CAPÍTULO II

El padre de Charles Deslauriers, antiguo capitán de infantería, dimisionario en 1818, había vuelto a Nogent para casarse y, con el dinero de la dote, había comprado un cargo de agente judicial que apenas le daba para vivir. Amargado por largas injusticias, aquejado de viejas heridas y echando siempre de menos al emperador, descargaba sobre sus íntimos las cóleras contenidas que le ahogaban. Pocos niños recibieron tantas palizas como su hijo. El niño no obedecía a pesar de los golpes. Cuando su madre trataba de interponerse era maltratada como él. Por fin, el capitán lo colocó en un despacho y a fuerza de estar todo el día inclinado sobre un pupitre copiando actas, el hombro derecho se le desarrolló notablemente más que el otro.

En 1833, por consejo del señor Presidente, el capitán vendió su despacho. Su mujer murió de un cáncer. El se fue a vivir a Dijon; luego se dedicó a reclutar sustitutos para las levas de Troyes; y habiendo obtenido para Charles media beca, lo puso interno en el colegio de Sens, donde Frédéric lo conoció. Pero uno tenía doce años, el otro quince; además les separaban mil diferencias de carácter y de origen.

Frédéric tenía de todo en su cómoda, cosas rebuscadas, un neceser de tocador, por ejemplo. Le gustaba quedarse en cama por las mañanas, mirando las golondrinas, leyendo obras de teatro, y, como allí no tenía los mimos de casa, encontraba dura la vida de colegio.

El hijo del agente judicial la encontraba buena. Trabajaba tan bien que al final del segundo año de colegio pasó a cuarto curso. Sin embargo, a causa de su pobreza o de su temperamento pendenciero, se había concitado una sorda malevolencia a su alrededor. Una vez un criado le llamó hijo de pordiosero en pleno patio de los medianos, él le saltó al cuello y lo hubiera matado de no ser por tres vigilantes que intervinieron. Frédéric, lleno de admiración, le estrechó en sus brazos. A partir de aquel día, la intimidad fue total. El afecto de un «mayor» halagó la vanidad del pequeño, y el otro aceptó como una dicha esta amistad que le ofrecían.

Su padre, durante las vacaciones, lo dejaba en el colegio. Una traducción de Platón, abierta al azar, le entusiasmó. Entonces se apasionó por los estudios metafísicos; e hizo rápidos progresos, pues los abordaba con brío juvenil y con el orgullo de una inteligencia que se independiza; Jouffroy, Cousin, Laromiguière, Melebranche, los escoceses, todo lo que había en la biblioteca se lo tragó, había tenido que robar la llave para procurarse libros.

Las distracciones de Frédéric eran menos serias. Dibujó en la calle de los Tres Reyes la genealogía de Cristo, esculpida sobre un poste, luego el pórtico de la catedral. Después de los dramas de la Edad Media se metió con los memorialistas: Froissart, Commynes, Pierre de l’Estoile, Brantôme.

Las imágenes que estas lecturas llevaban a su mente le obsesionaban de tal modo que sentía la necesidad de reproducirlas. Ambicionaba ser un día el Walter Scott francés. Deslauriers meditaba un vasto sistema de filosofía que tendría las más remotas aplicaciones.

Hablaban de todo esto, en los recreos, en el patio, frente a la Inscripción moral, grabada bajo el reloj; de esto cuchicheaban en la capilla, en las barbas de San Luis, con esto soñaban en el dormitorio, desde donde se dominaba un cementerio. Los días de paseo se ponían los últimos de la fila y hablaban sin parar.

Charlaban de lo que harían más tarde, cuando salieran del colegio. Primero emprenderían un gran viaje con el dinero que Frédéric sacase de su fortuna, al llegar a su mayoría de edad. Después volverían a París, trabajarían juntos, no se separarían; y, como descanso de sus trabajos, tendrían amores de princesas en saloncitos de raso, o fulgurantes orgías con cortesanas ilustres. Surgían dudas a sus arrebatos de esperanza. Después de crisis de gozosa exaltación verbal se sumían en profundos silencios.

En las tardes de verano, después de largas caminatas por los caminos pedregosos a la orilla de las viñas, o por la carretera general en pleno campo, mientras los trigales se mecían al sol y el aire se llenaba de perfumes de angélica, experimentaban una sensación de ahogo y se tumbaban de espaldas, aturdidos, embriagados. Los demás, en mangas de camisa, jugaban al marro o empinaban las cometas. El vigilante los llamaba. Regresaban siguiendo los huertos atravesados por pequeños arroyos, luego los bulevares a los que viejas paredes daban sombra; las calles desiertas resonaban bajo sus pasos; la verja se abría, subían la escalera; y seguían tristes como después de las grandes juergas.

El señor Censor decía que se exaltaban mutuamente. Sin embargo, si Frédéric trabajó en las clases superiores fue por los ánimos que le dio su amigo; y, en las vacaciones de 1837, lo llevó a casa de su madre.

El joven no le gustó a la señora Moreau. Comía mucho, no iba los domingos a los oficios, pronunciaba discursos republicanos; en fin, ella sospechó que había llevado a su hijo a lugares deshonestos. Vigilaron sus relaciones. Todo esto contribuyó a que su amistad se estrechara cada día más; y hubo unas despedidas tristes cuando Deslauriers, el año siguiente, marchó del colegio para ir a estudiar Derecho a París.

Frédéric contaba con reencontrarse allí. No se habían visto desde hacía dos años, y después de largos abrazos se fueron a los puentes para charlar más a sus anchas.

El capitán, que ahora regentaba un billar en Villenauxe, se había puesto furioso cuando su hijo le había exigido la rendición de cuentas de su tutela e incluso le había cortado de raíz la pensión alimenticia. Pero, como el muchacho quería concursar más adelante a una cátedra en la Escuela y no tenía dinero, aceptó en Troyes una plaza de pasante con un abogado. A fuerza de privaciones economizaría cuatro mil francos, y si no debía cobrar nada de la herencia materna, trabajaría libremente durante tres años, esperando una colocación. Había que abandonar, por tanto, su viejo proyecto de vivir juntos en la capital al menos por el momento.

Frédéric bajó la cabeza. Era el primero de sus sueños que se hundía.

—Consuélate —dijo el hijo del capitán—, el camino es largo; somos jóvenes. Nos juntaremos. No pienses más en ello.

Lo cogía por las manos y, para distraerlo, le hizo preguntas sobre su viaje.

Frédéric no tuvo gran cosa que contar. Pero el recuerdo de Mme. Arnoux hizo desaparecer su tristeza. No habló de ella por pudor. Se extendió, por el contrario, sobre Arnoux, contando sus discursos, sus gestos, sus relaciones; y Deslauriers le animó a cultivar esta amistad.

En estos últimos tiempos, Frédéric no había escrito nada; sus opiniones habían cambiado: por encima de todo estimaba la pasión; Werther, René, Frank, Lara, Lélia y otros más mediocres le entusiasmaban igualmente. A veces la música le parecía lo único capaz de expresar sus turbaciones interiores; entonces, soñaba sinfonías; o bien la superficie de las cosas le absorbía y quería pintar. Había escrito versos, sin embargo; Deslauriers los encontró muy bellos, pero no le animó a seguir haciéndolo.

En cuanto a él, ya no se dedicaba a la metafísica. Le preocupaban la Economía Política y la Revolución francesa. Ahora era un pobre diablo de veintidós años, delgado, con una boca grande, de aspecto resuelto. Aquella tarde llevaba una chaqueta ligera y sus zapatos estaban llenos de polvo, pues había ido a pie desde Villenauxe expresamente para ver a Frédéric.

Isidore los abordó. La señora rogaba al señor que volviera a casa, y, temiendo que tuviese frío, le mandó su abrigo.

—Quédate —dijo Deslauriers.

Y siguieron paseando de un extremo al otro de los dos puentes que se apoyan sobre la isla estrecha formada por el canal y el río.

Cuando iban hacia Nogent veían enfrente un grupo de casas que se inclinaban un poco; a la derecha aparecía la iglesia detrás de los molinos de madera cuyas compuertas estaban cerradas; y, a la izquierda, los setos de arbustos, a lo largo del río, cercaban huertos, que apenas se distinguían. Pero, del lado de París, la carretera principal bajaba en línea recta, y a lo lejos se perdían praderas entre los vapores de la noche. La noche estaba silenciosa y de una claridad blanquecina. Hasta ellos llegaban olores de follaje húmedo; la caída de la toma de agua, cien pasos más lejos, murmuraba ese gran ruido suave que hacen las olas en las tinieblas.

Deslauriers se detuvo y dijo:

—Esas buenas gentes que duermen tranquilas, es curioso. ¡Paciencia!, ¡se prepara un nuevo ochenta y nueve! ¡Estamos cansados de constituciones, de cartas, de sutilezas, de mentiras!, ¡de buena gana echaría todo esto por la borda! Pero, para emprender cualquier cosa hace falta dinero. ¡Qué desgracia ser hijo de un tabernero y perder la juventud ganando el pan!

Bajó la cabeza, se mordió los labios y temblaba de frío envuelto en su traje delgado.

Frédéric le echó la mitad de su abrigo sobre los hombros. Los dos se envolvieron en él, y cogidos de la cintura caminaban tapados juntos.

—¿Cómo quieres que viva allí sin ti? —decía Frédéric (la amargura de su amigo lo había entristecido)—. Habría hecho cualquier cosa con una mujer que me hubiese amado… ¿Por qué ríes? El amor es para el genio su alimento y como el aire que respira. Las emociones extraordinarias producen las obras sublimes. En cuanto a buscar la que me convendría, renuncio a ello. Además, si alguna vez la encontrara, me rechazaría. Soy de la vieja raza de los desheredados, y me extinguiré como un tesoro que fuese de cristal o de diamante, no lo sé.

La sombra de alguien se alargó sobre el pavimento, al tiempo que oyeron estas palabras:

—A su disposición, señores.

El que las pronunciaba era un hombrecillo, vestido con una amplia levita oscura y cubierto con una gorra que dejaba asomar bajo la visera una nariz puntiaguda.

—El señor Roque —dijo Frédéric.

—El mismo —replicó la voz.

El de Nogent justificó su presencia contando que volvía de inspeccionar sus trampas para el lobo en un huerto a la orilla del agua.

—Ya está de vuelta en nuestra tierra. ¡Muy bien!, me he enterado por mi chiquilla. ¿La salud sigue bien, espero? ¿No se marcha todavía?

Y se fue, desechado, sin duda, por la acogida de Frédéric.

En efecto, la señora Moreau no lo trataba mucho; el señor Roque vivía en concubinato con su criada y no estaba bien considerado, aunque era el muñidor electoral, el administrador del señor Dambreuse.

—¿El banquero que vive en la calle de Anjou? —dijo Deslauriers—. ¿Sabes lo que deberías hacer, mi querido amigo?

Isidore los interrumpió de nuevo. Tenía orden de llevarse a Frédéric definitivamente. La señora estaba preocupada por su ausencia.

—Bueno, bueno. Ya vamos —dijo Deslauriers—, no dormirá fuera de casa.

Y cuando marchó el criado:

—Deberías pedir a ese viejo que te presente a los Dambreuse, nada hay más útil que frecuentar una casa rica. Ya que tienes un traje negro y guantes blancos, aprovéchate. Tienes que entrar en ese mundo. Después me llevarás a mí. Un hombre millonario, fíjate. Haz por agradarle, y a su mujer también. Hazte su amante.

Frédéric protestaba.

—Pero te estoy diciendo verdades, me parece. Acuérdate de Rastignac en la Comedia humana. Tendrás éxito, ¡estoy seguro!

Frédéric confiaba tanto en Deslauriers que se sintió trastornado, y, olvidando a la señora Arnoux o incluyéndola en la predicción hecha por el otro, no pudo por menos de sonreír.

El pasante añadió:

—Ultimo consejo: Examínate. Un título siempre es bueno; y déjate de esos poetas católicos y satánicos, tan avanzados en filosofía como lo estaban en el siglo diecisiete. Tu desesperación es una tontería. Muy grandes personalidades tuvieron comienzos más difíciles, comenzando por Mirabeau. Además nuestra separación no será larga. Haré vomitar al tramposo de mi padre. Es hora de que regrese, ¡adiós! ¿Llevas dinero suelto para pagar mi cena?

Frédéric le dio diez francos, lo que le quedaba de la cantidad recibida de Isidore por la mañana.

Entretanto a veinte toesas de los puentes, a la orilla izquierda, brillaba una luz en la buhardilla de una casa baja.

Deslauriers la percibió. Entonces dijo enfáticamente quitándose el sombrero:

—Venus, reina de los cielos, soy tu siervo. Pero la penuria es la madre de la sabiduría. ¡Cuánto nos han calumniado por esto, misericordia!

Esta alusión a una aventura común los alegró. Reían fuertemente por las calles.

Luego de haber pagado el gasto en la fonda, Deslauriers acompañó a Frédéric hasta el cruce del hospital; y, después de un largo abrazo, los dos amigos se separaron.

Share on Twitter Share on Facebook