Capítulo XI

En 1920 nació el primer hijo de Roscoe Button. Sin embargo, durante las festividades que lo acompañaron, nadie pensó que fuera "la cosa" mencionar que el pequeño niño mugriento, aparentemente de unos diez años de edad, que jugaba en la casa con soldados de plomo y un circo en miniatura, era el propio abuelo del nuevo bebé.

A nadie le desagradaba el pequeño, cuyo rostro fresco y alegre estaba cruzado por un matiz de tristeza, pero para Roscoe Button su presencia era una fuente de tormento. En el lenguaje de su generación, Roscoe no consideraba el asunto "eficiente". Le parecía que su padre, al negarse a mirar a los sesenta, no se había comportado como un "hombre de verdad" -ésta era la expresión favorita de Roscoe- sino de una manera curiosa y perversa. De hecho, pensar en el asunto durante media hora le llevó al borde de la locura. Roscoe creía que los “hombres con nervios de acero" debían mantenerse jóvenes, pero llevarlo a cabo a tal escala era... era... ineficiente. Y ahí Roscoe descansó.

Cinco años después, el pequeño de Roscoe había crecido lo suficiente como para jugar a juegos infantiles con el pequeño Benjamin bajo la supervisión de la misma enfermera. Roscoe los llevó a los dos al jardín de infancia el mismo día, y Benjamin descubrió que jugar con pequeñas tiras de papel de colores, haciendo alfombras y cadenas y curiosos y hermosos diseños, era el juego más fascinante del mundo. Una vez se portó mal y tuvo que quedarse en un rincón -entonces lloró-, pero la mayor parte de las horas fueron felices en la alegre habitación, con la luz del sol entrando por las ventanas y la amable mano de la señorita Bailey posándose de vez en cuando en su despeinado cabello.

El hijo de Roscoe pasó a primer grado después de un año, pero Benjamin se quedó en el jardín de infancia. Estaba muy contento. A veces, cuando los otros niños hablaban de lo que harían cuando fueran mayores, una sombra cruzaba su carita, como si, de una manera tenue e infantil, se diera cuenta de que esas eran cosas que él nunca compartiría.

Los días transcurrían con un contenido monótono. Volvió un tercer año a la guardería, pero ahora era demasiado pequeño para entender para qué servían las brillantes tiras de papel. Lloraba porque los otros niños eran más grandes que él y le daban miedo. La maestra le hablaba, pero aunque él intentaba comprender, no podía entender nada.

Lo sacaron del jardín de infancia. Su enfermera, Nana, con su vestido de cuadros almidonados, se convirtió en el centro de su pequeño mundo. En los días luminosos paseaban por el parque; Nana señalaba un gran monstruo gris y decía "elefante", y Benjamín lo decía después de ella, y cuando se desvestía para ir a la cama esa noche se lo repetía una y otra vez en voz alta: "Elefante, elefante, elefante". A veces Nana le dejaba saltar en la cama, lo que era divertido, porque si se sentaba exactamente bien le hacía rebotar de nuevo sobre sus pies, y si decía "Ah" durante mucho tiempo mientras saltaba conseguía un efecto vocal roto muy agradable.

Le encantaba coger un gran bastón del sombrerero e ir por ahí golpeando sillas y mesas con él y diciendo: "Lucha, lucha, lucha". Cuando había gente, las ancianas le cacareaban, lo que le interesaba, y las jóvenes intentaban besarle, a lo que se sometía con leve aburrimiento. Y cuando el largo día terminaba, a las cinco, subía a la escalera con Nana y le daban de comer avena y agradables alimentos blandos con una cuchara.

No había recuerdos molestos en su sueño infantil; no le llegaba ninguna señal de sus valientes días en la universidad, de los años brillantes en los que alegró el corazón de muchas chicas. Sólo estaban las paredes blancas y seguras de su cuna y Nana y un hombre que venía a verlo a veces, y una gran bola naranja que Nana señalaba justo antes de su hora de acostarse y llamaba "sol". Cuando el sol se iba, sus ojos se adormecían; no había sueños, no había sueños que lo atormentaran.

El pasado, la salvaje carga a la cabeza de sus hombres en la colina de San Juan; los primeros años de su matrimonio, cuando trabajaba hasta el atardecer del verano en la ajetreada ciudad para la joven Hildegarde, a la que amaba; los días anteriores, cuando se sentaba a fumar hasta bien entrada la noche en la vieja y lúgubre casa de los Button en la calle Monroe con su abuelo, todo ello se había desvanecido como sueños insustanciales de su mente, como si nunca hubieran existido.

No lo recordaba. No recordaba con claridad si la leche estaba tibia o fría en su última toma o cómo habían pasado los días; sólo estaba su cuna y la presencia familiar de Nana. Y luego no recordaba nada. Cuando tenía hambre, lloraba; eso era todo. Durante los mediodías y las noches respiraba y sobre él había suaves murmullos y murmuraciones que apenas oía, y olores débilmente diferenciados, y luz y oscuridad.

Luego todo se oscureció, y su blanca cuna y las tenues caras que se movían sobre él, y el cálido y dulce aroma de la leche, se desvanecieron por completo de su mente.

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