DE LO PERJUDICIAL QUE PUEDE SER LA ETIQUETA DE PALACIO EN ALGUNAS OCASIONES
El tío Manolillo corría como alma que lleva el diablo.
Tropezaba acá y allá con las gentes, como un caballo desbocado, las lanzaba un gran trecho ó las dejaba caer y seguía corriendo.
En pocos momentos llegó al alcázar.
Antes de llegar á él vió á Luisa y á Inés que iban envueltas en sus mantos.
Pararon un momento.
—¿A dónde vais?—las dijo con acento amenazador.
—¡A misa...!—contestó temblando Luisa.
—¡A misa! ¿en día de trabajo?...
Pero el bufón recordó que tenía mucha prisa, y tomó de repente el camino de la puerta de las Meninas del alcázar.
Al entrar, salían algunos hombres, y el tío Manolillo tropezó rudamente con uno de ellos.
—¡Qué brutalidad!—dijo el tropezado recogiendo un pesado talego que había caído al suelo, produciendo un sonido sonoro.
—¡Ah! ¡el alguacil Agustín de Avila!—exclamó el bufón, y pasó por sus ojos un relámpago de muerte.
Pero de repente apretó de nuevo á correr, exclamando:
—Lo otro es primero... la reina... ¡Dios mío!
Y entró en el patio del alcázar.
Allí, de una manera involuntaria, superior á su resistencia, se detuvo de nuevo, y miró á una torre almenada que se veía por cima de las galerías en un ángulo del patio.
Sobre aquellas almenas había un cuerpo de edificio coronado por una montera de pizarras; en aquel cuerpo de edificio, había una ventana: en aquella ventana el viento ondeaba un pañuelo encarnado.
—¡Oh! ¡la señal de muerte!—exclamó el bufón.
Y siguió corriendo, subió, no como un hombre sino como una araña que huye, unas escaleras, atravesó como un frenético la galería, y atropellando casi la guardia de corps que daba la centinela de la puerta exterior del cuarto de la reina, se lanzó dentro.
Dióse un tremendo pechugón con una persona á la que no arrojó.
Por el contrario le asió, y le detuvo.
—¡Cuerpo de Baco!—exclamó aquel hombre—, ¿venís ú os disparan, tío?
Aquel hombre era don Francisco de Quevedo.
El bufón no le contestó: por cima del hombro de Quevedo había visto un paje talludo, rubicundo, que llevaba sobre las palmas de las manos una vianda adornada con yerbas verdes.
—¡Allí tal vez!... ¡en aquel plato!...—dijo el bufón—¡soltad, vive Dios, ú os mato!...
—¿Pero estáis loco?... tengo que deciros graves cosas... ¿no me conocéis, tío?
—¡La reina!... ¡la reina!... ¡dejadme, don Francisco!... ¡aquel paje!... ¡es el amante de la Inés!... ¡el pañuelo encarnado está en la ventana!...
—¡Ah!—exclamó Quevedo con una expresión terrible por su horror—¡un paje!... ¡un plato!... ¡el pañuelo!...
Y soltó al bufón, que se lanzó á la puerta de la antecámara.
Los tudescos le cerraron el paso cruzando sus alabardas.
—¡Ah! ¡no me dejáis pasar!...—exclamó el bufón, y asió las alabardas con la fuerza de la zarpa de un león.
Se entabló una lucha.
Quevedo no podía llegar pronto, pero desde donde estaba gritó con la autoridad que sabía dar á su voz en las ocasiones solemnes:
—¡Dejadle pasar! ¡dejadle pasar, de orden del rey!
Al sonido de aquella voz poderosa, á la vista del hábito de Santiago, del que la pronunciaba, los tudescos dominados dejaron pasar al bufón.
Quevedo, á pesar de la deformidad de sus pies, que le impedía andar de prisa, corrió.
En la puerta de la cámara de la reina, se entabló otra lucha con los ujieres.
La autoridad de Quevedo fué allí inútil.
El bufón apeló á la fuerza.
Tiró á un ujier á un lado, y á otro á otro, y entró también.
Pero entre la inocente detención causada por Quevedo, la de los tudescos y la de los ujieres, había pasado mucho tiempo.
El paje había desaparecido.
Cuando el bufón entró, se precipitó á la mesa y se arrojó sobre ella.
La reina dió un grito.
El padre Aliaga, que almorzaba con la reina, se puso de pie.
El tío Manolillo buscó con ansia un plato entre los que cubrían la mesa de la reina, y vió uno solo puesto delante del plato de Margarita de Austria.
Aquel plato estaba adornado con berros.
Era una perdiz que tenía todas las patas.
El bufón le agarró, y al apoderarse de él dijo con una admirable fuerza de espíritu, soltando su hueca carcajada de bufón:
—¡Ah! ¡ah! ¡ah! ¡he ganado! ¡he ganado! ¡para mí! ¡para mí!
Y haciendo como que devoraba al paso la perdiz, dió á correr exclamando:
—¡Para la reina no! ¡para mí!
Y soltó una larga y estridente carcajada que hizo temblar á todos los que la oyeron, y escapó.
—¡Oh! ¡esto es ya demasiado!—dijo la reina.
—Perdonad, señora...—dijo Quevedo—yo no le he podido contener; ¡el tío Manolillo está loco!
Y Quevedo, saludando profundamente á la reina y antes de que ésta, reponiéndose de su sorpresa, le pudiera contestar, salió.
Quevedo buscó inútilmente en la parte baja del alcázar al tío Manolillo, y subió á su aposento, á cuya puerta llamó inútilmente repetidas veces.
Al fin Quevedo gritó:
—Si estáis ahí, tío Manolillo, abrid, hermano, abrid á Quevedo.
Oyéronse violentos pasos y se abrió la puerta.
Apareció el bufón pálido y desencajado.
—¡Entrad! ¡entrad!—exclamó—; entrad y pensemos en la venganza... hoy ha amanecido un día de muerte...
—¡Tenéis sangre en las manos!—exclamó Quevedo...
—¡Es poca!—exclamó el bufón—¡es poca! ¡venid!
Y tiró de Quevedo, le llevó á lo último de su aposento, y le mostró una fuente de plata puesta sobre una mesa.
—Mirad ésto; faltan las pechugas... mirad aquéllo, y señaló en un rincón un pedazo de perdiz, junto á la cual estaba echado, impasible, un gatazo rodado.
...¡para mí! ¡para mí!
—El Chato devora cuanto halla, porque es un gato pobre, y no ha querido ese pedazo de perdiz. Los animales conocen la muerte. ¡Que Dios tenga piedad de la reina!
—¿Y qué hacer?
—¿Qué hacer?... yo no sé... ¿quién dice?... ¿quién declara?... ¡Oh! ¡no! ¡sentenciarnos á ser tenidos por cómplices, á morir deshonrados!... ¡hemos hecho cuanto podíamos hacer... y acaso... acaso nos hayamos engañado!... pero no... no... el Chato no ha comido... ¡Dios mío!...
—Sois cobarde...—exclamó Quevedo—; suceda lo que quiera, yo voy á buscar al médico de su majestad... guardad esa perdiz, guardadla; sobre todo, quitadla de esa fuente, que es de plata...
El bufón quitó los restos de la perdiz de la fuente, los echó en una escudilla, y con ellos el pedazo que había arrojado al gato.
Entre tanto, Quevedo había desaparecido.
Un paje de la reina se presentó poco después.
—Tío Manolillo—dijo—, os aconsejo que os escondáis por algún tiempo.
—Pues ¿qué pasa, hijo?—contestó dominándose el bufón.
—Que habéis dado un susto á su majestad, y no ha acabado de almorzar; se ha dejado casi todo lo que tenía en el plato cuando entrásteis vos.
—¿Pechugas de perdiz?...
—Eso es... ¡una perdiz que olía tan bien!... me la he comido, tío.
—¿Cómo te llamas, hijo?
—Gonzalo.
—¿Y te has comido la perdiz que quedaba en el plato de la reina?
—Sí... al salir... no me veían...
—¿Y quedaba mucho?...
—Casi una pechuga... y me ha hecho mal... ya se ve... ¡comí tan de prisa, porque no me vieran!
El paje, en efecto, empezaba á ponerse pálido.
—¿Y por qué vienes, hijo?—exclamó el tío Manolillo, haciendo un violento esfuerzo para dominar su horror.
—Por la fuente de plata que os habéis traído.
—¿Y comió mucho la reina?
—¡Quia! no... ni el padre Aliaga...
—¿Y te has comido las dos?...
—Sí.
—Ven, hijo mío, ven... ven á las cocinas... voy á darte aceite, que es bueno para que arrojes... ¡Oh! ¡Dios mío!...
—Tengo ansias, tío...
El bufón asió al mozo y le arrastró consigo.
Pero al llegar á las escaleras, el paje dió un grito, avanzó, cayó rodando por las escaleras, y con él la fuente de plata.
El bufón se retiró precipitadamente, fué á su aposento y se puso á rezar por el alma del paje.