DE CÓMO QUEVEDO, SIN DECIR NADA AL REY, LE HIZO CREER QUE LE HABÍA DICHO MUCHO
Felipe III atravesó con impaciencia el pasadizo secreto que ponía en comunicación su cuarto con el de la reina.
Halagaba al rey el hacer alguna cosa por sí propio; tan acostumbrado estaba á la tutela de Lerma desde muy joven.
El recibir en audiencia reservada, sin conocimiento de su ministro-duque, á un hombre tan peligroso como Quevedo, parecíale un acto de verdadera soberanía, una emancipación monstruosa.
Y todo esto lo pensaba la conciencia íntima del rey; esa voz misteriosa que parece pertenecer al instinto, que nunca nos engaña, y que sería nuestro mejor guía si oyésemos su voz, en vez de oír la de nuestra conciencia artificial, producto de nuestra posición, de nuestras costumbres y de nuestras inclinaciones.
Con arreglo á esto que nosotros llamamos, no sabemos si con demasiado atrevimiento, conciencia artificial, el rey don Felipe III se había creído siempre rey, rey en el uso expedito de su soberanía, por más que su conciencia íntima le dijese: tú eres un instrumento de tu favorito; tú eres un pretexto; eres un esclavo de tu debilidad, de tu nulidad.
Y esta conciencia íntima era la que hablaba al rey cuando se dirigía del cuarto de la reina al suyo por el pasadizo oculto.
Cuando entró en su dormitorio cerró cuidadosamente la puerta secreta, y se encaminó con paso majestuoso á su cámara.
Llamó, y mandó que en llegando don Francisco de Quevedo y Villegas, del hábito de Santiago, etc., le introdujeran.
En seguida se sentó junto á la mesa, y abrió su libro de devociones.
No tardó mucho un gentilhombre en decir á la puerta de la cámara:
—Señor: don Francisco de Quevedo y Villegas, del hábito de Santiago, señor de la Torre de Juan Abad.
—Y pobre—dijo entrando en la real cámara Quevedo.
Se detuvo el gentilhombre y Quevedo adelantó.
El rey seguía leyendo, como si no hubiera visto á Quevedo.
Este llegó junto al rey, y se arrodilló.
—Sacra, católica, majestad—dijo con voz hueca y vibrante.
Volvió el rey la cabeza, miró con suma majestad á Quevedo, y le presentó la mano.
Quevedo la besó respetuosamente.
—Alzad, don Francisco—dijo el rey.
Quevedo se puso de pie.
El rey esperaba á que Quevedo hablase, pero Quevedo se mantuvo mudo é inmóvil como una estatua, pero con la mirada fría y fija en el rey.
El rey se sentía mal ante aquella mirada, vista por aquellas antiparras.
—¿En qué pensáis, don Francisco?—dijo el rey por decir algo.
—Estoy contemplando á la monarquía, señor—contestó Quevedo—; contemplando en vuestra majestad á la gran monarquía española en ropilla.
Frunció el rey el entrecejo.
—¿Y era todo eso lo que teníais que decirme con tanto empeño?
—Sí, señor.
—Pues si ya me lo habéis dicho, idos—dijo un tanto contrariado el rey.
—Si vuestra majestad me lo permite, le diré más.
—Decid.
—Digo, que me espanta el que pueda decir á vuestra majestad algo.
—¡Ah!—dijo el rey—¿y por qué os espanta eso?
—Porque á la verdad, hablo con vuestra majestad por compromiso.
—¡Oh!—repitió el rey.
—Y espántame que yo me vea comprometido á hablar con vuestra majestad...
—Explicáos...
—He estado preso en San Marcos.
—¡Ah! ¿habéis estado preso?
—Sí, señor.
—¿Qué delito cometísteis?
—El ser ciego y no andar con palo; me dí con una esquina en las narices.
—Dicen que sois hombre de ingenio.
—Eso he oído decir; pero acontéceme, señor, que ahora que estoy hablando con vuestra majestad, no me le hallo; si alguna vez tuve ingenio me lo han robado.
—Dijéronme que os era urgentísimo hablarme.
—Y tan urgente, señor, que solamente con veros se me ha pasado la urgencia.
—Pues os digo que no os entiendo.
—No es fácil, porque yo no me entiendo tampoco.
—Paréceme que habéis venido para algo.
—Indudablemente, señor, he venido para irme.
—Pero... ¿por qué habéis venido?
—Por venirme á cuento.
—¿Pero qué cuento es el vuestro?
—Es, señor, un cuento de cuentos.
—Pues empezad.
—Ya he concluído.
—¡Pero si no me habéis contado nada!
—Si vuestra majestad quiere contaré las palabras.
—¡Don Francisco!—exclamó con irritación el rey.
—¡Señor!—contestó Quevedo inclinándose profundamente.
—¿No tenéis nada de qué quejaros?
—Quéjome de mi fortuna.
—¿Ni nada tenéis que pedir?
—Sí, por cierto, señor; todos los días pido á Dios paciencia.
El rey se calló y abrió de nuevo su devocionario.
Quevedo permaneció inmóvil con el sombrero echado al costado derecho y la mano izquierda puesta sobre los gavilanes de la espada.
Esta situación duró algún tiempo.
—Permita Dios que se duerma—dijo Quevedo para sí—, no sé ya qué decir á su majestad... y es necesario que la reina se prepare... en mi vida ni en muerte, espero verme en tanto apuro. ¡Gran rey el nuestro! por menos de lo que yo estoy haciendo azotan á otros.
—¡Aún estáis ahí!—dijo el rey levantando del libro los ojos.
—Esperaba, señor, que me mandárais irme.
—Pues idos enhoramala—dijo el rey, y volvió á su lectura.
—Aún es pronto—dijo Quevedo—; todo se reduce á que este imbécil se acuerde de que es rey y me encierre. Espérome.
Pasó otro gran rato: el rey murmurando sus devociones, Quevedo inmóvil delante de él.
Había bien pasado una hora desde que el rey recibió á Quevedo.
Levantó otra vez los ojos del libro, y exclamó:
—¡Por San Lorenzo! ¿no os dije que os fuérais?
—Ocurrióseme, señor, pediros que me perdonáseis por haber malgastado el precioso tiempo de vuestra majestad, y como vuestra majestad había vuelto á sus devociones...
—Pues antes de que vuelva otra vez, idos... idos... y perdonado y vuelto á perdonar, con tal de que no se os ocurra en vuestra vida el volver á pedirme audiencia.
—Beso las reales manos de vuestra majestad—contestó Quevedo, y salió.
—¿Qué habrá querido decirme don Francisco?—dijo el rey cuando se quedó solo—; indudablemente me ha dicho algo, y algo grave; pero es el caso que yo no lo he entendido. Estos hombres de ingenio son crueles. ¿Pero qué habrá querido decirme? quitando lo de la monarquía en ropilla, que creo que quiere decir que el reino anda medio desnudo, no le he entendido más. Y de seguro... me ha dicho algo... ¡pero ese algo!... ¡ese algo!...
El rey se quedó hecho un laberinto de confusiones, y creyendo de buena fe que Quevedo le había dicho grandes cosas, que él no había podido entender.
Entre tanto Quevedo iba soplándose los dedos por las crujías del alcázar.
—Bendito mi amor sea—exclamaba—, que me obligó á pedir al tío Manolillo que me abriese la gatera. Mi deseo por ver descuidada y sola conmigo mismo á mi doña Catalina, me ha traído á saber el grande apuro en que se halla la pobre mártir, la infeliz Margarita de Austria. Enredo, enredo y siempre enredo.
Y el buen ingenio seguía adelante.
—Y ¡vive Dios, que ya sudaba!... no sabía cómo seguir diciendo al rey palabras y no más que palabras. Si se hubiera tratado de otro marido, ¡bah! la caridad es más difícil á veces de lo que parece. ¡Pero qué rey... señor! ¡qué rey!
De repente Quevedo se detuvo y escuchó con atención.
Había oído un siseo.
El siseo volvió á repetirse.
—De aquella reja sale, y nadie hay presente más que yo. Llámanme, pues: acudo. ¿Es á mí?
—Sí por cierto—contestó la condesa de Lemos, entreabriendo la reja.
—¡Ah, lucero de mi obscura noche!—exclamó Quevedo—; creo que mi pensamiento me ha traído por tan buen camino, como que en él había de encontraros.
—No podíais pasar por otra parte.
—¿Me esperábais?
—Con ansias del corazón.
—No digáis eso, si no queréis verme loco.
—Aunque mucho os amo, que bien lo sabéis, no por vuestro amor son mis ansias, que de él estoy segura, sino por ella.
—¿Por la ella del enredo?
—Sí; ¿cómo os ha ido con el rey? Me dejásteis temblando.
—Y allá se queda él confuso.
—¿Tanto le habéis dicho?
—Al contrario, no le he dicho nada. Pero decidme, ¿por qué ansiais?
—Porque vayáis á ver al momento á doña Clara de Soldevilla.
—¿A tan hermosa dama me enviáis?
—Vos podéis ir á ella sin que yo os envíe.
—Me estoy bien donde me quedo... ¿Llámame doña Clara?
—Sí.
—Correo soy de seguro.
—Para correo habéis nacido.
—Por mi mala estrella; que los portes pueden ser tales, que de buena voluntad se perdonen.
—Sois hombre afortunado.
—Decidme, ¿dónde está mi fortuna, ya que habéis dado con ella?
—¿Pues qué, no os amo yo?
—¡Si se muriera uno!
—Dadle por muerto. Pero id, id, don Francisco, que creo que importa más de lo que pensamos.
—Adiós, pues, señora mía. Con que me digáis dónde vive doña Clara, me dejo con vos el alma y allá me emboco.
—Más allá de la galería de los Infantes, en aquella galería obscura.
—¿En la de anoche?...
—Sí, frente á aquellas escaleras.
—¡Ah! ¡frente á las escaleras aquellas! no he de perderme con tales señas. Quedad con dios, señora mía, y tratadme bien el alma, que con vos se queda.
—¡Ay, que os lleváis la mía! Adiós.
La condesa sacó una mano por la abertura de las maderas, y Quevedo la besó suspirando.
—Adiós—dijo, y se alejó.
La reja se cerró silenciosamente.
Poco después Quevedo llamaba á la puerta del aposento de doña Clara.
Aquella puerta se abrió al momento.
Encontró á doña Clara sobreexcitada, encendida, inquieta, con la mirada vaga, con todas las señales de una inquietud cruel.
—Vos lo sabéis todo, don Francisco—dijo la joven con anhelo.
—Lo sé, señora, y lo sé tanto, como que aún estoy dudando de ello.
—No os pregunto cómo lo sabéis, no tengo tiempo para nada, ni cabeza; me estoy muriendo; sobre mí vienen...
—Las culpas ajenas os premian.
—¿Qué decís?
—¡Si le amáis!
—¡Dios mío! pero... yo hubiera vencido esta afición...
—¿Y á qué vencerla?
—¿Podéis ver esta noche á vuestro amigo?
—¿A Juan?
—Sí—contestó con esfuerzo doña Clara.
—Lo veré, si vos queréis.
—¿Sabéis dónde está?
—Está donde le han arrojado vuestros desdenes.
—¿Y le sacarán de allí mis favores?
—¡Oh! vos, señora, podéis sacar un alma en pena del purgatorio.
—Bien sabe Dios que me sacrifico por su majestad.
—O no os conocéis, ó no me conocéis, señora—dijo gravemente Quevedo.
—No os entiendo, don Francisco.
—Estáis desconfiando de vos misma, y desconfiáis de mí; vos, señora, sois una valiente, una generosa, una noble joven; vuestra alma es toda caridad; os sacrificáis por una mártir; dobláis vuestro orgullo de mujer, exponéis vuestro corazón, arrostráis la cólera de vuestro padre; Dios os premiará, yo os reverencio y os admiro.
—Me veo obligada á casarme con vuestro amigo por salvar á su majestad de unas apariencias que podían perderla; cierto es que vuestro amigo me ha interesado el corazón, no os lo niego, pero le conozco poco; el paso que voy á dar es decisivo; ¿le conocéis vos, don Francisco? ¿estáis seguro de que su galanteo con esa comedianta pasará en el momento en que le abra mi corazón? ¡decidme, por Dios, cuánto pierdo ó cuánto gano en mi sacrificio!
—Juan es un rey sin corona, doña Clara: para Juan sois sola; Juan es sólo para vos.
—Explicadme mejor...
—Quiero decir que Juan, tal como Dios ha querido que sea, necesita una mujer tal como vos. Que vos, tal como Dios os ha formado, necesitáis un hombre como Juan. Que, en fin, habéis nacido el uno para el otro. Por eso os habéis amado en el punto en que os habéis visto; por eso Dios ha querido que sea inevitable vuestro casamiento.
—Pero mi padre...
—Vuestro padre ¡vive Dios! se dará por muy contento con que os caséis de tal modo, y tales andan las cosas, que más servís para envidiada que para envidiosa.
—¡Ah, os creo! ¡os creo, porque sois caballero y cristiano, y no me engañáis! os creo, y creyéndoos soy feliz. Tomad, don Francisco, tomad; esta carta es para vuestro amigo.
—Ya sabía yo que había de ser correo; pero no importa. Sólo siento una cosa.
—¡Qué!
—Que acaso no podréis ver á mi amigo tan pronto como quisiérais.
—¿Y por qué?
—Acaso no podáis verle hasta después de la media noche.
—En ese caso se dará orden para que le abran el postigo de los Infantes á cualquier hora que llegue.
—La señal.
—El capitán Juan Montiño.
—¡El capitán!
—Tengo para él una provisión de capitán de la guardia española.
—¡Ah! ¡pues me pesa! ¡se necesita para que os caséis con él, de la licencia del rey!
—No paséis pena por eso.
—El rey os ama.
—El rey está ya bien curado.
—¿Y... cuándo pensáis casaros con mi amigo?
—Si él consiente... pronto... muy pronto.
—¿Será cosa de prepararlo para que no le haga mal el susto?
—¡Oh! no, no tanto. Y os agradecería que me hiciéseis un favor.
—¿Cuál?
—¿Me dais vuestra palabra de que me lo concederéis?
—Dóiosla y ciento, mil.
—No digáis una sola palabra de lo que hemos hablado de él á vuestro amigo.
—Otorgo.
—Y quisiera que...
—Sí; que vaya á cumplir mi oficio cuanto antes.
—No, no es eso; que viniérais con vuestro amigo.
—Vendré; y adiós, señora.
—Adiós.
Quevedo salió pensativo y cabizbajo murmurando:
—¡Pobre Dorotea! ¡ella también le ama con todo su corazón!
Apenas salió Quevedo cuando doña Clara se dirigió al cuarto de la reina y dijo á la condesa de Lemos:
—Hacedme la merced, señora, de decir á su majestad que quiero hablarla al momento.