CAPÍTULO I

Cuando se vio instalado en su asiento, en el cupé, al fondo de su compartimiento, y la diligencia se puso en marcha, arrastrada por los cinco caballos que salieron pitando a la vez, sintió que una especie de embriaguez le inundaba. Como un arquitecto que hace el plano de un palacio, programó su vida. La llenó de exquisiteces y de esplendores, subía hasta el cielo; allí aparecía una prodigalidad de cosas, y su contemplación era tan profunda que los objetos exteriores habían desaparecido.

Al pie de la cuesta de Sourdun se dio cuenta de dónde estaban. No habían hecho más que cinco kilómetros a lo sumo, Frédéric se indignó. Bajó la ventanilla para ver la carretera. Preguntó varias veces al cochero cuánto tiempo faltaba exactamente para llegar. Entretanto se calmó, y seguía en su rincón con los ojos abiertos.

La linterna colgada en el asiento del postillón alumbraba las grupas de los caballos de varas. Más allá no veía nada más que las crines de los otros caballos que ondulaban como olas blancas; sus resoplidos formaban una neblina a cada lado del tiro; las cadenetas de hierro sonaban, los cristales temblaban en sus bastidores; y el pesado coche rodaba sobre el pavimento a una marcha uniforme. De vez en cuando se distinguía la pared de un granero, o bien una posada completamente sola. A veces, pasando por los pueblos, el horno de un panadero proyectaba fulgores de incendio, y la silueta monstruosa de los caballos corría sobre la casa de enfrente. En los relevos, después de desenganchar, se hacía un gran silencio durante un minuto. Alguien pateaba arriba, en la baca, mientras que en el umbral de una puerta una mujer, de pie, protegía una vela con su mano. Después el cochero saltaba al estribo y la diligencia reanudaba la marcha.

En Mormans se oyeron las campanadas de la una y cuarto.

—Ya es hoy —pensó—, hoy mismo, dentro de poco.

Pero, poco a poco, sus esperanzas y sus recuerdos, Nogent, la calle de Choiseul, Mme. Arnoux, su madre, todo se confundía.

Un sordo ruido de tablas le despertó, atravesaban el puente de Charenton, era París. Entonces, sus dos compañeros, quitándose uno la gorra, el otro el pañuelo, se pusieron el sombrero y empezaron a hablar. El primero, un hombre gordo y colorado, con levita de terciopelo, era un negociante; el segundo iba a la capital a consultar a un médico, y, temiendo haberle molestado durante la noche, Frédéric le pidió espontáneamente disculpas, hasta tal punto la felicidad había enternecido su corazón.

Como el andén de la estación estaba anegado, sin duda, continuaron recto y se encontraron de nuevo en el campo. A lo lejos humeaban altas chimeneas de fábricas. Después giraron en Ivry. Subieron una calle; de pronto percibió la cúpula del Panteón.

La llanura, revuelta, parecía un campo de ruinas. El recinto de las fortificaciones le hacía un saliente horizontal; y sobre los arcenes de tierra que bordeaban la carretera había pequeños árboles sin ramas protegidos por listones erizados de clavos. Establecimientos de productos químicos alternaban con almacenes de tratantes de maderas. Altas puertas, como las que hay en las granjas, dejaban ver, por sus batientes entreabiertos, el interior de innobles patios llenos de inmundicias, con charcos de agua sucia en el medio. Largas tabernas color sangre de buey ostentaban en el primer piso, entre las ventanas, dos tacos de billar en forma de aspa en una corona de flores pintadas; aquí y allí, una casucha de yeso a medio hacer estaba abandonada. Después la doble fila de casas ya no se interrumpía; y sobre la desnudez de sus fachadas, se destacaba, de tarde en tarde, un gigantesco cigarro de latón, para indicar un estanco. Placas de comadronas representaban a una matrona, de cofia, meciendo un rorro en una colcha guateada, con adornos de encaje. Las esquinas de las paredes estaban cubiertas de carteles casi todos rotos que se agitaban al viento como harapos. Pasaban obreros en guardapolvos, carromatos de cerveceros, furgones de lavanderas y carretas de carniceros; caía una lluvia fina, hacía frío, el cielo estaba pálido, pero dos ojos, que para él eran dos soles, resplandecían entre la bruma.

Estuvieron mucho tiempo parados en el fielato, pues hueveros, carreteros y un rebaño de corderos producían un atasco. El centinela, con la capucha hacia adelante, se paseaba ante su garita para calentarse. El consumero subió a la imperial y se oyeron los sones de una banda de cornetas. Bajaron el bulevar a trote ligero, sacudiendo los balancines y ondulando las correas del tiro. La tralla del largo látigo restallaba en el aire húmedo. El cochero lanzaba un grito sonoro: «¡Fuego, fuego!, ¡arre!», y los barrenderos se apartaban, los peatones daban un salto atrás, el barro salpicaba contra las ventanillas, se cruzaban con volquetes, cabriolés, ómnibus. Por fin, apareció la verja del Jardín Botánico.

El Sena, amarillento, llegaba casi al tablero de los puentes. Una fresca brisa se desprendía de él. Frédéric la aspiró con todas sus fuerzas saboreando ese buen aire de París, que parece contener efluvios amorosos y emanaciones intelectuales; sintió enternecerse al ver el primer simón. Y le gustaba hasta el umbral de los vendedores de botellas de vino envueltas en paja, hasta los limpiabotas con sus cajas, hasta los dependientes de ultramarinos que daban vueltas al tostador de café. Pasaban mujeres con paso menudo y ligero tapadas con sus paraguas, él se inclinaba para verles la cara; por casualidad podía ocurrir que Mme. Arnoux fuese una de ellas.

Desfilaban las tiendas, aumentaba la gente, el ruido se hacía más fuerte. Después del muelle San Bernardo, el muelle de la Tournelle y el muelle Montebello, tomaron el muelle Napoleón; quiso ver las ventanas, estaban lejos. Luego volvió a atravesar el Sena por el Pont-Neuf, bajaron hasta el Louvre, y, por las calles Saint-Honoré, Croix-des-Petits-Champs y del Boulois, llegaron a la calle Coq-Héron, y entraron en el patio del hotel.

Para prolongar su placer, Frédéric se vistió con toda la parsimonia, e incluso se trasladó a pie al bulevar Montmartre; sonreía a la idea de volver a ver enseguida, sobre la placa de mármol, el nombre querido, levantó los ojos. Y a no había ni vitrinas, ni cuadros, ¡ni nada!

Corrió a la calle de Choiseul. Los señores Arnoux no vivían allí, y una vecina guardaba la portería; Frédéric la esperó; por fin, apareció el portero, ya no era el mismo. No sabía las señas de los Arnoux.

Frédéric entró en un café, y, mientras desayunaba, consultó el Almanaque del Comerciante. Había trescientos Arnoux, ¡pero ningún Jacques Arnoux! ¿Dónde vivían? Pellerin tenía que saberlo.

Se trasladó hasta la cabecera del faubourg Poissonnière, a su taller.

Como la puerta no tenía campanilla ni martillo, dio grandes puñetazos, llamó, gritó. No tuvo más respuesta que el vacío.

Pensó después en Hussonnet. Pero ¿dónde descubrir a tal hombre? Una vez, él los había acompañado hasta la casa de su amante, calle de Fleurus. Cuando llegó a la calle de Fleurus, Frédéric se dio cuenta de que no sabía el nombre de la señorita.

Recurrió a la Prefectura de Policía. Subió y bajó escaleras, anduvo de despacho en despacho. El de información estaba cerrando. Le dijeron que volviese al día siguiente.

Después entró en todas las tiendas de cuadros que pudo descubrir, para saber si conocían a Arnoux. El señor Arnoux no se dedicaba ya al comercio.

Por fin, desanimado, agotado, enfermo, regresó a su hotel y se acostó. En el momento en que se metía entre las sábanas una idea le hizo saltar de gozo:

—¡Regimbart!, ¡qué imbécil soy por no haber pensado en él!

Al día siguiente, a las siete, llegó a la calle Notre-Dame-des-Victoires, delante de la tienda de un aguardentero donde Regimbart acostumbraba a tomar el vino blanco. Aún no estaba abierto; dio una vuelta por las proximidades, y, al cabo de media hora, se presentó de nuevo. Regimbart acababa de salir, Frédéric se lanzó a la calle. Creyó incluso percibir a lo lejos su sombrero; un coche fúnebre y coches de acompañamiento se interpusieron. Pasado el atasco, la visión había desaparecido.

Afortunadamente, recordó que el Ciudadano almorzaba todos los días a las once en un pequeño restaurante de la plaza Gaillon. Era sólo cuestión de paciencia; y después de un interminable vagabundear de la Bolsa a la Magdalena, y de la Magdalena al Gimnasio, Frédéric a las once en punto entró en el restaurante de la plaza Gaillon seguro de encontrar allí a su Regimbart.

—No le conozco —dijo el fogonero en un tono arrogante.

Frédéric insistía; el otro repuso:

—Ya no le conozco, señor —arqueando las cejas majestuosamente y haciendo unos movimientos de cabeza que revelaban un misterio.

Pero, la última vez que se habían visto, el Ciudadano había hablado del cafetín Alexandre. Frédéric tragó un bollo y, saltando a un cabriolé, preguntó al cochero si no había en alguna parte, en lo alto de Santa Genoveva, un cafetín llamado Alexandre. El cochero le llevó a la calle de Francs Bourgeois-Saint-Michel a un establecimiento de aquel nombre, y a su pregunta: «¿el señor Regimbart, por favor?» el cafetero le contestó, con una sonrisa supergraciosa:

—Todavía no lo hemos visto, señor —mientras echaba a su esposa, sentada en el mostrador, una mirada de inteligencia.

E inmediatamente, mirando el reloj:

—Pero lo tendremos, espero, dentro de unos diez minutos, un cuarto de hora a lo sumo. ¡Celestina, pronto!, ¡los periódicos!

—¿Qué desea tomar el señor?

Aunque no tenía ganas de nada, Frédéric tomó una copa de ron, después una copa de kirsch, luego una de curaçao, después diferentes grogs tanto fríos como calientes. Leyó todo el Siècle del día y lo releyó; examinó hasta los granos del papel, la caricatura del Charivari; al final se sabía de memoria los anuncios. De vez en cuando resonaban pisadas en la acera, ¡era él! y la silueta de alguien se perfilaba sobre las baldosas; pero aquello seguía su camino.

Para distraerse, Frédéric cambiaba de sitio; se fue a poner al fondo, después a la derecha, luego a la izquierda; y seguía en medio de la banqueta, con los brazos extendidos. Pero un gato, pisando delicadamente el terciopelo del respaldo, le daba sustos saltando de pronto para lamer las manchas de jarabe de la bandeja; y el niño de la casa, un insoportable crío de cuatro años, jugaba con una carraca en los escalones del mostrador. Su mamá, una pobre mujer de dentadura estropeada, sonreía con aire estúpido. ¿Qué estaría haciendo Regimbart? Frédéric lo esperaba sumido en una desesperación sin límites.

La lluvia sonaba como granizo sobre la capota del cabriolé. Por la rendija de la cortina de muselina veía en la calle el pobre caballo, más inmóvil que un caballo de madera. El arroyo, que se había hecho enorme, corría entre dos radios de las ruedas, y el cochero, tapándose con la manta, dormitaba; pero, temiendo que su cliente le esquivara, de vez en cuando entreabría la puerta, chorreando como un río; y si las miradas pudieran gastar las cosas, Frédéric habría derretido el reloj a fuerza de no quitarle el ojo de encima. Seguía funcionando, sin embargo. El Señor Alexandre se paseaba a lo largo y a lo ancho, repitiendo: «Va a venir, ¡vamos! ¡va a venir!» y, para distraerle, le pronunciaba discursos, hablaba de política. Llegaba incluso su amabilidad a proponerle una partida de dominó.

Por fin, a las cuatro y media, Frédéric, que llevaba allí desde el mediodía, se levantó de un salto declarando que no esperaba más.

—No entiendo nada yo mismo —respondió el cafetero con aire cándido—, es la primera vez que falta el señor Ledoux.

—¿Cómo el señor Ledoux?

—Pues sí, señor.

—He dicho señor Regimbart —replicó Frédéric desesperado.

—¡Ah, mil disculpas!, ésta usted equivocado. ¿Verdad, señora Alexandre, que el señor ha dicho señor Ledoux?

Y dirigiéndose al camarero:

—¿Usted mismo lo ha oído como yo?

Para vengarse de su amo, sin duda, el camarero se contentó con sonreír.

Frédéric hizo que le llevaran por los bulevares, indignado por el tiempo perdido, furioso contra el Ciudadano, implorando su presencia como la de un dios, y muy resuelto a sacarlo del fondo de las bodegas más lejanas. Su coche le ponía nervioso, lo despidió; sus ideas se le confundían en la cabeza; después todos los nombres de cafés que había oído pronunciar a aquel imbécill brotaron a un tiempo de su memoria, como las mil piezas de un fuego de artificio: café Gaspard, café Grimbert, café Halbout, cafetín Bordelais, Havanais, Havrais, Boeuf-à-la-mode, Cervecería Alemana, Mère Morel, y se trasladó uno detrás de otro, a todos ellos. Pero en uno Regimbart acababa de salir; en otro, quizás iría; en un tercero, no lo habían visto desde hacía seis meses; en otro, había encargado ayer una pierna de cordero para el sábado. Por fin, en casa de Vautier, vendedor de refrescos, Frédéric, tropezando con el camarero:

—¿Conoce usted al señor Regimbart?

—¿Cómo que si le conozco, señor? Soy yo quien tiene el honor de servirle. ¡Está arriba; acaba de cenar!

Y con la servilleta bajo el brazo, el dueño del establecimiento en persona le abordó:

—¿Pregunta usted por el señor Regimbart, señor? Estaba aquí hace un momento.

Frédéric lanzó un juramento, pero el heladero dijo que lo encontraría con seguridad en casa del señor Bouttevilain.

—¡Le doy mi palabra de honor!, salió un poco antes que de costumbre, pues tiene una reunión de negocios con unos señores. Pero lo encontrará, le repito, en casa de Bouttevilain, calle Saint-Martin, 92, segunda escalera, a izquierda, al fondo del patio, entresuelo, puerta derecha.

Por fin, lo percibió a través del humo de la pipa, solo, al fondo de la trastienda, después del billar, con un bock de cerveza delante, la cabeza baja y en actitud meditativa.

—¡Ah!, hace mucho tiempo que le buscaba a usted.

Sin alterarse, Regimbart le tendió dos dedos solamente, y como si lo hubiera visto la víspera, pronunció varias frases insulsas sobre la apertura de la temporada.

Frédéric le interrumpió, diciéndole, en el tono más natural que pudo:

—¿Arnoux está bien?

La respuesta tardó en llegar. Regimbart hacía gárgaras con el líquido:

—Sí, bastante bien.

—¿Donde vive ahora?

—Pues… en la calle Paradis-Poissonniére —contestó el Ciudadano extrañado.

—¿Qué número?

—Treinta y siete, ¡demonio!, ¡qué raro es usted!

Frédéric se levantó.

—¡Cómo! ¿Se marcha?

—Sí, sí, tengo que hacer un recado que se me olvidaba. ¡Adiós!

Frédéric se fue del cafetín a casa de Arnoux como transportado por un viento tibio y con la movilidad extraordinaria que se experimenta en los sueños.

Pronto se encontró en un segundo piso, delante de una puerta cuya campanilla sonaba; apareció una sirvienta; se abrió una segunda puerta; Mme. Arnoux estaba sentada al lado del fuego. Arnoux dio un salto y lo abrazó. Ella tenía sobre sus rodillas a un niño de tres años más o menos; su hija, ahora tan alta como ella, estaba de pie, al otro lado de la chimenea.

—Permítame que le presente a este señor —dijo Arnoux, tomando a su hijo por los sobacos.

Y se entretuvo unos minutos en hacerle saltar al aire, muy alto, para recogerlo en la punta de sus brazos.

—¡Lo vas a matar! ¡Ah! ¡Dios mío!, ¡acaba ya! —exclamaba Mme. Arnoux.

Pero Arnoux, jurando que no había peligro, continuaba e incluso le decía mimos en dialecto marsellés, su habla natal: «¡Ah!, brave pichoun, mon poulit rossignolet». Después preguntó a Frédéric por qué había estado tanto tiempo sin escribirles, qué había hecho allá, qué es lo que le llevaba.

—Yo ahora, mi querido amigo, me dedico al comercio de la cerámica. Pero hablemos de usted.

Frédéric alegó un largo proceso, la salud de su madre; insistió mucho en ello, a fin de hacerse interesante. En resumen, se establecía en París, esta vez definitivamente; y no dijo nada de la herencia, por miedo a perjudicar su pasado.

Las cortinas, como los muebles, eran de damasco de lana marrón, junto a la almohada había dos cojines juntos; sobre las brasas se calentaba un recipiente; y la pantalla de la lámpara puesta en el borde de la cómoda oscurecía la habitación. Mme. Arnoux vestía una bata de casa de merino azul fuerte. Con la mirada vuelta hacia las brasas y una mano en el hombro del niño, con la otra deshacía el lazo de la camisita mientras el crío en camisa lloraba sin dejar de rascarse la cabeza como el hijo del señor Alexandre.

Frédéric esperaba encontrar expresiones de gozo; pero, las pasiones se marchitan cuando se alejan, y, al no encontrar a Mme. Arnoux en el ambiente en que la había conocido, le parecía que ella había perdido algo, que había sufrido una especie de degradación, en fin, que no era la misma. La calma de su corazón lo dejaba estupefacto. Preguntó por antiguos amigos, por Pellerin entre otros.

—No lo veo mucho —dijo Arnoux.

Ella añadió:

—No recibimos como antes.

¿Era para darle a entender que no le harían ninguna invitación? Pero Arnoux, prosiguiendo en tono cordial, le reprochó que no hubiese ido a cenar con ellos, sin avisar; y explicó por qué había cambiado de actividad.

—¿Qué quiere que haga en una época de decadencia como la nuestra? La gran pintura ha pasado de moda. Además, se puede poner arte por todas partes. Mire usted, a mí me gusta lo Bello; tendré que llevarle un día de éstos a mi fábrica.

Y quiso enseñarle inmediatamente algunos de los productos que tenía en su almacén, en el entresuelo.

Las fuentes, las soperas, los platos y las palanganas atestaban el suelo. Al lado de las paredes se levantaban anchas baldosas de pavimento para cuartos de baño y lavabos, con temas mitológicos estilo Renacimiento, mientras que una doble estantería que llegaba al techo contenía recipientes para el hielo, macetas, candelabros, pequeños maceteros y grandes figuras polícromas que representaban a un negro o a una pastora estilo Pompadour. Las explicaciones de Arnoux aburrían a Frédéric, que tenía frío y hambre.

Corrió al Café Inglés, donde cenó espléndidamente, y, mientras comía, se decía:

—Qué bien estaba allá con mis penas. Apenas me ha reconocido, ¡qué aburguesada!

Y en una repentina explosión de salud, tomó resoluciones heroicas. Sentía el corazón duro como la mesa en que apoyaba sus codos. Así que, ahora, podía lanzarse en medio del mundo, sin miedo. Se le ocurrió la idea de los Dambreuse, se serviría de ellos. Después se acordó de Deslauriers. «Ah, a fe mía, mala suerte». Entretanto le mandó una nota con un recadero, en la que le citaba al día siguiente en el Palais Royal para cenar juntos.

A Deslauriers la suerte no le había sido tan favorable.

Se había presentado a la oposición de cátedra con una tesis «Sobre el derecho de testar» en la que sostenía que se debía restringir todo lo posible; y, como su oponente le incitase a decir tonterías, había dicho muchas, sin que el tribunal rechistase. Después la casualidad había querido que sacase en suerte, como tema de lección, la Prescripción. Entonces, Deslauriers se había explayado en teorías deplorables: las viejas disputas debían presentarse lo mismo que las nuevas; ¿por qué el propietario se vería privado de sus bienes por no poder presentar sus títulos sino después de pasados treinta y un años? Era dar la seguridad del hombre honrado al heredero del ladrón enriquecido. Todas las injusticias se consagraban por una extensión de este derecho, que era la tiranía, el abuso de la fuerza. Incluso llegó a exclamar:

—¡Abolirlo!; y los francos ya no pesarán sobre los galos, los ingleses sobre los negros, Polonia…

El Presidente le había interrumpido:

—¡Bien!, ¡bien!, ¡señor!, no tenemos que ver con sus opiniones políticas, volverá a presentarse en la próxima convocatoria.

Deslauriers no había querido presentarse de nuevo. Pero ese desgraciado título xx del libro III del Código Civil se había convertido para él en una montaña de obstáculos. Elaboraba una gran obra sobre «La prescripción, considerada como base del derecho civil y del derecho natural de los pueblos» y se había perdido en Dunod, Rogerius, Balbus, Merlin, Vazeille, Savigny, Troplong y otras muchas lecturas importantes. Para poder hacerlo con más comodidad, había dejado el cargo de primer oficial de notario. Vivía de clases, fabricando tesis; y en las reuniones de los jóvenes abogados asustaba por su virulencia contra el Partido Conservador a todos los jóvenes doctrinarios, discípulos del señor Guizot, de tal modo que tenía, en ciertos ambientes, una especie de celebridad con alguna mezcla de desconfianza.

Llegó a la cita, vestido con un gran paleto forrado de franela roja como el que tenía antes Senecal.

El respeto humano, a causa del público que pasaba, les impidió darse un abrazo prolongado, y fueron hasta casa de Véfour, cogidos del brazo, riéndose a gusto, con una lágrima en el fondo de los ojos. Luego, cuando estuvieron solos, Deslauriers exclamó:

—¡Ah!, ¡caramba!, ahora sí que vamos a pasárnoslo bien.

A Frédéric no le gustó esta manera de asociarse inmediatamente a su fortuna. Su amigo daba muestras de demasiada alegría para los dos juntos y no bastante para él solo.

Luego, Deslauriers contó su fracaso, y poco a poco sus trabajos, su existencia, hablando de sí mismo estoicamente y de los otros con acritud. Todo le disgustaba. Ni un hombre situado que no fuese un cretino o un canalla. Por un vaso mal lavado se enfadó con el camarero, y, al reproche anodino de Frédéric:

—Como si fuera a molestarme por semejantes individuos, que ganan hasta unos seis u ocho mil francos al año, que son electores, elegibles tal vez. ¡Ah!, ¡no, no!

Después, en tono festivo:

—Pero me olvido de que estoy hablando a un capitalista, a un Mondor, ¡pues tú ahora eres un Mondor!

Y volviendo sobre la herencia, expuso esta idea: que las sucesiones colaterales, cosa injusta en sí misma, aunque se alegrase de ésta, serían abolidas, uno de aquellos días, en la próxima revolución.

—¿Tú crees? —dijo Frédéric.

—Cuenta con ello —le respondió—. ¡Esto no puede durar!, ¡se sufre demasiado! Cuando veo en la miseria a gente como Senecal…

¡Siempre Senecal!, pensó Frédéric.

—¿Qué hay de nuevo, por lo demás? ¿Sigues enamorado de Mme. Arnoux? ¿Se te ha pasado, eh?

Frédéric, sin saber qué contestar, cerró los ojos bajando la cabeza.

A propósito de Arnoux, le contó que su periódico pertenecía ahora a Hussonnet, el cual lo había transformado. Se llamaba «El Arte, instituto literario, sociedad por acciones de cien francos cada una, capital social: cuarenta mil francos» con la facultad para cada accionista de tirar allí su original; pues «la sociedad tiene como objetivo publicar las obras de los debutantes, ahorrar el talento, el genio tal vez, las crisis dolorosas que aplastan, etc.»…, «¡ya ves qué broma!». Sin embargo, había que hacer algo, y era elevar el tono de dicha hoja; luego, de pronto, conservando los mismos redactores y prometiendo continuar el folletín, ofrecer a los suscriptores un periódico político; las inversiones no serían muy grandes.

—¿Qué piensas de ello, vamos?, ¿quieres ponerte a trabajar?

Frédéric no rechazó la oferta. Pero había que esperar a que resolviera sus problemas.

—Entonces, si necesitas algo…

—¡Gracias, chico! —dijo Deslauriers.

Después fumaron unos puros, con los codos apoyados en el terciopelo del antepecho de la ventana. Lucía el sol, la temperatura era suave, bandadas de pájaros revoloteaban, se abatían en el jardín; las estatuas de bronce y de mármol, lavadas por la lluvia, relucían; criadas de delantal charlaban sentadas en sillas; y se oían las risas de los niños, que se confundían con el murmullo continuo que hacía el chorro del surtidor.

Frédéric estaba preocupado por el desánimo de Deslauriers; pero, bajo el efecto del vino que circulaba por sus venas, medio dormido, amodorrado y recibiendo la luz en plena cara, no sentía sino un inmenso bienestar, voluptuosamente estúpido, como una planta saturada de calor y de humedad. Deslauriers, con los párpados medio cerrados, miraba a lo lejos vagamente. Se le ensanchaba el pecho y empezó a decir:

—¡Ah!, era más hermoso cuando Camille Desmoulins, subido a una mesa, animaba al pueblo a ir a la Bastilla. Aquello era vivir, uno podía probar su fuerza. Simples abogados mandaban a generales, descamisados pegaban a los reyes, mientras que ahora…

Calló, luego de pronto:

—¡Bah!, el futuro no está claro.

Y redoblando con los dedos sobre los cristales, declamó estos versos de Barthélémy:

Volverá la terrible Asamblea.

Que cuarenta años después sigue inquietándonos.

Coloso que camina sin miedo con paso poderoso.

—Ya no sé cómo sigue. Pero es tarde. ¿Si nos fuéramos?

Y continuó, en la calle, exponiendo sus teorías.

Frédéric, sin hacerle caso, observaba en el escaparate de las tiendas las telas y los muebles que iban bien para su apartamento; y fue quizá pensar en Mme. Arnoux lo que le hizo pararse en el escaparate de un chamarilero ante tres platos de porcelana. Estaban decorados con arabescos amarillos, con reflejos metálicos, y valían a cien escudos la pieza. Mandó que se los reservaran.

—Yo, en tu lugar —dijo Deslauriers—, me compraría más bien plata —desvelando, por esa afición a lo fastuoso, la humildad de sus propios orígenes.

Cuando se encontró solo, Frédéric se fue a casa del célebre Pomadère, donde se encargó tres pantalones, dos fracs, una pelliza de forro y unos chalecos; después se fue a ver a un zapatero, a un camisero y a un sombrerero, ordenando en cada tienda que se diesen la mayor prisa posible.

Tres días después, por la tarde, a su regreso de El Havre, encontró en casa un guardarropa completo; e impaciente por usarlo decidió hacer una visita a los Dambreuse. Pero era demasiado pronto, apenas las ocho.

Arnoux, solo, estaba afeitándose ante un espejo. Le propuso llevarlo a un sitio donde se divertiría, y, al oír el nombre de Dambreuse:

—¡Ah!, eso está bien. Allí verá a amigos suyos, venga, que nos divertiremos.

Frédéric se excusaba; Mme. Arnoux reconoció su voz y le saludó a través del tabique, pues su hija estaba indispuesta, y ella tampoco se encontraba bien; y se oía el ruido de una cuchara contra un vaso, y todo ese movimiento de cosas que se hace en la habitación de un enfermo. Después Arnoux desapareció para decir adiós a su mujer. Le fue acumulando razones:

—Bien sabes que esto es serio. Es preciso que vaya, necesito ir, me esperan.

—¡Vete, amigo mío! ¡Diviértete!

Arnoux llamó un coche.

—Palais Royal, galería Montpensier, 7.

Y, dejándose caer sobre los cojines:

—¡Ah!, qué cansado estoy, querido, ya no puedo más. Por otra parte, a usted se lo puedo decir.

Se acercó a su oído misteriosamente.

—Intento descubrir el secreto del rojo de cobre de los chinos.

Y explicó en qué consistía el esmalte y el barniz a fuego lento.

Ya en casa de Chevet, le entregaron una gran cesta, que mandó llevar a su coche. Después cogió para «su pobre mujer» uvas, piña, diversas especialidades gastronómicas y recomendó que se las enviasen al día siguiente, temprano.

Fueron a casa de un guardarropa; se trataba de un baile. Arnoux llevó un calzón corto de terciopelo azul, una chaqueta a juego; una peluca roja; Frédéric un dominó; y bajaron por la calle Laval, delante de una casa iluminada en el segundo piso por linternas de color.

Desde el pie de la escalera se oía el ruido de los violines.

—¿A dónde diablos me llevan? —dijo Frédéric.

—A casa de una buena chica, no tenga miedo.

Un botones les abrió la puerta y pasaron a la antesala, donde había paletos y chales apilados sobre sillas. Una joven, vestida de dragón Luis XV, la atravesaba en aquel momento. Era la señorita Rose-Annette Bron, el ama de casa.

—¿Y qué? —dijo Arnoux.

—Está hecho —respondió ella.

—¡Ah!, gracias, ángel mío.

Y quiso besarla.

—Ten cuidado, imbécil, me vas a estropear el maquillaje.

Arnoux presentó a Frédéric.

—Llame allá dentro, señor, y sea bienvenido.

Descorrió una cortina que había a su espalda y se puso a gritar con énfasis:

—El señor Arnoux, pinche de cocina y uno de sus principales amigos.

Frédéric quedó deslumbrado por las luces, no vio más que seda, terciopelo, hombros descubiertos, una masa de colores que se balanceaban a los sones de una orquesta oculta, entre el verde, entre paredes revestidas de seda amarilla, con retratos al pastel, aquí y allí, y lámparas de cristal estilo Luis XVI. Lámparas altas cuyos globos sin pulir parecían bolas de nieve se alzaban sobre cestos de flores, colocadas encima de las consolas en los rincones; y, enfrente, después de una segunda habitación más pequeña, se veía en una tercera una cama de columnas retorcidas, que tenía un espejo de Venecia en su cabecera.

Paró el baile y hubo aplausos, una explosión de alegría al ver al señor Arnoux acercarse con su cesto en la cabeza; las vituallas sobresalían en el centro. «¡Cuidado con la lámpara!». Frédéric levantó los ojos: era la vieja lámpara de porcelana de Sajonia que adornaba la tienda de El Arte Industrial; el recuerdo de antiguos tiempos pasó por su memoria; pero un soldado de infantería de línea en paños menores, con el aire estúpido propio de los reclutas, se plantó delante de él, abriendo los brazos y denotando extrañeza; y Frédéric reconoció, a pesar de los espantosos bigotes negros afiladísimos que le desfiguraban, a su antiguo amigo Hussonnet. En una jerga medio alsaciana, medio negra, el bohemio le colmaba de felicitaciones y lo llamaba su coronel. Frédéric, abrumado por todas estas personas, no sabía que responder. El golpe de un arco sobre el atril fue la señal para que bailarines y bailarinas se colocasen.

Eran unos sesenta aproximadamente, las mujeres vestidas de campesinas o de marquesas, y los hombres, en su mayor parte, con trajes de cochero, de descargador del muelle o de marinero.

Frédéric, situado contra la pared, miró la cuadrilla delante de él.

Un viejo bien parecido, vestido como un dux veneciano, con una especie de sotana de seda púrpura, bailaba con Rosanette, que llevaba un blusón verde, un calzón corto de punto y unas botas flexibles con espuelas de oro. La pareja de enfrente la componían un Arnauta cargado de sables y una suiza de ojos azules, blanca como la leche, regordeta como una codorniz, en mangas de camisa y corpino rojo. Para lucir su cabellera que le llegaba a las corvas, una rubia alta, figurante de la Ópera, se había vestido de mujer salvaje; y, por encima de su vestido de punto color marrón, no tenía más que un taparrabo de cuero, unas pulseras de abalorios, y una diadema de oropel de la que salía un alto penacho de plumas de pavo real. Delante de ella, un Pritchard [5] , ridiculamente vestido con un traje negro grotescamente ancho, marcaba el compás con el codo en su tabaquera. Un pastorcillo a lo Watteau, azul y plata como un claro de luna, golpeaba con su cayado contra el tirso de una Bacante coronada de racimos, una piel de leopardo sobre el costado y coturnos con cordones dorados. Al otro lado, una polaca en dolmán de terciopelo nacarado, hacía ondular su falda de gasa sobre sus medias gris perla, dentro de unos botines rosa con adornos de piel blanca. Sonreía a un cuarentón barrigudo, disfrazado de niño de coro, que daba grandes brincos, y levantaba con una mano la sobrepelliz y tenía en la otra el solideo rojo. Pero la reina, la estrella, era Mlle. Loulou, célebre bailarina de los bailes públicos. Como ahora era rica, llevaba un amplio cuello de encaje sobre su blusón de terciopelo negro liso: y su amplio pantalón de seda punzó ajustado a las caderas y ceñido en la cintura por un echarpe de cachemir, tenía, a todo lo largo de la costura, pequeñas camelias blancas naturales. Su cara pálida, un poco abotagada y de nariz respingona, parecía más insolente todavía por lo desgreñado de su peluca, sobre la cual llevaba un sombrero de hombre, de fieltro gris, arrugado en el lado derecho por un puñetazo; y, en los saltos que daba, sus escarpines con hebillas de diamantes llegaban casi a la nariz de su vecino, un gran Barón medieval totalmente preso en una armadura de hierro. Había también un Ángel, con una espada de oro en la mano, dos alas de cisne en la espalda, y que, yendo, viniendo, perdiendo a cada minuto a su caballero, un Luis XIV, no comprendía nada y estorbaba la contradanza.

Frédéric, mirando a estas personas, experimentaba un sentimiento de abandono, un malestar de desasosiego. Pensaba todavía en Mme. Arnoux y en participar en algo que se tramaba contra ella.

Cuando terminó la contradanza, Rosanette se acercó a él. Jadeaba un poco, y su gola, brillante como un espejo, se levantaba suavemente bajo su barbilla.

—Y usted, señor —dijo ella—, ¿no baila?

Frédéric se excusó, no sabía bailar.

—¿De veras? Pero conmigo, por supuesto.

Y, apoyada en una sola pierna, la otra rodilla un poco hacia atrás, acariciando con la mano izquierda la empuñadura de nácar de su espada, lo estuvo mirando por espacio de un minuto con aire suplicante, medio guasón. Por fin, dijo «Buenas tardes», hizo una pirueta y desapareció.

Frédéric, descontento de sí mismo, y sin saber qué hacer, se puso a dar vueltas por el baile.

Entró en el saloncito acolchado, de seda azul pálido con ramilletes de flores silvestres, mientras que en el techo, dentro de un círculo dorado, unos amorcillos emergiendo del cielo azul jugueteaban sobre nubes en forma de edredón. Estos lujos, que hoy serían miserias para gentes como Rosanette, le deslumbraron; lo admiró todo: las enredaderas artificiales que adornaban el marco del espejo, las cortinas de la chimenea, el diván turco, y, en un hueco de la pared, una especie de hornacina tapizada de seda rosa, con muselina blanca por encima. Muebles negros con marquetería de cobre llenaban el dormitorio, donde se erguía, sobre un estrado cubierto de piel de cisne, la gran cama con baldaquino y plumas de avestruz. Alfileres con cabeza de pedrería clavados en ovillos, sortijas abandonadas sobre bandejas, medallones con marco dorado y cofres de plata se distinguían en la sombra, bajo la claridad que esparcía un jarrón de cristal de Bohemia colgado de tres cadenitas. Por una pequeña puerta entreabierta se percibía un invernadero que ocupaba todo lo ancho de una terraza y que terminaba en una pajarera en el otro extremo.

Aquél era ciertamente un ambiente hecho para agradarle. En un brusco movimiento de rebeldía de su juventud, juró gozar de él, se envalentonó; después, volviendo a la entrada del salón, donde ahora había más gente, todo se agitaba en una especie de nube de polvo luminosa, se quedó de pie contemplando las cuadrillas, aguzando la vista para ver mejor y aspirando los suaves olores femeninos, que circulaban como un inmenso beso difuso.

Pero cerca de él, al otro lado de la puerta, estaba Pellerin, en traje de gala, con el brazo izquierdo en el pecho, sosteniendo con la derecha, junto con su sombrero, un guante blanco roto.

—¡Anda!, hace mucho tiempo que no nos hemos visto. ¿Dónde diablos estaba?, ¿de viaje, en Italia? Superficial, eh, Italia, esa Italia, no tan rígida como dicen. No importa, tráigame sus bocetos un día de éstos.

Y sin aguardar respuesta, el artista se puso a hablar de sí mismo.

Había hecho muchos progresos desde que reconociera definitivamente la tontería de la Línea. No había que preocuparse tanto de la Belleza y de la Unidad, en una obra, como del carácter y de la diversidad de las cosas.

—Porque todo está en la naturaleza, por tanto todo es legítimo, todo se puede representar. Se trata solamente de encontrar el tono justo, eso es. He descubierto el secreto —y dándole un codazo, repitió varias veces—: he descubierto el secreto, ¿lo ve? Así, por ejemplo, fíjese en esa mujercita con peinado de esfinge que baila con un postillón ruso, está claro, rotundo, decidido, todo en claroscuros y en tonos crudos: violeta bajo los ojos, una capa de cinabrio en la mejilla, moreno en las sienes; ¡pif! ¡paf! —y con el pulgar daba como pinceladas en el aire—. Mientras que aquella gorda —continuó señalando a una pescadera, vestida de color cereza con una cruz de oro al cuello y una toquilla de batista fina anudada a la espalda—, nada más que curvas; las aletas de la nariz se aplastan con las alas de su cofia, las comisuras de su boca se alzan, la barbilla se rebaja, todo es gordo, fundido, copioso, tranquilo y solar, un auténtico Rubens. Sin embargo, una, y otra son perfectas. Entonces, ¿dónde está el tipo?

Pellerin se exaltaba:

—¿Qué es una mujer hermosa? ¿Qué es lo bello? ¡Ah!, ¡lo bello!, me dirá usted… —Frédéric le interrumpió para preguntarle quién era un Pierrot con silueta de macho cabrío que bendecía a todos los bailarines en medio de una danza pastoril.

—¡Nada de eso!, un viudo, padre de tres hijos. Los deja sin calzones, se pasa la vida en el Club y duerme con el aya.

—¿Y aquel, vestido de magistrado, que habla en el hueco de la ventana con una marquesa Pompadour?

—La marquesa es Mme. Vandael, la antigua actriz del Gimnasio, la amante del Dogo, el conde de Palazot. Hace veinte años que están juntos, no se sabe por qué. Tenía hermosos ojos aquella mujer. En cuanto al ciudadano que está a su lado, le llaman el capitán d’Herbigny, un veterano que por toda fortuna sólo tiene su cruz de honor y su pensión, hace de tío de las modistillas en las solemnidades, concierta los duelos y cena fuera de casa.

—¿Un canalla? —dijo Frédéric.

—No, un hombre honrado.

—¡Ah!

El artista le nombró otros más, cuando, viendo a un señor que llevaba, como los médicos de Moliere, una amplia toga de sarga negra pero muy abierta de arriba abajo para lucir todos los colgajos:

—Ése representa al doctor Des Rogis, furioso por no haber alcanzado la celebridad ha escrito un libro de pornografía médica, se roza con la alta sociedad, es discreto; aquellas señoras lo adoran. Él y su esposa, esa flaca castellana de vestido gris, aparecen juntos en todos los lugares públicos y en otros. A pesar de los problemas del matrimonio, tienen «un día» tés artísticos en los que se recitan versos. ¡Atención!

En efecto, el doctor les abordó, y pronto formaron los tres, a la entrada del salón, un grupo de conversadores, al que fue a unirse Hussonnet, después el amante de la Mujer Salvaje, un joven poeta que exhibía, bajo su corto abrigo estilo Francisco I, la más escuálida de las anatomías, y finalmente un gracioso chico disfrazado de forzudo de circo. Pero su chaqueta de galones amarillos había viajado tanto a la espalda de los sacamuelas ambulantes, su amplio pantalón de pliegues era de un rojo tan descolorido, su turbante enrollado como una anguila a la tártara de un aspecto tan pobre, todo su atuendo en fin tan deplorable y conjuntado que las mujeres no disimulaban su asco. El doctor le consoló haciendo grandes elogios a la Descargadora, su amante. Este turco era hijo de un banquero.

Entre dos cuadrillas, Rosanette se dirigió a la chimenea donde estaba instalado en un sillón un viejecito rechoncho, de traje marrón con botones dorados. A pesar de sus mejillas marchitas que le caían sobre su alta corbata blanca, sus cabellos todavía rubios y con rizado natural como los pelos de un caniche le daban un aire un poco juguetón.

Ella le escuchó inclinándose hacia su cara. Después, le sirvió un vaso de jarabe; y nada tan gracioso como sus manos bajo sus mangas de encaje que sobresalían de los puños del traje verde. Cuando el buen señor terminó de beber, las besó.

—¡Pero si es el señor Oudry, el vecino de Arnoux!

—El lo ha echado a perder —dijo riéndose Pellerin.

—¿Cómo?

Un postillón de Longjumeau la cogió por la cintura, comenzaba un vals. Entonces todas las mujeres sentadas alrededor del salón en banquetas se levantaron una detrás de otra; y sus faldas, sus echarpes, sus tocados empezaron a dar vueltas.

Giraban tan cerca de él que Frédéric distinguía las gotitas de sudor en sus frentes; y aquel movimiento giratorio cada vez más vivo y regular, vertiginoso, que comunicaba a su pensamiento una especie de arrebato, hacía surgir otras imágenes, mientras que todas pasaban en el mismo deslumbramiento, y cada una con una excitación particular, según el tipo de belleza. La Polaca, que se dejaba llevar de una forma lánguida, le inspiraba el deseo de estrecharla contra su corazón, deslizándose los dos en un trineo sobre una llanura cubierta de nieve. Horizontes de voluptuosidad tranquila, a orillas de un lago, en un chalet, se desenvolvían bajo los pasos de la Suiza, que valseaba con el torso recto y los párpados entornados. Después, de pronto, la Bacante, inclinando hacia atrás su cabeza morena, le hacía soñar con caricias devoradoras, con bosques de adelfas, en momento de tormenta, al ruido confuso de los tamboriles. La Poissarde, a quien sofocaba el ritmo demasiado rápido, estallaba en risas; y Frédéric habría querido estar con ella en la taberna bebiendo juntos y deshacerle a manos llenas su toquilla como en los buenos viejos tiempos. Pero la Descargadora, que apenas rozaba el suelo con los dedos de los pies, parecía encerrar en la agilidad de sus miembros y la seriedad de su cara todos los refinamientos del amor moderno, que tiene la precisión de una ciencia y la movilidad de un pájaro. Rosanette daba vueltas, con el puño sobre su cadera; su peluca trenzada saltando sobre su nuca desprendía polvo de iris a su alrededor; y, a cada vuelta, con la punta de sus espuelas doradas estaba a punto de alcanzar a Frédéric.

Al último acorde del vals apareció la señorita Vatnaz. Llevaba un pañuelo argelino en la cabeza, una gran cantidad de piastras sobre la frente, antimonio alrededor de los ojos y una especie de paleto de cachemir negro que le caía sobre un jubón claro de lamé de plata. Tenía una pandereta en la mano.

Detrás de ella caminaba un chico alto, con el traje clásico del Dante y que ahora ella ya no lo ocultaba, el antiguo cantante del «Alhambra», quien, llamándose Augusto Delamare, había adoptado inicialmente el nombre de Antenor Delamare y sucesivamente los de Delmas, Belmar y finalmente Delmar, modificando y perfeccionando así su nombre, según su gloria creciente; pero había dejado los bailes de charanga por el teatro, e incluso acababa de debutar ruidosamente en el Ambigu con Gaspar el Pescador

Hussonnet, al verlo, se enfurruñó. Desde que le habían rechazado su obra de teatro execraba a los comediantes. No se imaginaba la vanidad de estos señores, de aquél sobre todo.

—Qué presumido, fíjense.

Después de un ligero saludo a Rosanette, Delmar se había acercado a la chimenea, y permaneció inmóvil, con una mano sobre el corazón, el pie izquierdo adelante, los ojos vueltos al cielo, con su corona de laurel dorado por encima de su capuchón, sin dejar de poner en su mirada mucha poesía para fascinar a las señoras. De lejos, hacían un gran círculo alrededor de él.

Pero la señorita Vatnaz, después de abrazar largamente a Rosanette, fue a pedir a Hussonnet que revisase, desde el punto de vista del estilo, un tratado de educación que ella quería publicar: «La Guirnalda de las jóvenes», antología de literatura y de moral. El hombre de letras prometió su ayuda. Entonces ella le preguntó si no podría en una de las publicaciones a las que tenía acceso hacer rabiar un poco a su amigo, e incluso confiarle más adelante un papel. Hussonnet se olvidó de tomar un ponche.

Era Arnoux quien lo había preparado; y seguido del botones del conde, que llevaba una bandeja vacía, lo ofrecía con satisfacción a todos los que estaban alrededor.

Cuando pasó delante del señor Oudry, Rosanette lo paró.

—Bueno, ¿y ese asunto?

Se puso un poco colorado; por fin, dirigiéndose al buen señor:

—Pues cómo, amigo mío, estoy a su entera disposición.

Y sonó el nombre de Dambreuse; como hablaban a media voz, Frédéric los oía confusamente; se fue al otro rincón de la chimenea, donde Rosanette y Delmar charlaban.

El comediante tenía una cara vulgar, hecha como los decorados de teatro para contemplarla a distancia, manos gruesas, grandes pies, una mandíbula pesada y denigraba a los actores más ilustres, trataba con desdén a los poetas, decía: mi voz, mi físico, mis medios, esmaltando su discurso con palabras poco inteligibles para él mismo y que le gustaban, tales como: «morbidezza, análogo y homogeneidad».

Rosanette lo escuchaba haciendo con la cabeza pequeños signos de aprobación. Bajo el maquillaje de sus mejillas se la veía llena de admiración, y algo húmedo, como un velo, pasaba sobre sus ojos claros, de un color indefinido. ¿Cómo era posible que un hombre semejante la encantase? Frédéric se esforzaba interiormente por despreciarlo más todavía, para desterrar, tal vez, la especie de envidia que le tenía.

La señorita Vatnaz estaba ahora con Arnoux; y, sin dejar de reír muy fuerte, de vez en cuando echaba una ojeada a su amiga, a quien el señor Oudry no perdía de vista.

Después Arnoux y la Vatnaz desaparecieron; el buen señor fue a hablar en voz baja a Rosanette.

—Bueno, sí, de acuerdo. Déjeme tranquila.

Y pidió a Frédéric que fuese a ver si el señor Arnoux estaba en la cocina.

Un batallón de vasos a medio llenar cubría el suelo; y las cacerolas, las ollas, y la besuguera saltaban por el aire. Arnoux daba órdenes a los criados, tuteándolos, batía la mahonesa, probaba las salsas, bromeaba con la muchacha.

—Bien —dijo—, avisad allá. —Mandó servir.

Ya se había interrumpido el baile, las mujeres acababan de sentarse de nuevo, los hombres paseaban. En medio del salón, una de las cortinas estiradas de una ventana se hinchaba al viento; y la Esfinge, a pesar de las observaciones de todo el mundo, exponía a la corriente de aire sus brazos sudorosos. ¿Y dónde estaba Rosanette? Frédéric la buscó más lejos, incluso en el saloncito y en la habitación. Algunos, para estar solos, o por parejas, se habían refugiado allí. La sombra y los cuchicheos se mezclaban. Había risitas ahogadas bajo pañuelos y se entreveían en el ribete de los corpiños temblores de abanicos, lentos y suaves como aleteos de pájaro herido.

Entrando en el invernadero, vio, bajo las anchas hojas de un tegue, cerca del surtidor, a Delmar tendido boca arriba sobre el sofá; Rosanette, sentada a su lado, le acariciaba el pelo; y se miraban. En el mismo momento entró Arnoux por el otro lado, el de la pajarera. Delmar se levantó de un salto, salió tranquilamente sin volverse; e incluso se detuvo cerca de la puerta para coger una flor de majagua, que se puso en el ojal. Rosanette bajó la cabeza; Frédéric, que la veía de perfil, se dio cuenta de que estaba llorando.

—¡Vamos! ¿Qué tienes? —dijo Arnoux.

Ella se encogió de hombros sin responder.

—¿Es por culpa de él? —replicó.

Ella extendió los brazos alrededor de su cuello, y, besándola en la frente, lentamente:

—Tú sabes bien que te querré siempre. No pensemos más en ello. Vamos a cenar.

Una lámpara de cobre de cuarenta velas iluminaba la sala, cuyas paredes desaparecían bajo viejas porcelanas colgadas; y esta luz cruda, que caía a plomo, hacía más blanco todavía, entre los entremeses y la fruta, un gigantesco rodaballo que ocupaba el centro del mantel rodeado de platos llenos de sopa. Con un frufrú de telas, recogiendo sus faldas, sus mangas y sus echarpes, las mujeres se sentaron unas al lado de otras; los hombres, de pie, se situaron en las esquinas. A Pellerin y al señor Oudry los colocaron cerca de Rosanette; Arnoux estaba enfrente; Palazot y su amiga acababan de marchar.

—¡Buen viaje! —dijo ella—. ¡Ataquemos!

Las señoras se escandalizaron, y principalmente la Poissarde, madre de una hija de la que quería hacer una mujer honrada. A Arnoux tampoco le gustaba aquello, considerando que se debía respetar la religión.

Un reloj alemán, con un gallo dando las dos en su carillón, provocó muchas bromas sobre el cucú. Siguieron toda clase de comentarios: juegos de palabras, anécdotas, bravatas, apuestas, mentiras tomadas como verdades, afirmaciones improbables, un tumulto de palabras que pronto se fue esparciendo en conversaciones particulares. Los vinos circulaban, los platos se sucedian, el doctor trinchaba. Se lanzaban desde lejos una naranja, un corcho; dejaban sus puestos para ir a hablar con alguien. A menudo Rosanette se volvía hacia Delmar, inmóvil detrás de ella; Pellerin charlaba, el señor Oudry sonreía. La señorita Vatnaz comió ella sola el plato de cangrejos, y las carcajadas y los caparazones estallaban bajo sus largos dientes. El Ángel, sentado en el taburete del piano (único sitio donde sus alas le permitían sentarse) masticaba plácidamente sin parar.

—¡Qué tenedor! —repetía el Niño de Coro estupefacto—, ¡qué tenedor!

Y la Esfinge, que bebía aguardiente a pleno pulmón, se agitaba como un demonio. De pronto, sus mejillas se hincharon, y, no aguantando más la sangre que la ahogaba, se llevó la servilleta a los labios, luego la tiró debajo de la mesa.

Frédéric la había visto.

—No es nada.

Y a sus peticiones de que se marchase y se cuidase, ella respondió despacio:

—¡Bah!, ¿para qué?, ¡la vida no es tan divertida!

Frédéric entonces se estremeció lleno de una tristeza glacial, como si hubiera visto mundos enteros de miseria y desesperación, una estufa de carbón al lado de un catre, y los cadáveres del depósito en delantal de cuero, con el grifo de agua fría que corría sobre sus cabellos.

Entretanto, Hussonnet, acurrucado a los pies de la Mujer Salvaje, berreaba con voz enronquecida para imitar al actor Grasset.

—¡No seas cruel, oh Celuta!, esta fiestecita de familia es encantadora, mis amores, embriagadme de voluptuosidades, ¡loqueemos! ¡loqueemos!

Y empezó a besar a las mujeres en el hombro. Ellas se estremecían al contacto con sus bigotes; después se le ocurrió romper un plato en su propia cabeza, dándole un golpecito. Otros le imitaron; los trozos de porcelana volaban como losas levantadas por un fuerte viento, y la Descargadora exclamó:

—No se preocupen, no cuestan nada. El burgués que los fabrica nos los regala.

Todas las miradas se volvieron hacia Arnoux. Este replicó:

—¡Ah!, pagándolos, permítanme —empeñado, sin duda, en dar a entender que no era o que había dejado de ser el amante de Rosanette.

Pero se alzaron dos voces furiosas:

—¡Imbécil!

—¡Picaro!

—A sus órdenes.

—A las de usted.

Era el caballero medieval y el Postillón ruso que discutían; como éste había sostenido que estando armado no hacía falta ser valiente, el otro lo había tomado como una injuria. Quería batirse, todos se interponían y el Capitán, en medio del tumulto, intentaba hacerse oír.

—¡Señores, escúchenme, una palabra! Señores, tengo experiencia en estas cosas.

Rosanette, haciendo resonar un vaso con el cuchillo, acabó poniendo silencio; y, dirigiéndose al Caballero que conservaba su casco, después al Postillón tocado con un gorro de pelo largo:

—Retire primero su cacerola, me está calentando, aquel otro, usted, su cabeza de lobo, ¿quieren hacer el favor de obedecerme, caramba? Fíjense en mis hombreras. Soy su Maríscala.

—¡Viva la Maríscala!, ¡viva la Maríscala!

Entonces cogió de encima de la estufa una botella de champán y la sirvió, levantándola en alto fue llenando las copas que le alargaban. Como la mesa era demasiado larga, los invitados, sobre todo señoras, se pusieron a su lado empinándose en la punta de los pies, sobre los barrotes de las sillas, lo cual formó en un minuto un grupo piramidal de tocados, hombros desnudos, brazos extendidos, cuerpos inclinados; y largos chorros de vino saltaban en medio de todo esto, pues el Pierrot y Arnoux, en las dos esquinas de la sala, descorchando cada uno su botella, salpicaban las caras. Los pajaritos de la pajarera, cuya puerta había quedado abierta, invadieron la sala, todos asustados, revoloteando alrededor de la lámpara, chocando con ventanas y muebles; y algunos, posándose sobre las cabezas, semejaban grandes flores.

Los músicos se habían marchado. Sacaron al salón el piano que había en la antesala. La Vatnaz se sentó y, acompañada del Niño de Coro que tocaba la pandereta, inició una contradanza, golpeando las teclas como un caballo que piafa y contoneando la cintura para mejor marcar el compás. La Maríscala arrastró a Frédéric, Hussonnet se pavoneaba. La Descargadora se contorsionaba como un payaso, el Pierrot adoptaba modales de orangután, la Salvaje con los brazos abiertos imitaba las oscilaciones de una chalupa. Por fin, ya agotados, se pararon; se abrió una ventana.

La luz del día entró con el frescor de la mañana. Hubo una exclamación de asombro, luego un silencio. Las llamas amarillas temblaban, haciendo de vez en cuando estallar sus arandelas; cintas, flores y perlas alfombraban el suelo; manchas de ponche y de jarabe embadurnaban las consolas; las colgaduras estaban manchadas, los trajes arrugados, llenos de polvo; las trenzas de pelo colgaban de los hombros y el maquillaje, que se derretía con el sudor, dejaba al descubierto caras descoloridas, cuyos párpados rojos se agitaban.

La Maríscala, fresca como recién salida del baño, tenía las mejillas rosadas, los ojos brillantes. Tiró lejos su peluca; y sus cabellos cayeron alrededor de ella, la cubrieron como una piel no dejando ver de su vestido más que su pantalón, lo cual produjo un efecto a la vez cómico y simpático.

La Esfinge, cuyos dientes castañeteaban de fiebre, tuvo necesidad de un chal.

Rosanette corrió a buscarlo a su habitación, y, como la otra la seguía, ella le dio con la puerta en las narices.

El Turco hizo notar en voz muy alta que no había visto salir al señor Oudry. Nadie reparó en esta picardía, de cansados que estaban.

Después, esperando los coches, se arrebujaron en sus capellinas y sus abrigos. Dieron las siete. El Ángel seguía en la sala, sentado frente a una compota de mantequilla y sardinas; al lado de ella la Poissarde fumaba un cigarrillo detrás de otro mientras le daba consejos sobre la vida.

Por fin, cuando llegaron los coches, los invitados se fueron. Hussonnet, empleado en una corresponsalía de provincias, tenía que leer antes de desayunar cincuenta y tres periódicos; la Salvaje tenía un ensayo en el teatro, Pellerin un modelo, el Niño de Coro tres citas. Pero el Ángel, sintiendo los primeros síntomas de una indigestión, no pudo levantarse. El Barón medieval la llevó hasta el coche.

—¡Cuidado con las alas! —gritó por la ventana la descargadora.

Estaban en el rellano de la escalera cuando la señorita Vatnaz dijo a Rosanette:

—Adiós, querida, estuvo muy bien tu fiesta.

Después le dijo al oído:

—¡Cuídalo!

—Hasta que vengan tiempos mejores —replicó la Maríscala volviéndose lentamente de espaldas.

Arnoux y Frédéric regresaron juntos, como habían ido. El comerciante de loza parecía tan taciturno que su compañero creyó que estaba indispuesto.

—¿Yo? En absoluto.

Se mordía el bigote, fruncía el entrecejo y Frédéric le preguntó si no eran sus negocios los que le atormentaban.

—De ninguna manera.

Después, de pronto:

—Usted lo conoce, ¿verdad?, al tío Oudry —y con una expresión de rencor:

—Es rico, el viejo tunante.

Luego, Arnoux habló de una cochura importante que tenía que terminar ese mismo día en su fábrica. Quería verla. El tren salía dentro de una hora.

—Pero tengo que ir a despedirme de mi mujer.

«¡Ah! ¡Su mujer!», pensó Frédéric.

Después se acostó con un insoportable dolor de cabeza; y bebió una botella de agua para calmar la sed.

Otras ansias le habían entrado, la de las mujeres, del lujo y de todo lo que lleva consigo la vida parisina. Se sentía un poco aturdido, como un hombre que baja de un barco; y, en la alucinación del primer sueño, veía pasar y volver a pasar continuamente los hombros de la Poissarde, las caderas de la Descargadora, las pantorrillas de la Polaca, la cabellera de la Salvaje. Luego dos grandes ojos negros, que no estaban en el baile, se le aparecieron; y ligeros como mariposas, ardientes como antorchas, iban, venían, vibraban, subían a la cornisa, bajaban hasta su boca. Frédéric se empeñaba en reconocer aquellos ojos sin conseguirlo. Pero ya el sueño se había apoderado de él; le parecía que estaba uncido al lado de Arnoux, al timón de un coche, y que la Maríscala, a caballo sobre él, le picaba en el vientre con sus espuelas de oro.

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