EN QUE EL AUTOR PRESENTA, PORQUE NO HA PODIDO PRESENTARLE ANTES, UN NUEVO PERSONAJE
En una habitación magníficamente amueblada, extensa, iluminada blandamente por una lámpara de noche, al través de un cortinaje de damasco, en una ancha alcoba y en un no menos extenso lecho, dormía una mujer sumamente bella.
Debía ser sombrío su sueño, porque su entrecejo estaba fruncido, corría abundante sudor por su frente morena, y su boca sonrosada y de formas voluptuosas, levemente entreabierta, dejaba salir un sobrealiento poderoso y ronco.
Las anchas trenzas de sus cabellos caían abundantes y desordenados sobre su garganta y sobre sus hombros, y fuera del abrigo que la cubría se dejaba ver un brazo de formas admirables, cerca de cuya mano se vela una pulsera de pelo, cerrada por un broche de diamantes.
Había algo de terrible en el aspecto de aquella hermosa mujer dormida.
Y dormía profundamente.
Abrióse de improviso una puerta en el fondo de la cámara y apareció una mujer joven.
Abrió un balcón y penetró en la alcoba la luz fría de aquella mañana nublada y lluviosa.
La mujer despertó.
Se incorporó en el lecho y miró con disgusto á la puerta de la alcoba á donde había llegado la joven.
—¡Está amaneciendo!—exclamó con acento duro—. ¿Qué sucede, Casilda? anoche me acosté demasiado tarde y me despiertas al amanecer. Estoy servida detestablemente.
—Son las ocho y media, señora—dijo temblando la doncella.
—Te dije que no me llamaras hasta las doce.
—Es que está ahí don Juan.
—¡Don Juan! ¡y de día! ¡y acaso por la puerta principal!
—Sí; sí, señora.
—¡Qué imprudencia!
—Nadie ha podido verle. El lacayo de su excelencia no ha venido todavía.
Este excelencia era el duque de Uceda.
—El duque se fué anoche muy tarde; cuando yo te avisé aún no se había ido; tú te acostaste, yo misma le hice salir por el postigo... podía estar el duque todavía aquí. Te tengo dicho que cuando don Juan venga á una hora imprevista, le contestes como si no le conocieras y le despidas. Esto está convenido entre don Juan y yo. Eres, pues, una torpe.
—Perdonad, señora.
—Pero en fin, ¿don Juan está ahí?
—Sí, señora; ha venido con una mujer.
—¡Con una mujer! ¿y qué trazas tiene esa mujer?
—Es joven, hermosa, viene ricamente vestida, y parece, según está de pálida y ojerosa, que ha pasado muy mala noche.
—¿Dónde están?
—En el camarín.
—Vísteme.
Y la dama saltó del lecho, y se vistió apresuradamente ayudada de la doncella, se arregló ligeramente los cabellos, se puso sobre ellos una toquilla, y se dirigió rápidamente á una puerta de escape.
Pero al llegar á ella se detuvo, y dijo á la joven:
—Dile á don Juan que entre solo.
Y se sentó en un sillón, se arropó en un abrigo de pieles que se había puesto y esperó que la doncella cumpliese sus órdenes.
Poco después se abrió aquella misma puerta, y entró el sargento mayor don Juan de Guzmán, que, sin quitarse el sombrero, adelantó hasta cerca de la dama, y deteniéndose á poca distancia de ella y permaneciendo de pie, la dijo:
—Nos sucede mejor de lo que queríamos, Ana.
—¡Ah! ¿estamos de plácemes?
—Sí por cierto; el asunto de la reina está á punto de concluirse; una vez quitado de en medio ese estorbo, es distinto, nos quedamos solos con el padre y con el hijo.
—¿Pero y don Rodrigo...?
—Don Rodrigo... afortunadamente la herida, según dicen los médicos, es limpia y no ha tocado á ninguna parte peligrosa; un dedo más acá ó más allá y no tenemos hombre; pero ha faltado un dedo... y don Rodrigo vivirá. Ayer estuvo hablando conmigo largamente, preguntándome y dándome órdenes y consejos. Dentro de algunos días don Rodrigo dejará el lecho, y todo irá bien.
—¿Y el duque de Lerma?
—Cariñoso y solícito con don Rodrigo... por el duque no hay que temer; es ciego.
—Sin embargo, ha enviado á don Baltasar de Zúñiga de embajador á Inglaterra, ha sacado del cuarto del príncipe al duque de Uceda, y su excelencia está dado á los diablos con su padre. Creo que hay un diablo familiar que le aconseja. Anoche estuvo aquí hasta las tantas y me dijo:—Por ahora es necesario echar la red por otra parte; el señor duque de Lerma, mi augusto padre, nos ha conocido la intención; paciencia: en cuanto á vos (se refería á mí), ya que no podéis ser la maestra del señor príncipe, sed mi consuelo.
—¿Eso te dijo el duque?
—Vaya, y que hacía mucho tiempo que no podía olvidar mis ojos.
—¿Y tú qué le dijiste?
—Que procurase hacer que mis ojos le pareciesen feos.
—Es decir...
—Que no quiero galanteos con el duque de Uceda.
—Has hecho mal, muy mal. Tus amores con el duque valen más que tus lecciones al príncipe don Felipe. Nos conviene saber lo que hace, lo que no hace, lo que piense ó deje de pensar esa gente. Has hecho mal, muy mal.
—¡Bah!—dijo doña Ana—; yo sé que he hecho muy bien, como sé que haré muy bien en decirte que por algún tiempo no vengas á verme hasta que yo te avise.
Pronunció de tal manera, con tal frialdad, con tal descaro doña Ana estas palabras, que el rostro del sargento mayor se cubrió de una palidez colérica.
—¿Qué viene á ser eso?—dijo con acento amenazador.
—Ya te irritas, querido mío—dijo doña Ana—. ¿Dudas acaso de que te amo?
—Me parece que quieres engañarme.
—¿Y para qué te había de engañar? además de que te amo me sirves de mucho, hijo, para que yo piense no enajenarme de ti. Pero...
—¿Pero qué?
—Espera.
Doña Ana se levantó, entró en el dormitorio, abrió un cofre, y del cofre sacó una cajita, volvió, se sentó y abriendo la caja mostró su contenido al sargento mayor.
—Mira el por qué de no haber querido yo por galán al duque de Uceda y de pensar en que por algún tiempo no nos veamos.
—¿Quién te ha dado esta gargantilla?—dijo con acento ronco Guzmán.
—Francisco Martínez Montiño, cocinero mayor del rey.
—¡Ah! en verdad que ese hombre es muy rico—dijo el sargento mayor—; pero según pienso y por los informes que tengo, dentro de poco no podrá hacerte tales regalos.
—Es mucho lo que los celos entorpecen los sentidos—dijo doña Ana—; el cocinero mayor, me ha dado, en verdad, esta joya, pero ha sido en nombre de más alta persona.
—¡Del duque de Lerma!
—¡Más alto!
—¡Del rey!
—¡Del rey!
—¡Imposible! ¡de todo punto imposible! el rey no piensa más que en cazar, en dormir y en rezar. Con presentarse muy hinchado y grave al lado de Lerma en las audiencias, piensa que ya tiene hecho todo lo que tiene que hacer para ser rey... pero á don Felipe III no se le conocen galanteos... tan devoto... tan asustadizo... buena fortuna sería, y estaríame yo sin venir á verte á tu casa, que ya nos veríamos fuera de ella, aunque fuese de año á año... ¡pero vamos! ¡es imposible!
—Estos hombres creen que las gentes no son más que lo que parecen—dijo con desdén doña Ana.
—No tal, no; yo no creo eso, porque sé muy bien que tú y yo somos una cosa y parecemos otra. Pero tratándose del rey... ¡cuando te digo que no puede ser!
—¿Y de dónde ha sacado el cocinero mayor esa alhaja?
—Cuenta con que las perlas no sean cera, el oro cobre y los diamantes vidrio blanco.
—Ya está visto esto, y apreciada la alhaja: vale mil doblones.
—¡Mil doblones!
—No podía ser menos un regalo de rey.
—¿Pero dónde te ha visto su majestad?
—Eso mismo pregunté yo á Montiño: ¿dónde me ha visto su majestad?
—¿Y qué te respondió?
—Que no lo sabía.
—¡Que no lo sabía! pero cuéntame desde el principio.
—Anoche, ya tarde, llamaron á la puerta. Yo creí que sería el duque de Uceda, y mandé á Casilda que abriese. Poco después oí abajo un altercado: era Casilda que disputaba con un hombre que á todo trance quería entrar, que decía tenerme que decir cosas graves, y que al fin dijo era el cocinero mayor del rey. Como nuestros asuntos están ahora por las cocinas, sentí yo no sé qué terror, yo no sé qué cuidado, y mandé á Casilda que dejase subir al cocinero del rey. Cuando le vi (yo no le conocía) me espanté. Venía pálido, desencajado, desgreñados los escasos cabellos, y la primera palabra que me dijo, fué:
—Desde hace veinticuatro horas, no me suceden más que desgracias.
Estas palabras no eran las más á propósito para tranquilizarme, y le rogué que se sentara y se explicase.
—Tras las desgracias que me suceden—me dijo—, hubiera sido la última la de no poder veros.
—Tranquilizáos, y decidme después por qué hubiera sido una desgracia para vos el no haberme visto.
—Porque una persona muy principal á quien temo mucho, me ha encargado que os vea.
—¿A mí? ¿para qué?
—Para que os dé de su parte, en prenda de la mucha estima en que os tiene, esta alhaja.
Y me dió esa gargantilla.
—Yo no puedo aceptar un regalo—le dije—de una persona á quien no conozco.
—Podéis estar segura de que es muy principal.
—Pues siendo tan principal, y teniendo por mí tanto interés que me regala—le dije—, ¿qué interés puede tener en que yo no sepa su nombre?
—Tanto interés tiene—me replicó—en que vos no sepáis quién es, que desea veros misteriosamente.
—Explicáos.
—La alta persona que me envía—dijo el cocinero dando vueltas á su gorra, porque sin duda hallaba gran dificultad en cumplir con su mensaje—, quiere... pues... quiere que le recibáis sin luz.
—¿Por quién me tenéis?—dije al cocinero mayor fingiéndome gravemente ofendida, á pesar de que tenía una viva curiosidad por saber quién era aquella persona—; ¡ea! añadí: idos de mi casa, si no queréis que os haga echar á palos.
—Perdonad, señora—me dijo—; pero temo más las consecuencias de no llevar una contestación vuestra á la persona... ¿qué digo? al ilustre personaje que me envía, que la riña que pudiera tener con vuestros criados.
—Ya lleváis contestación á esa persona.
—A la persona que me envía, no se la puede contestar de ese modo—me dijo—, porque esta persona...
—¡Me ultraja!
—Será necesario deciros quién es, para que veáis que no hay ultraje.
—Sólo una persona pudiera no ultrajarme... una persona tal, que ni aun para mí pudiera pasar por galanteador.
—¿Habéis adivinado?
—No, no he adivinado; he dicho únicamente que sólo hay una persona que pudiera pretender ser mi amante sin que yo le conociera.
—Pues bien; decidme el nombre de esa persona...
—Esa persona no podía ser otra que el rey.
Miróme fijamente el cocinero mayor, con la boca abierta y los ojos espantados.
—¿No me comprometeréis—me dijo—, si os declaro la verdad?
—Os lo prometo.
—¿Seréis prudente?
—Sí.
—Pues bien, señora; la persona que os solicita, que está ciegamente enamorado de vos, es... ¡el rey!
—¡El rey!—dije sin poder contener mi asombro—; ¡su majestad enamorado de mí!
—Esa rica gargantilla es una señal de ello—me contesto.
—¿Y dónde me ha visto su majestad?—le dije.
—No lo sé. El rey me ha llamado y con gran secreto me ha dicho: Montiño, mi buen cocinero, yo, aunque soy rey, también soy hombre, y como hombre tengo debilidades; amo á una dama, y no puedo contener mi amor; toma, llévala esa joya y dila que te indique cuándo puedo yo ir á visitarla; pero ha de ser de modo que las luces estén muertas cuando yo entre y no pueda conocerme. Ofrécela cuanto quiera y más que quiera, y toma las señas de la casa donde vive y su nombre.
Yo—añadió el cocinero—, no me atreví á negarme; he venido, y temeroso de llevar á su majestad vuestra contestación, he preferido, confiado en vos, deciros lo que os he dicho; pero, por Dios, no pronunciéis ni una sola palabra imprudente, porque su majestad es muy mirado y nos perderíamos los dos.
Yo le juré guardar el más profundo secreto, acepté la gargantilla, y el cocinero se fué prometiéndome volver para decirme qué noche y á qué hora debe venir su majestad.
—En esto debe de haber andado el duque de Lerma... estoy casi seguro—dijo el sargento mayor—; porque ¿á quién interesa más que al duque el tener bien cogido al rey? Además de eso, ¿no han desterrado al conde de Lemos porque había llevado una noche al príncipe de Asturias á casa de una de las queridas de don Rodrigo Calderón? ¿No han apartado de la crianza del príncipe á don Baltasar de Zúñiga, porque daba demasiado gusto á su alteza, y no han sacado también al duque de Uceda del cuarto del príncipe, sin duda porque han sabido que le traía aquí para que desde bien temprano se acostumbrase á las favoritas? Acaso ha sabido el duque de Lerma que su hijo se valía de ti para educar al niño príncipe, como, siendo aún más pequeño, se valió para ello de la Angélica el conde de Lemos, su sobrino, y habrá dicho: puesto que esa hermosa doña Ana servía para hacer adquirir al joven príncipe malas costumbres, puede servir también para corromper las del rey y extraviarle.
—Acaso, acaso—dijo doña Ana.
—Pues estamos de doble enhorabuena: confío en que sabrás manejar al rey.
—¡Oh, ya lo veremos!
—No me ocultes nada.
—¿Y cómo? ¿Qué soy yo sin ti?
—Don Rodrigo es lo que más nos conviene.
—Serviré á don Rodrigo. Creo que este asunto esté concluído; y ahora recuerdo que me han dicho que contigo venía una mujer joven, hermosa, ricamente vestida.
—Sí, muy hermosa y muy joven—dijo el sargento mayor apretando el gesto y retorciéndose los mostachos.
—¿Y á qué traes tú esa mujer á mi casa?
—¿Qué? ¿tendrás celos?
—Pudiera tenerlos.
—Pues bien, no los tengas, porque esa muchacha es mi hija.
—¡Tu hija!
—Sí; la hija de aquella Margarita que yo robé de su casa; la hija que me quitó un hombre una noche cuando iba á dejarla en la puerta de un convento, dejándome tres puñaladas, de las cuales estuve á la muerte; la hija de quien no volví á saber, hasta que la conocí siendo á la vez querida secreta de don Rodrigo Calderón y pública del duque de Lerma. En una palabra: la comedianta Dorotea.
—¿Pero estás seguro de que no te has engañado?
—¡Si tú hubieras conocido á su madre!
—Sí; sí, ya me has dicho...
—Verla á ella, es ver á Margarita; además, yo le había hecho una señal...
—¡Una señal!
—Sí; antes de salir de la casa, para, llevarla á exponer en el cajón de San Martín, sin saber por qué, pensando no sé en qué, la señalé.
—¡Que la señalaste!
—Le arranqué un pequeño bocado de un brazo.
—¡Ah!—exclamó con disgusto doña Ana.
—Fué la manera más pronta que se me ocurrió de señalarla.
—¿Pero has visto tú esa señal?
—No; pero un día, don Rodrigo, que quiere más de lo que parece á la Dorotea, me dijo:
—Juan, yo te he hecho hombre.
—Indudablemente, señor—le contesté.
—Eres listo y astuto y parece que hueles las cosas.
—¿Qué hay que averiguar?
—Tú sabes cuánto quiero á la Dorotea.
—Sí, señor.
—Hace mucho tiempo que estoy viendo en su hombro derecho una señal; pero nunca hasta ahora la he preguntado; es una cicatriz como la de una mordedura; ella ha dicho que recuerda haber tenido siempre esa señal; he preguntado al tío Manolillo, y me ha dicho que la encontró abandonada en la calle, y que efectivamente, cuando la llevó á su estancia en el alcázar, notó que las pobres ropas en que iba envuelta estaban manchadas de sangre; que la descubrió y vió una mordedura reciente, de la que costó trabajo curar á la niña. Ahora bien, la Dorotea sufre porque no conoce á sus padres; yo la quiero bien, y te recompensaría grandemente si encontrases esos padres perdidos.
Pude en el momento decirle:
—Su padre soy yo; su madre era una muchacha tan hermosa como ella, á la que conocí en su casa, donde estuve aposentado algunos días, y á la que me llevé conmigo. No sé si su madre vive ó ha muerto...
—¡Conque esa hermosa mujer, esa famosa Dorotea, la querida de Lerma y de Calderón, es tu hija! ¡y ella no lo sabe!
—No.
—¿Y para qué la traes aquí?
—Es como su madre, apasionada y violenta; de la misma manera que su madre se enamoró de mí á primera vista, ella se ha enamorado de un hombre; ese hombre es el que ha herido á don Rodrigo; ese hombre, que es sobrino del cocinero mayor de su majestad, ha hecho suerte en veinticuatro horas; anteayer por la noche entró en Madrid, y hoy se encuentra metido en palacio, protegido y casado con la dama más hermosa y más difícil de la corte: con doña Clara Soldevilla.
—¡Y esa mujer, que es querida del duque de Lerma, está celosa de una dama que es la favorita de la reina!
—La reina importa ya poco... tal vez á estas horas... pero conviene, á pesar de esto, que esa muchacha siga enloqueciendo á Lerma; ella quería hacer un disparate, pero yo la he prometido que la vengaría si ella me ayudaba, y ha consentido en seguirme. Te la he traído y te la entrego... tú sabes envenenar el alma, Ana; envenena la de esa muchacha y haz de modo que nos sirva bien. Voy por ella.
Y se dirigió á la puerta por donde había entrado.
Pero al abrirla, se vió tras ella un hombre y se oyó una ronca voz que dijo temblorosa, colérica, rugiente, amenazadora:
—¡Atrás! ¡atrás, sargento mayor! ¡tú no saldrás de aquí!
El hombre que había pronunciado estas palabras, que había adelantado sombrío y letal y que había cerrado por dentro la puerta, era el bufón del rey.
El sargento mayor retrocedió sorprendido.
En su semblante apareció la expresión del espanto.
Doña Ana miró con terror al bufón.
Y el bufón adelantó pálido hacia el sargento mayor, que retrocedía.