LO QUE SE PUEDE HACER EN DOS HORAS CON MUCHO DINERO
Don Juan Téllez Girón había salido feliz, enloquecido de amor del alcázar, transformado, gozando de una nueva vida.
Pero después de haber asegurado su amor, de haber saciado su sed delante del sol de su felicidad, de aquella felicidad suprema, que el día anterior no se había atrevido á soñar, cruzaba una nubecilla negra.
Aquella nube era Dorotea.
Don Juan no la podía apartar de su memoria. Sentía hacia ella ó creía sentir un impulso de ardiente caridad.
Y además de la caridad, no sé qué más íntimo, más humano, más sensual.
Comprendía que quedaba algún licor en la copa de su deseo.
Era joven, había crecido entre privaciones, tenía el corazón virgen, y le había consagrado sin saberlo á dos mujeres.
Don Juan había salido á la ventura.
No sabía dónde ir.
No tenía en Madrid casa propia, aunque había tomado posesión de dos: de la de Dorotea primero; después y de una manera más completa, de la de su mujer.
Don Juan había salido para procurarse un traje conveniente.
¿Pero dónde buscar aquel traje?
Y luego, ¿con qué dinero?
No tenía en el bolsillo más que algunos de los doblones que le había dado su supuesto tío.
Y esto no bastaba para un equipo de caballero.
Pesóle entonces de no haber tomado una buena cantidad del cofre de hierro; pero al acordarse del cofre, se acordó de que llevaba un tesoro de pedrería en los bolsillos.
—Empeñaré una de estas alhajas—se dijo—y punto concluído... pero ¿y dónde?... no sé como hacer para hallar á Quevedo, y no conozco á nadie en Madrid más que á mi tío postizo; y no me vuelvo atrás ni le pido mi dinero; es menester obrar de cierto modo con cierta clase de gentes.
Y cuando daba vueltas á su imaginación, se acordó de la señora María Suárez, la insigne esposa del bravo escudero Melchor Argote.
—¡Ah!—dijo el joven—la casa donde dormí anteanoche... paréceme aquella mujer á propósito para cualquier cosa. ¿Pero podré yo dar con la casa?...
Y se puso en busca, y al fin, como la suerte le protegía, pudo reconocer la calle y la casa á las pocas vueltas.
Antes de entrar en ella, sacó á bulto de uno de los anchos bolsillos de sus gregüescos uno de los estuches más pequeños, y le abrió.
Contenía una gruesa sortija de oro con un grueso diamante.
—Puede que valga esta joya... pediré mil doblones, y ya veremos.
Entróse, y encontró á la señora María entregada á sus faenas domésticas, y al señor Melchor Argote sentado junto á un fuego mezquino almorzando pan y queso.
—Dios os guarde, señora—dijo don Juan entrando.
Miróle la vieja con su vista cruzada durante un segundo, y luego dijo:
—¡Jesús, buen mozo! ¡yo os daba por perdido! ¿y de dónde venís, hijo?
—Vengo á veros para que me saquéis de un apuro—dijo don Juan.
Tomó el rostro de la vieja la expresión de una innoble reserva, y contestó con voz compungida:
—¡Jesús, señor! ¡apuros tenéis apenas entrado en Madrid! ¡y venís á que yo os saque de ellos! ¡si yo supiera quién quería sacarme de los míos!
—Mi apuro consiste en que, como soy nuevo en la corte, no sé dónde podré empeñar una rica alhaja.
—¡Ah!—dijo tranquilizándose la vieja—; ¡alegróme de que ese sea vuestro apuro! ¡conque ya os regalan! ¡preciso! ¡hidalgos como vos!...
—Gastan de lo que han heredado de su padre—contestó severamente don Juan.
—¡Ah! perdonad, perdonad, señor: ¿y es de mucho valor la alhaja?
—No entiendo de eso... pero yo pido por ella mil doblones.
—Rica debe ser, pero mostrad.
Sacó el joven el estuche, y del estuche la sortija.
Entonces pasó por la vieja una cosa extraña.
Se estremeció, tembló, y su pequeño ojo bizco y colorado, se puso á bailar mirando la sortija.
—Rica es, en efecto; pero me parece que pedís mucho: en fin, lo que yo puedo hacer es enviaros... mejor... mi marido os acompañará. Melchor, lleva á ese caballero á casa del señor Gabriel Cornejo.
Levantóse renegando Melchor, acabó de tragarse los dos últimos bocados de pan y queso, bebió agua, se limpió la boca con el revés de la mano, tomó su capa y su sombrero, y dijo á su mujer.
—¿Conque á casa del señor Gabriel Cornejo?
—Sí; él os dirá, señor, cuánto puede dárseos por esta alhaja.
—Muchas gracias, señora, y adiós, y quedad en paz, que estoy de prisa.
Melchor y don Juan salieron.
Cuando estuvieron algo apartados de la casa, el escudero dijo:
—Os advierto que ese Gabriel Cornejo es un bribón, y que si queréis que os dé lo que vale la joya, será bueno que la tase un platero.
—Os agradezco el aviso. ¿Y conocéis á alguno?
—Háilos aquí á montones, en Santa Cruz.
—Pues llevadme á uno.
—¿Veis aquella tienda obscura de los portales?
—Sí que la veo.
—Allí vive el señor Longinos, platero viejo, que desde que era mozo anda surtiendo de alhajas á la grandeza de España. Pasa por ser un hombre muy honrado.
—Pues vamos allá.
Encamináronse á aquella especie de sótano y entraron.
Un hombre como de setenta años, tembloroso y excesivamente flaco y encogido, se levantó con cuidado de detrás de un mugriento mostrador.
Nada había en la tienda que demostrase riqueza.
Las paredes blancas estaban desprovistas de muebles, y sólo se veía á un lado un fuerte armario de hierro.
—¿Qué se les ofrece á vuesas mercedes?—dijo el platero mirando con recelo á don Juan y á su guía, porque sus trajes no le inspiraban la mayor confianza.
—Se trata de que taséis esta alhaja—dijo don Juan dándole el estuche.
Abrióle el señor Longinos, y miró y remiró la sortija.
—Muy rico es quien ha mandado montar este diamante—dijo con una entonación particular el platero.
—En efecto, es grandemente rico; pero no se trata de eso. El valor de esa joya, ¿á cuánto ascenderá?
—¿Queréis venderla?
—Os pregunto que cuánto vale esa joya.
—¡Valer! este diamante vale, sin el aro, que es muy rico y que está muy bien esmaltado y cincelado, tres mil y quinientos doblones.
—No haríais mal negocio.
—No lo crea vuesa merced, porque como esta joya es de tanto valor, tardaría mucho tiempo en venderla: acaso años.
—En fin, yo no la quiero vender; quiero solamente empeñarla, y empeñarla por horas.
—Pues bien; yo os daré por su empeño tres mil doblones...
—Es que no se va á quedar empeñada aquí—dijo el señor Melchor, que temía las iras de su mujer si el negocio se hacía con otro que con el señor Gabriel Cornejo.
—¡Dios de misericordia!—exclamó el platero—. ¿Y dónde irá este señor que pueda dejar con seguridad esta alhaja?—dijo con acento insinuante Longinos—. Os advierto, caballero, que os vayáis con tiento. En primer lugar, que un usurero no os daría lo que yo... en segundo lugar, que yo os daré un recibo en regla de esta joya, y yo tengo responsabilidad... todos los vecinos de alrededor, de casa abierta, me fiarán...
—La verdad del caso es que me ahorro de andar más—dijo don Juan—; acepto vuestros tres mil doblones; dadme un recibo de esta alhaja, y yo os daré un recibo de vuestro dinero.
—Un recibo de tres mil y doscientos doblones, por los tres mil.
—En buen hora.
—Pero...—dijo el señor Melchor, que temblaba presintiendo las iras de su cónyuge.
—¿Qué tenéis vos que ver en esto?—dijo don Juan—; asunto concluído: extendamos los recibos.
El señor Melchor se calló.
El señor Longinos puso sobre el mostrador papel y tintero, y los respectivos recibos se extendieron dictándolos el platero.
Poco después hizo entrar en la trastienda á don Juan, guardó cuidadosamente el estuche con la sortija en un armario, y del mismo armario sacó un talego, le puso sobre una mesa, contó, y un montón de oro, representando los tres mil doblones, apareció sobre la mesa.
El señor Melchor, que se había quedado fuera del mostrador como una cosa olvidada, oía, estremeciéndose, el sonido excitador del oro que contaba maese Longinos.
—¡Me he perdido!—exclamaba—; mi hombría de bien me ha puesto en el caso de no poder aguantar á mi mujer lo menos en tres meses; esta aventura me va á costar una enfermedad.
En aquel momento apareció don Juan, y dió diez doblones al señor Melchor.
—¿Y qué es esto?-dijo todo turbado el pobre diablo, que en su vida había visto tanto oro junto, por más que fuese poco.
—Eso es vuestro trabajo.
—¡Mi trabajo, señor!
—Debo agradeceros el que no me hayan engañado.
—Muchas gracias, señor.
—Y como ya no os necesito, podéis iros.
—Que Dios os guarde, señor.
Y el escudero salió de la tienda, riendo con un ojo y llorando con otro.
Don Juan entró de nuevo en la trastienda.
El señor Longinos se ocupaba en alinear de una manera simétrica las columnas de oro, con esa sensualidad característica de los avaros.
—Me parecéis bastante hombre de bien—dijo don Juan—y quiero valerme de vos. Yo soy capitán de la guardia española del rey.
—Por muchos años, señor.
—Me casé anoche con una dama principal.
—Dios os haga muy felices, mis señores.
—Pero como veis, este vestidillo de viaje no es á propósito para que yo me presente al rey en medio de la corte con mi esposa.
—De ningún modo, señor.
—Ahora bien: ¿qué ropas, qué galas, en una palabra, dignas de un caballero del hábito de Santiago, puedo yo procurarme con ese dinero?
—¿Piensa vuesa merced gastar esos tres mil doblones?
—Y más que sea necesario.
—¿Y para cuándo necesita vuesa merced presentarse á su majestad con su señora esposa?
—Hoy á las once.
Rascóse una oreja con su trémula mano maese Longinos.
—Y son cerca de las nueve de la mañana. Es decir, que solo tenemos dos horas.
—Aprovechémoslas.
En primer lugar, necesita vuesa merced ropas blancas de Cambray: esto es lo menos, hailas hechas dos puertas más abajo. ¡Antonio!
Apareció un joven con un mandil de cuero, á todas luces oficial de platería.
—Vete al momento á casa del señor Justo—le dijo Longinos—, y que envíe ropas de Cambray para un hidalgo y una gola rica rizada, que no haya más que ponérsela; luego pásate por casa del señor Diego Soto, y que envíe unas calzas de grana de lo más rico, pero al punto, al punto.
El mancebo, con mandil y todo, se lanzó en la calle.
Faltan jubón, gregüescos, ferreruelo y sombrero; el ferreruelo debe ser de terciopelo, el jubón de brocado, los gregüescos de lo mismo que el ferreruelo, y el sombrero igual. Pero es el caso que estas ropas, que yo sé quién las tiene sin estrenar, ricas y buenas, y que es persona así de vuestras carnes, que os vendrá pintada su ropa, y que si se le paga bien y secretamente, no tendrá reparo, y que á más se halla necesitadillo de dinero...
—Pues al momento.
—Poco á poco: el sombrero necesita una toca rica; una toca por lo menos de oro á martillo; el jubón necesita herretes; las cuchilladas piedras ó perlas, y luego espada.
—Todo eso lo tengo—dijo don Juan, descubriendo el resto de su tesoro y abriendo los estuches.
—¡Misericordia de Dios! ¿sabéis lo que tenéis aquí, señor?
—Pienso que es mucho.
—Esta pedrería vale lo menos dos millones de ducados.
—Pues bien; puesto que soy tan rico, veamos si me puedo presentar en la corte como conviene.
—Indudablemente, señor, indudablemente; el dinero hace milagros. Voy á escribir á algunos caballeros conocidos, que andan necesitados; porque la corte traga mucho: voy á procuraros hasta carroza; en cuanto á lacayos y cochero, yo haré que vengan buenos; las libreas se comprarán hechas... y la espada, la espada es lo primero: yo tengo aquí una buena espada de corte, pero no vale ni la centésima parte que esa empuñadura y esas conteras; se montará al momento...
—No, montad esta buena hoja—dijo don Juan desnudando su espada.
—¿Sabéis, señor, que tenéis un arma de las buenas?... Andresillo, hijo, ven acá...
Apareció otro oficial.
—Déjalo todo; monta esta hoja en esta empuñadura, y esta contera en una vaina blanca, rica... anda, hijo, anda; dentro de una hora ha de estar corriente: entretanto, señor, mis nietas coserán los herretes, la toca y las perlas y las chapas del talabarte...
—Y entretanto yo... me daréis de almorzar... me lavaré después...
—Sí; sí, señor; entrad... y ya veréis... ya veréis.
Y precedió al joven por unas obscuras escaleras murmurando:
—¡Y que por estos quehaceres no pueda yo oír como todos los días la misa del licenciado Barquillos! ¡Válgame Dios!