no sólo si os amo, sino si amo otra?
—Son las tres de la mañana—dijo doña Clara—y sus majestades esperan; concluyamos ó volvéos libre, ó seguidme.
—Esperad; puesto que vais á ser mi esposa...
—¿Qué?...
—En la carta que habéis leído, se habla de las alhajas de mi madre; aceptadlas como vuestro dote, señora...
Y el joven se metió la mano en el bolsillo.
—Después, muy después—dijo doña Clara—; ahora, puesto que entrambos queremos unirnos, venid.
Y se dirigió á una puerta en paso rápido, poderoso, en que se revelaba la excitación de que estaba poseída.
Don Juan la siguió.
Y dominado por lo extraño, por lo maravilloso, y aun podemos decir por lo terrible de la situación, ni aun se acordó de que iba pobremente vestido, con su sombrero ajado, su capilla parda y sus botas de camino enlodadas hasta las corvas.
Porque todo había variado en el joven; menos el traje, todo.
Doña Clara Soldevilla.