CAPÍTULO XXXVI

DE CÓMO EL PADRE ALIAGA PUSO DE NUEVO SU CORAZÓN Y SU VIRTUD Á PRUEBA

Cuando el confesor del rey salió de la cámara de la reina, al verse en las galerías del alcázar medio alumbradas, y por consecuencia medio á obscuras, solo, sin otro testigo que Dios, la entereza del desgraciado se deshizo; vaciló, y se apoyó en una pared.

Y allí, anonadado, trémulo, lloró... lloró como un niño que se encuentra huérfano y desesperado en el mundo.

Y lloró en silencio, con ese amargo y desconsolado llanto de la resignación sin esperanza, muda la lengua y mudo el pensamiento, cadáver animado que en aquel punto sólo tenía vida para llorar.

Pero esto pasó; pasó rápidamente, y se rehizo, buscó fuerzas en el fondo de su flaqueza, y las encontró.

—Sigamos hacia nuestro calvario—dijo—, sigamos con valor; apuremos la copa que Dios nos ofrece, y dominemos este corazón rebelde... que obedezca á su deber ó muera: que Dios no pueda acusarnos de haber dejado de combatir un solo momento.

Se irguió, serenó su semblante, y se encaminó al lugar donde le esperaba el tío Manolillo.

El bufón le salió al encuentro.

—¿Ha venido?—dijo el padre Aliaga.

—He tenido que engañarla; ahora mismo la estoy engañando.

—¡Engañando!

—Sí, por cierto; la tengo escondida en mi chiribitil, en el agujero de lechuzas, que me sirve de habitación hace treinta años.

—¿Y por qué la engañáis?

—Si no fuera por sus celos, ella no hubiera venido; la he asegurado de que vería entrar á su amante en el aposento de doña Clara Soldevilla.

—¡Su amante! ¿y quién es su amante?

—El señor capitán don Juan Girón y Velasco.

—¡Ah, ese joven!—exclamó con un acento singular el religioso.

—Aquí hay una escalera—dijo el bufón—, y no hubiera querido traeros por estos polvorientos escondrijos, pero vos habéis deseado conocerla... asíos á las faldas de mi ropilla.

Empezaron á subir.

—¿Sabéis—dijo el bufón—que hay esta noche gente sospechosa en palacio?

—Lo sé, y la Inquisición vigila.

—¿Dónde creéis que estén esas gentes?

—En el patio.

—Algo más adentro; mucho me engaño, si por los altos corredores de mi vivienda no anda el sargento mayor don Juan de Guzmán...

—¡Ese miserable!

—Y si no le acompaña el galopín Cosme Aldaba. Hame parecido haberlos oído hablar en voz baja á lo último del corredor.

-¿Y qué pensáis de eso?

—Temo mucho malo.

—¿Contra quién?

—Contra la reina.

—¡Ah!

—No os asustéis, yo estoy alerta.

—Será preciso prender á esos miserables.

—Dejémoslos obrar, no sea que prendiéndolos perdamos el hilo. Por lo mismo, y porque no puedan veros y conoceros, y alarmarse, os traigo á obscuras; por la misma razón, ya que estamos cerca de lo alto de las escaleras, callemos.

Siguió á la advertencia del bufón un profundo silencio.

Sólo se oían sobre los peldaños de piedra los recatados pasos del religioso y del tío Manolillo.

En lo alto ya de las escaleras, atravesaron silenciosamente un trozo de corredor, y el bufón se detuvo y llamó quedito á una puerta.

Oyéronse dentro precipitados pasos de mujer, y se descorrió un cerrojo.

La puerta se abrió.

El padre Aliaga sólo pudo ver el bulto confuso de la persona que había abierto, porque el aposento estaba obscuro; pero oyó una anhelante y dulce voz de mujer que dijo:

—¿Ha venido ya?

—No, hija mía—dijo el bufón—, y según noticias mías, no vendrá esta noche. Pero, pasa, pasa al otro aposento, que no es justo que hagamos estar á obscuras á la grave persona que viene conmigo.

—¿Quién viene con vos, tío?

—El confesor de su majestad el rey.

—¡Ah! ¡El buen padre Aliaga!

—¿Me conocéis?—dijo fray Luis entrando en el mismo aposento en que en otra ocasión entró Quevedo con el tío Manolillo.

—Os conozco de oídas; delante de mí han hablado mucho de vos el duque de Lerma y don Rodrigo Calderón.

Al entrar en un espacio iluminado, el padre Aliaga miró con ansia á la comedianta; al verla, dió un grito.

—¡Ah!—exclamó—; ¡es ella! ¡Margarita!

—Os habéis engañado, señor—dijo la Dorotea—; yo no me llamo Margarita.

—Es verdad—dijo el padre Aliaga—; vos no os llamáis Margarita, pero ese mismo nombre tenía una infeliz á quien os parecéis como vos misma cuando os miráis al espejo. ¡Oh Dios mío, qué semejanza tan extraordinaria!

—Miren qué casualidad—dijo el bufón—, que tú, hija mía, hayas querido venir al alcázar, que el reverendo fray Luis de Aliaga haya querido venir á mi aposento, y que este santo varón encuentre en ti una absoluta semejanza con otra persona.

La Dorotea miraba fijamente al padre Aliaga.

—¡No me conocíais! ¡No me habéis visto antes de ahora!—dijo la Dorotea, que comprendía en la mirada del fraile, fija en ella, algo de espanto, mucho de anhelo y muchísimo de afecto.

El bufón se anticipó al padre Aliaga.

—No, hija mía, no; este respetable religioso no te conocía ni de nombre.

—Me estáis engañando—dijo de una manera sumamente seria la Dorotea.

—No, hija mía, no—dijo el padre Aliaga—; pero me extraña ver en el aposento del tío Manolillo, y á estas horas, una mujer tal como vos.

La Dorotea sacó su labio inferior en un gracioso mohín, que tanto expresaba fastidio como desdén, por la observación de fray Luis.

—¿Os une algún parentesco con esta joven, Manuel?

—Os diré, fray Luis: sí y no; soy su padre y no lo soy; no lo soy, porque ni siquiera he conocido á su madre, y lo soy, porque no tiene en la tierra quien haga para ella oficio de padre más que yo.

—¿Y vos habéis conocido á vuestros padres, hija mía?

—No, señor—dijo la Dorotea—; me he criado en el convento de las Descalzas Reales; recuerdo que, desde muy niña, iba todos los días á visitarme el tío Manolillo; yo lo creía mi padre; pero cuando estuve en estado de conocer mi desdicha, me dijo el tío Manolillo: «Yo no soy tu padre; te encontré pequeñuela y abandonada...»

—¡Y no te he mentido, vive Dios! En la calle te encontré—dijo el bufón.

—¡Válgame Dios!—dijo el padre Aliaga—; ¿pero en qué os ejercitáis, que baste á costear honradamente esas galas y esas joyas?

—¿Quién habla aquí de honra?—dijo la Dorotea, cuyo semblante se había nublado completamente—. ¿A qué este engaño? ¿A qué ha subido á este desván? Demasiado sabéis, padre, que soy comedianta, y menos que comedianta... una mujer perdida. Bien, no hablemos más de ello... Pero sepamos... sepamos á qué he venido yo aquí y á qué habéis venido vos.

—¡Oh, Dios mío!—exclamó el padre Aliaga, levantando las manos y el rostro al cielo, dejando caer instantáneamente el rostro sobre sus manos.

Pero esto duró un solo momento.

El religioso volvió á levantar su semblante pálido, melancólico y sereno.

—¡Vos me conocéis!...—exclamó la Dorotea—más que eso... Vos conocéis á mis padres... ó los habéis conocido... Mi madre se llamaba Margarita.

—Es verdad.

—¿Y dónde está mi madre?—preguntó juntando sus manos y con voz anhelante Dorotea.

—¡En el cielo!—contestó con voz ronca el bufón.

—¡Ah!—exclamó la Dorotea.

Y dejó caer la cabeza, y guardó por algunos segundos silencio.

Luego dijo con doble anhelo:

—¡Pero mi padre!...

—¡Tu padre!...—dijo el bufón—¿quién sabe lo que ha sido de tu padre?

—Sentáos, hija mía, sentáos y escuchadme—dijo el padre Aliaga.

Dorotea se sentó, y esperó en silencio y con ansiedad á que hablase el padre Aliaga, que se sentó á su vez en el sillón aquel que en otros tiempos había servido al padre Chaves para confesar á Felipe II.

—No os habéis equivocado, hija mía—dijo el confesor de Felipe III—; se os ha traído aquí con engaño... mi carácter de religioso me vedaba entrar en vuestra casa.

—El engaño, sin embargo, ha sido cruel. Sin él hubiera yo venido... pero ya está hecho; continuad, señor, continuad; os escucho.

—Os encontráis en unas circunstancias gravísimas. Lo que voy á deciros, debéis olvidarlo; debéis olvidar que os habla el inquisidor general.

—¡Dios mío!—exclamó la joven poniéndose de pie, pálida y aterrada.

—Nada temáis; el inquisidor general, tratándose de vos, y por ahora, ni ve, ni oye, ni siente; más claro: en estos momentos no soy para vos más que el hermano adoptivo de vuestra madre.

—¡Dios mío!—repitió Dorotea juntando las manos.

—Yo amé mucho á vuestra madre... no he podido olvidarla aún... la robó un infame de la casa de sus padres... yo fuí el último de la familia que escuchó su voz... Después... no la he vuelto á ver... pero la estoy viendo en vos... en vos, que sois su semejanza perfecta.

—Creo que me parezco tanto á mi madre en la figura como en la suerte.

—De vuestra suerte nos importa hablar. Estáis acusada á la Inquisición.

—¡Acusada á la Inquisición!—exclamó el tío Manolillo poniéndose delante de la joven como para defenderla—; ¡acusada á la Inquisición! ¿y por qué?

El padre Aliaga no quiso comprometer á doña Clara Soldevilla, arrojar sobre su cabeza el odio del bufón, y contestó:

—Por las inteligencias con un hombre, en el cual, según me he informado, está puesto y siempre vigilante el ojo del Santo Oficio: con un tal Gabriel Cornejo...

—¡Con ese miserable!—exclamó el bufón—; ¿tienes tú conocimiento con ese miserable, Dorotea?

—Sí—contestó la joven—; le he buscado... porque creía amar á un hombre... desconfiaba de él... necesitaba un bebedizo... pero yo soy cristiana, señor, yo creo en Dios, yo le adoro—exclamó llorando la Dorotea.

—Os he asegurado que nada tenéis que temer—dijo el padre Aliaga—; pero es necesario que cambiéis de vida; que dejéis el teatro, y no sólo el teatro, sino el mundo.

—El teatro, sí—dijo la Dorotea—; sin que vos me lo aconsejárais estaba resuelta á ello... pero el mundo... el mundo no; en el mundo... fuera del claustro está mi felicidad; está él, y él me ama...

—Ese caballero no puede ser vuestro esposo; ese caballero no puede amaros.

—¡Ah! ¡le conocéis...! ¡os ha enviado él...! ¡ama á la otra...! ¡ama á doña Clara...! ¡y se casará con ella...! ¡oh! ¡no! ¡no se casará! ¡será necesario para ello que me haga pedazos la Inquisición!

—¡Oh, Dios mío!—exclamó á su vez el padre Aliaga.

—¿Pero qué te ha dado ese hombre?—exclamó con irritación el tío Manolillo—; ¿qué te ha dado que te ha vuelto loca?

—Me ha dado la vida y el alma, porque yo no sabía lo que era vivir, lo que era tener alma, lo que era amar, hasta que le he visto, hasta que le he oído.

—¡Y con esa vehemencia tuya le habrás hecho tu amante!—dijo el bufón.

—No... no... y mil veces no; para él no soy una mujer perdida.

—¿Pero qué felicidad podéis encontrar, hija mía, en unos amores ilícitos?—dijo el padre Aliaga—; ¿por qué ligar á vos á un joven noble y digno...? ¿por qué dar ocasión á que mañana se avergüence...?

—Me estáis desgarrando el corazón—exclamó con una angustia infinita la Dorotea—; me estáis repitiendo lo que me dice mi conciencia.

El rostro del bufón, mientras dijo la joven estas palabras, se había ido poniendo sucesivamente y con suma rapidez, pálido, verde, lívido.

—Es verdad—dijo con la voz opaca y convulsiva—; decid á una pobre niña abandonada de todo el mundo: sé fuerte, renuncia al amor, que es tu vida, porque la desgracia te ha hecho indigna del amor de un hombre honrado; ensordece, cuando puedas escuchar palabras de consuelo; ciega, cuando el sol de la felicidad nace para ti; muere, cuando empiezas á vivir; no, Dorotea, no; tú vivirás; porque Dios quiere que vivas; tú amas á ese hombre; ese hombre será para ti... ó para nadie... y cuenta con que el Santo Oficio se ponga frente á frente del bufón.

—¡Manuel! ¡estáis loco!—exclamó el padre Aliaga.

—No, no estoy loco; pero todos los que tienen algún poder abusan de él; no en balde he pasado cincuenta años en este alcázar; nací en un desván de él, y el alcázar me conoce y me confía sus secretos; yo soy también poderoso, yo puedo decir al rey... sí... sí por cierto... yo puedo decirle: hay un hombre... un señor grave... que parece un santo... y oye, Felipe: ese hombre tiene el corazón como yo... y como el otro... y como el de más allá... es un embustero con máscara... es una virtud de comedia... es mentira... ese hombre ama á tu Margarita... observa, observa á ese hombre cuando esté delante de tu esposa... ese hombre no vela por la reina por lealtad, ni por virtud... sino por amor... por un amor dos veces adúltero, por un amor sacrílego.

—¡Ese hombre que dice el tío Manolillo, sois vos!—dijo la Dorotea, pálida, sombría, señalando con un dedo inflexible la frente del religioso.

—Yo... ¡Dios mío! ¡yo, que amo á su majestad!

—Y si ocultáis vuestro amor, si le devoráis... porque al fin ella es una mujer casada, y vos sois un fraile; si tenéis la virtud de sufrir en silencio vuestro infierno; si sabéis cuánto ofendéis á Dios, porque os está prohibido amar á otro que á Dios y amáis á vuestra reina... si sabéis que puede llegar un día en que blasfeméis, y en que la blasfemia os condene... ¿por qué queréis que una mujer libre engañe á Dios y se encierre en un claustro, y dentro de él sufra un infierno de amor, y blasfeme, y se condene también? Yo... puedo servirle, amarle con toda mi alma sin ofender al mundo, porque no soy casada; sin ofender á Dios, porque no soy esposa de Dios. Y haced de mí lo que queráis: prendedme, matadme, llevadme á la hoguera... Dios sabe que no le he ofendido, que le adoro, que creo en Él. Dios dará su gloria á quien ha sufrido tres veces el martirio.

—La Inquisición no te tocará, no te acusará á ti. ¿No es verdad, padre, que la Inquisición no se atreverá á ella?

Las últimas palabras del tío Manolillo eran un rugido amenazador.

—¡Dejadme!—exclamó el padre Aliaga—¡dejadme, y que Dios tenga piedad de los tres!

Y salió desalentado.

—Esperad, voy á alumbraros y á guiaros, fray Luis; ¡bah! eso pasará, nos entenderemos y seremos los más grandes amigos del mundo. ¡Ah, ah! tú te quedas aquí, hija mía. No llores, que no hay para qué. Vamos, padre Aliaga.

El bufón salió y cerró la puerta exterior.

Después de cerrarla se detuvo.

—Juraría—dijo—que al llegar á la puerta por la parte de adentro, he sentido pasos silenciosos, pero precipitados, que se alejaban. No importa, yo volveré y veremos lo que esto significa. Dadme la mano para que os guíe, fray Luis.

El padre Aliaga dió á tientas la mano al bufón.

—Estáis muriendo, padre; vuestra mano está fría como la de un muerto—dijo el bufón al sentir el contacto de aquella mano.

El padre Aliaga no contestó.

El bufón le llevó por donde le había traído.

Al llegar á la galería de los Infantes, le soltó.

—Desde aquí—dijo—sabéis salir del alcázar. Pero una palabra antes de que nos separemos: tened compasión de ella, tened compasión de vos mismo, tenedla, por Dios, de mí.

El padre Aliaga se alejó en silencio y con la cabeza baja.

—Acaso he sido imprudente—dijo el bufón estremeciéndose—, acaso he sido injusto; ¡Dios mío! cuando se trata de ella me vuelvo loco.

El tío Manolillo volvió á tomar en silencio el camino de su mechinal.

Antes de llegar á su puerta se detuvo.

—Es necesario que yo vea—dijo—qué gentes andan por aquí esta noche.

Y abrió la puerta, entró, encendió una lámpara y salió á los corredores sin hablar con Dorotea, que estaba replegada y llorando en un rincón.

El tío Manolillo recorrió y examinó minuciosamente la parte alta de aquel departamento.

A nadie encontró por más que registró todos los escondrijos.

—Vamos—dijo—, sería el viento.

Y siguió adelante hacia su vivienda.

Al pasar por delante de la puerta del cuarto del cocinero mayor, se detuvo; había oído la voz de Francisco Martínez Montiño, que decía:

—Aseguradle bien, que pesa mucho, hijos, y tapadle de modo que no se conozca que es un cofre; vosotros dos no os separéis de mí; las manos en las espadas, y que se conozca, si llega el caso, que sois un par de buenos mozos de la guardia española.

—Descuide vuesa merced, señor Francisco—dijo una voz franca y ligera—, que aunque vengan muchos y buenos, vive Dios que no nos han de robar.

A seguida el bufón oyó el ruido de una llave en la cerradura, y apagó la luz y se retiró precipitadamente al hueco de una puerta inmediata y se embebió en él cuanto pudo y escuchó con profunda atención.

Se abrió la puerta y salió el cocinero; tras él, dos hombres que conducían, puesto sobre dos palos, un bulto al parecer pesado, y luego dos soldados de la guardia española, á juzgar por sus armas y por sus coletos rojos.

El cocinero mayor volvió á cerrar la puerta.

Él y los cuatro hombres se alejaron.

Iba á seguirlos el bufón, cuando sintió pasos tras sí á muy poca distancia.

Embebióse más en la puerta, y desenvainó su puñal.

—Cosme, hijo, síguelos—dijo una voz muy conocida del tío Manolillo—; yo me quedo aquí; abajo en la plaza están los otros; quitadle lo que lleve, y que no se diga que os ponen miedo esos fanfarrones de los coletos encarnados.

Alejáronse los pasos, y se perdió la voz á lo largo de los estrechos corredores.

—¡El sargento mayor don Juan de Guzmán!—dijo el tío Manolillo—. Van por la crujía larga; rodeando yo por la derecha, les gano la delantera; para algo estaban aquí estos bribones; no me había yo engañado; pues bien: veamos qué es esto... pero ¿y Dorotea?... no importa... yo volveré.

Y luego se oyeron los rápidos pasos del bufón.

Si hubiera seguido tras el sargento mayor, se hubiera visto obligado á pasar por la puerta de su aposento.

Y entonces hubiera tropezado con un bulto que estaba colocado delante de él.

Aquel bulto era el sargento mayor.

Escuchaba.

—Está sola y llora—dijo—; ¿dónde estará el bufón?

Y volvió á escuchar.

—Tengo conmigo una llave maestra: puedo abrir; cierto es también que el tío Manolillo puede volver; no sé por qué me causa miedo ese hombre; pero bien, necesariamente ha de hacer ruido en la cerradura... y puedo muy bien escapar por la ventana, ganarle tiempo y perderme. Me importaba ver á Luisa; pero después de lo que he oído, me interesa más verla á ella. Ea, adelante.

Sonó un hierro en la cerradura, que resistió un momento; luego se sintió correrse el fiador.

La puerta se abrió.

Cerróla de nuevo el sargento mayor, y entró en el aposento donde se encontraba Dorotea.

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