Una mañana del mes de diciembre, cuando iba a clase de Procesal, creyó notar en la calle Saint-Jacques más animación que de costumbre. Los estudiantes salían precipitadamente de los cafés, o, por las ventanas abiertas, se llamaban de una casa a otra; los tenderos, en medio de la acera, miraban con aire procupado; las contraventanas se cerraban; y al llegar a la calle Soufflot se encontró con una gran concentración alrededor del Panteón.
Jóvenes en grupos desiguales de cinco a doce se paseaban, cogidos del brazo, y abordaban a los grupos más numerosos que estaban parados aquí y allí; en el fondo de la plaza, junto a las verjas, unos hombres en guardapolvos peroraban, mientras que, con el tricornio ladeado y las manos a la espalda, guardias municipales hacían la ronda a lo largo de las paredes, haciendo resonar el pavimento bajo sus fuertes botas. Todos tenían un aire misterioso, pasmado; se esperaba algo evidente; cada cual tenía su pregunta a flor de labios.
Frédéric se encontraba al lado de un joven rubio, de rostro agradable, con bigote y perilla, como un refinado del tiempo de Luis XIII. Le preguntó por la causa del desorden.
—No sé nada —replicó el otro— ni ellos tampoco. Es la moda ahora. ¡Qué gran farsa!
Y soltó una carcajada.
Las peticiones de Reforma, que hacían firmar en la guardia nacional, unidas al empadronamiento de Humann, además de otros acontecimientos, ocasionaban desde hacía seis meses, en París, inexplicables aglomeraciones; e incluso se renovaban con tanta frecuencia que los periódicos ya no hablaban de ellas.
—Esto no tiene gracia ni color —continuó el vecino de Frédéric—. Yo creo, señor, que hemos degenerado. En los buenos tiempos de Luis XI, incluso de Benjamín Constant, había más motines de estudiantes. Yo los encuentro mansos como corderos, tontos como pepinillos, e idóneos para horteras. ¡Ya lo creo! ¡Y a esto llaman la Juventud estudiantil!
Y abrió los brazos (de par en par), como Frédéric Lemaître en Robert Macaire.
—¡Juventud de las Escuelas, yo te bendigo!
Después, apostrofando a un trapero, que removía conchas de ostras contra el guardacantón de un tabernero:
—¿Tú formas parte de la Juventud estudiantil?
El viejo levantó una cara horrible en la que se distinguían, en medio de una barba gris, una nariz roja y dos ojos de borracho estúpido.
—¡No!, me pareces más bien uno de esos hombres de rostro patibulario que se ven, en diversos grupos, sembrando el oro a manos llenas. ¡Oh!, siembra, patriarca mío, siembra! ¡Corrómpeme con los tesoros de Albión! «Are you English?». Yo no rechazo los tesoros de Artajerjes. Hablemos un poco de la unión aduanera.
Frédéric sintió que alguien le tocaba en el hombro; se volvió. Era Martinon, prodigiosamente pálido.
—¡Vaya! —dijo lanzando un gran suspiro—, ¡otro motín!
Temía verse comprometido, se lamentaba. Hombres de guardapolvos, sobre todo, lo asediaban como si fueran miembros de sociedades secretas.
Martinon le pidió que hablara más bajo, por miedo a la policía.
—¿Pero todavía cree usted en la policía? En realidad, ¿qué sabe usted, señor, si yo mismo no soy un confidente?
Y lo miró de tal manera que Martinon, muy emocionado, al principio no comprendió en absoluto la broma. La muchedumbre los empujaba, y los tres habían tenido que subirse a la pequeña escalera que llevaba por un pasillo al nuevo anfiteatro.
Pronto la muchedumbre se abrió paso de manera espontánea; varias cabezas se descubrieron; saludaban al ilustre profesor Samuel Rondelot, que, envuelto en su gruesa levita, levantando en alto sus lentes de plata y con respiración dificultosa a causa del asma, se dirigía tranquilamente a dar su clase. Este hombre era una de las glorias juridicas del siglo XIX, el rival de los Zachariae, de los Ruhdorff. Su nueva dignidad de par de Francia no había modificado nada sus hábitos. Sabían que era pobre y le tenían un gran respeto.
Entretanto, desde el fondo de la plaza algunos gritaron:
—¡Abajo Guizot!
—¡Abajo Pritchard!
—¡Abajo los traidores!
—¡Abajo Luis Felipe!
La muchedumbre osciló y, apretándose contra la puerta del patio que estaba cerrada, impedía al profesor seguir adelante. Él se detuvo delante de la escalera. Pronto le vieron en el último de los tres escalones. Habló; un murmullo impidió oír su voz. Aunque hacía un momento le manifestaban su afecto, ahora lo odiaban, porque representaba a la autoridad. Cada vez que intentaba hacerse oír, se reanudaban los gritos. Hizo un gran gesto para intentar que los estudiantes le siguieran. Un griterío total fue la respuesta. Se encogió de hombros y desapareció en el pasillo. Martinon se había aprovechado del lugar en que estaba para desaparecer al mismo tiempo.
—¡Qué cobarde! —dijo Frédéric.
—¡Es prudente! —replicó el otro.
La multitud estalló en aplausos. Aquella retirada del profesor era una victoria para ellos. En todas las ventanas había curiosos mirando. Algunos entonaban La Marsellesa; otros proponían ir a casa de Béranger.
—¡A casa de Laffitte!
—¡A casa de Chateaubriand!.
—¡A casa de Voltaire!
—¡A casa de Voltaire! —aulló el joven de bigote rubio.
Los agentes de la policía urbana trataban de circular diciendo lo más amablemente que podían:
—¡Retírense, señores, retírense!
Alguien gritó:
—¡Abajo los matones!
Era un insulto corriente desde los alborotos del mes de septiembre. Todos lo corearon. Abucheaban, silbaban a los guardias del orden público; éstos empezaban a palidecer; uno de ellos no aguantó más y, viendo a un jovenzuelo que se le acercaba demasiado, riéndose en su cara, lo empujó con tal fuerza que le hizo caer de espaldas cinco pasos más lejos, delante de la tienda del tabernero. Todos se apartaron; pero casi un instante después rodó él mismo por el suelo, derribado por una especie de Hércules cuya cabellera, como un paquete de estopa, le salía por debajo de una gorra de visera de hule.
Parado desde hacía algunos minutos en la esquina de la calle Saint-Jacques, había soltado al instante una gran caja de cartón que llevaba para saltar sobre el guardia y, manteniéndolo en el suelo debajo de él, le daba fuertes puñetazos en la cara. Acudieron los otros guardias. El terrible mozo era tan fuerte que hicieron falta por lo menos cuatro para reducirlo, dos lo sacudían por el cuello, otros dos le tiraban de los brazos, un quinto le daba rodillazos en los riñones y todos le llamaban bandido, asesino, alborotador. Con el pecho descubierto y la ropa en jirones, protestaba de su inocencia; no había podido, a sangre fría, ver pegar a un niño.
—¡Me llamo Dussardier!, casa de los señores Valingart hermanos, encajes y novedades, calle de Cléry. ¿Dónde está mi caja? ¡Quiero mi caja! —repetía—: ¡Dussardier!… calle de Cléry. ¡Mi caja!
No obstante se fue apaciguando y, con gesto estoico, se dejó conducir al puesto de policía de la calle Descartes. Una muchedumbre de gente le siguió. Frédéric y el joven de bigote caminaban inmediatamente detrás, llenos de admiración por el dependiente y de indignación contra la violencia del poder.
A medida que avanzaban la gente disminuía.
Los agentes de policía, de vez en cuando, se volvían con aire feroz; y los revoltosos sin tener nada que hacer ni los curiosos nada que ver, todos se iban poco a poco. Los transeúntes que se cruzaban observaban a Dussardier y hacían comentarios ultrajantes en voz alta. Una vieja señora, en su puerta, llegó a gritar que había robado un pan; esta injusticia aumentó la irritación de los dos amigos. Por fin llegaron al cuerpo de guardia. No quedaban más que unas veinte personas. La presencia de los soldados bastó para dispersarlas.
Frédéric y su compañero reclamaron valientemente la libertad del que acababan de encarcelar. El centinela los amenazó, si insistían, con encerrarlos también a ellos. Preguntaron por el jefe del puesto y fueron dando cada cual su nombre con su condición de alumnos de Derecho, afirmando que el detenido era su condiscípulo.
Les hicieron entrar en una habitación totalmente desnuda, donde había cuatro bancos a lo largo de las paredes de yeso, ahumadas. Al fondo se abrió una ventanilla. Entonces apareció el rostro vigoroso de Dussardier, que, con su cabello alborotado, sus pequeños ojos francos y su nariz de punta cuadrada, recordaba confusamente la fisonomía de un buen perro.
—¿No nos reconoces? —dijo Hussonnet.
Así se llamaba el joven de bigote.
—Pero… —balbució Dussardier.
—No te hagas el tonto —añadió el otro—; sabemos que eres, como nosotros, alumno de Derecho.
A pesar de los guiños de ojos que le hacían, Dussardier no adivinaba nada. Pareció concentrarse y de pronto:
—¿Han encontrado mi caja?
Frédéric levantó la vista desanimado. Hussonnet replicó:
—¡Ah!, tu caja, ¿donde guardas tus apuntes de clase? ¡Sí, sí!; ¡tranquilízate!
Los estudiantes redoblaban sus pantomimas. Dussardier comprendió por fin que iban a ayudarle; y se calló, por temor a comprometerlos. Además, sentía una especie de vergüenza viéndose elevado al rango social de estudiante e igual a aquellos jóvenes que tenían manos tan blancas.
—¿Quieres que digamos algo a alguien? —preguntó Frédéric.
—No, gracias, a nadie.
—¿Pero tu familia?
Bajó la cabeza sin contestar; el pobre chico era hospiciano. Los dos amigos se extrañaron de su silencio.
—¿Tienes tabaco? —replicó Frédéric.
El se palpó los bolsillos; después sacó del fondo de uno de ellos los restos de una pipa, una hermosa pipa cachimba de espuma de mar, con un depósito de madera negro, una tapa de plata y una boquilla de ámbar.
Desde hacía tres años trabajaba para hacer de ella una obra maestra. Se había esmerado en mantener la cazoleta siempre cerrada, en una funda de mármol, y, cada noche, la colgaba en la cabecera de su cama. Ahora sacudía sus restos en la mano, cuyas uñas sangraban; y, con la cabeza baja, las pupilas fijas, la boca abierta, contemplaba aquellas ruinas de su felicidad con una mirada de inefable tristeza.
—Si le diéramos unos cigarrillos, ¿eh? —dijo en voz baja Hussonnet haciendo el gesto de alcanzarlos.
Frédéric había puesto ya, en la orilla de la taquilla, una petaca llena.
—¡Toma! ¡Adiós! ¡Ánimo!
Dussardier se lanzó sobre las dos manos que le tendían. Las estrechaba frenéticamente, con la voz entrecortada por sollozos.
—¿Como?… ¡a mí!… ¡a mí…!
Los dos amigos se dieron a conocer, salieron y fueron a comer juntos al café Tabourey delante del Luxemburgo.
Mientras partía el bistec, Hussonnet le dijo a su compañero que trabajaba en periódicos de modas y hacía publicidad de «El Arte Industrial».
—Casa Jacques Arnoux —dijo Frédéric.
—¿Lo conoce?
—¡Sí! ¡No!… Es decir lo he visto, lo he conocido.
—Preguntó descuidadamente a Hussonnet si veía algo a la mujer de Arnoux.
—De vez en cuando —replicó el bohemio.
Frédéric no se atrevió a hacerle más preguntas; aquel hombre acababa de alcanzar un puesto inconmensurable en su vida; pagó la cuenta de la comida sin que el otro protestase lo más mínimo.
La simpatía era mutua; intercambiaron sus señas, y Hussonnet le invitó cordialmente a acompañarle hasta la calle de Fleurus.
Estaban en medio del jardín cuando el empleado de Arnoux, conteniendo la respiración, haciendo con la cara una mueca abominable, se puso a imitar el gallo. Entonces todos los gallos que había en el contorno le contestaron con quiquiriquíes prolongados.
—Es una señal —dijo Hussonnet.
Se detuvieron cerca del teatro Bobino, delante de una casa en la que se entraba por una alameda. En la buhardilla de un desván, entre capuchinas y guisantes de olor, apareció una joven destocada, en corsé, y apoyando sus dos brazos en el borde del canalón.
—Buenos días, ángel mío, buenos días, cariño —dijo Hussonnet, enviándole besos.
Abrió la barrera de un puntapié y desapareció.
Frédéric lo esperó toda la semana. No se atrevía a ir a su casa para no parecer impacientarse por que le invitaran a comer; pero le buscó por todo el Barrio Latino. Lo encontró una tarde y lo llevó a su habitación en el muelle Napoleón.
La conversación fue larga; se expansionaron. Hussonnet ambicionaba la gloria y las ganancias del teatro. Colaboraba en vodeviles sin éxito, tenía montones de planes, componía cuplés; cantó algunos. Después, viendo en el estante un tomo de Victor Hugo y otro de Lamartine, se extendió en sarcasmos contra la escuela romántica. Aquellos poetas no tenían ni buen sentido ni corrección, y, sobre todo, no eran franceses. Él presumía de conocer la lengua y examinaba las frases más bellas con esa severidad huraña, ese gusto académico que distingue a las personas de humor juguetón cuando abordan el arte serio.
Frédéric se sintió herido en sus predilecciones; tenía ganas de romper. ¿Por qué no atreverse a pronunciar inmediatamente la palabra de la que dependía su felicidad? Preguntó al joven literato si podía presentarle en casa de Arnoux.
La cosa era fácil, y se pusieron de acuerdo para el día siguiente.
Hussonnet faltó a la cita, faltó a otras tres. Un sábado, hacia las cuatro, apareció. Pero, aprovechando el coche, se paró primero en el teatro Francés para retirar un billete de palco; mandó que le llevaran a casa del sastre, de una costurera; dejaba recado en las conserjerías. Por fin, llegaron al bulevar Montmartre, Frédéric atravesó la tienda, subió la escalera. Arnoux lo reconoció en la luna situada delante de su despacho; y, sin dejar de escribir, le tendió la mano por encima del hombro.
Cinco o seis personas, de pie, llenaban la habitación estrecha iluminada por una sola ventana que daba al patio; un sofá de damasco de lana marrón ocupaba el fondo de una alcoba, entre dos cortinas de la misma tela. Sobre la chimenea llena de papelotes había una Venus de bronce, flanqueada por dos candelabros paralelos con velas rosa. A la derecha, cerca de un fichero, un hombre sentado en una butaca leía el periódico con el sombrero puesto; las paredes estaban cubiertas de láminas, grabados valiosos o bocetos de maestros contemporáneos con dedicatorias, que para Jacques Arnoux eran testimonio del más sincero afecto.
—¿Todo sigue bien? —dijo volviéndose hacia Frédéric.
Y sin esperar respuesta, preguntó en voz baja a Hussonnet:
—¿Cómo llama usted a su amigo?
Después, en voz alta:
—Cojan un cigarro de la caja que está encima del fichero.
El Arte Industrial, situado en el centro mismo de París, era un lugar de reunión cómodo, un terreno neutral donde las rivalidades se codeaban familiarmente. Aquel día se encontraban allí Anténor Braive, el retratista de los reyes; Jules Burrieu, que empezaba a hacerse popular con sus dibujos de la guerra de Argelia; el caricaturista Sombaz, el escultor Vourdat, entre otros, y ninguno respondía a la imagen que de ellos se había hecho el estudiante. Sus modales eran sencillos, sus conversaciones libres. El místico Lovarias contó un cuento obsceno; y el inventor del paisaje oriental, el famoso Dittmer, llevaba una camisola de punto bajo su chaleco, y tomó el ómnibus para regresar.
Primero hablaron de una tal Apolonia, antigua modelo, a quien Burrieu afirmaba haber reconocido en el bulevar en una lujosa carroza.
Hussonnet explicó esta metamorfosis por la serie de amigos que la sostenían.
—¡Cómo conoce este granuja a las chicas de París! —dijo Arnoux.
—¡Detrás de usted, si queda alguna, señor! —replicó el bohemio, con un saludo militar imitando al granadero que le ofrece la bota a Napoleón.
Después discutieron sobre algunos cuadros para los cuales la cabeza de Apolonia había servido de modelo. Criticaron a los colegas ausentes. Se asombraron del precio de sus obras; y todos se quejaban de no ganar bastante, cuando entró un hombre de mediana estatura, la levita abrochada con un solo botón, los ojos vivos, el aire un poco loco.
—¡Qué pandilla de burgueses sois! —dijo—. ¿Qué importa todo eso, por favor? Los antiguos que hacían obras maestras no se preocupaban del dinero, Correggio, Murillo…
—Incluye también a Pellerin —dijo Sombaz.
Pero sin hacer caso de la frase continuó disertando con tanta vehemencia que Arnoux tuvo que repetirle dos veces:
—Mi mujer le necesita el jueves. No se olvide.
Estas palabras hicieron que Frédéric volviera a pensar en Mme. Arnoux. Sin duda se entraba en sus habitaciones por la salita cerca del sofá. Arnoux, para coger un pañuelo, acababa de abrirla; Frédéric había visto al fondo un lavabo. Pero se oyó refunfuñar a alguien en el rincón de la chimenea; era el personaje que leía el periódico en el sillón. Medía cinco pies nueve pulgadas, tenía los párpados un poco caídos, el pelo gris, el porte majestuoso y se llamaba Regimbart.
—¿Qué pasa, ciudadano? —dijo Arnoux.
—¡Otra canallada del gobierno!
Se trataba de la destitución de un maestro de escuela; Pellerin volvió a su paralelo entre Miguel Ángel y Shakespeare. Dittmer se marchaba. Arnoux lo cogió para meterle en la mano dos billetes de banco. Entonces Hussonnet, aprovechando la ocasión:
—¿No podría usted adelantarme, mi querido patrón?…
Pero Arnoux se había vuelto a sentar y no le quitaba ojo a un viejo de aspecto descuidado con anteojos azules.
—¡Ah!, muy bonito, señor Isaac. Aquí tiene tres obras despreciadas, perdidas. Todo el mundo se burla de mí. Ahora las conocen. ¿Qué quiere usted que haga con ellas? Tendré que enviarlas a California… ¡al diablo! ¡Cállese!
La especialidad de aquel buen hombre consistía en poner al pie de aquellos cuadros firmas de maestros antiguos. Arnoux se resistía a pagarle; le despidió brutalmente. Después, cambiando de modales, saludó a un señor condecorado, estirado, con patillas y corbata blanca.
Con el codo apoyado en la falleba le habló largo rato en tono meloso. Por fin, estalló.
—¡Eh!, ¡no me molesta tener corredores, señor conde!
Como el aristócrata se había resignado, Arnoux le liquidó veinticinco luises, y, cuando salió de la tienda:
—¡Qué pesados son esos grandes señores!
—¡Todos unos miserables! —murmuró Regimbart.
A medida que avanzaba la hora, aumentaban las ocupaciones de Arnoux; clasificaba artículos, abría cartas, ajustaba cuentas al ruido de martillazos en el almacén, salía para vigilar los embalajes, luego volvía a su tarea; y, sin dejar de deslizar su pluma de hierro sobre el papel, replicaba a las bromas. Tenía que cenar aquella noche con un abogado, y al día siguiente salía para Bélgica.
Los otros comentaban las noticias del día: el retrato de Chérubini, el hemiciclo de Bellas Artes, la siguiente exposición. Pellerin despotricaba contra el Instituto. Las maldiciones y las diatribas se entrecruzaban. La estancia, de techo bajo, estaba tan abarrotada de cosas que era imposible moverse y la luz rosa de las velas pasaba entre el humo de los cigarros como rayos de sol entre la bruma.
La puerta al lado del sofá se abrió y entró una mujer alta y delgada, con unos gestos bruscos que hacían resonar sobre su vestido de tafetán negro todos los colgarejos de su reloj.
Era la mujer que había entrevisto el verano pasado en el Palais-Royal. Algunos, llamándola por su nombre, intercambiaron con ella apretones de manos. Hussonnet había arrancado por fin una cincuentena de francos; el reloj de péndulo dio las siete; todos se retiraron.
Arnoux dijo a Pellerin que se quedase, y acompañó a la señorita Vatnaz al saloncito.
Frédéric no oía lo que decían; hablaban en voz baja. Pero la voz femenina se alzó:
—Hace seis meses que el trato está hecho y sigo esperando.
Hubo un largo silencio, la señorita Vatnaz reapareció. Arnoux le había prometido algo.
—¡Oh! ¡oh!, más tarde, veremos.
—Adiós, hombre feliz —dijo ella al salir.
Arnoux volvió y entró rápido al saloncito, se puso cosmético en los bigotes, se ajustó los tirantes para estirar las trabillas, y, mientras se lavaba las manos:
—Necesitaría dos dinteles de puerta, tipo Boucher, ¿de acuerdo?
—Eso está hecho —dijo el artista, que se había puesto colorado.
—¡Bueno!, y no se olvide de mi mujer.
Frédéric acompañó a Pellerin hasta lo alto del faubourg Poissonniére, y le pidió permiso para ir a verle alguna vez, favor que le fue concedido graciosamente.
Pellerin leía todas las obras de estética para descubrir la verdadera teoría de lo Bello, convencido de que, cuando la hubiese encontrado, haría obras maestras. Se rodeaba de todos los medios imaginables, dibujos, yesos, modelos, grabados; e investigaba, se atormentaba; echaba la culpa al tiempo, a sus nervios, a su taller, salía a la calle para encontrar inspiración, se estremecía de haberla encontrado, luego abandonaba su obra y soñaba con otra que tenía que ser más bella. Atormentado así por sus ansias de gloria y perdiendo el tiempo en discusiones, creyendo en mil tonterías, en los sistemas, en las críticas, en la importancia de un reglamento o de una reforma en materia de arte, a los cincuenta años no había producido más que esbozos. Su fuerte orgullo no toleraba ningún desánimo, pero siempre estaba irritado y en esa exaltación a la vez ficticia y natural que es propia de las gentes de teatro.
Al entrar en su estudio se veían dos grandes cuadros, donde los primeros tonos dispuestos aquí y allí formaban sobre la tela blanca manchas de marrón, de rojo y de azul. Por encima se extendía una red de líneas de tiza como las mallas veinte veces recosidas de una red; incluso era imposible entender nada de aquello. Pellerin explicó el tema de aquellas dos composiciones indicando con el pulgar las partes que faltaban. Una debía representar «La locura de Nabucodonosor», otra «El incendio de Roma por Nerón». Frédéric las admiró.
Admiró desnudos de mujeres desgreñadas, de paisajes donde abundaban los troncos de árboles retorcidos por la tormenta, y sobre todo caprichos a la pluma, recuerdos de Callot, de Rembrandt o de Goya, cuyos modelos desconocía. Pellerin no apreciaba ya aquellos trabajos de su juventud; ahora estaba por el gran estilo; dogmatizó elocuentemente sobre Fidias y Winckelmann. Las cosas que tenía alrededor reforzaban el poder de su palabra: se veía una calavera sobre un reclinatorio, yataganes, un hábito de fraile; Frédéric se lo puso.
Cuando llegaba temprano, le sorprendía en su mal catre, que estaba tapado por un tapiz hecho jirones, pues asiduo frecuentador de los teatros, Pellerin se acostaba tarde. Tenía como sirvienta a una mujer vieja, cubierta de harapos, cenaba en la tasca y vivía sin amante. Sus conocimientos, acumulados de manera confusa, hacían divertidas sus paradojas. Su odio al vulgo y al burgués se desbordaba en sarcasmos de un lirismo grandioso y tenía tal devoción por los maestros que le hacía elevarse casi a la altura de ellos.
Pero ¿por qué no hablaba nunca de Mme. Arnoux? En cuanto a su marido, unas veces le llamaba buen chico, otras un charlatán. Frédéric esperaba sus confidencias.
Un día, hojeando una de sus carpetas, encontró el retrato de una gitana algo parecida a la Vatnaz, y, como esta persona le interesaba, quiso saber en qué se ocupaba.
Ella había sido, creía Pellerin, primero maestra en provincias; ahora daba lecciones y trataba de escribir en los periodicuchos.
Por la manera de comportarse con Arnoux, se podía, según Frédéric, suponer que era su amante.
—¡Ah, bah!, tiene otras.
Entonces, el joven, volviendo la cara que enrojecía de vergüenza por la infamia de su pensamiento, añadió con un tono cínico:
—¡Nada de eso. Es honrada!
A Frédéric le entró remordimiento y apareció con más asiduidad por el periódico.
Los grandes caracteres que componían el nombre de Arnoux sobre la placa de mármol, en lo alto de la tienda, le parecían muy particulares y cargados de significaciones, como una escritura sagrada. La ancha acera, que bajaba, facilitaba su caminar, la puerta giraba casi sola, y la manecilla, lisa al tacto, tenía la suavidad y casi la inteligencia de una mano que apretaba la suya. Insensiblemente, se volvió tan puntual como Regimbart.
Todos los días Regimbart se sentaba al lado del fuego, en su sillón, se apoderaba del National, no lo soltaba, y expresaba su pensamiento por medio de exclamaciones o simplemente encogiéndose de hombros. De vez en cuando se secaba la frente con su pañuelo de bolsillo enrollado como una morcilla que guardaba entre los botones de su levita verde. Llevaba un pantalón de pliegues, zapatos altos, una corbata larga; y su sombrero de alas remangadas hacía que le reconociesen desde lejos entre la muchedumbre.
A las ocho de la mañana bajaba de lo alto de Montmartre a tomar el vino blanco en la calle Notre-Dame-des Victoires. Su comida, a la que seguían varias partidas de billar, le ocupaba hasta las tres. Entonces se encaminaba hacia el pasaje de los Panoramas para tomar el ajenjo. Después de la sesión en casa de Arnoux entraba en el cafetín Bordelais a tomar el vermout; luego, en vez de reunirse con su mujer, a menudo prefería cenar solo, en un pequeño café de la plaza Gaillon, donde pedía que le sirviesen «platos caseros, cosas naturales». Por fin se trasladaba a otro billar, y allí permanecía hasta medianoche, hasta la una de la mañana, hasta el momento en que, apagado el gas y cerradas las contraventanas, el dueño del establecimiento, extenuado, le pedía que saliese.
Y no era la afición a la bebida lo que atraía a estos lugares al ciudadano Regimbart, sino la costumbre inveterada de hablar allí de política; con la edad, su ardor había decaído, no le quedaba más que una melancolía silenciosa. Viéndolo con cara tan seria parecía que daba vueltas al mundo en su cabeza. Nada salía de ella; y nadie, ni siquiera sus amigos, le conocía ocupación, aunque presumía de tener una agencia de negocios.
Arnoux parecía estimarlo muchísimo. Un día dijo a Frédéric:
—Ese sabe un rato largo. ¡Vamos! Es un hombre enterado.
Otra vez, Regimbart extendió sobre su mesa papeles relativos a las minas de caolín en Bretaña; Arnoux confiaba en su experiencia.
Frédéric se mostró más ceremonioso con Regimbart, hasta llegar a invitarlo a ajenjo de vez en cuando, y, aunque lo tenía por estúpido, permanecía a menudo en su compañía durante una hora larga, sólo porque era amigo de Jacques Arnoux.
Después de haber estimulado en sus comienzos a maestros contemporáneos, el vendedor de cuadros, hombre progresista, había procurado, sin perder sus aires artísticos, ampliar sus beneficios económicos. Buscaba la emancipación de las artes, lo sublime a bajo precio. Todas las industrias del lujo parisino recibieron su influencia, que fue beneficiosa para las pequeñas cosas y funesta para las grandes. En su afán de halagar a la opinión, apartó de su vocación a los artistas hábiles, corrompió a los fuertes, agotó a los débiles e ilustró a los mediocres; los manejaba valiéndose de sus relaciones y de su revista. Los pintores noveles ambicionaban exponer en su vitrina y los tapiceros tomaban en su casa modelos de decoración, Frédéric lo tenía por un millonario, un diletante, un hombre de acción. Muchas cosas, sin embargo, le extrañaban, pues el tal Arnoux era astuto como buen comerciante.
Recibía de lo más remoto de Alemania o de Italia un cuadro comprado en París por mil quinientos francos, y, exhibiendo una factura que lo hacía subir a cuatro mil, lo volvía a vender en tres mil quinientos, como un favor. Una de sus jugadas habituales con los pintores era exigirles como propina una copia a tamaño reducido de su cuadro con el pretexto de publicar un grabado del mismo; vendía siempre la reproducción y nunca aparecía el grabado. A los que se quejaban de ser explotados les contestaba con una palmadita en el vientre. Gran hombre por lo demás, invitaba a fumar, tuteaba a los desconocidos, se entusiasmaba por una obra o por un hombre, y, cuando se apasionada, no reparaba en nada, multiplicaba las visitas, la correspondencia, los anuncios. Se sentía muy honrado, y, necesitando expansionarse, contaba ingenuamente sus faltas de delicadeza.
Una vez, para fastidiar a un colega que inauguraba otra revista de pintura, rogó a Frédéric que escribiese delante de él, un poco antes de la hora fijada, unas tarjetas en las que se cancelaban las invitaciones.
—Esto no va contra el honor, ¿comprende?
Y el joven no se atrevió a negarle este servicio.
Al día siguiente, al entrar con Hussonnet en su despacho, Frédéric vio a través de la puerta (la que daba a la escalera) desaparecer los bajos de un vestido.
—¡Mil perdones! —dijo Hussonnet—. ¡Si hubiera sabido que había mujeres!
—¡Oh!, aquella es la mía —replicó Arnoux—. Subía a hacerme una pequeña visita al pasar.
—¿Cómo? —dijo Frédéric.
—¡Pues sí!, se vuelve a sus habitaciones.
El encanto de las cosas que le rodeaban desapareció de repente. Lo que él sentía presente de una manera confusa acababa de desvanecerse, o más bien nunca había estado allí. Sentía una sorpresa infinita y como el dolor de una traición.
Arnoux, revolviendo en su cajón, sonreía. ¿Se burlaba de él? El dependiente puso sobre la mesa un fajo de papeles húmedos.
—¡Ah!, ¡los carteles! —exclamó el comerciante—. ¡No sé a qué hora voy a cenar esta tarde!
Regimbart recogía su sombrero.
—¿Cómo, me deja usted?
—¡Las siete! —dijo Regimbart.
Frédéric le siguió.
En la esquina de la calle Montmartre se volvió, echó una ojeada a las ventanas del primer piso, y rió interiormente compadeciéndose de sí mismo al recordar con qué amor las había contemplado tantas veces. ¿Dónde vivía ella? ¿Cómo encontrarla ahora? La soledad se abría de nuevo en torno a su deseo, más inmensa que nunca.
—¿Viene a tomarlo? —dijo Regimbart.
—¿Tomar, a quién?
—El ajenjo.
Y cediendo a sus obsesiones, Frédéric se dejó llevar al cafetín Bordelais. Mientras su compañero, apoyado en un codo, contemplaba la botella, él lanzaba miradas a derecha e izquierda. Pero vio la silueta de Pellerin en la acera; golpeó vivamente contra el cristal, y no se había sentado el pintor cuando Regimbart le preguntó por qué ya no se le veía en «El Arte Industrial».
—¡Qué reviente antes de volver a poner allí los pies! ¡Es un bruto, un burgués, un miserable, un tipo raro!
Estas injurias halagaban la cólera de Frédéric. Sin embargo, le dolían, pues le parecía que alcanzaban un poco a Mme. Arnoux.
—Pues ¿qué le ha hecho? —dijo Regimbart.
Pellerin dio una patada en el suelo y resopló en lugar de contestar. Se dedicaba a trabajos clandestinos, tales como retratos a dos colores o imitaciones de los grandes maestros para los aficionados poco entendidos; y, como estos trabajos le rebajaban, prefería generalmente callarse. Pero «la tacañería de Arnoux» le sacaba de quicio. Se tranquilizó.
Por un encargo, del que Frédéric había sido testigo, le había llevado dos cuadros. El marchante entonces se había permitido hacerle críticas. Había censurado la composición, el color y el dibujo, sobre todo el dibujo, en resumen, no los había aceptado a ningún precio. Pero apremiado por el vencimiento de un pagaré, Pellerin los había cedido al judío Isaac; y, quince días después, el mismo Arnoux los vendía a un español por dos mil francos.
—¡Ni un céntimo menos! ¡Qué pillería!, y hace muchas más, ¡pues claro! Un día de éstos lo veremos en los Tribunales.
—¡Qué exagerado! —dijo Frédéric con voz tímida.
—¡Bueno! ¡Cómo que exagerado! —exclamó el artista, dando un fuerte puñetazo en la mesa.
Este gesto de violencia devolvió al joven todo su aplomo. Sin duda, se podía tener un mejor comportamiento, pero, por otra parte, si Arnoux encontraba aquellos dos cuadros…
—¡Malos! ¡Suelte la palabra! ¿Los conoce usted? ¿Es usted del oficio acaso? Ahora bien, ¿sabe lo que le digo, amigo?, ¡yo no admito eso a los aficionados!
—¡Eh! eso, no es asunto mío —dijo Frédéric.
—¿Qué interés tiene usted en defenderle? —replicó fríamente Pellerin.
El joven balbuceó:
—Pues… porque soy su amigo.
—¡Déle un abrazo de mi parte! ¡Buenas tardes!
Y el pintor salió furioso, sin hablar, por supuesto, de su consumición.
Frédéric se había convencido a sí mismo defendiendo a Arnoux. En el calor de su defensa, se enterneció por aquel hombre inteligente y bueno, calumniado por sus amigos y que ahora trabajaba completamente solo, abandonado. No resistió el singular deseo de volver a verle inmediatamente. Diez minutos después empujaba la puerta de la tienda.
Arnoux estaba preparando, con su dependiente, unos carteles monstruo para una exposición de pintura.
—¡Anda!, ¿quién le trae?
Esta pregunta, muy simple, desconcertó a Frédéric; y, no sabiendo qué responder, preguntó si por casualidad no habrían encontrado su cuaderno, un pequeño cuaderno, con tapas de cuero azul.
—¿El cuaderno en el que guarda sus cartas de mujeres? —dijo Arnoux.
Frédéric, ruborizado como una doncella, se defendió de tal suposición.
—¿Sus poesías, entonces? —replicó el marchante.
Manejaba las muestras extendidas, discutía sobre su forma, su color, su marco; y Frédéric se sentía cada vez más irritado por su aspecto reflexivo, y sobre todo por sus manos, que se paseaban por los carteles, unas manos gordas, un poco blandas, de uñas planas. Por fin, Arnoux se levantó; y, diciendo: «¡Ya está!», le pasó la mano por la barbilla con aire familiar. Este exceso de familiaridad no le gustó a Frédéric, se echó hacia atrás; después franqueó el umbral del despacho, por última vez en su vida, creía. Madame Arnoux en persona se hallaba disminuida por la vulgaridad de su marido.
En la misma semana recibió una carta en la que Deslauriers anunciaba su llegada a París el jueves siguiente. Entonces recurrió de nuevo a este afecto más sólido y más fuerte… Un hombre como él valía tanto como todas las mujeres juntas. Ya no necesitaría a Regimbart, ni a Pellerin, ni a Hussonnet, ¡ni a nadie! Para alojar mejor a su amigo, compró una litera de hierro, una segunda butaca, duplicó su ropa de cama y, jueves por la mañana, se estaba vistiendo para ir a recibir a Deslauriers cuando sonó un timbrazo en la puerta. Arnoux entró.
—¡Solamente una palabra! Ayer me enviaron de Ginebra una hermosa trucha; contamos con usted esta tarde a la siete en punto. Es en la calle de Choiseul, 24 bis. ¡No se olvide!
Frédéric tuvo que sentarse. Le temblaban las rodillas. Se repetía: ¡Por fin! ¡Por fin! Después escribió a su sastre, a su sombrerero, a su zapatero; y mandó estos recados con tres recaderos distintos. La llave giró en la cerradura y apareció el conserje con un baúl sobre el hombro.
Frédéric, al ver a Deslauriers, se puso a temblar como una mujer adúltera sorprendida por su marido.
—¿De qué te sorprendes? —dijo Deslauriers—, tienes que haber recibido una carta mía.
Frédéric no tuvo el coraje de mentir.
Abrió los brazos y se echó sobre su pecho.
Después, el pasante contó su historia. Su padre no había querido rendirle cuentas por el tiempo de su tutela, imaginándose que dichas cuentas prescribían a los diez años. Pero, fuerte en Procesal, Deslauriers le había arrancado toda la herencia de su madre, siete mil francos netos, que llevaba encima, en una vieja cartera.
—Es una reserva en caso de desgracia. Tengo que pensar en colocarlos y en conseguirme un empleo mañana por la mañana. Por hoy, vacación completa, y a tu entera disposición, mi viejo amigo.
—¡Oh!, no te molestes —dijo Frédéric—. Si tuvieras algo importante para esta noche…
—¡Vamos!; sería un gran miserable…
Este epíteto, pronunciado al azar, llegó al fondo del corazón de Frédéric como una ofensa.
El conserje había dispuesto sobre la mesa, cerca del fuego, chuletas, galantina, una langosta, un postre y dos botellas de Burdeos. Un recibimiento tan bueno emocionó a Deslauriers.
—Me tratas como a un rey, palabra.
Hablaron de su pasado, del porvenir; y, de vez en cuando, se cogían las manos por encima de la mesa, mirándose con ternura un momento. Pero llegó un recadero con un sombrero nuevo. Deslauriers comentó en voz alta su brillo.
Luego el sastre en persona fue a entregar el traje que acababa de planchar.
—Parece que te vas a casar —dijo Deslauriers.
Una hora después apareció un tercer individuo y sacó de una gran bolsa negra un par de botas relucientes, espléndidas. Mientras que Frédéric se las probaba, el zapatero observaba socarronamente el calzado del provinciano.
—¿El señor no necesita nada?
—Gracias —replicó el pasante, escondiendo bajo la silla sus viejos zapatos de cordones.
Esta humillación molestó a Frédéric. No se decidía a revelarle su secreto. Por fin, exclamó, como asaltado por una idea:
—¡Ah!, ¡caramba!, me olvidaba.
—¿Qué?
—Esta noche ceno fuera.
—¿Con los Dambreuse? ¿Por qué no me hablabas nunca de ellos en tus cartas?
No era en casa de los Dambreuse, sino en la de Arnoux.
—Deberías haberme avisado —dijo Deslauriers—. Habría venido un día después.
—¡Imposible! —replicó bruscamente Frédéric—. Me han invitado justo esta mañana, hace un momento.
Y para disculparse y distraer a su amigo, desató las cuerdas enmarañadas de su baúl, colocó en la cómoda todas sus cosas, quería cederle su propia cama, acostarse en la leñera. Después, a las cuatro, comenzó a arreglarse.
—Tienes tiempo —le dijo el otro.
Finalmente, se vistió, salió.
«¡Estos ricos!», pensó Deslauriers.
Y se fue a cenar a un pequeño restaurante que conocía en la calle Saint-Jacques.
Frédéric se detuvo varias veces en la escalera, su corazón latía con fuerza. Uno de sus guantes, demasiado apretado, reventó; y mientras ocultaba la rotura bajo el puño de la camisa, Arnoux, que subía detrás, le tomó por el brazo y le hizo entrar.
La antesala, decorada al estilo chino, tenía una linterna pintada en el techo, y bambúes en las esquinas. Atravesando el salón, Frédéric tropezó en una piel de tigre. No habían encendido las lámparas, pero lucían dos allí en el fondo del gabinete.
La señorita Marta fue a decir que mamá se estaba vistiendo. Arnoux la alzó a la altura de su boca para besarla; después, queriendo escoger él mismo en la bodega unas botellas de vino, dejó a Frédéric con la niña.
Había crecido mucho desde el viaje de Montereau. Su pelo negro caía en largos rizos sobre sus brazos desnudos. Su vestido, más ahuecado que la falda de una bailarina, dejaba ver su pantorrilla rosa y toda su amable persona exhalaba la frescura de un ramillete de rosas. Recibió los cumplidos del caballero con aire de coqueta, le clavó una mirada profunda, luego, colándose entre los muebles, desapareció como un gato.
Frédéric ya no sentía confusión alguna. Los globos de las lámparas, cubiertos por un encaje de papel, proyectaban una luz lechosa que atenuaba el color de las paredes tapizadas de raso malva. A través de las planchas de la pantalla, parecidas a un gran abanico, se veían los carbones de la chimenea; había junto al reloj un cofrecito con cierres de plata. Por todas partes aparecían cosas íntimas: una muñeca en medio del canapé, un pañuelo en el respaldo de una silla, un jersey de lana del que colgaban dos agujas de marfil, con la punta para abajo. Era un lugar apacible, decente y familiar a un tiempo.
Arnoux entró, y, por la otra portezuela, apareció Madame Arnoux. Como estaba entre sombras, al principio no distinguió más que su cabeza. Llevaba un vestido de terciopelo negro, una amplia redecilla de seda roja, que, enredándose en la peineta, le caía sobre el hombro izquierdo.
Arnoux le presentó a Frédéric.
—¡Oh!, recuerdo perfectamente al señor —respondió ella.
Después llegaron los invitados, casi todos al mismo tiempo: Dittmer, Lovarias, Burrieu, el compositor Rosenwald, el poeta Teófilo Lorris, dos críticos de arte colegas de Hussonnet, un fabricante de papel y finalmente el ilustre Pedro Pablo Meinsius, el último representante de la gran pintura, que llevaba gallardamente, con su gloria, sus ochenta años y su gran panza.
Cuando pasó al comedor, Mme. Arnoux le cogió del brazo. Había quedado una silla libre para Pellerin. Arnoux le quería bien aunque lo explotaba. Por otra parte, tenía una lengua terrible, de tal modo que, para ablandarle, había publicado en El Arte Industrial su relato, acompañado de elogios hiperbólicos; y Pellerin, más sensible a la gloria que al dinero, apareció hacia las ocho, todo sofocado. Frédéric se imaginó que estaban reconciliados desde hacía tiempo.
La compañía, los platos, todo le gustaba. La sala, parecida a un locutorio medieval, estaba tapizada de cuero batido; una estantería holandesa se levantaba delante de una percha de chibuquí; y, alrededor de la mesa, las copas de cristal de Bohemia, de diversos colores, en medio de las flores y de las frutas, producían el efecto de un jardín iluminado.
Hubo diez clases de mostaza para elegir. Él tomó gazpacho, cari, jenjibre, mirlos de Córcega, lasañas romanas, bebió vinos exóticos, lip-fraoli y tokai. Arnoux se preciaba, en efecto, de ser un buen anfitrión y trataba a todos los conductores de los coches de correos, que le traían comestibles, y se relacionaba con cocineros de grandes casas, que le comunicaban recetas de las salsas.
Pero sobre todo era la conversación lo que divertía a Frédéric. Su afición a los viajes fue ensalzada por Dittmer, que habló del Oriente y satisfizo su curiosidad por las cosas de teatro escuchando a Rosenwald hablar de la Ópera; y la vida atroz de la bohemia, contada con alegría por Hussonnet, que le relató de una manera pintoresca cómo había pasado todo un invierno sin comer más que queso de Holanda. Después, una discusión entre Lovarias y Burrieu, sobre la escuela florentina, le reveló la existencia de obras maestras, le abrió horizontes, y le costó trabajo contener su entusiasmo cuando Pellerin exclamó:
—¡Déjeme en paz con su horrible realidad! ¿Qué quiere decir eso, la realidad? Unos ven negro, otros azul, la mayoría ve tonterías. Nada más natural que Miguel Ángel, nada más fuerte. La preocupación por la verdad exterior denota la vulgaridad contemporánea; si continuamos por este camino el arte se convertirá en algo por debajo de la religión como poesía y de la política como interés. Ustedes no alcanzarán su objetivo —¡sí, su objetivo!—, que es causarnos una emoción impersonal, con pequeñas obras, a pesar de todas sus sutilezas de ejecución. Ahí están los cuadros de Bassolier, por ejemplo: es bonito, coquetón, aseadito, y no pesado. Se puede meter en el bolsillo, llevarlo de viaje; los notarios pagan por eso veinte mil francos; la idea no vale tres cuartos; pero sin idea, nada hay grande; sin grandeza, no hay belleza; el Olimpo es una montaña. El monumento más grandioso será siempre las pirámides. Vale más la exuberancia que el gusto, el desierto que una acera, y un salvaje que un peluquero.
Frédéric, escuchando estas cosas, miraba a Mme. Arnoux. Aquellas palabras caían en su ánimo como metales en una hoguera, aumentaban su pasión y despertaban amor.
Estaba sentado tres puestos más abajo que ella en el mismo lado. De vez en cuando, ella se inclinaba un poco, volviendo la cabeza a su hijita y, como entonces sonreía, se le formaba un hoyito en la mejilla, lo cual daba a su cara un aire de bondad más delicada.
En el momento de los licores, ella se ausentó. La conversación se hizo muy libre; el señor Arnoux brilló en ella y Frédéric quedó asombrado del cinismo de aquellos hombres. Sin embargo, el hecho de que se preocupasen tanto por las mujeres establecía entre ellos y él una especie de igualdad que le hacía elevarse en su propia estimación.
De nuevo en el salón, cogió al azar uno de los álbumes que andaban sobre la mesa. Los grandes artistas de la época lo habían ilustrado con dibujos, habían puesto en ellos prosa, versos o simplemente sus firmas; entre los nombres famosos se encontraban muchos desconocidos para él, y los pensamientos curiosos no aparecían más que inmersos en un mar de tonterías. Todos contenían un homenaje más o menos directo a Mme. Arnoux. Frédéric no se habría atrevido a escribir una sola línea al lado.
Ella fue a buscar a su gabinete el cofrecito con cierres de plata que él había visto sobre la chimenea. Era un regalo de su marido, una obra del Renacimiento. Los amigos de Arnoux lo elogiaron, su mujer lo agradecía; movido por un sentimiento de ternura, él le dio un beso delante de todo el mundo.
Después, se pusieron a hablar unos con otros, por grupos; el bueno de Meinsius estaba con Mme. Arnoux en una butaca al lado del fuego; ella se acercaba a su oído, sus cabezas se tocaban; y Frédéric habría aceptado ser sordo, impedido y feo por tener un nombre ilustre y el pelo blanco, en fin, por tener algo que le entronizase en semejante intimidad. Se consumía de rabia contra su propia juventud.
Pero ella fue al rincón del salón donde estaba él y le preguntó si conocía a algunos de los invitados, si le gustaba la pintura, cuánto tiempo llevaba de estudiante en París. Cada palabra que salía de su boca le parecía a Frédéric una cosa nueva, algo que dependía exclusivamente de su persona. Él contemplaba los flecos de su peinado, que acariciaban el hombro desnudo; y no le quitaba ojo, hundía su alma contemplando la blancura de aquella carne femenina; sin embargo, no se atrevía a levantar sus párpados para verla más de frente, cara a cara.
Rosenwald los interrumpió, rogando a Mme. Arnoux que cantase algo. Él hizo el preludio, ella esperaba; sus labios se entreabrieron y un sonido puro, largo, prolongado como un hilo se elevó al aire.
Frédéric no entendió nada de la letra, que estaba en italiano.
Aquello comenzaba sobre un ritmo grave, como un canto litúrgico después, animándose en el crescendo, se multiplicaban los efectos sonoros, se calmaba de pronto; y la melodía reaparecía amorosamente, con una oscilación amplia e indolente.
Ella seguía de pie, cerca del teclado, los brazos caídos, la mirada perdida. A veces, para leer la partitura, entornaba sus párpados adelantando la frente un instante. En las notas bajas su voz de contralto tomaba una entonación lúgubre que helaba, y entonces su hermosa cabeza, de grandes cejas, se inclinaba sobre su hombro; su pecho se ensanchaba, sus brazos se abrían, su cuello de donde salían trinos se inclinaba suavemente hacia atrás como si recibiera besos del aire; emitió tres notas agudas, volvió a bajar, dio una más alta todavía, y, después de un silencio, terminó con un calderón.
Rosenwald siguió al piano. Continuó tocando para él. De vez en cuando desaparecía alguno de los invitados. A las once ya se iban los últimos. Arnoux salió con Pellerin, con el pretexto de acompañarle. Era de esas personas que se encuentran mal si no dan su paseíto después de cenar.
Mme. Arnoux se había acercado a la antesala; Dittmer y Hussonnet la saludaban, ella les tendió la mano; se la dio igualmente a Frédéric y él sintió como una especie de penetración en todos los átomos de su piel.
Dejó a sus amigos; necesitaba estar solo. Su corazón se le salía del pecho. ¿Por qué le había dado la mano? ¿Era un gesto irreflexivo o un estímulo? «¡Vaya!, ¡estoy loco!» ¿Qué importaba por otra parte, ya que ahora podía frecuentarla sin dificultad, vivía en su ambiente?
Las calles estaban desiertas. A veces pasaba una carreta pesada sacudiendo el pavimento. Las casas se sucedían con fachadas grises, ventanas cerradas, y pensaba desdeñosamente en todos esos hombres acostados detrás de aquellas paredes, que vivían sin verla y ninguno de los cuales pensaba siquiera que existiese. Ya no tenía conciencia de lo que le rodeaba, del espacio, de nada, y, pisando fuerte, pegando con el bastón en los cierres de las tiendas, seguía caminando, sin rumbo, loco de alegría, entusiasmado. Un aire húmedo lo envolvió; se dio cuenta de que estaba a la orilla de los muelles.
Las farolas brillaban en dos líneas rectas interminables y largas llamas rojas temblaban en la profundidad del agua. Esta era de color pizarra, mientras que el cielo, más claro, parecía sostenido por las grandes masas de sombra que se alzaban de cada lado del río. Edificios que era imposible distinguir hacían redoblar la oscuridad. Una niebla luminosa flotaba más allá sobre los tejados; todos los ruidos se fundían en un solo murmullo; soplaba un viento ligero.
Él se había detenido en medio del Pont-Neuf y, con la cabeza descubierta, ensanchando el pecho, aspiraba el aire. Entretanto, sentía subir del fondo de sí mismo como un flujo de ternura que le ponía nervioso, semejante al movimiento que hacían las olas bajo su vista. El reloj de una iglesia dio la una, lentamente, como si fuera una voz que le hubiese llamado.
Entonces fue presa de uno de esos estremecimientos del alma que parecen transportarnos a un mundo superior. Se sentía dotado de una facultad extraordinaria cuyo objeto ignoraba. Se preguntó seriamente si sería un gran pintor o un gran poeta; y se decidió por la pintura, pues las exigencias de este oficio le acercarían a Mme. Arnoux. ¡Por fin había encontrado su vocación! La razón de su existencia estaba ahora clara y el porvenir seguro.
Cuando cerró la puerta oyó roncar a alguien en el cuartillo oscuro, al lado de su habitación. Era el otro. Ya no pensaba en él.
En el espejo se reflejaba su propia cara. Se encontró hermoso, y quedó contemplándose por espacio de un minuto.