DE CÓMO QUEVEDO CONOCIÓ PRÁCTICAMENTE LA VERDAD DEL REFRÁN: EL QUE ESPERA DESESPERA
Cuando don Juan Girón se encontró en la calle con sus dos nuevos amigos, se apresuró á despedirse de ellos, citándoles para el día siguiente, y alegando un pretexto tomó á la ventura por la primera calle que encontró á mano.
El joven estaba aturdido.
No de orgullo, sino por el contrario, de abatimiento.
El hubiera preferido una condición humilde, afanosa, con padres legítimos, á la riqueza y á la consideración que le daba la circunstancia de ser hijo bastardo reconocido de aquel poderoso magnate, á quien llamaban por excelencia el gran duque de Osuna, conde de Ureña.
Le pesaban en los bolsillos las joyas que había encontrado en el cofre; sentía sobre su pecho los papeles que acreditaban su nacimiento; y aquellas joyas y aquellos papeles le abrumaban.
Indudablemente era harto raro el modo de pensar del joven, en una época en que abundaban los bastardos reconocidos y respetados, porque en aquel tiempo eran otras las costumbres.
Estaban en tal predicamento, en tal valía la nobleza de algunos apellidos, que honraban á todos los que los llevaban, aunque fuesen judíos convertidos, apadrinados por algún grande.
Pero don Juan se había criado en un pueblo, en medio de los ejemplos de virtud y de dignidad de los que había creído sus parientes, y pensaba de otro modo.
No le afligía el ser bastardo por sí, sino por su madre.
Por su madre, que por más que abonase por su inculpabilidad el duque, estaba acusada delante del mundo por aquel reconocimiento público de su hijo.
Estas y otras muchas afecciones mortificaban al joven, y entre ellas no era la menor, la de que, á su juicio, su condición social hacía dificilísimo su casamiento con doña Clara Soldevilla.
Porque á pesar de que la Dorotea le había fascinado, y empeñádole como una dificultad, la Dorotea sólo llenaba el deseo del joven, mientras doña Clara interesaba sus sentidos, su razón, su corazón, su vida; en una palabra, su cuerpo y su alma.
Don Juan sufría de una manera intensa; se encontraba entre dos mujeres: á la una le arrastraba todo, á la otra su deseo y su caridad.
Su caridad, porque había comprendido que Dorotea le amaba, á pesar del poco tiempo que había pasado desde su conocimiento, de una manera que no podía explicarse sino por otro hecho también excepcional: por el amor violento que el joven había concebido por doña Clara.
Es verdad que don Juan había supuesto de la hermosa menina menos de lo que ella era, ya se tratase de hermosura de cuerpo, ó de hermosura de alma; de ternura hacia el ser que tuviera la fortuna de ser amado por ella, de tesoros de pureza reservados para aquel hombre; don Juan se había enamorado de sus suposiciones, y de ver que sus suposiciones habían sido mezquinas, debía enamorarse todo cuanto su alma era capaz de amar, que lo era hasta lo infinito; don Juan, pues, moría pensando en doña Clara, sufría recordando á la Dorotea.
Poema tranquilo y dulce la una; poema sombrío y desgarrador la otra; dos grandes mujeres, consideradas en cuanto al corazón, pero puestas en condiciones enteramente distintas: la una, altiva con su dignidad de mujer y de nobleza de raza; la otra, humilde, paciente, devorando en silencio las contrariedades de su nacimiento y de su vida; las dos hermosas, espirituales, codiciadas, celebradas; las dos hablando con lenguaje tentador, elocuente, al joven.
Don Juan, pues, tenía fiebre.
Pero enérgico, valiente, acostumbrado á acometer de frente las contrariedades vulgares que hasta entonces había experimentado, acometió de frente la dificultad excepcional en que se encontraba metido, y dijo para sí:
—El ser yo hijo de Osuna, ya no tiene remedio; en cuanto á doña Clara, será mi esposa, porque lo quiero; Dorotea... Dorotea será mi hermana.
Otro hombre hubiera dicho, frotándose las manos de alegría:
—Bastardo ó no, soy hijo de un gran señor, y tengo una gran renta; las dos célebres hermosuras de la corte y del teatro me aman; la una será mi mujer, la otra será mi querida.
Por el contrario, don Juan, con arreglo á su corazón, sin meditar, porque no tenía experiencia, que con las mujeres no hay términos medios posibles, había creído salir del atolladero con una hipótesis que, á realizarse, satisfacía á su corazón y á su conciencia.
Y más tranquilo ya, se orientó, tomó por punto de partida la calle Mayor, y sin vacilar ya, se dirigió á la calle Ancha de San Bernardo, y á la casa de la Dorotea.
Al llegar á la puerta retrocedió.
Un bulto se había enderezado y permanecido inmóvil delante de él.
—¡Quién va!—dijo don Juan poniendo mano á su espada.
—Decid más bien: ¿quién espera, quién se desespera, quién tirita, quién se remoja, quién está en batalla descomunal con el sueño, esperando á un trasnochador insufrible? ¡Cuerpo de mi abuela, que bien son ya las dos de la mañana!
—¡Don Francisco!—exclamó admirado el joven—; ¿qué hacéis aquí?
—Esperar para deshacer.
—¿Para deshacer qué?
—Enredos y dificultades; cuando mi duque de Osuna me escribió que viniese á la corte en busca vuestra, no sabía yo el trabajo que habíais de darme, ni verme metido en tales laberintos, como en los que por vos estoy, sin corazón y sin cabeza, sin cuerpo y sin alma.
—¡Vos!
—Sin cuerpo, porque tal como lo tengo de aporreado me aprovecha, y sin alma, porque la tengo trastornada y revuelta, y andando en cien lugares y no sabiendo dónde pararse.
—¡Ah, esperábais!
—Sí, señor, y había perdido la esperanza, amigo Montiño.
—No volváis á llamarme Montiño, os lo ruego, don Francisco; ese apellido me hace daño.
—¡Ah! ¿Ha reventado del secreto vuestro tío?—dijo Quevedo con intención.
—El cocinero del rey, por una casualidad, ha venido á parar á mis manos con un cofre, y en ese cofre...
—Pues me alegro ¡vive Dios! Alégrome de que sepáis... pero, en fin, ¿qué es lo que sabéis?
—Llevo conmigo mi partida de bautismo, unas escrituras, por las que el duque de Osuna me hace rico, y una carta de mi padre.
—Pero, ¿quién es vuestro padre?
—El excelentísimo señor don Pedro Téllez Girón, duque de Osuna, marqués de Peñafiel, conde de Ureña, virrey de Nápoles, y capitán general de los ejércitos de su majestad—dijo con amargura el joven.
—¿Y os pesa de ello, don Juan?—dijo Quevedo cambiando de tono.
—Pésame por mi madre.
—¿Sabéis quién es vuestra madre?
—No; ¿y vos?
—Tampoco—contestó prudentemente Quevedo.
—Pero, ¿sabíais que el señor duque?...
—Sí, por cierto; su excelencia se ha levantado para mí la mitad de la carátula.
—¿Y qué hacer?
—Decir á voces, para que todo el mundo lo oiga: yo soy don Juan Téllez Girón, hijo del grande Osuna... pero por lo pronto hay que hacer otra cosa: recibir esta carta que vos no esperábais.
—¿Acaso una carta de mi padre?
—De persona es esta carta que os alegrará, cuando el duque, por ser vuestro padre y por pensar como pensáis, os entristece.
—Pero, ¿de quién es?
—Oledlo, y ver si trasciende á hermosura, y á amor, y á gloria para vos, que, como sois joven, buscáis la gloria en una mujer.
—¡De doña Clara!—exclamó alentando apenas el joven.
—¡Ah, pobre Dorotea!—dijo Quevedo—; su hermosura y su amor, á pesar de ser tan peligroso, no ha podido haceros olvidar á la hermosa menina. Quisiera que doña Clara oyese, tiene celos.
—¡Celos!
—Como que ama.
—¿Y os ha dado esta carta para mí?
—Mirad á lo que por vos me reduzco.
—¡Ah! Dios os premie, don Francisco, la ventura que me dais; pero agonizo de impaciencia.
—¿Por leer? Pues leamos.
—¿A obscuras? ¡Maldiga Dios la noche!
—Y bendiga los farolillos de las imágenes callejeras; á la vuelta de la esquina hay uno, á cuya luz, si le han alimentado bien, podréis salir de ansias.
Don Juan tomó adelante hacia la vuelta de la esquina, y de tal modo, que Quevedo, que no podía ir ligero, se quedó atrás.
—De todas las necesidades que hacen andar más de prisa á un hijo de Eva—dijo—no conozco otra como la mujer.
Y siguió á paso lento.
Entretanto don Juan había doblado la esquina.
Efectivamente, alumbrando, aunque á media luz, á una virgen de los Dolores embutida en su nicho, había un farol.
Don Juan tenía una vista excelente, y, gracias á ella, pudo leer lo que sigue en la carta de doña Clara:
«Os espero, os espero, no podré deciros con cuánta impaciencia; nunca he ansiado tanto, estoy resuelta á esperaros toda la noche. Venid en cuanto recibáis ésta á palacio por el postigo de los Infantes. Si don Francisco de Quevedo no pudiera acompañaros como se lo he rogado, llamad al postigo, dad por seña: el capitán Juan Montiño, y el postigo se abrirá y una doncella mía os traerá á mi aposento; romped ó quemad esta carta y venid, venid que os espero ansiosa.—Doña Clara Soldevilla.»
El joven sintió lo que nosotros no nos atrevemos á describir por temor de que nuestra descripción sea insuficiente; era aquella una de esas agudas sorpresas, que trastornan, aplanan, por decirlo así, causan una revolución poderosa en quien las experimenta.
Don Juan vaciló, y para sostenerse apoyó sus manos y su frente en la repisa de piedra del nicho de la imagen.
Llegó Quevedo, se detuvo y contempló profundamente al joven.
—¡Si las tormentas no se calmarán al fin...!—dijo—. ¡Como su padre! ¡son mucho, mucho hombres estos Girones! ¡ó muy poco! ¿quién sabe? Y hace frío y llueve. ¡Don Juan!
El joven se levantó de sobre la repisa aturdido.
—Paréceme que os esperan, y que os espera alguna persona á quien no debéis hacer esperar... y acaso... acaso os esperan muy altas personas.
—Vamos—dijo el joven.
Y tiró adelante.
—No es por ahí—dijo Quevedo.
—Pues guiadme vos.
—Y vos llevadme, si hemos de andar de prisa.
Y Quevedo se asió al brazo de don Juan, y en silencio entrambos, porque el joven estaba más para pensar que para hablar, y Quevedo más que para andar y hablar para dormir, tomaron el camino del alcázar.
Don Francisco se fué derecho, como quien tanto conocía el alcázar, al postigo de los Infantes y llamó.
Al primer llamamiento nadie contestó.
—¿Qué es esto?—dijo don Juan—, ¿nos habremos equivocado de puerta ó se habrá arrepentido doña Clara?
—No; sino que aquí también hace sueño, ¡ya se ve! ¡es tan tarde!
Y Quevedo bostezó y llamó por segunda vez.
—¿Quién llama?—dijo tras el postigo una soñolienta voz de mujer.
—¿No os lo dije? dormían—contestó Quevedo—; ¿pero qué hacéis que no contestáis?
—¿Quién es?—dijo la voz de adentro más despierta.
—El capitán Juan Montiño—contestó don Juan.
Rechinaron los cerrojos del postigo, que se abrió á medias.
—Entrad—dijo la mujer.
Y cuando don Juan hubo entrado, el postigo volvió á cerrarse.
—Esperad—dijo Quevedo conteniendo con la mano el postigo—; aún queda uno, digo, si no es que yo sobro, que me alegraría.
—¿Sois don Francisco de Quevedo y Villegas?
—Créolo así.
—Entrad, pues, y en entrando oíd lo que habéis de hacer—dijo la joven, que joven era á juzgar por la voz la que hablaba, y cerró la puerta quedando los tres en un espacio obscuro.
—¿Os han dado algún mandato para mí?—dijo Quevedo.
—Mi señora me ha dicho que su majestad os está esperando, que vayáis á su cuarto y os hagáis anunciar por la servidumbre.
—De las dos majestades, ¿cuál me espera?
—Su majestad el rey.
—¡Ah! pues corro—dijo Quevedo permitiéndose una licenciosa suposición de ligereza.
—¿Sabéis el camino?
—Aprendíle ha rato.
—Pues id con Dios.
—Guárdeos él y á vos, amigo don Juan.
—¡Ah! don Francisco, esta es la primera aventura que me hace temblar.
—No digáis eso, que al conoceros medroso, pudiera tener miedo vuestra guía y equivocar el camino. Tengo para mí que os deben llevar por la derecha.
—Y vos debéis iros por la izquierda—dijo la mujer.
—Bien me lo sé.
—Adiós.
—Adiós.
Y se oyeron los tardos pasos de Quevedo que se alejaba.
—¿Dónde estáis, caballero?—dijo la joven que había abierto el postigo.
—Junto á vos, á lo que parece—contestó don Juan.
—Dadme la mano que os guíe.
Diósela el joven, y por su tacto, ni áspero ni suave, comprendió que se trataba de una medio criada, medio doncella.
Llevóle ésta por unas escaleras, luego por una galería, y al fin se detuvo, sonó una llave en una cerradura, se abrió una puerta, se vió al fondo de su habitación el reflejo de la luz que alumbraba á otra, y la sirviente dijo al joven:
—Pasad, en su cámara encontraréis á mi señora.
Adelantó temblando el mancebo, combatido por la duda y por la impaciencia, que nunca es mayor que cuando estamos próximos á tocar un objeto ansiado, y entró en la habitación de donde salía el reflejo de la luz.