El 15 de septiembre de 1840, a eso de las 6 de la mañana, el Ville de Montereau, a punto de zarpar, echaba grandes bocanadas de humo delante del muelle San Bernardo.
La gente llegaba sin aliento; barricas, cables, cestas de ropa dificultaban la circulación; los marineros no hacían caso a nadie; la gente se atropellaba; los paquetes eran izados entre los dos tambores, y el bullicio se ahogaba en el ruido del vapor, que, escapándose por entre las planchas metálicas, envolvía todo en una nube blanquecina, mientras que la campana, en la proa, tocaba sin cesar.
Por fin, el navío levó anclas; y las dos orillas, pobladas de tiendas, de construcciones y de fábricas, fueron desfilando como dos anchas cintas que se desenrollan.
Un joven de dieciocho años, de pelo largo, con una carpeta bajo el brazo, permanecía inmóvil al pie del timón. A través de la niebla, contemplaba campanarios, edificios cuyos nombres ignoraba; después, abarcó en una última mirada la isla Saint-Louis, la Cité, Notre Dâme, y pronto, al desaparecer París, lanzó un gran suspiro.
El señor Frédéric Moreau, recién terminado el bachillerato, regresaba a Nogent-sur-Seine, donde había de aburrirse durante dos meses, antes de ir a «estudiar Derecho». Su madre le había enviado al Havre, con el dinero contado, a ver a su tío, a quien ella esperaba que su hijo heredase; el joven había regresado justo la víspera; y se desquitaba de no poder pasar más tiempo en la capital, tomando el camino más largo para volver a su pueblo.
El jaleo se iba apagando; todos habían ocupado su sitio; algunos, de pie, se calentaban alrededor de la máquina, y la chimenea lanzaba con un estertor lento y rítmico su penacho de humo negro; sobre los cobres se deslizaban gotitas de rocío; el puente temblaba bajo una pequeña vibración interior, y las dos ruedas, girando rápidamente, batían el agua.
El río tenía playas de arena a ambas orillas. Se encontraban almadías de madera que comenzaban a ondular por el movimiento de las olas, o bien a un hombre pescando, sentado en una barca de remos; después las brumas errantes desaparecieron, salió el sol, la colina que se elevaba a lo largo de la orilla derecha del Sena fue bajando poco a poco y surgió otra, más cercana, en la margen opuesta.
Estaba coronada por árboles en medio de casas bajas cubiertas de tejados a la italiana. Tenían huertos inclinados, separados por paredes nuevas, verjas de hierro, césped, invernaderos y jarrones de geranios, espaciados regularmente sobre terrazas donde uno podía asomarse. Más de un pasajero, al ver estas coquetas residencias, sentía deseos de ser su propietario para vivir allí hasta el fin de sus días, con un buen billar, una chalupa, una mujer o algún otro sueño. El placer totalmente nuevo de una excursión en barco predisponía a los sueños. Los bromistas empezaban ya con sus chistes. Muchos cantaban. Había alegría. La gente bebía.
Frédéric pensaba en la habitación que ocuparía allá en el plan de un drama, en motivos para cuadros, en pasiones futuras. Creía que la felicidad merecida por sus dotes espirituales tardaba en llegar. Recitó versos melancólicos; caminaba con paso rápido sobre el puente; llegó hasta el extremo, al lado de la campana; y, en un corro de pasajeros y marineros, vio a un señor piropeando a una aldeana, al tiempo que jugaba con la cruz que ella llevaba sobre el pecho. Era un buen mozo de unos cuarenta años, de pelo rizado. Su talle robusto lo cubría una chaqueta de terciopelo negro, dos esmeraldas brillaban en su camisa de batista, y su ancho pantalón blanco caía sobre unas raras botas rojas, de cuero de Rusia, realzadas con dibujos azules.
La presencia de Frédéric no le molestó. Se volvió hacia él varias veces, interpelándolo con guiños de ojo; luego invitó a fumar a todos los que le rodeaban. Pero, aburrido de aquella compañía, se fue más lejos. Frédéric le siguió.
La conversación versó al principio sobre las diferentes clases de tabacos, después, naturalmente, sobre las mujeres. El señor de botas rojas dio consejos al joven; exponía teorías, contaba anécdotas, se ponía a sí mismo de ejemplo, hablando de todo esto en un tono paternal, con una ingenuidad de corrupción divertida.
Era republicano, había viajado, conocía por dentro los teatros, restaurantes, periódicos, y a todos los artistas célebres, a quienes llamaba familiarmente por sus nombres; Frédéric le expuso sus proyectos; él los aprobó.
Pero se paró a observar el tubo de la chimenea, luego hizo rápidamente entre dientes un largo cálculo, para saber «cuánto debía cada golpe de pistón, a tantas veces por minuto… etc.». Y, una vez hallado el resultado, se puso a admirar el paisaje. Decía que se encontraba feliz de haber escapado de sus ocupaciones.
Frédéric sentía cierto respeto por él, y no resistió al deseo de saber cómo se llamaba. El desconocido respondió sin titubear:
—Jacques Arnoux, propetario de El Arte Industrial, bulevar Montmartre.
Un criado con galones dorados en la gorra se acercó a decirle:
—¿Si el señor quisiera bajar? La señorita está llorando.
Arnoux desapareció.
El Arte Industrial era un establecimiento híbrido, que comprendía una revista de pintura y una tienda de cuadros. Frédéric había visto aquel letrero varias veces, en el escaparate del librero de su pueblo, en muchos prospectos, en los que el nombre de Arnoux aparecía escrito magistralmente.
El sol caía a plomo, haciendo relucir los bordes de hierro de los mástiles, las placas de la borda y la superficie del agua; ésta se cortaba en la proa en dos surcos, que se extendían hasta la orilla de las praderas. En cada recodo del río se encontraba la misma cortina de chopos blancos. El campo estaba completamente solitario. En el cielo había pequeñas nubes blancas inmóviles, y el aburrimiento, vagamente difuso, parecía retardar la marcha del barco y hacer más insignificante todavía el aspecto de los viajeros.
Aparte de algunos burgueses en Primera Clase, los pasajeros eran obreros, empleados de comercio con sus mujeres y sus hijos. Como entonces era costumbre vestirse con ropa vieja para el viaje, casi todos llevaban viejos gorros griegos, sombreros desteñidos, pobres trajes negros raídos por el roce de la oficina, o levitas que tenían los ojales deshechos por el uso continuo en la tienda; de vez en cuando un chaleco con solapa dejaba ver una camisa de percal, con manchas de café; alfileres que imitaban el oro prendían corbatas en jirones; trabillas cosidas sujetaban zapatillas de orillo, dos o tres pillos que tenían bambúes con empuñadura de cuero lanzaban miradas oblicuas, y padres de familia abrían grandes ojos, haciendo preguntas. Charlaban de pie o acurrucados sobre sus equipajes; otros dormían en los rincones; varios comían. El puente estaba lleno de cáscaras de nuez, colillas de cigarros, mondas de peras, restos de embutidos envueltos en papel; tres ebanistas, de guardapolvos, estaban de pie ante la cantina, un arpista harapiento descansaba, con el codo apoyado en su instrumento; se oía a intervalos el ruido del carbón de piedra en el quemador, el estallido de una voz, una risa; y el capitán, sobre la pasarela, iba de un tambor al otro, sin parar. Frédéric, para volver a su sitio, empujó la verja de Primera Clase, molestó a dos cazadores con sus perros.
Fue como una aparición:
Estaba sentada en el centro del banco, completamente sola; o al menos él no vio a nadie, con el deslumbramiento que le produjeron sus ojos. Al mismo tiempo que él pasaba, ella levantó la cabeza; él hizo una inclinación instintiva; y alejándose más en la misma dirección, se paró a contemplarla.
Llevaba un sombrero de paja, de ala ancha, con cintas rosa que palpitaban al viento, detrás de ella. Sus bandos negros, que rodeaban la punta de sus grandes cejas, descendían muy abajo y parecían ceñir amorosamente el óvalo de su cara. Su vestido de muselina clara, de pequeños lunares, se abría en numerosos pliegues. Estaba bordando algo; y su nariz recta, su barbilla, toda su persona destacaba sobre el fondo del cielo azul.
Como ella seguía en la misma actitud, Frédéric dio varias vueltas a derecha y a izquierda para disimular su maniobra; después se paró muy cerca de su sombrilla, apoyada en el banco, y fingía observar una chalupa en el río.
Jamás había visto aquel esplendor de su piel morena, la seducción de su talle, ni aquella finura de dedos bañados por la luz. Contemplaba su cesto de costura, embelesado, como una cosa extraordinaria. ¿Cuáles eran su nombre, su casa, su vida, su pasado? Deseaba conocer los muebles de su habitación, todos los vestidos que había llevado, la gente que frecuentaba; y el deseo de la posesión física desaparecía incluso bajo otro más profundo, en una ansiedad dolorosa que no tenía límites.
Una negra, tocada con un pañuelo, apareció llevando de la mano una niña ya mayorcita. La niña, con los ojos envueltos en lágrimas, acabada de despertarse. Ella la sentó en sus rodillas: «La señorita no era formal, aunque pronto iba a cumplir siete años; su madre no la quería; le consentían demasiados caprichos». Y Frédéric gozaba oyendo estas cosas, como si hubiese hecho un descubrimiento, una adquisición.
Él la suponía de origen andaluz, criolla acaso; se había llevado consigo aquella negrita de las islas.
Entretanto había un largo chal de franjas violeta colocado a su espalda, sobre la borda de cobre. Quién sabe cuántas veces, en alta mar en las noches húmedas, ella había abrigado su cintura, tapado los pies, dormido envuelta en él. Pero, arrastrado por los flecos, iba resbalando poco a poco, y estaba a punto de caerse al agua; Frédéric dio un salto y lo cogió. Ella le dijo:
—Muchas gracias, señor.
Sus miradas se cruzaron.
—Mujer, ¿estás dispuesta? —dijo el señor Arnoux, que apareció en la cubierta de la escalera.
La señorita Marthe corrió a su encuentro, y, colgándosele del cuello le tiraba de los bigotes. Se oyeron los sonidos de un arpa, ella quiso ver la música; y pronto el que tocaba el instrumento, guiado por la negra, entró en Primera Clase. Arnoux lo reconoció como un antiguo modelo; lo tuteó, lo cual sorprendió a los asistentes. Por fin, el arpista echó sus largos cabellos sobre los hombros, extendió el brazo y se puso a tocar.
Era una romanza oriental, en la que se hablaba de puñales, de flores y de estrellas. El hombre harapiento cantaba aquello con una voz penetrante, los golpes del motor interrumpían la melodía en forma desacompasada, él pulsaba más fuerte: las cuerdas vibraban y sus sonidos metálicos parecían exhalar sollozos como la queja de un amor orgulloso y vencido. De ambas orillas del río se inclinaban bosques hasta el borde del agua; pasaba una corriente de aire fresco; Mme. Arnoux miraba a lo lejos de una manera vaga. Cuando cesó la música, movió los ojos varias veces como si despertara de un sueño.
El arpista se acercó a ellos humildemente. Mientras Arnoux buscaba unas monedas, Frédéric alargó hacia la gorra su mano cerrada y, abriéndola, con pudor, depositó en ella un luis de oro. No era la vanidad la que le movió a dar esta limosna delante de ella, sino un pensamiento de bendición al que asociaba un impulso casi religioso de su corazón.
Arnoux, mostrándole el camino, le invitó cordialmente a bajar. Frédéric dijo que acababa de comer, la verdad es que se moría de hambre; y ya no le quedaba un céntimo en el fondo de su bolsa.
Después pensó que tenía derecho, como cualquier otro, a continuar en la sala.
Alrededor de mesas redondas había burgueses comiendo, un camarero iba y venía. El señor y la señora Arnoux estaban al fondo a la derecha; él se sentó en la larga banqueta de terciopelo y cogió un periódico que había allí.
Tenían que tomar en Montereau la diligencia de Châlons. Su viaje a Suiza duraría un mes. Mme. Arnoux censuró la blandura de su marido con su hija. Él le contó al oído algo gracioso, sin duda, pues ella sonrió. Después él se molestó en cerrar la cortina de la ventana que tenía a su espalda.
El techo, bajo y totalmente blanco, proyectaba una luz cruda. Frédéric, enfrente, distinguía la sombra de sus pestañas. Ella mojaba los labios en su vaso, partía un poco de pan con los dedos; el medallón de lapislázuli sujeto por una cadenita a su muñeca rozaba con su plato. Los que estaban allí, sin embargo, no parecían fijarse en ella.
A veces, por los ojos de buey, veían deslizarse el costado de una barca que se acercaba al navio para tomar o dejar pasajeros. La gente sentada a la mesa se asomaba a las ventanas y nombraba las tierras ribereñas.
Arnoux se quejaba de la cocina; protestó considerablemente por la cuenta y consiguió que se la rebajaran. Después llevó al joven a proa para tomar unos grogs. Pero Frédéric volvió pronto, bajo el toldo, a donde había regresado Mme. Arnoux. Ella leía un pequeño libro de tapas grises. Las dos comisuras de su boca se levantaban por momentos, y un destello de placer iluminaba su frente. Él sintió celos del que había inventado aquellas cosas en las que ella parecía estar entretenida. Cuanto más la contemplaba, más sentía que entre ella y él se ahondaban grandes abismos. Pensaba que tendría que dejarla muy pronto, irrevocablemente, sin haberle arrancado una palabra, sin dejarle ni siquiera un recuerdo.
A la derecha se extendía una llanura, a la izquierda un pastizal iba suavemente a unirse con una colina, donde se veían viñedos, nogales, un molino entre la hierba y pequeños caminos más allá haciendo zigzag sobre la roca blanca que limitaba con el horizonte. ¡Qué dicha subir juntos, abrazándole la cintura, mientras que su vestido iría barriendo las hojas amarillentas, escuchando su voz, bajo el brillo de sus ojos! El barco podía pararse, no tenían más que bajar; y esta cosa tan sencilla era, sin embargo, más difícil que remover el sol.
Un poco más lejos apareció un castillo, de tejado puntiagudo, con torretas cuadradas. Un macizo de flores se extendía delante de su fachada; bajo los altos tilos se prolongaban avenidas como bóvedas negras. Él se la imaginó pasando a la orilla de las glorietas. En este momento, una señora y un hombre, jóvenes los dos, aparecieron en la escalinata, entre los maceteros de naranjos. Después, todo desapareció.
La niña jugaba alrededor de él. Frédéric quiso besarla. Ella se escondió detrás de su muchacha; su madre la regañó por no ser amable con el señor que le había salvado su chal. ¿Era una pregunta indirecta?
«¿Me va a hablar por fin?», se preguntaba él.
El tiempo apremiaba. ¿Cómo obtener una invitación a casa de Arnoux? Y él no imaginó nada mejor que hacerle observar el color del otoño, añadiendo:
—Pronto llega el invierno, la temporada de los bailes y las cenas.
Pero Arnoux estaba todo ocupado con su equipaje. Apareció la cuesta de Surville, los dos puentes se acercaban, pasaron a lo largo de una cordelería, luego de una hilera de casas bajas; debajo había calderas de alquitrán, astillas de madera; y unos chiquillos corrían por la arena jugando a la rueda. Frédéric reconoció a un hombre con un chaleco de mangas; le gritó:
—Date prisa.
Estaban llegando. Le fue difícil encontrar a Arnoux entre la muchedumbre de pasajeros, y el otro respondió estrechándole la mano:
—Mucho gusto, señor.
Una vez en el muelle, Frédéric se volvió. Ella estaba cerca del timón, de pie. Él le dirigió una mirada en la que había intentado poner toda su alma; como si no hubiese hecho nada, ella permaneció inmóvil. Después, sin prestar atención a los saludos de su criado:
—¿Por qué no has acercado el coche hasta aquí?
El pobre hombre se disculpaba.
—¡Qué torpe! Dame dinero.
Y se fue a comer a una fonda.
Un cuarto de hora después sintió deseos de entrar como al azar en el patio de las diligencias. ¿Podría acaso verla todavía?
«¿Para qué?», se dijo.
Y se marchó en su coche. Los dos caballos no eran de su madre. Había pedido prestado el del señor Chambrion, el recaudador, para engancharlo con el suyo. (Isidoro, que había salido la víspera, había descansado en Bray hasta la noche y había dormido en Montereau, tan bien que los animales, descansados, trotaban ligeros). A lo largo del camino se extendían interminables campos regados. Dos líneas de árboles bordeaban la carretera, montones de grava se sucedían; y poco a poco Villeneuve-Saint-Georges, Ablon, Châtillon, Corbeil, y los demás pueblos, todo su viaje le vino a la memoria, de una manera tan clara que ahora distinguía detalles nuevos, particularidades más íntimas; bajo el último volante de su vestido asomaba su pie en una fina botina de seda, de color marrón; la tienda de cutil formaba un amplio dosel sobre su cabeza, y las pequeñas borlas rojas del reborde temblaban sin cesar bajo la brisa.
Se parecía a las mujeres de los libros románticos. El no hubiera querido añadir ni quitar nada a su persona. El universo, de pronto, acababa de ensancharse. Ella era el punto luminoso donde convergía todo; y, mecido por el movimiento del coche, los ojos medio cerrados, la mirada en las nubes, se entregaba a un gozo de sueños infinitos.
En Bray, no esperó a que diesen de comer a los caballos, se fue caminando solo a lo largo de la carretera. Arnoux le había llamado «Marie». Él gritó muy alto «Marie». Su voz se perdió en el aire.
Una amplia franja de púrpura inflamaba el cielo en occidente. Grandes almiares de trigo, que se alzaban en medio de campos regados, proyectaban sombras gigantescas. Un perro empezó a ladrar en una granja, a lo lejos. Él tembló, preso de una preocupación imaginaria.
Cuando Isidoro lo alcanzó, él se colocó en el pescante para conducir. Había recobrado su serenidad. Estaba bien resuelto a introducirse en casa de los Arnoux, como fuera, y a estrechar relaciones íntimas con ellos. Su casa debía de ser agradable. Por otra parte, Arnoux le caía bien; después, ¿quién sabe? Entonces, una ola de sangre le subió a la cara; le zumbaban las sienes; hizo restallar su látigo, sacudió las riendas y llevaba los caballos con tal brío que el viejo cochero repetía:
—¡Despacio! ¡despacio!, ¡se van a sofocar!
Poco a poco, Frédéric se calmó e hizo caso a su criado.
Esperaban al señor con gran impaciencia. La señorita Louise había llorado para que la dejasen venir en el coche.
—¿Quién es la señorita Louise?
—La niña del señor Roque, ¿sabe?
—¡Ah!, ¡me olvidaba! —replicó Frédéric descuidadamente.
Entretanto, los dos caballos no podían más. Cojeaban uno y otro; y daban las nueve en Saint-Laurent cuando llegó a la plaza de Armas, delante de la casa de su madre. Esta casa, espaciosa, con un huerto que daba al campo, hacía subir la consideración de la señora Moreau, que era la persona más respetada del lugar.
Descendía de una vieja familia de hidalgos venida a menos. Su marido, un plebeyo, a quien sus padres habían obligado a casarse, había muerto de una estocada, cuando ella estaba encinta, dejándole una fortuna comprometida. Recibía en su casa tres veces por semana y de vez en cuando ofrecía una buena cena. Pero el número de velas estaba calculado previamente, y ella esperaba impaciente a cobrar sus rentas. Esta preocupación, disimulada como un vicio, la ponía seria. Sin embargo, su virtud se ejercía sin ostentación de gazmoñería, sin acritud. Sus pequeñas caridades parecían grandes limosnas. La consultaban sobre la elección de criados, la educación de las jóvenes, el arte de las confituras, y el señor obispo se alojaba en su casa cuando iba de visita pastoral.
La señora Moreau alimentaba una alta ambición para su hijo. No le gustaba oír hablar contra el gobierno, por una especie de prudencia anticipada. Frédéric necesitaría protección al principio; después, por sus propios medios, llegaría a consejero de Estado, embajador, ministro. Sus triunfos en el Colegio de Sens legitimaban este orgullo; había llevado el premio de honor.
Cuando entró en el salón, todos se levantaron con gran estruendo para abrazarle; y con las butacas y las sillas se hizo un amplio semicírculo frente a la chimenea. El señor Gamblin le preguntó inmediatamente su opinión sobre la señora Lafarge. Este proceso, que apasionaba tanto entonces, no dejó de suscitar una discusión violenta; la señora Moreau la cortó, lo cual disgustó al señor Gamblin; él la consideraba útil para el joven, en su calidad de futuro jurisconsulto, y salió del salón, disgustado.
Nada debía sorprender en un amigo del señor Roque. A propósito del señor Roque, hablaron del señor Dambreuse, que acababa de comprar la finca de la Fortelle. Pero el recaudador había hecho un aparte con Frédéric para saber lo que pensaba de la última obra del señor Huizot. Todos deseaban saber qué hacía; y la señora Benoit se las arregló muy bien: comenzó por informarse directamente de su tío. ¿Cómo estaba su pariente? Ya no daba señales de vida. ¿No tenía un primo segundo en América?
La cocinera avisó que la sopa del señor estaba servida. Se retiraron discretamente. Después, cuando se quedaron solos, su madre le preguntó, en voz baja:
—¿Y qué?
El viejo le había recibido muy cordialmente, pero sin mostrar sus intenciones.
La señora Moreau suspiró.
«¿Dónde está ella ahora?», pensaba él.
La diligencia rodaba, y ella, envuelta sin duda en su chal, dormía apoyando su hermosa cabeza en el forro del cupé.
Subían a sus habitaciones cuando se presentó un mozo del «Cygne de la Croix» con una tarjeta.
—¿Qué es?
—Es Deslauriers, que quiere verme —dijo él.
—¡Ah!, tu camarada —dijo la señora Moreau con una risa burlona—. De verdad que no podía ser más oportuno.
Frédéric vacilaba. Pero la amistad fue más fuerte. Tomó el sombrero.
—Al menos, no tardes mucho —le dijo su madre.