vii. la «lucha por la vida» y la «lucha de clase»

El darwinismo ha demostrado que todo el mecanismo de la evolución animal, consiste en la lucha por la vida entre individuo e individuo de una misma especie, por una parte, y entre especie y especie en el mundo entero de los vivientes por otra.

Así, todo el mecanismo de la evolución social fue reducido por el socialismo marxista a la ley de la lucha de clase, concentrando en ella no sólo {65} la atención como secreto motor y única explicación positiva de la historia humana, sino también el ideal y la rígida norma disciplinaria del socialismo político, substrayéndolo así a todas las incertidumbres elásticas, vaporosas e inconcluyentes del socialismo sentimental.

La historia de la vida animal no ha encontrado su explicación positiva sino en la gran ley darwiniana de la lucha por la vida —por la que solamente se pueden determinar las causas naturales del nacimiento, el desarrollo y la extinción de las especies vegetales y animales, desde las épocas paleontológicas hasta hoy—. Así, la historia de la vida humana no ha encontrado su explicación sino en la gran ley marxista de la lucha de clase, para la que los anales de la humanidad primitiva, bárbara y civilizada, dejan de ser un caprichoso y superficial kaleidoscopio de episodios individuales, para convertirse en un drama determinado, grandioso y fatal —consciente o inconscientemente, tanto en los detalles nimios cuanto en las catástrofes gigantescas— por el motor fatal de las condiciones económicas que son la base física y por consiguiente imprescindible de la vida y de la lucha de clase por la conquista y conservación de la fuerza económica de que, necesariamente, dependen {66} todas las demás (la fuerza político-jurídico-social).

De este grandioso concepto, que constituye la gloria imperecedera de Carlos Marx —y le señalan en la sociología el puesto que Darwin tiene en la biología y Spencer en la filosofía natural— tendré ocasión de hablar más adelante, al delinear las relaciones que existen entre la sociología y el socialismo.

Por ahora me basta con señalar otra concordancia entre darwinismo y socialismo, consistente en que mientras la expresión lucha de clase puede causar una primera impresión de antipatía (que hasta yo confieso haber tenido cuando no había comprendido aún el espíritu científico de las teorías marxistas) encierra, entretanto, en su verdadero significado, la ley primera de la historia humana, y puede por consiguiente ser, ella sola la norma segura para el advenimiento de la nueva fase de evolución humana que el socialismo prevé y apresura.

Lucha de clase quiere decir que la sociedad humana, como cualquiera otro organismo viviente, no es un todo homogéneo, la suma indistinta de un número más o menos grande de individuos, sino por el contrario un organismo viviente, resultante de la agregación de partes {67} diversas y cada vez más diversas, cuanto más alto es el grado de la evolución social.

Así como un protozoo está casi solamente compuesto de gelatina albuminosa, mientras un mamífero está formado por tejidos diversísimos entre sí; así una tribu acéfala de los salvajes más primitivos está solamente compuesta de pocas familias que viven más bien en agregación de pura vecindad material, mientras que una sociedad privilegiada del mundo histórico o contemporáneo se compone de clases diversas entre sí, sea por la constitución fisio-psíquica de los mismos componentes, sea por lo complejo de las costumbres y de las tendencias de su existencia personal, familiar y social.

Estas clases diversas pueden ser rígidamente catalogadas como en la antigua India desde el bramino al sudra, y también en la Europa de la Edad Media, desde el emperador o el pontífice al feudatario, al vasallo, al artesano; de tal modo que no sea admitido entre una y otra clase el cambio de los individuos que por sólo el azar del nacimiento le pertenecen; o que pueden perder la etiqueta legal, como sucede en Europa y América después de la Revolución Francesa, y admitir por lo tanto, como rara excepción, el cambio y el pase de los individuos de una a otra —como las {68} moléculas químicas en los fenómenos de exósmosis y de endósmosis, o según la expresión de Dumont, por un fenómeno de «capilaridad social»—. Pero siempre, de todos modos, esas varias clases existen como realidad innegable y rebelde a toda nivelación de superficie jurídica, por cuanto persiste la razón fundamental de su variedad.

Carlos Marx es quien, más lúcidamente que cualquier otro, ha indicado, comprobado y confirmado esta razón en el crisol de la observación sociológica, por la diversidad de las condiciones económicas.

Variarán los nombres, las apariencias, los fenómenos de repercusión en cada fase de evolución social, pero siempre el fondo trágico de la vida humana estará en el contraste que existe entre quien tiene el monopolio de los medios de producción —y son los menos— y quien, por el contrario, está desposeído de ellos —y son los más—.

Guerreros y pastores, en la sociedad primitiva, apenas realizada la apropiación, primero familiar y luego individual, de la tierra bajo el colectivismo inicial; patricios y plebeyos; feudales y vasallos; nobles y pecheros; burgueses y proletarios . . . todas estas son indicaciones diversas de un hecho idéntico: el monopolio de la riqueza de un lado, el trabajo productor del otro.

{69} Ahora bien, la gran importancia de la ley marxista —lucha de clase— consiste precisamente en indicar con evidente precisión en qué está verdaderamente el punto vital de la cuestión social, y por qué método se puede arribar a resolverla.

Mientras la base económica de la vida política, jurídica y moral no se asentó con evidencia positiva, las aspiraciones de los más hacia un mejoramiento social vagaron inciertas entre la reclamación y la conquista parcial de algún instrumento accesorio, como libertad de culto, sufragio político, instrucción pública, etc., etc. Y no se niega que tales conquistas hayan sido de grande utilidad.

Pero el sancta sanctorum permanecía impenetrable siempre a los ojos de la multitud, y el poder económico, al persistir como el privilegio de los menos, hacía que cualquier conquista o concesión quedara edificada en el aire, sin raíces, arrancada del cimiento sólido y fecundo, único que puede dar vida y fuerza perennes.

Ahora que el socialismo —aun antes que Marx, pero no con tanta precisión científica— ha señalado en la apropiación individual, en la propiedad privada, de la tierra y de los medios de producción, el punto vital de la cuestión: ahora el {70} problema está planteado, preciso, claro, inexorable en la conciencia de la humanidad contemporánea.

¿Cuál es el método de abolir este monopolio del poder económico y su consiguiente serie de dolores, de males, de odios y de iniquidad?

Aquí está el método de la lucha de clase que partiendo del dato positivo de que toda clase tiende a conservar y acrecentar las ventajas y privilegios conquistados, enseña a la clase privada del poder económico, que para llegar a obtenerlo, la lucha (y de las modalidades de esta lucha nos ocuparemos en seguida) debe ser de clase a clase, no de persona a persona.

Odiar, ultrajar, suprimir a este o aquel individuo que pertenece a la clase dominante, no hace adelantar un segundo la solución del problema, y antes bien la retarda por la reacción del sentimiento común contra la violencia personal, desde que ofende el principio de respeto a la persona humana que el socialismo proclama bien alto para todos y contra todos. Y no coopera a la solución del problema, porque la anormal condición presente (que se ha hecho más aguda), miseria de muchos y satisfacción de pocos, no es efecto de la mala voluntad de este o aquel individuo.

{71} Hasta por ese lado, en efecto, el socialismo está en pleno y completo acuerdo con la ciencia positiva que niega el libre albedrío en el hombre y estudia la actividad humana, individual y colectiva, como el efecto necesariamente determinado por las condiciones de raza y de ambiente.

El delito, el suicidio, la locura, la miseria, no son el fruto del libre albedrío, de la culpa individual, como predica el espiritualismo metafísico; ni es fruto del libre albedrío ni culpa individual del capitalista, si el obrero está mal retribuido, sin trabajo, en la miseria.

Todo fenómeno social es la resultante necesaria de las condiciones históricas y del ambiente; y en el mundo moderno, la facilidad y la frecuencia de las relaciones por todas partes de la tierra, ha hecho más estrecha la dependencia de cada hecho —económico, político, jurídico, moral, artístico o científico— de las condiciones más lejanas y más indirectas de la vida universal.

Dada la organización actual de la propiedad privada, sin limitación de herencia familiar y de acumulación personal; dada la continua y cada vez más completa aplicación de los descubrimientos científicos al trabajo humano de transformación de la materia; dado el telégrafo y el vapor; dado el torrente cada vez más {72} desbordante de las migraciones humanas, es inevitable que la existencia de una familia de labradores, de operarios, o de pequeños comerciantes, etc., ligada a los hilos invisibles pero inexorables de la vida del mundo, por los que la cosecha del algodón, del café o del trigo en los países más lejanos, repercute por todas partes del mundo civil, así como el aumento o la diminución de las manchas solares es un coeficiente de las periódicas crisis agrícolas, e influye directamente sobre el destino de millones de hombres.

En este grandioso concepto científico de la «unidad de las fuerzas físicas», según la expresión del padre Secchi, o de la solidaridad universal ¿cómo puede admitirse aún el concepto mezquino e infantil del libre albedrío y del individuo como causa de los fenómenos humanos?

Si un socialista tuviese la idea —aun con miras de beneficencia— de fundar un taller industrial para dar trabajo a los desocupados, y produjese un artículo abandonado por la moda o por la necesidad del consumo general, se vería evidentemente obligado a quebrar, a pesar de sus intenciones filantrópicas, por el decreto mudo pero inevitable de las leyes económicas.

O si un socialista quisiese dar a los obreros de su establecimiento un salario doble o triple {73} que el corriente, tendría sin duda alguna la misma suerte, por la misma inexorable aplicación de las leyes económicas, porque tendría que vender sus mercaderías con pérdida, o que guardarlas en sus almacenes, sin venderlas mientras su precio —en igualdad de clase— fuese superior al del mercado.

Se vería reducido a la quiebra, y el mundo no le daría otro consuelo que llamarlo un buen hombre, palabra que en la actual fase de «moralidad mercantil» tiene doble sentido.

Aparte, pues, de las relaciones personales más o menos cordiales entre capitalista y obrero, su respectiva condición económica está fatalmente determinada por la ley del supertrabajo con la que Marx explica irrefutablemente cómo el capitalista puede acumular riquezas sin trabajar, sólo porque el obrero produce en cada jornada de trabajo un equivalente de riqueza superior al salario recibido, demasía de producto que naturalmente va a beneficio gratuito del capitalista, aun cuando se le quisiese deducir el salario de un trabajo suyo intelectual de dirección técnica y administrativa.

La tierra abandonada al sol y a la lluvia, no produce por sí sola ni trigo ni vino. Los minerales no salen por sí solos de las entrañas de la tierra.

{74} La producción de la riqueza no se efectúa sino por una transformación de la materia trabajada por la labor humana. Y sólo porque el campesino cultiva la tierra, el minero extrae los minerales, el obrero mueve las máquinas, el químico hace experimentos en su gabinete, el ingeniero inventa etc., etc., es que el propietario o el capitalista, sin haber hecho nada para heredar su patrimonio, y sin fatiga alguna si permanece ausente de su propiedad, puede tener cada año asegurado un producto que otros producen para él a cambio de pan escaso y miserable vivienda, envenenados las más de las veces por los miasmas de los arrozales o de los pantanos, por el gas de las minas o de los talleres, sin lograr nunca una existencia digna de criaturas humanas.

Y hasta en el régimen de la perfecta medianería —que se muestra como una fórmula de socialismo práctico— queda siempre que preguntar por qué milagro el propietario, que no trabaja, ve llegar a su casa el trigo, el aceite y el vino en cantidad suficiente para vivir con comodidad, mientras que el medianero da cada día su trabajo para arrancar a la Madre Tierra el alimento para sí y para los otros.

Lo que hay de menos doloroso en la {75} medianería es la seguridad tranquila de llegar a fin de año sin los espasmos de la desocupación a que están condenados los trabajadores adventicios de la campaña y de la ciudad. Pero, en substancia, el problema queda sin alteración y siempre hay uno que vive bien sin trabajar, porque diez viven mal, trabajando.

Tal es el engranaje de la propiedad privada y tales sus efectos, fuera y contra la misma voluntad de los individuos.

Así, resulta vana y estéril toda tentativa contra este o aquel individuo: lo que hay que cambiar es la orientación de la sociedad, lo que hay que abolir es la propiedad individual, no con la repartición, como vulgarmente se dice, y que sería forma más aguda y más mezquina de propiedad privada, mientras que un año después, persistiendo esa orientación individualista, se volvería al statu quo, sólo en beneficio de los más pillos y de los menos escrupulosos.

Pero la abolición de la propiedad privada o individual, sustituyéndola la propiedad colectiva y social de la tierra y de los medios de producción; sustitución que, por otra parte, mientras no puede hacerse por decreto, de hoy a mañana, como algunos nos acusan de querer, se va realizando de día en día, de hora en hora en forma directa y en forma indirecta.

{76} En forma directa: porque la civilización señala una continua sustitución de propiedades y funciones sociales, a las que antes eran propiedades y funciones individuales. Los caminos, los correos, los ferrocarriles, los museos, la iluminación urbana, la instrucción, etc., etc., que hasta hace pocas decenas de años eran propiedades o funciones privadas, se han hecho propiedades o funciones sociales; y sería absurdo pensar que este procedimiento directo de socialización deba detenerse justamente ahora, en vez de acelerarse progresivamente, como se va acelerando todo en la vida moderna.

En forma indirecta: como último efecto del individualismo económico que tomó el nombre de burgués, de los bravos lugareños que en la Edad Media vivían en los burgos sometidos al castillo feudal y a la iglesia parroquial —símbolos de la clase entonces dominante— y que preparados por un trabajo fecundo y consciente y por las condiciones históricas que cambiaron la orientación económica del mundo (como el descubrimiento de América) hicieron su revolución al final del siglo XVIII, conquistando con ella el poder, y escribiendo páginas de oro en la historia del mundo civil con las epopeyas nacionales y con los milagros de la ciencia aplicada a la industria . . . {77} pero que describen ahora la parábola descendente y presentan síntomas evidentes de una disolución sin la cual, por otra parte, no sería posible la inauguración de una nueva fase social.

El individualismo económico, llevado a sus últimas consecuencias, determina necesariamente la centralización progresiva de la propiedad en un número cada vez más restringido de personas. El «millonario» es palabra nueva, propia del siglo XIX, y expresa en proporciones más evidentes este fenómeno que George reducía a la ley histórica del individualismo económico, por la cual los ricos se hacen cada vez más ricos, y los pobres más pobres.

Ahora, es evidente que cuanto más restringido es el número de los detentadores de la tierra y de los medios de producción, tanto más fácil se hace su sustitución —con o sin indemnización personal— por parte de un solo propietario que es la sociedad y que no puede ser más que ella.

La tierra es la base física del organismo social. Es, por lo tanto, absurdo que pertenezca a pocos individuos y no a toda la colectividad social, como sería absurdo que perteneciese al monopolio de pocos propietarios, el aire que respiramos.

Y esta es la intención suprema del socialismo.

{78} Pero, es evidente que no se puede llegar a eso, tomando como punto de mira a este o aquel propietario, a este o aquel capitalista.

Ese es también un medio individualista de lucha, que está destinado a permanecer estéril o que por lo menos exige un desparramo inmenso de fuerzas para obtener escasos resultados parciales y provisionales.

Por eso es que cuando veo a los hombres políticos afanarse con protestas diarias o anecdóticas, en una lucha personalista —a la que, por otra parte, las asambleas y el público se acostumbran y amoldan por su misma monótona continuidad—, me parece ver a un higienista extravagante que quisiera hacer habitable un pantano, matando a tiros y uno por uno los mosquitos, en vez de proponerse como método y objetivo, el completo saneamiento de toda la zona miasmática . . .

¡Nada, pues, de luchas o violencias personales! Lucha de clase, en el sentido de dar a la inmensa clase de los trabajadores de cualquier arte o profesión, la conciencia de estas verdades fundamentales y por lo tanto de sus propios intereses de clase, contrapuestos a los intereses de la clase que retiene el poder económico, para llegar con la organización consciente a la conquista {79} de ese poder económico, por medio de los demás poderes públicos que la civilización actual ha asegurado a los pueblos libres.

Aunque pueda preverse que la clase dominante de todos los países, antes de ceder restringirá las libertades públicas que para ella eran inocuas cuando las usaban los trabajadores no constituidos en partido de clase, sino distraídos o hipnotizados en seguimiento de otros partidos políticos, tan radicales en las cuestiones accesorias cuanto profundamente conservadores en la cuestión fundamental de la organización económica y de la propiedad.

Lucha de clase, pues. Lucha de clase a clase.

Y lucha, se comprende, con los métodos de que hablaré en seguida, al ocuparme de los cuatro modos de transformación social: evolución, revolución, rebelión, violencia personal.

Pero, entretanto, lucha de clase en el sentido darwiniano, repitiéndose en la historia humana el drama grandioso de la lucha por la vida entre especie y especie, sin relajarse en el pugilato salvaje e insignificante de individuo a individuo.

Detengámonos en este punto, aunque el mismo argumento de las relaciones entre darwinismo y {80} socialismo podría ir más lejos, siempre en el sentido de eliminar toda pretendida contradicción entre una y otra corriente del pensamiento científico moderno, y de confirmar, por el contrario, el más íntimo, natural e indisoluble acuerdo.

Por eso, la aguda previsión de Virchow responde exactamente al paralelo histórico de Juan Jacoby.

«En el mismo año en que apareció el libro de Darwin (1859), de una dirección enteramente distinta hacia el mismo objetivo, dábase empuje a un importantísimo desarrollo de la ciencia social, por medio de un trabajo que permaneció mucho tiempo desconocido, trabajo que tiene por título Crítica de la economía política, por Carlos Marx, y que fue precursor de la obra El capital.

»Lo que el libro de Darwin sobre el Origen de las especies es para el génesis y la evolución de la naturaleza inconsciente llegando hasta el hombre, lo es la obra de Marx para el génesis y la evolución de la comunidad de los individuos humanos, de las naciones y de las formas sociales de la humanidad».

Y he ahí por qué la Alemania contemporánea, que ha sido el campo más fecundo para el desarrollo de las teorías darwinianas, lo es también {81} para la propaganda consciente, disciplinada, inconmovible, de las ideas socialistas.

Y he ahí por qué, justamente, en Berlín, en las vidrieras de las librerías de propaganda socialista, las obras de Carlos Darwin tienen su puesto de honor junto a las de Carlos Marx.

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