El 18 de Septiembre de 1877, en el congreso de naturalistas de Munich, Ernesto Haeckel, el famoso embriólogo de Jena, pronunció un elocuente discurso en defensa y como propaganda del darwinismo, que atravesaba entonces por su época más aguda y tempestuosa de polémica y de lucha.
Pocos días después, Virchow, el gran patólogo —que aunque milite ya en el partido parlamentario «progresista» es bastante misoneísta, tanto en la política como en la ciencia— combatía enérgicamente la teoría darwiniana de la evolución orgánica, contra la cual, con agudísima previsión, lanzaba el grito de alarma y el anatema político, diciendo que «el darwinismo conduce directamente al socialismo».
Protestaron de seguida los darwinistas capitaneados por Oscar Schmidt y por Haeckel; y para {4} que a tanta oposición de índole religiosa, filosófica y biológica levantada entonces contra el darwinismo, no se agregara también esta grave preocupación política, sostuvieron que, por el contrario, la teoría darwiniana estaba en abierta y absoluta contradicción con el socialismo.
«Si los socialistas fuesen pillos (escribía el profesor Oscar Schmidt en el Ausland de 27 de Noviembre de 1877), harían todo lo posible por sofocar en el silencio la teoría de la sucesión, porque esa doctrina proclama altamente que las ideas socialistas son inaplicables».
«En efecto, agregaba Hseckel, no hay doctrina científica que declare más abiertamente que la teoría darwiniana, que la igualdad de los individuos a que tiende el socialismo es un imposible, y que esa quimérica igualdad está en contradicción absoluta con la necesaria desigualdad de hecho que en todas partes existe entre los individuos.
»El socialismo pide para todos los ciudadanos derechos iguales, iguales deberes, bienes iguales e iguales goces; la teoría de la herencia establece, por el contrario, que la realización de estas aspiraciones es pura y simplemente imposible; que, en las sociedades humanas como en las animales, ni los derechos, ni los deberes, ni la propiedad, {5} ni los goces de todos los individuos asociados, son ni podrán nunca ser iguales.
»La gran ley diferencial enseña que, tanto en la teoría general de la evolución, cuanto en su parte biológica o teoría de la herencia, la variedad de los fenómenos surge de una unidad originaria, la diferencia de las funciones de una identidad primitiva, la complejidad del organismo de una sencillez primordial. Las condiciones de existencia son, desde el ingreso a la vida, desiguales para todos los individuos. Agréganse las cualidades hereditarias, las disposiciones innatas más o menos desemejantes, ¿cómo, pues, podrían ser iguales en todas partes, nuestras tareas en la vida y sus resultados consiguientes?
»Cuanto más desarrollada está la vida social, más importancia adquiere el gran principio de la división del trabajo, y la existencia duradera del estado exige más que sus miembros se dividan los deberes tan varios de la vida; y puesto que el trabajo que debe ser realizado por los individuos, así como el consumo de fuerza, de ingenio, de medios, etc., que demanda, difieren en el más alto grado, es natural, también, que la recompensa de ese trabajo sea proporcionalmente desigual.
»Estos son hechos tan sencillos y evidentes, {6} que todo hombre político, inteligente y culto, debería, según me parece, preconizar la teoría de la herencia y la doctrina general de la evolución, como el mejor contraveneno para las absurdas utopías igualitarias de los socialistas.
»¡Y es el darwinismo o teoría de la selección, lo que en su denuncia ha tomado Virchow como blanco, más que el transformismo o teoría de la herencia, siempre confundida con aquélla! El darwinismo es todo menos socialista.
»Si se quiere atribuir tendencias políticas a esta doctrina inglesa —lo que es lícito— esas tendencias no podrían ser sino aristocráticas, nunca democráticas, y menos socialistas.
»La teoría de la selección enseña que en la vida de la humanidad, como en la de las plantas y de los animales, siempre y en todas partes sólo una débil minoría arriba a vivir y a desarrollarse; la inmensa mayoría, por el contrario, sufre y sucumbe más o menos prematuramente. Innumerables son los gérmenes de todas las especies vegetales o animales, y los individuos jóvenes que no florecen; pero el número de los que tienen la suerte de desarrollarse hasta su completa madurez, y alcanzan al final de su existencia, es hasta cierto punto insignificante.
»La cruel y despiadada «lucha por la vida», {7} feroz en toda la naturaleza animada, y que tiene naturalmente que serlo, esa eterna e inexorable competencia de todo cuanto vive, es un hecho innegable. Sólo el número escaso de los electos, de los más fuertes y de los más aptos, está en condiciones de sostener victoriosamente esa competencia; la gran mayoría de los competidores desgraciados debe perecer necesariamente.
»Que se deplore esa fatalidad trágica, está bien; pero no se puede ni negarla ni variarla. ¡Todos son los llamados; pocos son los elegidos!
»La selección, la elección de estos elegidos está necesariamente ligada a la derrota o a la pérdida del gran número de seres que son sobrevividos. Por eso, otro hombre de ciencia inglés ha llamado al principio fundamental del darwinismo "la supervivencia de los más aptos, la victoria de los mejores".
»En todo caso, pues, el principio de la selección no es, en manera alguna, democrático; es más bien fundamentalmente aristocrático. Si entonces el darwinismo llevado a sus últimas consecuencias tiene, —según Virchow—, "un lado extremadamente peligroso" para el hombre político, consiste esto, sin duda, en que favorece las aspiraciones aristocráticas.»
{8} He copiado in extenso esta argumentación de Haeckel, porque es precisamente —con diverso tono y con expresiones más o menos precisas y elocuentes— la que repiten aquellos adversarios del socialismo que gustan de asumir actitudes científicas y se sirven —para comodidad en la polémica— de las frases hechas que, hasta en la ciencia misma, tienen más curso de lo que parece.
Sin embargo, es fácil demostrar cómo, en este debate, la mirada de Virchow ha sido más segura y más límpida, desde que la historia de los últimos veinte años ha venido a darle plenamente la razón.
Ha sucedido, en efecto, que el darwinismo y el socialismo han progresado juntos con una maravillosa fuerza de expansión, conquistando el uno para su doctrina fundamental la unanimidad de los naturalistas, y continuando el otro en su difusión —tanto en sus aspiraciones generales como en su disciplina política— por todos los poros de la conciencia social, como inundación torrencial de territorios enteros determinada por el aumento diario del malestar material y moral, o como infiltración lenta, capilar, irrevocable en los cerebros más despreocupados y menos serviles del interés personal de la ortodoxa ruindad.
{9} Ahora bien, así como las teorías políticas o científicas son fenómenos naturales como cualesquiera otros y no el adorno caprichoso y efímero del albedrío individual de quien las inicia y las propaga, así también es evidente que si ambas corrientes del pensamiento moderno han podido, juntas, vencer las primeras y más fuertes oposiciones del misoneísmo científico y político, y si juntas aumentan día a día la falange de sus conscientes partidarios, esto significa por sí solo —casi diré por una ley de simbiosis intelectual— que no son ni inconciliables ni contradictorias entre sí.
Pero, por otra parte, los tres argumentos principales a que, en substancia, se reduce el raciocinio antisocialista de Haeckel, no resisten ni a la crítica más elemental de las nociones científicas, ni a la observación más superficial de la vida ordinaria.
1º El socialismo tiende a una quimérica igualdad de todos y de todo, el darwinismo, por el contrario, no sólo comprueba, sino también explica las razones orgánicas de la natural desigualdad de los hombres en sus aptitudes, y por lo tanto, en sus necesidades.
2º En la vida de la humanidad, como en la de las plantas y de los animales, la inmensa mayoría {10} de los nacidos está destinada a sucumbir, porque sólo una pequeña minoría queda vencedora en la «lucha por la vida». El socialismo, por el contrario, pretende que todos deben vencer en esa lucha y nadie debe sucumbir en ella.
3º La lucha por la vida asegura «la supervivencia de los mejores y de los más aptos» y sigue más bien un procedimiento aristocrático de selección individualista, que la democrática nivelación colectivista del socialismo.