CAPÍTULO III

Dos meses después Frédéric, pasando una mañana por la calle Coq-Héron, pensó de pronto en hacer su gran visita.

El azar le había favorecido. El señor Roque había ido a llevarle un rollo de papeles, rogándole que los entregara en persona en casa del señor Dambreuse; y el envío iba acompañado de una tarjeta abierta en la que presentaba a su joven paisano.

La señora Moreau se mostró sorprendida de esta gestión. Frédéric disimuló el placer que le causaba.

El señor Dambreuse era en realidad el conde de Ambreuse; pero desde 1825, abandonando poco a poco su nobleza y su partido, se había dedicado a la industria; y, con la oreja en todos los despachos, la mano en todas las empresas, al acecho de las buenas ocasiones, sutil como un griego y laborioso como un auvernés, había reunido una fortuna que se tenía por considerable; además era oficial de la Legión de Honor, miembro del Consejo General de l’Aube, diputado, par de Francia uno de aquellos días; servicial, por lo demás, cansaba al ministro con sus continuas peticiones de ayudas, cruces, estancos; y, en sus roces con el poder, se inclinaba al centro-izquierda. Su mujer, la guapa señora Dambreuse, a quien citaban los periódicos de modas, presidía las reuniones de caridad.

Camelando a las duquesas, apaciguaba los rencores del noble faubourg y hacia creer que el señor Dambreuse todavía podía arrepentirse y prestar servicios.

El joven estaba preocupado por esta visita a los Dambreuse.

«Hubiese hecho mejor poniéndome el traje. Seguro que me invitarían al baile de la semana próxima. ¿Qué van a decir de mí?».

Recobró el aplomo al pensar que el señor Dambreuse no era más que un burgués. Y saltó presto de su cabriolé a la acera de la calle de Anjou.

Franqueada una de las puertas cocheras, atravesó el patio, subió la escalinata y entró en un vestíbulo pavimentado de mármol de color.

Una doble escalera recta, con una alfombra roja sujetada por una barra de cobre, se apoyaba en las altas paredes de estuco brillante. Al pie de la escalera había un plátano cuyas anchas hojas caían sobre el terciopelo del pasamanos. Dos candelabros de bronce sostenían globos de porcelana colgados de cadenitas; los respiraderos abiertos de las estufas hacían una atmósfera cargada; y no se oía más que el tic tac de un gran reloj instalado en el otro extremo del vestíbulo bajo una panoplia.

Sonó un timbre; apareció un criado e hizo pasar a Frédéric a una salita, donde se distinguían las cajas de caudales, con compartimientos llenos de cajas de cartón. El señor Dambreuse escribía en el centro de la salita sobre un escritorio de corredera.

Leyó atentamente la carta del señor Roque, abrió con su cortaplumas la tela que envolvía los papeles y los examinó.

De lejos, por su talle delgado, podía parecer todavía joven. Pero su escaso pelo blanco, sus miembros débiles y sobre todo la extraordinaria palidez de su cara acusaban un temperamento deteriorado. Una energía firme reposaba en sus ojos verde mar, más fríos que si fueran de vidrio. Tenía los pómulos salientes y unas manos sarmentosas.

Por fin, ya de pie, hizo al joven algunas preguntas sobre personajes conocidos suyos, sobre Nogent, sobre sus estudios; después lo despidió con una inclinación, Frédéric salió por otro corredor y se encontró en la parte baja del patio, cerca de las cocheras.

Un cupé azul, tirado por un caballo negro, aguardaba delante de la escalinata. Se abrió la portezuela, subió una dama, y el coche, con un ruido sordo, empezó a rodar sobre la arena.

Frédéric, al mismo tiempo que ella, llegó del otro lado, bajo la puerta cochera. Como el espacio no era bastante ancho, tuvo que esperar. La joven dama asomada a la ventanilla hablaba en voz baja con el conserje. Frédéric no veía más que la espalda, cubierta por una capa violeta. Entretanto escudriñaba dentro del coche, tapizado de reps azul, con pasamanería de seda. El vestido de la dama lo llenaba; de aquella cajita acolchada se desprendía un perfume de lirio y un vago olor de elegancias femeninas. El cochero aflojó las riendas, el caballo rozó el guardacantón bruscamente y todo desapareció.

Frédéric regresó a pie por los bulevares.

Sentía no haber podido distinguir a la señora Dambreuse.

Un poco más arriba de la calle Montmartre, un atasco de coches le hizo volver la cabeza; y del otro lado, enfrente, leyó sobre una placa de mármol:

JACQUES ARNOUX

¿Cómo no había pensado en ella antes? La culpa era de Deslauriers, y se acercó a la tienda; sin embargo, no entró, esperó a que apareciera ella.

Las altas lunas transparentes ofrecían a las miradas en una hábil disposición, estatuillas, dibujos, grabados, catálogos, números de El Arte Industrial; y los precios de suscripción se repetían en la puerta, decorada en el centro con las iniciales del editor. Se veían en las paredes grandes cuadros brillantes de barniz; luego, en el fondo, dos grandes arcones llenos de porcelanas, de bronces, de curiosidades tentadoras; una pequeña escalera los separaba, cerrada en lo alto por una portezuela de moqueta; y una lámpara de vieja porcelana de Sajonia, una alfombra verde sobre el suelo, con una mesa de marquetería daban a este interior más la apariencia de un salón que de una tienda.

Frédéric aparentaba examinar los dibujos. Después de muchos titubeos entró.

Un empleado levantó la portezuela y contestó que el señor no estaría en la tienda antes de las cinco. Pero si él podía darle el recado…

—¡No!, ¡volveré! —replicó en voz baja Frédéric.

Los días siguientes los empleó en buscarse un alojamiento; y se decidió por una habitación en el segundo piso, en un hotel amueblado, en la calle Saint-Hyacinthe.

Con un cartapacio completamente nuevo bajo el brazo, se fue a la apertura de curso. Trescientos jóvenes, con la cabeza descubierta, llenaban un anfiteatro donde un viejo en toga roja disertaba con voz monótona; se oía el rasgueo de las plumas sobre el papel. Volvía a encontrar en aquella sala el olor a polvo de las clases, una cátedra de forma parecida, el mismo aburrimiento. Durante quince días siguió acudiendo a clase. Pero aún no habían llegado al artículo 3, cuando dejó el Código Civil y abandonó las Instituciones en la Summa divisio personarum.

Los gozos que se había imaginado no llegaban; y habiendo agotado los libros de una sala de lectura, recorrido las colecciones del Louvre y visto varias veces seguidas el espectáculo, se sumió en un ocio mejor.

Mil cosas nuevas aumentaban su tristeza. Tenía que contar su ropa interior y soportar al conserje, un patán con aire de enfermero, que iba por la mañana a hacerle la cama, oliendo a vino y refunfuñando. Su apartamento, adornado con un reloj de alabastro, no le gustaba. Los tabiques eran delgados; oía a los estudiantes hacer ponche, reír, cantar.

Cansado de aquella soledad, buscó a uno de sus antiguos compañeros, llamado Bautista Martinon, y lo encontró en una pensión burguesa de la calle Saint-Jacques empollando el Procesal, delante de una estufa de carbón mineral.

Frente a él, una mujer con un vestido de algodón zurcía unos calcetines.

Martinon era lo que se llama un hombre muy guapo; alto, mofletudo, las facciones regulares y ojos azules saltones; su padre, rico labrador, le destinaba a la magistratura, y, queriendo ya parecer serio, llevaba barba corta.

Como los aburrimientos de Frédéric no tenían causa razonable y no podía argüir ninguna desgracia, Martinon no comprendió ninguna de sus lamentaciones sobre la existencia. En cuanto a él, iba todas las mañanas a clase, se paseaba luego por el Luxemburgo, tomaba por la tarde su media taza en el café, y, con mil quinientos francos al año y el amor de aquella trabajadora se sentía plenamente feliz.

«¡Qué dicha!», exclamó Frédéric para sus adentros.

En la Escuela había hecho otros conocimientos, el del señor de Cisy, hijo de una gran familia y que parecía una señorita por la amabilidad de sus maneras.

El señor de Cisy se dedicaba al dibujo, le gustaba mucho el gótico. Varias veces fueron juntos a admirar la Santa Capilla y Nuestra Señora. Pero la distinción del joven aristócrata ocultaba una inteligencia de lo más pobre. Todo le sorprendía; reía mucho a la menor broma y mostraba una ingenuidad tan completa que Frédéric lo tomó al principio por un bromista, y finalmente lo consideró como un tonto.

No tenía con quien expansionarse y seguía esperando la invitación de los Dambreuse.

El día de Año Nuevo les envío tarjetas de visita, pero él no recibió ninguna.

Había vuelto a El Arte Industrial.

Volvió por tercera vez, y, por fin, vio a Arnoux, que discutía en medio de cinco o seis personas y que apenas contestaba a su saludo; Frédéric se sintió molesto. No dejó por eso de pensar en la manera de llegar hasta ella.

Primero se le ocurrió la idea de presentarse de pronto para informarse del precio de los cuadros. Después pensó en «dejar» en el buzón del periódico algunos artículos «muy fuertes», lo cual iniciaría relaciones. Quizás era mejor ir directamente al grano, ¿declararle el amor? Así que escribió una carta de doce páginas, llena de efusiones líricas y de apostrofes; pero la rompió y no hizo nada, no intentó nada, inmovilizado por el miedo al fracaso.

Encima de la tienda de Arnoux había en el primer piso tres ventanas, con luz, todas las tardes. Por detrás circulaban sombras, una sobre todo era la suya; y él se esforzaba desde muy lejos para mirar hacia aquellas ventanas y contemplar aquella sombra.

Una negra con la que se cruzó un día en las Tullerías, con una niñita de la mano, le recordó a la negra de Mme. Arnoux. Ella debía de ir allí como las demás; cada vez que atravesaba las Tullerías su corazón latía con la esperanza de encontrarla. Los días de sol continuaba su paseo hasta el final de los Campos Elíseos.

Mujeres indolentemente sentadas en calesas y cuyos velos flotaban al viento desfilaban cerca de él, al paso firme de sus caballos, con un balanceo insensible que hacía crujir los cueros charolados. Aumentaban los coches, y, acortando la marcha a partir del Rond-Point, ocupaban toda la calzada. Las crines estaban al lado de las crines, las linternas cerca de las linternas; los estribos de acero, las barbadas de plata eran otros tantos focos que brillaban aquí y allí entre los calzones cortos, los guantes blancos y las pieles que colgaban sobre el blasón de las portezuelas. Él se sentía como perdido en un mundo lejano. Sus ojos vagaban sobre las cabezas femeninas; y remotos parecidos le recordaban a Mme. Arnoux. Se la imaginaba en medio de las demás, en uno de esos pequeños cupés, parecido al de la señora Dambreuse. Pero el sol se ocultaba y el viento frío levantaba remolinos de polvo. Los cocheros hundían la barbilla en sus corbatas, las ruedas empezaban a girar más de prisa, el macadán crujía y todos los carruajes bajaban al gran trote de la larga avenida, rozándose, adelantándose, apartándose los unos de los otros: después, en la plaza de la Concordia, se dispersaban. Detrás de las Tullerías, el cielo se volvía a poner de color pizarra. Los árboles del jardín formaban dos masas enormes, violáceas en la copa. Las farolas de gas se encendían; y toda la superficie verdosa del Sena se rasgaba en reflejos de plata contra los pilares de los puentes.

Iba a cenar por cuarenta y tres sueldos a un restaurante en la calle de la Harpe.

Miraba con desdén el viejo mostrador de caoba, las servilletas sucias, la cubertería grasienta y los sombreros colgados en la pared. Los que estaban a su alrededor eran estudiantes como él. Hablaban de sus profesores, de sus amigas. ¡Mucho se preocupaba él de sus profesores! ¡Acaso tenía una amiga! Para evitar sus expansiones de alegría, llegaba lo más tarde posible. Había restos de comida en todas las mesas. Los dos camareros, cansados, dormían en rincones, y un olor a cocina, a quinqué y a tabaco llenaba la sala vacía.

Después volvía a subir lentamente las calles. Las farolas se balanceaban haciendo temblar sobre el barro largos reflejos amarillentos. Rozando la acera se deslizaban unas sombras con paraguas. El pavimento estaba grasiento, la bruma caía, y le parecía que las tinieblas húmedas, envolviéndole, resbalaban indefinidamente en su corazón.

Le entró un remordimiento. Volvió a clase. Pero como había perdido el hilo de lo que llevaban explicado, no comprendía las cosas más sencillas.

Empezó a escribir una novela titulada Silvio, el hijo del pescador. La acción sucedía en Venecia. El héroe era él mismo; la heroína, Mme. Arnoux. Se llamaba Antonia; y, para conseguirla, asesinaba a varios hidalgos, caballeros, quemaba una parte de la ciudad y cantaba bajo su balcón, donde la brisa hacía palpitar las cortinas de damasco rojo del bulevar Montmartre. Las reminiscencias demasiado numerosas de las que se dio cuenta le desanimaron; no siguió adelante, y su ocio se redobló.

Entonces suplicó a Deslauriers que fuese a compartir con él su habitación. Se arreglarían para vivir con los dos mil francos de pensión de Frédéric, todo era mejor que aquella existencia insoportable. Deslauriers no podía dejar todavía Troyes. Le animaba a distraerse y a frecuentar a Senecal.

Senecal era un profesor particular de Matemáticas, hombre de gran cabeza y de convicciones republicanas, un futuro Saint-Just, decía el pasante de abogado. Frédéric había subido tres veces los cinco pisos de su casa sin recibir a cambio ninguna visita de él. No volvió más.

Quiso distraerse. Fue a los bailes de la Ópera. Aquellas alegrías tumultuosas le helaban antes de entrar. Además, le retenía el temor de verse en un apuro a la hora de pagar una cena con una disfrazada que le obligaba a gastos considerables; era una gran aventura.

Le parecía, sin embargo, que merecía que le quisieran. A veces se despertaba con el corazón lleno de esperanza, se vestía elegantemente como para una cita y no paraba de hacer compras en París, A cada mujer que caminaba delante de él o con la que se cruzaba se decía «¡Ahí está!». Era cada vez una nueva decepción. La idea de Mme. Arnoux redoblaba estas ansias. La encontraría tal vez en su camino; y se imaginaba, para abordarla, peligros extraordinarios de los que él la salvaría.

Así pasaban los días, repitiéndose los mismos aburrimientos y los hábitos contraídos. Hojeaba folletos bajo las arcadas del Odeón, iba a leer la Revue des deux Mondes al café, entraba en una sala del Colegio de Francia, escuchaba durante una hora una lección de chino o de Economía Política. Todas las semanas escribía una larga carta a Deslauriers, cenaba de vez en cuando con Martinon, veía alguna vez al señor De Cisy.

Alquiló un piano y compuso valses alemanes.

Una noche, en el teatro del Palais Royal, vio en un palco de proscenio a Arnoux al lado de su mujer. ¿Era ella? La pantalla de tafetán verde estirada, al borde del palco, ocultaba su cara. Por fin se levantó; cayó el telón. Era una persona alta, de unos treinta años, ajada y cuyos gruesos labios descubrían al reír unos dientes espléndidos. Hablaba en tono familiar con Arnoux y le daba golpes en los dedos con el abanico. Después una chica rubia, con los ojos un poco rojos como de haber llorado, se sentó entre ellos. Arnoux permaneció desde entonces medio inclinado sobre sus hombros, hablándole mientras ella escuchaba en silencio. Frédéric se entretenía en descubrir la condición de aquellas mujeres modestamente vestidas con ropa oscura, con cuellos vueltos.

Al final del espectáculo se precipitó a los pasillos. La muchedumbre los llenaba. Arnoux, delante de él, bajaba uno a uno los escalones, dando el brazo a las dos mujeres.

De pronto se encendió una farola de gas. Él llevaba un crespón negro en su sombrero. ¿Acaso había muerto ella? Esta idea atormentó a Frédéric tan fuertemente que al día siguiente corrió a El Arte Industrial, y, pagando rápidamente uno de los grabados expuestos delante del reloj, preguntó al dependiente de la tienda cómo seguía el señor Arnoux.

El mozo respondió:

—Pues, muy bien.

Y Frédéric añadió, palideciendo:

—¿Y la señora?

—La señora también.

Frédéric se olvidó de llevarse el grabado.

Terminó el invierno. Estuvo menos triste en primavera, empezó a preparar su examen, y habiendo aprobado con una nota mediocre marchó luego para Nogent.

No fue a Troyes a ver a su amigo para evitar los comentarios de su madre. Luego, al comienzo del curso, dejó su apartamento y tomó en la avenida Napoleón dos habitaciones. No tenía la esperanza de ser invitado a casa de los Dambreuse; su gran pasión por Mme. Arnoux empezaba a apagarse.

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