Frédéric encontró en la esquina de la calle Rumfort un hotelito y se compró, de una vez, el cupé, el caballo, los muebles y, en casa de Arnoux, dos maceteros para poner en el salón a los dos lados de la puerta. Detrás de esta habitación había un cuarto y una salita. Se le ocurrió la idea de alojar allí a Deslauriers. Pero, ¿cómo lo vería «ella», su futura amante? La presencia de un amigo sería un estorbo. Tiró el tabique para ampliar el salón y convirtió la salita en fumadero.
Compró los libros de sus poetas preferidos, de viajes, atlas, diccionarios, pues tenía innumerables planes de trabajo; daba prisa a los obreros, corría a las tiendas y, en su impaciencia de gozar de las cosas, se llevaba todo sin discutir el precio.
Según las facturas de los proveedores, Frédéric se dio cuenta de que tendría que desembolsar en corto plazo unos cuarenta mil francos, sin contar los derechos de sucesión, que pasarían de treinta y siete mil; como su patrimonio era en fincas rústicas, escribió al notario de El Havre para que vendiese una parte, a fin de pagar sus deudas y poder disponer de algún dinero en efectivo. Después, deseando conocer por fin esa cosa vaga, deslumbrante e indefinible que llaman «el mundo», mandó un billete a los Dambreuse pidiendo ser recibido. La señora contestó que esperaba su visita el día siguiente.
Era día de recepción. Había coches estacionados en el patio. Dos criados se precipitaron bajo la marquesina y un tercero, en lo alto de la escalera, empezó a caminar delante de él.
Atravesó una antesala, una segunda habitación, después un gran salón de altas ventanas, cuya chimenea monumental soportaba un reloj de péndulo en forma de esfera, con dos jarrones de porcelana monstruosos de donde salían, como zarzales dorados, dos haces de palmatorias. En la pared había colgados cuadros al estilo del Españoleto; las pesadas cortinas de las puertas caían majestuosamente; y los sillones, las consolas, las mesas, todo el mobiliario, que era de estilo Imperio, tenía algo de imponente y de diplomático. Frédéric, a pesar suyo, sonreía de placer.
Por fin llegó a una habitación oval, revestida de palo rosa, atiborrada de muebles graciosos, iluminada por una sola ventana que daba al jardín. La señora Dambreuse estaba al lado del fuego, y una docena de personas le hacían corro. Con una palabra amable, le indicó que se sentara, pero sin mostrar sorpresa por no haberle visto hacía mucho tiempo.
Cuando entró, estaban elogiando la elocuencia del padre Coeur. Después deploraron la inmoralidad de los criados, a propósito de un robo cometido por un ayuda de cámara; y siguieron los cotilleos. La vieja señora de Sommery estaba acatarrada, la señorita de Turvisot se casaba, los Montcharron no regresarían hasta fines de enero, los Bretancourt tampoco, ahora la gente se quedaba en el campo mucho tiempo; y la pobreza de las conversaciones se encontraba compensada por el lujo de las cosas que había alrededor; pero los temas de conversación eran menos estúpidos que la manera de tratarlos, sin objeto, sin coherencia y sin animación. Había, sin embargo, hombres de mundo, un ex ministro, el cura de una gran parroquia, dos o tres altos funcionarios del gobierno; también ellos se limitaban a los temas más comunes. Algunos parecían herederas cansadas, otros tenían modales de chalanes y había viejos de cuyas mujeres habrían podido muy bien pasar por abuelos.
La señora Dambreuse los recibía a todos con gracia. Cuando se hablaba de un enfermo, fruncía el ceño con un gesto de dolor, y ponía cara alegre si se hablaba de bailes o de fiestas. Pronto se vería obligada a prescindir de ellas, pues iba a sacar del internado a una sobrina de su marido, huérfana. Su abnegación fue muy alabada; éste era un comportamiento de verdadera madre de familia.
Frédéric la observaba. La piel mate de su cara parecía tersa y de una frescura sin brillo, como la de una fruta en conserva. Pero sus cabellos, en tirabuzones a la inglesa, eran más finos que la seda, sus ojos de un azul brillante, todos sus gestos delicados. Sentada en el fondo, sobre el canapé, acariciaba los flecos rojos de una pantalla japonesa, para lucir sus manos, sin duda, unas largas manos estrechas, algo delgadas, con las puntas de los dedos ligeramente vueltas hacia atrás. Llevaba un vestido de moiré gris con corpiño subido como una puritana.
Frédéric le preguntó si no iría ese año a la Fortelle. La señora Dambreuse no sabía nada. El comprendía esto, por lo demás; en Nogent debía de aburrirse. Las visitas aumentaban. Era un continuo murmullo de faldas sobre las alfombras; las señoras, apoyadas en las orillas de las sillas, dejaban escapar risitas burlonas, articulando dos o tres palabras, y, al cabo de cinco minutos, se marchaban con sus hijas. Pronto se hizo imposible seguir la conversación, y Frédéric se retiraba cuando la señora Dambreuse le dijo:
—Todos los miércoles, ¿verdad señor Moreau? —compensando con esta sola frase la indiferencia que le había mostrado hasta entonces.
Frédéric estaba satisfecho. Sin embargo, ya en la calle, aspiró una gran bocanada de aire; y sintiendo necesidad de un ambiente menos artificial recordó que debía una visita a la Mariscala.
La puerta de la antesala estaba abierta. Dos perritos de pelo blanco largo y sedoso acudieron a recibirle. Una voz gritó:
—¡Delphine! ¡Delphine! ¿Es usted, Félix?
Él permanecía quieto; los dos perritos seguían ladrando. Por fin, apareció Rosanette envuelta en una especie de peinador de muselina blanca adornada de encajes, sin medias, en babuchas.
—¡Ah!, ¡perdón, señor! Creí que era el peluquero. Un minuto. ¡Estoy con usted!
Y se quedó solo en el comedor.
Las persianas estaban cerradas. Frédéric echó una ojeada a la sala, recordando el ruido de la otra noche, cuando observó en el centro, sobre la mesa, un sombrero de hombre, un viejo fieltro abollado, grasiento, asqueroso. ¿De quién era aquel sombrero? Mostrando sin pudor el forro descosido, parecía decir: «Después de todo, me da igual. Soy el amo».
La Mariscala reapareció. Cogió el sombrero, abrió la estufa, lo echó dentro, volvió a cerrar la puerta (al mismo tiempo otras puertas se abrían y se volvían a cerrar), y, atravesando la cocina, introdujo a Frédéric en su tocador.
Se veía enseguida que aquél era el lugar más frecuentado de la casa, y como su verdadero centro moral. Una misma tela persa de grandes follajes tapizaba las paredes, las butacas y un amplio diván elástico; sobre una mesa de mármol blanco, separadas, dos amplias palanganas de loza azul; por encima había una estantería de cristal, atestada de frascos, cepillos, peines, barras de cosmética, cajas de polvos; la luz se reflejaba en un gran espejo movible; de la orilla de una bañera colgaba una sábana y de allí se desprendían olores a pasta de almendra y a benjuí.
—Disculpe el desorden. Esta noche ceno fuera.
Y, girando sobre sus talones, estuvo a punto de aplastar a uno de sus perritos. Frédéric dijo que eran encantadores. Ella los tomó en brazos a los dos y, acercando hasta él sus morros negros:
—Vamos, hacedle una risita, dadle un beso al señor.
Bruscamente entró un hombre, vestido con una sucia levita de cuello de piel.
—Félix, mi buen amigo —dijo ella—, aquello lo tendrá el domingo próximo sin falta.
El hombre empezó a peinarla. Le habló de su amiga: la señora de Rochegune, la señora de Saint-Florentin, la señora Lombard, todas eras nobles, como en casa de los Dambreuse. Después hablaron de teatros; aquella noche en el Ambigú había una representación extraordinaria.
—¿Irá usted?
—A fe mía, ¡no! ¡Me quedo en casa!
Apareció Delfina. Ella le riñó por haber salido sin permiso. La otra juró que «volvía del mercado».
—Bueno, tráigame el libro de cuentas. Usted me permite, ¿verdad?
Y leyendo medio en alto el cuaderno, Rosanette hizo observaciones a cada artículo. La suma estaba mal.
—Devuélvame cuatro sueldos.
Delphine los devolvió, y, después de haberle mandado retirarse:
—¡Ah! ¡Virgen santa!, ¡no tendremos bastante desgracia con esta gente!
A Frédéric le chocó esta recriminación. Le recordaba demasiado las otras, y establecía entre las dos casas una especie de igualdad fastidiosa.
Cuando volvió Delphine, se acercó a la Mariscala para decirle una cosa al oído.
—Pues no, no quiero.
Delphine volvió a entrar.
—Señora, ella insiste.
—¡Ah!, ¡qué fastidio! ¡Echala fuera!
En aquel preciso momento, una vieja señora vestida de negro empujó la puerta, Frédéric no oyó nada, no vio nada; Rosanette se había adelantado en la habitación a su encuentro.
Cuando reapareció, tenía los pómulos rojos y se sentó en uno de los sillones, sin hablar. Una lágrima resbaló sobre su mejilla; después, volviéndose hacia el joven, suavemente.
—¿Cómo se llama?
—Frédéric.
—¡Ah!, Frédéric. ¿No le molesta que le llame así?
Y le miraba de una manera mimosa, casi enamorada. De pronto, lanzó un grito de alegría al ver a la señorita Vatnaz.
Aquella mujer artista no tenía tiempo que perder, pues a las seis en punto tenía que presidir una cena de beneficencia; y estaba jadeante, no podía más. Primeramente retiró de su capacho una cadena de reloj envuelta en un papel, luego diferentes objetos, compras.
—Sabrás que en la calle Joubert hay guantes de Suecia magníficos a treinta y seis sueldos. Tu tintorero pide ocho días más. Para el guipur he dicho que volverían a pasar. Bugneaux ha recibido el anticipo. Eso es todo, me parece. Son ciento ochenta y cinco francos lo que me debes.
Rosanette fue a un cajón a coger diez napoleones. Ninguna de las dos tenía para dar la vuelta. Frédéric se ofreció para cambiar.
—Se los devolveré —dijo la Vatnaz, guardando los quince francos en su bolso—. Pero es usted un villano. Y a no le quiero, el otro día no me sacó a bailar una sola vez. ¡Ah!, querida amiga, descubrí, en una tienda del muelle Voltaire unos colibríes que son un encanto. En tu lugar, me los compraría. ¡Mira! ¿Qué te parece esto?
Y le enseñó un viejo corte de seda rosa que había comprado en el Temple para hacer un jubón medieval a Delmar.
—Ha venido hoy, ¿verdad?
—No.
—¡Es extraño!
Y un minuto después:
—¿A dónde vas esta noche?
—A casa de Alfonsina —dijo Rosanette. Lo cual era la tercera versión de cómo iba a pasar la velada.
La señorita Vatnaz replicó:
—Y el Viejo de la Montaña, ¿qué hay de nuevo?
Pero, con un brusco guiño de ojo, la Maríscala la mandó callarse; y acompañó a Frédéric hasta la antesala, para saber si vería pronto a Arnoux.
—Dígale que venga; no delante de su esposa, ¡por supuesto!
En lo alto de las escaleras había un paraguas apoyado en la pared, al lado de un par de chanclos.
—Los chanclos de goma de la Vatnaz —dijo Rosanette—. ¡Qué pie, eh! Es fuerte mi amiguita.
Y en tono melodramático, recalcando mucho la «r»:
—No fíarrrse.
Frédéric, envalentonado por esta especie de confidencia, quiso besarla en el cuello. Ella dijo fríamente:
—¡Oh! ¡besa!, no cuesta nada.
Se sentía ligero al salir de allí, no dudando que la Maríscala sería pronto su amante. Este deseo despertó otro; y, a pesar del rencor que le guardaba, quiso ver a Mme. Arnoux.
Además, tenía que darle un recado de Rosanette.
«Pero, ahora —pensó (estaban dando las seis)— Arnoux está en casa, sin duda». Aplazó su visita para el día siguiente.
Ella se mantenía en la misma actitud que el primer día y estaba cosiendo una camisita de niño. El chiquito, a sus pies, jugaba con un zoo de animales de madera; Marta, un poco más lejos, escribía.
Frédéric empezó felicitándola por sus hijos. Ella respondió sin ninguna exageración de tontería maternal.
La habitación tenía aspecto tranquilo. Un sol espléndido atravesaba los cristales, las esquinas de los muebles relucían, y, como Mme. Arnoux estaba al lado de la ventana, un gran rayo que caía sobre los rizos de su nuca, penetraba con un fluido dorado su piel de ámbar. Entonces él dijo:
—¡Lo que ha crecido esta criatura desde hace tres años!; ¿se acuerda, señorita, de cuando dormía sobre mis rodillas, en el coche? —Marthe no recordaba—. Una tarde, volviendo de Saint-Cloud.
Mme. Arnoux le dirigió una mirada extraordinariamente triste. ¿Era para prohibirle toda alusión a su recuerdo común?
Sus bellos ojos negros, cuyo blanco brillaba, se movían suavemente bajo sus párpados algo pesados, y en la profundidad de sus pupilas había una bondad infinita. Y un amor más fuerte que nunca, inmenso, se apoderó de nuevo de Frédéric; era una contemplación que lo dejaba abotargado; sin embargo, se la sacudió. ¿Cómo hacerse valer? ¿Por qué medios? Y después de mucho buscar, Frédéric no encontró nada mejor que el dinero. Empezó a hablar del tiempo, que era menos frío que en El Havre.
—¿Ha estado usted allí?
—Sí, por un asunto… de familia… una herencia.
—¡Ah!, me alegro mucho —replicó ella con un aire de satisfacción tan auténtico que él se sintió agradecido como si le hubiera hecho un gran favor.
Después ella le preguntó por sus proyectos, un hombre debía dedicarse a algo. El se acordó de que había mentido y dijo que esperaba llegar al Consejo de Estado gracias al señor Dambreuse, el diputado.
—¿Lo conoce, acaso?
—De nombre solamente.
Después, en voz baja:
—Él le llevó al baile el otro día, ¿verdad?
Frédéric callaba.
—Es lo que quería saber, ¡gracias!
Luego le hizo dos o tres preguntas discretas acerca de su familia y de su provincia. Era muy amable habiendo permanecido allí tanto tiempo sin olvidarlos.
—Pero… ¿es que podía? —replicó él—. ¿Lo ponía usted en duda?
Madame Arnoux se levantó.
—Creo que usted siente por nosotros un sincero y sólido afecto. Adiós… Hasta luego —y le tendió la mano con un gesto franco y viril.
¿No era un compromiso, una promesa? Frédéric se sentía encantado de la vida, aguantaba los deseos de cantar, necesitaba expansionarse, hacer generosidades, dar limosnas. Miró a su alrededor si no había alguien a quien socorrer. No pasaba ningún necesitado; y su veleidad altruista se desvaneció, pues no era hombre que buscase las ocasiones lejanas.
Después se volvió a acordar de sus amigos. El primero en quien pensó fue Hussonnet, el segundo Pellerin. La posición ínfima de Dussardier exigía, naturalmente, mucha delicadeza; en cuanto a Cisy, él se alegraba de hacerle ver un poco su fortuna. Así pues, escribió a los cuatro para que fuesen a inaugurar la casa el domingo siguiente, a las once en punto, y encargó a Deslauriers que llevase a Sénécal.
El profesor de Matemáticas había sido despedido de su tercer internado por no haber querido dar premios, costumbre que él veía como funesta a la igualdad. Ahora estaba con un constructor de máquinas y ya no vivía con Deslauriers desde hacía seis meses.
Su separación no había tenido nada de penoso. Sénécal, en los últimos tiempos, recibía a hombres de guardapolvos, todos patriotas, todos trabajadores, todos buena gente, pero cuya compañía parecía fastidiosa al abogado. Además, ciertas ideas de su amigo, excelentes armas de guerra, le disgustaban. Se callaba por ambición, empeñándose en tratarlo con cuidado, para guiarle, pues esperaba con impaciencia un gran cambio en el que contaba su puesto.
Las convicciones de Senecal eran más desinteresadas. Cada tarde, terminada su tarea, volvía a su buhardilla y buscaba en los libros un medio de justificar sus sueños. Había anotado el Contrato social. Se tragaba la Revista Independiente. Conocía a Mably, Morelly, Fournier, Saint-Simon, Comte, Cabet, Louis Blanc, toda la pesada carga de los escritores socialistas, aquellos que reclaman para la humanidad el nivel de los cuarteles, los que quisieran divertirla en burdeles o doblegarla sobre un mostrador; y, de la mezcla de todo esto, se había hecho un ideal de democracia virtuosa, que tenía el doble aspecto de una granja en aparcería y una fábrica de hilados, una especie de Lacedemonia americana donde el individuo no existiría más que para servir a la sociedad, más omnipotente, absoluta, infalible y divina que los Grandes Lamas y los Nabucodonosores. No tenía duda alguna sobre la eventualidad próxima de esta concepción, todo lo que le parecía un obstáculo Sénécal lo perseguía con la lógica de un geómetra y la buena fe de un inquisidor. Los títulos nobiliarios, las cruces, los penachos, las libreas, sobre todo, e incluso las reputaciones que sonaban demasiado le escandalizaban, ya que sus estudios, lo mismo que sus sufrimientos, avivaban cada día su odio esencial hacia cualquier forma de distinción o de superioridad.
—¿Qué le debo a ese señor para hacerle cortesías? Si quisiera algo de mí, ¡podía venir a verme!
Deslauriers lo llevó consigo.
Encontraron a su amigo en el dormitorio. Persianas y dobles cortinas, espejo de Venecia, allí nada faltaba; Frédéric, en chaqueta de terciopelo, estaba recostado en una butaca fumando cigarrillos turcos.
Sénécal se entristeció como los mojigatos a quienes llevan a los lugares de placer. Deslauriers lo vio todo de una sola ojeada; después, inclinándose muy profundamente:
—Monseñor, le presento mis respetos.
Dussardier le saltó al cuello.
—¿Así que es usted rico? ¡Tanto mejor, caray, tanto mejor!
Apareció Cisy, con crespón negro en su sombrero. Desde la muerte de su abuela gozaba de una fortuna considerable y ponía menos empeño en divertirse que en distinguirse de los demás, en no ser como todo el mundo, en fin, en «darse tono». Era su expresión.
Entretanto era ya mediodía, y todos bostezaban; Frédéric esperaba a alguien. Al nombre de Arnoux, Pellerin puso mala cara. Lo consideraba como un renegado desde que había abandonado las artes.
—¿Si prescindiéramos de él?
Todos aprobaron.
Un criado de largas polainas abrió la puerta, y vieron el comedor con su alto zócalo de roble, realzado de franjas doradas y sus dos aparadores cargados de vajilla. Habían puesto botellas de vino a calentar sobre la estufa; las hojas de los cuchillos nuevos espejeaban al lado de las ostras; había en el tono lechoso de los vasos de cristal fino una especie de atrayente suavidad, y la mesa se ocultaba bajo la caza, fruta, cosas extraordinarias. Sénécal no dio aprecio a estos detalles.
Comenzó pidiendo pan casero lo más duro posible, y, a este propósito, habló de los asesinatos de Buzançais y de la crisis de las subsistencias.
Nada de todo esto habría ocurrido si se protegiese más a la agricultura, si no se hubiera dejado todo a la libre competencia, a la anarquía, a la deplorable máxima del laissez faire, laissez passer. Así es como se constituía el feudalismo del dinero, ¡peor que el otro! ¡Pero que se anden con cuidado! El pueblo, al final, se cansará, y podría hacer pagar sus sufrimientos a los detentadores del capital, ya con cruentas proscripciones, ya saqueando sus palacios.
Frédéric vislumbró en un relámpago una oleada de hombres remangados invadiendo el gran salón de la señora Dambreuse, rompiendo los espejos a golpes de pica.
Sénécal continuaba: el obrero, a causa de la insuficiencia de los salarios, era más desgraciado que el ilota, el negro y el paria, sobre todo si tenía hijos.
—¿Acaso debe deshacerse de ellos asfixiándolos, como aconseja no sé que doctor inglés, discípulo de Malthus?
Y se volvió a Cisy:
—¿No tendremos más remedio que seguir los consejos del infame Malthus?
Cisy, que ignoraba la infamia e incluso la existencia de Malthus, respondió que, a pesar de todo, se socorrían bastantes miserias, y que las clases elevadas…
—¡Ah!, ¡las clases elevadas! —dijo con risa burlona, el socialista—, la única elevación que cuenta es la del espíritu. No queremos limosnas, entiende, sino la igualdad, el justo reparto de los productos.
Lo que pedía era que el obrero pudiese llegar a capitalista, como el soldado a coronel. Los gremios, al menos, limitando el número de los aprendices, impedían la inflación de la oferta de trabajadores, y el sentimiento de la fraternidad se mantenía por medio de fiestas, los estandartes.
Hussonnet, como poeta, echaba de menos los estandartes; Pellerin también; era una predilección que le había nacido en el café Dagneaux, escuchando los discursos de los falansterianos. Declaró que Fourier era un gran hombre.
—¡Vaya! —dijo Deslauriers—. Un animal de toda la vida que ve en las caídas de imperios efectos de la venganza divina. Es como el señor Saint-Simon y sus partidarios, con su odio a la Revolución francesa: una pila de farsantes que querrían restaurarnos el catolicismo.
El señor de Cisy, sin duda para aclararse o para dar buena impresión, empezó a reír en voz baja.
—¿Esos dos sabios no son, pues, de la opinión de Voltaire?
—A ése se lo regalo —replicó Sénécal.
—¿Cómo?, yo creía…
—¡Pues no!, ¡no amaba al pueblo!
Después, la conversación descendió a los acontecimientos contemporáneos: las bodas españolas, las dilapidaciones de Rochefort, la reforma del cabildo de Saint-Denis, todo lo cual acarrearía un aumento de los impuestos. Según Sénécal, ya se pagaban bastantes.
—¿Y para qué, Dios santo?, ¡para levantar palacios a los monos del Museo, hacer desfilar por nuestras plazas brillantes estados mayores, o permitir que los lacayos del Castillo mantengan una etiqueta gótica!
—He leído en La Moda —dijo Cisy—, que el día de San Fernando, en el baile de las Tullerías, todo el mundo llevaba disfraces de carnaval con botas, calzón y cascos de plumas.
—Sí, ¿no es algo lamentable? —dijo el socialista encogiendo los hombros de asco.
—Y el museo de Versalles —exclamó Pellerin—. Hablemos de esto. Aquellos imbéciles han quitado cuadros de Delacroix para dejar más espacio a los de un tal Gros. En el Louvre, han restaurado, rascado y manoseado los cuadros de tal manera que, dentro de seis años, quizás no quedará ni uno. En cuanto a los errores del catálogo, un alemán ha escrito todo un libro sobre esto. Los extranjeros, a fe mía, se burlan de nosotros.
—Sí, somos la risa de Europa —dijo Sénécal.
—Es porque el Arte está enfeudado a la Corona.
—Mientras no tengáis el sufragio universal…
—¡Permitidme!, pues el artista, rechazado durante veinte años en todos los salones, estaba furioso contra el Poder. Eh, que nos dejen tranquilos. ¡Yo no pido nada!, sólo a las cámaras compete legislar sobre los intereses del Arte. Habría que crear una cátedra de estética, cuyo profesor, a la vez práctico y teórico, llegaría, espero, a agrupar a la muchedumbre. Usted, Hussonnet, haría bien escribiendo algo sobre esto en su periódico.
—¿Es que los periódicos son libres?, ¿lo somos nosotros? —dijo Deslauriers con arrebato—. Cuando pienso que pueden hacer falta hasta veintiocho formalidades para tener derecho a botar un barquito en el río, me dan ganas de ir a vivir con los antropófagos. El gobierno nos come vivos. Todo es suyo, la filosofía, el derecho, las artes, el aire que respiramos; y Francia bajo la bota del gendarme y el disfraz de los cómicos.
El futuro Mirabeau descargaba así su bilis, a sus anchas. Finalmente, tomó su copa, se levantó y, con el puño en la cadera y los ojos encendidos:
—Brindo por la destrucción completa del orden actual, es decir, de todo lo que llaman Privilegio, Monopolio, Dirección, Jerarquía, Autoridad, Estado —y, levantó más la voz—: ¡que yo quisiera romper como esto! —lanzando sobre la mesa la bella copa de pie, que se deshizo en mil pedazos.
Todos aplaudieron y especialmente Dussardier.
El espectáculo de las injusticias le hacía saltar el corazón. Estaba preoupado por Barbes; era de esos que se echan debajo de los coches para socorrer a los caballos caídos. Su erudición se limitaba a dos obras, una titulada Crímenes de los reyes, la otra Misterios del Vaticano. Había estado escuchando al abogado con la boca abierta, con verdadera delicia. Por fin, no aguantando más:
—Yo lo que le reprocho a Luis Felipe es que abandone a los polacos.
—¡Un momento! —dijo Hussonnet—. Primero, Polonia no existe; es una invención de Lafayette. Los polacos, en general, son todos del faubourg Saint-Marceau, pues los verdaderos se ahogaron con Poniatowski.
En resumen, no daba en el clavo, estaba de vuelta de todo. Era como la serpiente de mar, la revocación del Edicto de Nantes, y esa vieja broma de la noche de San Barthélemy.
Sénécal, sin defender a los polacos, subrayó las últimas palabras del letrado. Habían calumniado a los papas, que, después de todo, defendían al pueblo, y llamaba a la Liga «la aurora de la Democracia, un gran movimiento igualitario contra el individualismo de los protestantes».
Frédéric estaba un poco sorprendido por estas ideas. Probablemente aburrían a Cisy, pues llevó la conversación a los cuadros vivos del Gimnasio, que entonces atraían a mucha gente.
Sénécal se afligió por esto. Tales espectáculos corrompían a las hijas del proletariado; además, se las veía hacer ostentación de un lujo insolente. Por eso aprobaba a los estudiantes bávaros que habían insultado a Lola Montes. A semejanza de Rousseau, hacía más caso a la mujer de un carbonero que a la amante de un rey.
—¿Usted se ríe de las trufas? —replicó majestuosamente Hussonnet. Y asumió la defensa de estas señoras, en favor de Rosanette.
Después, hablando de su baile y del traje de Arnoux:
—¿Dicen que está con un pie en el aire? —dijo Pellerin.
El marchante de cuadros acababa de tener un pleito por sus terrenos de Belleville, y actualmente era socio con otros truhanes de su calaña en una compañía de caolín de la Baja Bretaña.
Dussardier sabía más; pues el patrón que tenía, el señor Moussinot, había recabado informes sobre Arnoux al banquero Oscar Lefebvre, quien le había respondido que lo juzgaba como poco sólido, pues estaba al corriente de sus prórrogas.
Ya habían tomado el postre; pasaron al salón, tapizado como el de la Maríscala, de damasco amarillo, y de estilo Luis XVI.
Pellerin reprochó a Frédéric no haber escogido con preferencia el estilo neogriego. Sénécal frotó cerillas contra las colgaduras; Deslauriers no hizo ninguna observación.
Las hizo en la biblioteca, que calificó de biblioteca de niña. La mayor parte de los escritores contemporáneos estaban allí representados. No fue posible hablar de sus obras, pues Hussonnet, enseguida, empezaba a contar anécdotas sobre sus personas, criticando sus caras, sus hábitos, sus costumbres, su forma de vestir, exaltando los talentos de decimoquinta categoría, denigrando los de primera, y deplorando, por supuesto, la decadencia moderna. Tal cancioncilla aldeana contenía, ella sola, más poesía que todos los líricos del siglo XIX; Balzac estaba sobrestimado, Byron por los suelos, Hugo no entendía nada de teatro, etc.
—¿Por qué —dijo Sénécal— no tiene usted los volúmenes de nuestros poetas obreros?
Y el señor de Cisy, que se ocupaba de literatura, se extrañó de no ver sobre la mesa de Frédéric fisiologías nuevas, fisiología del fumador, del pescador de caña, del consumero.
Llegaron a irritarle tanto que le entraron ganas de echarlos a empujones: «¡Pero me estoy volviendo tonto!».
Y tomando aparte a Dussardier, le preguntó si podía servirle en algo. El buen chico se conmovió. Con su puesto de cajero no necesitaba nada.
Luego, Frédéric llevó a su habitación a Deslauriers, y, sacando de su secreter dos mil francos:
—Toma, amigo mío, guárdalos. Es el resto de mis viejas deudas.
—Pero… ¿Y el periódico? —dijo el abogado—. He hablado de él a Hussonnet, ya lo sabes.
Y a la respuesta de Frédéric que se encontraba «un poco apurado» en este momento, el otro sonrió maliciosamente.
Después de los licores bebieron cerveza; después de la cerveza tomaron grogs; volvieron a fumar unas pipas. Por fin, a las cinco de la tarde, todos se fueron; y caminaban unos detrás de otros, sin hablar, cuando Dussardier empezó a decir que Frédéric había sido un perfecto anfitrión. Todos estuvieron de acuerdo.
Hussonnet declaró que la comida había sido un poco pesada. Sénécal criticó el tono frívolo de su apartamento.
Cisy opinaba lo mismo. Aquello carecía totalmente de «gusto».
—Creo —dijo Pellerin— que habría podido encargarse un cuadro.
Deslauriers estaba callado, con sus billetes de banco en el bolsillo del pantalón.
Frédéric se había quedado solo. Pensaba en sus amigos y sentía que entre ellos y él se había abierto un foso lleno de sombra. Les había tendido la mano, sin embargo no habían correspondido a la franqueza de su corazón.
Recordó las palabras de Pellerin y de Dussardier sobre Arnoux. ¿Eran una invención, una calumnia tal vez? Pero ¿por qué? Y le pareció ver a Mme. Arnoux arruinada, llorando, teniendo que vender sus muebles. Esta idea le atormentó toda la noche; al día siguiente se presentó en su casa.
No sabiendo cómo empezar para decirle lo que sabía, le preguntó a modo de conversación, si Arnoux seguía teniendo aquellos terrenos de Belleville.
—Sí, continúa.
—¿Está ahora metido en una sociedad para la explotación de caolín de Bretaña, según creo?
—Es cierto.
—Su fábrica marcha muy bien, ¿verdad?
—Pues… lo supongo.
Y, observando que vacilaba:
—¿Qué pasa, pues?, me da usted miedo.
Le comunicó la historia de las renovaciones de crédito. Ella bajó la cabeza y dijo:
—Me lo temía.
En efecto, Arnoux, esperando hacer una buena especulación, no había querido vender sus terrenos, había pedido prestado sobre ellos una gran cantidad, había pensado recuperarse estableciendo una fábrica. Los gastos habían superado las previsiones. Ella no sabía más; eludía toda pregunta y afirmaba continuamente que «la cosa marchaba muy bien».
Frédéric trató de tranquilizarla. Eran tal vez dificultades pasajeras. En todo caso, si supiera algo más, se lo comunicaría.
—¡Oh, sí!, ¿verdad? —dijo ella con las manos juntas en actitud de súplica. Él podía, pues, serle útil. Entraba así en su vida, en su corazón.
Llegó Arnoux.
—¡Ah!, qué amable venir a buscarme para cenar.
Frédéric no sabía qué decir.
Arnoux habló de cosas sin importancia, después advirtió a su mujer que regresaría muy tarde, pues tenía una cita con el señor Oudry.
—¿En su casa?
Pues claro, en su casa.
Bajando los escalones confesó que, como la Mariscala estaba libre, iba a divertirse con ella al «Moulin Rouge»; y como siempre necesitaba alguien con quien desahogarse, pidió a Frédéric que le acompañase hasta la puerta.
En vez de entrar, se puso a pasear por la acera, observando la ventana del segundo piso. De pronto se descorrieron las cortinas.
—¡Ah!, ¡bravo! El tío Oudry ya no está. ¡Buenas noches!
¿Era, pues, el tío Oudry quien la sostenía? Frédéric no sabía ya qué pensar.
Desde aquel día, Arnoux estuvo aún más cordial que antes; le invitaba a cenar en casa de su amante, y pronto Frédéric frecuentó a la vez las dos casas.
La de Rosanette le divertía. Iban allí de noche, al salir del club o del espectáculo; tomaban una taza de té, jugaban una partida de lotería; los domingos, jugaban a las adivinanzas; Rosanette, más revoltosa que las demás, se distinguía por sus ocurrencias graciosas, como correr a cuatro patas o ponerse un gorro de algodón. Para asomarse a la ventana a ver a los que pasaban por la calle, tenía un sombrero de cuero lavable, fumaba chibuquis, cantaba tirolesas. Por la tarde, como estaba desocupada, recortaba flores en un trozo de tela persa y las pegaba ella misma en los cristales, embadurnaba de pintura a sus dos perritos o se echaba a sí misma la buenaventura. Incapaz de resistir un deseo, se encaprichaba por un muñeco que había visto, no dormía, corría a comprarlo, lo cambiaba por otro, y estropeaba las telas, perdía sus joyas, derrochaba el dinero, habría vendido la camisa por un palco de proscenio. A menudo preguntaba a Frédéric la significación de una palabra que había leído, pero no escuchaba su respuesta, pues saltaba rápidamente a otra idea, multiplicando las preguntas. A excesos de alegría sucedían cóleras infantiles; o bien soñaba sentada en el suelo, delante del fuego, cabeza baja y la rodilla entre sus manos, más inerte que una culebra aletargada. Sin guardar recato alguno, se vestía delante de él, se quitaba despacio las medias de seda, después se lavaba a fondo la cara, echando la cintura hacia atrás como una náyade temblorosa; y la risa de sus dientes blancos, el brillo de sus ojos, su belleza, su alegría hacían perder la cabeza a Frédéric y excitaban sus nervios.
Frédéric casi siempre encontraba a Mme. Arnoux enseñando a leer a su niño, o detrás de la silla de Marthe, que hacía gamas en el piano; cuando trabajaba en una labor de costura, era para él un gran honor recogerle a veces las tijeras. Todos sus movimientos eran de una majestad tranquila; sus manecitas parecían hechas para repartir limosnas, para enjugar lágrimas, y su voz, un poco apagada por naturaleza, alcanzaba tonos acariciadores y como ligerezas de brisa.
La literatura no la entusiasmaba, pero su ingenio cautivaba con palabras sencillas y penetrantes. Le gustaban los viajes, el rumor del viento entre los árboles, pasearse con la cabeza descubierta bajo la lluvia. Frédéric escuchaba estas cosas con verdadera delicia, creyendo ver el comienzo de un abandono de sí misma.
El trato de estas dos mujeres ponía en su vida como dos músicas: una juguetona, arrebatada, divertida, la otra grave y casi religiosa; y vibraban juntas, seguían creciendo y poco a poco se mezclaban. Pues, si Mme. Arnoux llegaba a tocarle solamente con el dedo, la imagen de la otra inmediatamente surgía en su deseo, porque, por este lado, tenía una posibilidad más lejana; y estando con Rosanette, cuando llegaba a emocionarse, recordaba inmediatamente a su gran amor.
Esta confusión era provocada por semejanzas entre las dos casas. Uno de los dos arcones que antaño se veían en el bulevar Montmartre adornaba ahora el comedor de Rosanette; el otro, el salón de Mme. Arnoux. En las dos casas, los servicios de mesa eran semejantes, y se encontraba incluso el mismo tapete de terciopelo sobre las butacas; además, una cantidad de pequeños regalos, pantallas, cajas, abanicos, iban y venían de casa de la amante a la de la esposa, pues sin el menor miramiento Arnoux, a menudo, volvía a quitar a una lo que le había dado a la otra.
La Mariscala se reía con Frédéric a propósito de estos malos modales. Un domingo, después de cenar, ella lo llevó detrás de la puerta y le enseñó en el paleto de Arnoux una bolsa de pasteles que acababa de escamotear en la mesa, para invitar, sin duda, a su pequeña familia. El señor Arnoux se dedicaba a hacer travesuras que rayaban en la desvergüenza. Para él constituía un deber no pagar los arbitrios municipales; se colaba en el espectáculo sin pagar, con una entrada de segunda pasaba a primera, y contaba como una gracia extraordinaria que acostumbraba, en los baños fríos, a poner en el cepillo del encargado un botón de calzoncillo por una moneda de diez sueldos; todo lo cual no impedía que la Mariscala le amara.
Sin embargo, ella dijo un día, hablando de él:
—¡Ah!, ya empieza a aburrirme. Ya estoy harta. A fe mía, mala suerte, ya encontraré otro.
Frédéric creía que «el otro» ya lo había encontrado y que se llamaba señor Oudry.
—¡Bueno! —dijo Rosanette—, ¿qué más da?
Después, en tono lloroso.
—Le pido muy poca cosa, pero él no quiere, el bobo. No quiere. En cuanto a sus promesas, ¡oh!, es diferente.
Le había prometido un cuarto de sus beneficios en las famosas minas de caolín; nunca se había visto nada, como tampoco el cachemir con el que venía engañándola desde hacía seis meses.
Sin embargo, es un buen hombre, su propia mujer lo decía. Pero ¡tan loco! En vez de llevar todos los días gente a cenar a su casa, ahora invitaba a sus conocidos al restaurante. Compraba cosas completamente inútiles, tales como cadenas de oro, relojes de chimenea, artículos, cosas para la casa. Mme. Arnoux enseñó incluso a Frédéric, en el pasillo, un enorme surtido de cacerolas, cazos, estufillas y samovares. Por fin, un día ella le confesó sus preocupaciones: Arnoux le había hecho firmar un pagaré, suscrito a la orden del señor Ambreuse.
Entretanto, Frédéric no abandonaba sus proyectos literarios, por una especie de pundonor consigo mismo. Quería escribir una historia de la estética, fruto de sus conversaciones con Pellerin, después escenificar diferentes épocas de la Revolución francesa y escribir una gran comedia, bajo la influencia indirecta de Deslauriers y de Hussonnet. A menudo, en medio de su trabajo se le aparecía la cara de la una o la otra; luchaba contra los deseos de verla, no tardaba en ceder a ellos; y estaba más triste al volver de casa de Mme. Arnoux.
Una mañana en que estaba rumiando su melancolía junto al fuego, entró Deslauriers. Los discursos incendiarios de Sénécal habían preocupado a su patrón, y, una vez más, se encontraba sin recursos.
—¿Qué quieres que haga? —dijo Frédéric.
—¡Nada! No tienes dinero, lo sé. Pero no te sería difícil encontrarle un puesto por medio del señor Dambreuse o bien de Arnoux.
Arnoux debía de necesitar ingenieros en su establecimiento. Frédéric tuvo una idea: Sénécal podría informarle de las ausencias del marido, llevar cartas, ayudarle en mil ocasiones que podrían presentarse. De hombre a hombre, siempre se hacen estos servicios. Además, encontraría medio de servirse de él sin que lo sospechase. La casualidad le ofrecía una ayuda, era de buen augurio, había que aprovecharla y, afectando indiferencia, contestó que era factible y que él se encargaría de ello.
E inmediatamente puso manos a la obra. Arnoux se afanaba mucho en su fábrica. Buscaba el rojo de los chinos, pero sus colores se volatilizaban por la cochura. A fin de evitar las grietas de sus cerámicas, mezclaba cal con arcilla; pero las piezas se rompían la mayor parte, el esmalte de sus pinturas en frío hacía burbujas, sus grandes placas se alabeaban; y, atribuyendo estos errores al mal utillaje de su fábrica, quería que le hicieran otros molinos para triturar, otros secaderos. Frédéric recordó algunas de estas cosas y lo abordó para decirle que había encontrado a un hombre muy competente, capaz de dar con su famoso rojo. Arnoux dio un salto, luego, después de escucharle, contestó que no necesitaba a nadie.
Frédéric ensalzó los conocimientos prodigiosos de Sénécal, ingeniero, químico y contable en una pieza, además de ser un matemático destacado.
El fabricante de loza quiso verlo.
Los dos discutieron acerca de los emolumentos. Frédéric intervino y, al cabo de una semana, consiguió que llegasen a un acuerdo.
Pero, como la fábrica estaba en Greil, Sénécal no podía ayudarle en nada. Esta reflexión, muy sencilla, le abatió el ánimo como si fuera una desgracia.
Pensó que cuanto más alejado estuviese Arnoux de su mujer, más ocasiones tendría él de estar con ella. Entonces comenzó a hacer la apología de Rosanette, en todo momento; le hizo ver todas las equivocaciones que había cometido con ella, contó las vagas amenazas del otro día, e incluso habló del cachemir, sin ocultarle que ella le acusaba de avaricia.
Arnoux, disgustado por lo que le habían dicho, y, por otra parte, empezando a preocuparse, llevó el cachemir a Rosanette, pero le riñó por haberse quejado a Frédéric; como ella le decía que le había recordado cien veces su promesa, él quiso justificar que no se había acordado porque tenía demasiadas ocupaciones.
Al día siguiente, Frédéric se presentó en casa de ella. Aunque eran las diez, estaba todavía acostada. Y, a su cabecera, Delmar, sentado ante un velador, estaba terminando una rebanada de pan con foie-grass. Ella gritó de lejos:
—¡Lo tengo!, ¡lo tengo!
Luego, cogiéndolo por las orejas, lo besó en la frente, le dio las gracias varias veces, le tuteó, quiso incluso que se sentara en su cama. Sus hermosos ojos tiernos chispeaban, su boca húmeda sonreía, sus brazos regordetes salían de su camisón sin mangas; y de vez en cuando, adivinaba, a través de la batista, los firmes contornos de su cuerpo. Delmar mientras tanto hacía juegos de ojos.
—Pero verdaderamente, amiga, mi querida amiga…
Lo mismo ocurrió las veces siguientes. Tan pronto entraba Frédéric, ella se subía en un cojín para que la abrazase mejor, le llamaba monin, querido, le ponía una flor en el ojal, le arreglaba la corbata; estas atenciones se redoblaban cuando estaba allí Delmar.
¿Eran insinuaciones? Frédéric lo creyó. En cuanto a engañar a un amigo, Arnoux, en su lugar, no se habría preocupado por ello lo más mínimo y él tenía perfecto derecho a no ser virtuoso con su amante, habiéndolo sido siempre con su mujer; pues creía haberlo oído, o más bien hubiera querido hacérselo creer para justificar su prodigiosa cobardía. El se sentía, sin embargo, un estúpido, y resolvió decidirse resueltamente por la Mariscala.
Así que una tarde, cuando ella se agachaba delante de una cómoda, él se le acercó e hizo un gesto de elocuencia tan poco ambigua que ella se levantó toda colorada. Él repitió inmediatamente; entonces ella se echó a llorar, diciendo que era muy desgraciada y que ésa no era una razón para que la despreciasen.
Él reiteró sus tentativas. Ella tomó otra actitud, que fue la de reír siempre. Él juzgó inteligente replicarle en el mismo tono, y exagerándolo. Pero se mostraba demasiado alegre para que ella lo creyese sincero; y su camaradería era un obstáculo a la manifestación de toda emoción seria. Por fin, un día, le contestó que ella no aceptaba los restos de otra.
—¿Qué otra?
—Pues, sí, vete a ver a Mme. Arnoux.
Pues Frédéric hablaba frecuentemente de ella; Arnoux, por su parte, tenía la misma manía; al final, ella se impacientaba escuchando siempre ensalzar a aquella mujer; y su acusación era una especie de venganza.
Frédéric le guardó rencor por esto.
Por lo demás, ella comenzaba a irritarle fuertemente. A veces, haciendo el papel de experimentada, hablaba mal del amor con una risa escéptica, que entraban ganas de darle unas bofetadas. Un cuarto de hora después, era la única cosa que había en el mundo, y, cruzando los brazos sobre el pecho, como para abrazar a alguien, murmuraba: «¡Oh!, ¡sí!, ¡es bueno!, ¡es tan bueno!» con los ojos entreabiertos y medio pasmada de arrebato. Era imposible conocerla, saber, por ejemplo, si amaba a Arnoux, pues se burlaba de él y parecía tenerle celos. Lo mismo con la Vatnaz, a quien llamaba una miserable, y otras veces su mejor amiga. Tenía, en fin, en toda su persona, y hasta en la manera de colocarse el moño, algo de indecible que parecía un desafío; y él la deseaba, más que nada por el placer de vencerla y dominarla.
¿Cómo hacer?, pues a menudo ella le despedía sin ninguna ceremonia, apareciendo un minuto entre dos puertas para cuchichear: «Estoy ocupada; ¡hasta la noche!»; o bien la encontraba en medio de una docena de personas: y cuando estaban solos, se juraría que era una apuesta por los impedimentos que se sucedían. El la invitaba a cenar, pero ella rechazaba siempre; una vez que aceptó, no se presentó.
A Frédéric se le ocurrió una idea maquiavélica.
Conociendo por Dussadier las recriminaciones de Pellerin a este propósito, se le ocurrió encargarle el retrato de la Maríscala, un retrato de tamaño natural que exigiese muchas sesiones de pose; él no faltaría a ninguna; la falta de puntualidad habitual en el artista facilitaría los encuentros a solas. Comprometió, pues, a Rosanette a que se dejase pintar para ofrecer su retrato a su querido Arnoux. Ella aceptó, pues se veía en medio del gran Salón, en el puesto de honor, con una muchedumbre delante de ella, y los periódicos hablarían de esto, lo cual sería para ella un «lanzamiento» inmediato.
En cuanto a Pellerin, aceptó sin vacilar la proposición. Este retrato debía situarlo entre los grandes, sería una obra maestra.
Pasó revista en su memoria a todos los retratos que conocía hechos por grandes pintores, y se decidió finalmente por un Ticiano, el cual pensaba realzar con adornos al estilo del Veronés. Así que ejecutaría su proyecto sin artificios de sombras en una luz franca que iluminase las carnes con un solo tono y haciendo chispear las decoraciones.
—¿Si le pusiera —pensaba— un vestido de seda rosa, con un albornoz oriental? ¡Oh!, ¡no!, ¡vulgar el albornoz! ¿O tal vez mejor si la vistiera de terciopelo azul, sobre un fondo gris, muy brillante? ¿Se le podría poner una gorguera de guipur blanco, con un abanico negro y una cortina escarlata por detrás?
En semejantes investigaciones cada día ampliaba concepciones del cuadro y se maravillaba de ello.
Le dio un vuelco el corazón cuando Rosanette, acompañada de Frédéric, se presentó en su estudio para la primera sesión. La colocó de pie, sobre una especie de tarima, en el centro de la habitación; y quejándose del día y echando de menos su antiguo estudio, le hizo primero apoyarse de codos en un pedestal, después sentarse en un sillón, y a ratos se alejaba de ella y se acercaba para corregir de un papirotazo los pliegues del vestido, la miraba con los ojos entreabiertos, y pedía su opinión a Frédéric.
—¡Bueno, no! —exclamaba—. Vuelvo a mi primera idea. La voy a vestir de veneciana.
Llevaría un vestido de terciopelo amapola con un cinturón de orfebrería, y su amplia manga forrada de armiño dejaría ver su brazo desnudo tocando la balaustrada de una escalera que subía detrás de ella. A su izquierda, una gran columna hasta la parte alta del lienzo iba a juntarse con arquitecturas describiendo un arco. Por debajo se verían vagamente macizos de naranjos casi negros, en los que se destacaría un cielo azul listado de nubes blancas. Sobre el balaustre cubierto de un tapiz habría, en una bandeja de plata, un ramillete de flores, un rosario de ámbar, un puñal y un cofrecito de viejo marfil un poco amarillo rebosando cequíes de oro; algunos incluso, desparramados por el suelo, formarían una serie de salpicaduras brillantes, de manera que atrajesen la mirada hacia la punta de su pie, pues ella estaría colocada sobre el penúltimo escalón, en un movimiento natural y en plena luz.
Fue a buscar una caja de embalar cuadros y la puso sobre el estrado para figurar la escalera; después dispuso como accesorios sobre un taburete, a guisa de balaustrada, su chaquetón, un escudo, una caja de sardinas, un paquete de plumas, un cuchillo, y, después de haber esparcido delante de Rosanette una docena de grandes monedas, le hizo ponerse en pose.
—Imagínese que esas cosas son riquezas, presentes espléndidos. ¡La cabeza un poco hacia la derecha! ¡Perfecto!, ¡y no se mueva! Esta actitud majestuosa va bien con su tipo de belleza.
Ella tenía un vestido escocés con un gran manguito y hacía esfuerzos para aguantarse la risa.
—En cuanto al peinado, le ensartaremos algunas perlas; eso produce siempre buen efecto en los cabellos rojos.
La Maríscala protestó diciendo que no tenía el pelo rojo.
—Déjeme a mí. El rojo de los pintores no es el de la gente común.
Comenzó a esbozar la posición de las masas; y estaba tan obsesionado con los grandes artistas del Renacimiento que hablaba de ellos. Durante una hora soñó en voz alta con aquellas existencias magníficas, llenas de genio, de gloria y de suntuosidades, con entradas triunfales en las ciudades y festines a la luz de los candelabros, en medio de mujeres medio desnudas, bellas como diosas.
—Usted está hecha para vivir en aquella época. Una criatura de su calidad habría sido digna de un monseñor.
Rosanette encontraba muy amables estos cumplidos. Fijaron el día de la siguiente sesión; Frédéric se encargó de llevar los accesorios.
Como el calor de la estufa la habría mareado un poco, regresaron a pie por la calle del Bac y llegaron al puente Royal.
Hacía un tiempo bueno, rudo y espléndido. El sol se ponía, algunos cristales de casas en la Cité brillaban a lo lejos como láminas de oro, mientras que, por detrás, a la derecha, las torres de Notre-Dâme alzaban su perfil negro sobre el cielo azul, suavemente teñido en el horizonte de vapores grises. Sopló el viento: y como Rosanette dijo que tenía apetito, entraron en la Pastelería Inglesa.
Mamás jóvenes, con sus niños, comían de pie pegadas al mostrador de mármol, donde se apiñaban los platos de pastelitos bajo campanas de cristal. Rosanette tomó dos pasteles de nata. El azúcar en polvo le hacía bigotes en las comisuras de la boca. De vez en cuando, para limpiarse, sacaba el pañuelo de su manguito; y su cara parecía, bajo la capucha de seda, una rosa abierta.
Siguieron caminando; en la calle de la Paix se detuvo ante la tienda de un orfebre a mirar una pulsera; Frédéric quiso regalársela.
—No —dijo ella—. Guarda el dinero.
Estas palabras le ofendieron.
—¿Qué tiene mi cariño? ¿Está triste?
Y, reanudando la conversación, pasó, como de costumbre, a sus protestas de amor.
—Ya sabes que es imposible.
—¿Por qué?
—¡Ah!, porque…
Iban juntos, ella apoyada en el brazo de él, y los volantes de su vestido chocaban contra sus piernas. Entonces se acordó de un atardecer de invierno, en aquella misma acera Mme. Arnoux caminaba también a su lado; y este recuerdo le absorbió de tal modo que ya no se daba cuenta de Rosanette ni pensaba en ella.
Ella miraba hacia adelante, al azar, mientras se dejaba un poco llevar como un niño perezoso. Era la hora en que la gente volvía del paseo, y los coches de lujo desfilaban al trote ligero sobre el pavimento seco. Recordando, sin duda, los halagos de Pellerin, lanzó un suspiro.
—Las hay que son felices. Decididamente, yo estoy hecha para un hombre rico.
Él replicó en tono brutal:
—Pero usted tiene uno —pues el señor Oudry pasaba por ser tres veces millonario.
Ella no deseaba más que deshacerse de él.
—¿Quién se lo impide?
Y se desfogó en sarcasmos contra aquel viejo burgués de peluca, tratando de mostrarle que semejante relación era indigna y que debía romperla.
—Sí —respondió la Maríscala, como hablándose a sí misma—. Es lo que acabaré haciendo, sin duda.
Frédéric quedó encantado de tanto desinterés. Ella acortaba el paso, él creyó que estaba cansada. Pero se obstinó en no querer coche y delante de su puerta le despidió enviándole un beso con la punta de los dedos.
«¡Ah, qué lástima!, ¡y pensar que unos imbéciles me tienen por rico!».
Llegó triste a casa.
Hussonnet y Deslauriers le estaban esperando.
El bohemio, sentado ante su mesa, dibujaba cabezas de turco, y el abogado, con las botas llenas de barro, dormitaba sobre el diván.
—¡Ah!, por fin —exclamó—. ¡Pero qué huraño! ¿Puedes escucharme?
Su reputación como profesor disminuía, pues atiborraba a sus alumnos de teorías que les perjudicaban en los exámenes. Había defendido dos o tres pleitos en el juzgado y había perdido, y cada nueva decepción le hacía volver a su antiguo sueño: un periódico donde pudiese explayarse, vengarse, escupir su bilis y sus ideas. Por lo demás, el resultado de ello serían fortuna y fama. Con esta esperanza había embaucado al bohemio, pues Hussonnet disponía de una hoja.
Ahora la tiraban en papel rosa; inventaba bulos, componía jeroglíficos, intentaba entablar polémicas e incluso, a pesar de la falta de espacio, ¡quería organizar conciertos! La suscripción por un año daba derecho a una localidad de patio de butacas en uno de los principales teatros de París; además, la administración se encargaba de proporcionar a los señores extranjeros todas las informaciones que desearan, artísticas y de otra índole. Pero el impresor amenazaba, le debían tres meses de alquiler al propietario, surgían dificultades de todas clases; y Hussonnet habría dejado perecer El Arte si no fuera por los ánimos del abogado, que le levantaba la moral diariamente. Lo había llevado consigo para dar mayor peso a su iniciativa.
—Estamos aquí por el periódico —dijo.
—¡Vaya! Sigues pensando en él —respondió Frédéric, en tono distraído.
—Por supuesto que pienso en él.
Y expuso de nuevo su plan. Para las informaciones de Bolsa, se pondrían en relación con financieros, y de este modo obtendrían los cien mil francos de fianza indispensables. Pero, para que la hoja pudiese transformarse en periódico político, había que asegurarse una amplia clientela, y, para esto, decidirse a hacer alguna inversión, un tanto para los gastos de papelería, de imprenta, de oficina, en total una cantidad de quince mil francos.
—No tengo fondos —dijo Frédéric.
—¡Pues anda que nosotros! —dijo Deslauriers cruzándose de brazos.
Frédéric, ofendido por el gesto, replicó:
—¿Tengo yo la culpa?
—¡Ah!, ¡muy bien! Ellos tienen leña en su chimenea, trufas en su mesa, una buena cama, una biblioteca, un coche, ¡todas las satisfacciones! Pero que otro tirite en las buhardillas, cene por veinte sueldos, trabaje como un forzado y se hunda en la miseria ¿es culpa de ellos?
Y repetía: «¿Es culpa de ellos?» con una ironía ciceroniana que olía a Palacio de Justicia. Frédéric quería hablar.
—Además, comprendo, hay necesidades… aristocráticas: pues sin duda… alguna mujer…
—Bueno, y ¿si las hubiera? ¿No soy libre?
Y después de un minuto de silencio.
—¡Es tan fácil hacer promesas!
—¡Dios mío, no las niego! —dijo Frédéric.
—El abogado continuaba:
—En el colegio, se hacen juramentos, se constituirá una falange, se imitarán «los Trece» de Balzac. Después, cuando volvemos a encontrarnos: Buenas noches, amigo, ¡vete a paseo! Pues el que podría ayudar al otro se lo guarda todo para sí.
—¿Cómo?
—Sí, ¡ni siquiera nos has presentado a los Dambreuse!
Frédéric se quedó mirándolo; con su pobre levita, sus lentes translúcidos y su cara pálida, el abogado le pareció tan pedante que no pudo evitar un gesto de sonrisa de desprecio en sus labios. Deslauriers se dio cuenta y se puso colorado.
Tenía ya el sombrero en la mano para marcharse. Hussonnet, lleno de impaciencia, trataba de aplacarle con miradas suplicantes, y como Frédéric le volvía la espalda:
—¡Vamos, hombre! ¡Sea mi Mecenas! ¡Proteja las Artes!
Frédéric, en un arranque de resignación, tomó un papel, y, después de escribir unas líneas en él, se lo alargó. La cara del bohemio se iluminó. Luego, pasando la carta a Deslauriers:
—Disculpe, señor.
Su amigo apremiaba a su notario a que le enviase lo más pronto posible quince mil francos.
—¡Ah!, Te lo agradezco —dijo Deslauriers.
—¡Palabra de caballero! —añadió el bohemio—, es usted un buen hombre, le pondrán en la galería de los hombres benefactores.
El abogado replicó:
—No perderás nada en esto, la especulación es excelente.
—¡Ya lo creo! —exclamó Hussonnet—, apostaría mi cabeza.
Y contó tantas tonterías y prometió tantas maravillas (en las cuales tal vez creía) que Frédéric no sabía si lo decía para burlarse de los otros o de sí mismo.
Aquella tarde recibió una carta de su madre.
Se extrañaba de no verle todavía ministro y aprovechaba para tomarle un poco el pelo. Después hablaba de su salud y le decía que el señor Roque iba a visitarla. «Desde que quedó viudo, no he encontrado inconveniente en recibirle. Louise ha cambiado mucho y está muy guapa». Y en postdata: «No me dices nada de tus buenas relaciones con el señor Dambreuse; en tu lugar, yo las aprovecharía.» ¿Por qué no? Sus ambiciones intelectuales le habían dejado y su fortuna (él era consciente de ello) era insuficiente; pues, una vez pagadas sus deudas, y devuelta a los otros la cantidad convenida, su renta quedaría disminuida en cuatro mil francos, ¡por lo menos! Además, sentía necesidad de salir de aquella vida, de aferrarse a algo. Por eso, al día siguiente, cenando en casa de Mme. Arnoux, dijo que su madre le atormentaba para que abrazase una profesión.
—Pero yo creía —repuso ella— que el señor Dambreuse iba a hacerle entrar en el Consejo de Estado. Eso le iría muy bien.
Ella lo quería, pues. Él obedeció.
El banquero, igual que la primera vez, estaba sentado ante su mesa de despacho, y con un gesto le rogó que esperase unos minutos, pues un señor, de espaldas a la puerta, le hablaba de cosas serias. Se trataba de carbón mineral y de una Óperación de fusión entre diversas compañías.
Los retratos del general Foy y de Luis Felipe se emparejaban a cada lado del espejo; contra el zócalo de madera de la pared hasta el techo se apilaban clasificadores, y había seis sillas de paja, pues el señor Dambreuse no necesitaba para sus negocios un despacho más fastuoso; era como esas oscuras cocinas donde se preparan grandes festines. Frédéric observó sobre todo dos enormes cajas fuertes que se alzaban en los rincones. Se preguntaba cuántos millones podían guardar. El banquero abrió una y la plancha de hierro giró, sin dejar ver dentro más que cuadernos de papel azul.
Por fin, el individuo pasó delante de Frédéric. Era el señor Oudry. Ambos se saludaron, sonrojándose, lo cual pareció extrañar al señor Dambreuse. Por lo demás, se mostró muy amable. Nada era más fácil que recomendar a su joven amigo al ministro de Justicia. Se alegraría mucho de tenerlo consigo; y terminó sus cortesías invitándole a una fiesta que daba dentro de unos días.
Frédéric subía al cupé para regresar, cuando llegó una tarjeta de la Maríscala. A la luz de las linternas leyó:
«¡Querido, he seguido sus consejos! Acabo de deshacerme de mi Osage. Desde mañana por la noche, libertad. ¡Diga que no soy valiente!».
Nada más, pero esto era invitarle a ocupar el puesto vacante. Lanzó una exclamación, guardó la tarjeta en el bolsillo y marchó.
Dos municipales a caballo estaban estacionados en la calle. Una fila de farolillos lucía sobre las dos puertas cocheras; unos criados gritaban en el patio para hacer avanzar los coches hasta el pie de la escalinata bajo la marquesina. Luego, de pronto, cesaba el ruido en el vestíbulo.
Grandes árboles ocupaban el hueco de la escalera; los globos de porcelana despedían una luz ondulante como reflejos de raso blanco sobre las paredes. Frédéric subió alegremente los escalones. Un ujier anunció su nombre; el señor Dambreuse le alargó la mano; casi al mismo tiempo apareció la señora Dambreuse.
Tenía un vestido malva con adornos de encaje, el pelo más rizado que de costumbre y ni una sola joya.
Se quejó de las pocas visitas de Frédéric, encontró un pretexto para decir algo. Llegaban los invitados; a modo de saludo, se inclinaban a los lados, hacían una inclinación profunda o un simple gesto con la cabeza; después pasaba un matrimonio, una familia, y todos se dispersaban por el salón ya lleno.
En el centro, bajo la lámpara, un enorme taburete soportaba un macetero, cuyas flores, inclinándose como penachos, caían sobre la cabeza de las mujeres sentadas en corro todo alrededor, mientras que otras ocupaban los sillones que formaban dos líneas rectas interrumpidas simétricamente por las grandes cortinas de las ventanas de terciopelo nacarado y los altos vanos de las puertas con dintel dorado.
La muchedumbre de los hombres que estaban de pie, con el sombrero en la mano, formaba, vista de lejos, una sola masa negra salpicada de puntos rojos por las cintas de las condecoraciones y que se hacía todavía más oscura por la monótona blancura de las corbatas. Salvo algunos jóvenes barbilampiños, todos parecían aburrirse; algunos dandis de aspecto huraño se columpiaban sobre sus talones. Las cabezas grises, las pelucas abundaban; se veían brillar algunas calvas; y las caras, o muy encendidas o muy pálidas, presentaban un aspecto ajado, las huellas de inmensas fatigas, era gente relacionada con la política o con los negocios. El señor Dambreuse había invitado también a varios sabios, a magistrados, a dos o tres médicos ilustres, y declinaba en actitud humilde los elogios que le hacían de la velada y las alusiones a su riqueza.
Por todas partes circulaba gente de librea con galones dorados. Los grandes hachones como castillos de fuegos artificiales se abrían sobre las colgaduras; se reflejaban en los espejos; y en el fondo del comedor, tapizado por jazmines entrelazados, el aparador semejaba el altar mayor de una catedral o una exposición de orfebrería, por la cantidad de platos, de campanas, de cubiertos y cucharas de plata y plata dorada, en medio de los cristales tallados que entrecruzaban, por encima de las viandas, brillos irisados. Los otros tres salones rebosaban de objetos de arte: paisajes de maestros en las paredes, marfiles, y porcelanas en el borde de las mesas, objetos de China sobre las consolas; biombos de laca se abrían delante de las ventanas, matas de camelia se levantaban en las chimeneas; y una música ligera se oía a lo lejos, como un zumbido de abejas.
No había muchas cuadrillas, los bailarines, por la manera indolente de arrastrar sus escarpines, parecían cumplir con un deber. Frédéric oía frases como éstas:
—¿Estuvo usted en la última fiesta de caridad de casa Lambert, señorita?
—No, señor.
—¡Va a hacer un calor dentro de poco!
—Oh, sí, sofocante.
—¿De quién es esta polca?
—¡Santo cielo, señora! No se lo sé decir.
Y, detrás de él, tres viejos verdes, de pie en el hueco de una ventana, cuchicheaban comentarios obscenos; otros hablaban de ferrocarriles, de libre cambio; un deportista contaba una historia de caza; un legitimista y un orleanista discutían.
Yendo de grupo en grupo, llegó al salón de los jugadores, donde, en medio de gente seria, reconoció a Martinon, «ahora destinado en el tribunal de la capital».
Su gruesa cara color de cera llenaba decorosamente su collar, que era una maravilla por lo igualados que estaban todos los pelos negros; y, guardando un justo equilibrio entre la elegancia debida a su edad y la dignidad que reclamaba su profesión, ponía el pulgar bajo la axila al estilo de los petimetres, después metía el brazo bajo el chaleco como los doctrinarios. Aunque llevaba botas superbrillantes se había afeitado las sienes para tener la apariencia de un pensador.
Después de algunas palabras pronunciadas fríamente, se volvió a su conciliábulo. Un propietario decía:
—Es una clase de hombres que sueñan con cambiar la sociedad de arriba abajo.
—Piden la organización del trabajo —repuso otro—. ¿Cómo se puede concebir cosa semejante?
—¿Qué quiere usted? —dijo un tercero—, cuando vemos al señor de Genoude dar la mano al Siècle.
—Y a conservadores, incluso, que se titulan progresistas. ¿Para traernos qué?, ¿la República?, ¡como si la República fuera posible en Francia!
Todos declararon que la República era imposible en Francia.
—No importa —dijo en voz alta un señor—. Se ocupan mucho de la Revolución; se publican sobre ella muchas historias…
—Sin contar —dijo Martinon—, que hay quizá temas de estudio más serios.
Uno del Ministerio atacó los escándalos teatrales:
—Así, por ejemplo, ¡ese nuevo drama La Reina Margot sobrepasa verdaderamente los límites! ¿Qué necesidad había de que nos hablasen de los Valois? Todo esto contribuye a crear una imagen desfavorable de la realeza. Es como vuestra prensa. Las Leyes de Septiembre, por mucho que se diga, son infinitamente más suaves. Yo quisiera tribunales militares para amordazar a los periodistas A la menor insolencia, a comparecer ante un consejo de guerra. ¡Y adelante!
—¡Oh!, ¡tenga cuidado, señor, tenga cuidado! —dijo un profesor—, ¡no ataque nuestras preciosas conquistas de 1830!, ¡respetemos nuestras libertades!
—Más bien, lo que habría que hacer es descentralizar, distribuir por el campo la población que sobra en las ciudades.
—¡Pero si están gangrenados! —exclamó un católico—. Haced algo por fortalecer la Religión.
Martinon se apresuró a decir:
—En efecto, es un freno.
Todo el problema estaba en ese afán moderno de elevarse por encima de la propia clase, de gozar del lujo.
—Sin embargo —objetó un industrial—, el lujo favorece el comercio. Por eso veo bien que el duque de Nemours exija el calzón corto en sus fiestas.
—El señor Thiers fue a ella en pantalón. ¿Conoce usted sus palabras?
—Sí, encantadoras. Pero se inclina a la demagogia y su discurso sobre la cuestión de las incompatibilidades no ha dejado de influir en el atentado del 12 de mayo.
—¡Bah! ¡Eso!
—¡Ya! ¡Ya!
El corro tuvo que abrirse para dejar paso a un criado que llevaba una bandeja y que trataba de entrar en el salón de los jugadores.
Bajo la pantalla verde de las velas, hileras de cartas y de monedas de oro cubrían las mesas. Frédéric se detuvo ante una de ellas, perdió los quince napoleones que tenía en su bolsillo, hizo una pirueta y se encontró en el umbral del saloncito donde estaba la señora Dambreuse.
Estaba lleno de mujeres, pegadas las unas a las otras, en asientos sin respaldo. Sus largas faldas ahuecándose a su alrededor, parecían olas de donde emergía su talle y los senos se ofrecían a las miradas en el escote de los corpiños. Casi todas ellas llevaban un ramillete de violetas en la mano. El tono mate de sus guantes hacía resaltar la blancura humana de sus brazos; flecos, adornos, les colgaban sobre los hombros, y a veces, por ciertos movimientos, se creería que el vestido se iba a caer. Pero la decencia de las caras atenuaba las provocaciones del traje; varias, incluso, tenían una placidez casi bestial, y aquella concentración de mujeres semidesnudas hacía pensar en el interior de un harén; al joven se le ocurrió una comparación más grosera. En efecto, se encontraban allí bellezas de todo tipo: inglesas con perfil de álbum, una italiana cuyos ojos negros fulguraban como un Vesubio, tres hermanas vestidas de azul, tres normandas, frescas como manzanas de abril, una alta pelirroja con un aderezo de amatistas; y los blancos centelleos de los diamantes que temblaban como penachos en los peinados, las manchas luminosas de las pedrerías que se lucían sobre los pechos y el brillo suave de las perlas que enmarcaban las caras se mezclaban al reflejo de los anillos de oro, a los encajes, a los polvos, a las plumas, al bermellón de las boquitas, al nácar de los dientes. El techo, redondeado en forma de cúpula, daba al saloncito la forma de una canastilla; y el batir de los abanicos hacía circular una corriente de aire perfumado.
Frédéric, situado detrás de ellas, con su monóculo puesto, no juzgaba todos los hombros irreprochables; pensaba en la Maríscala, lo cual reprimía sus tentaciones o lo consolaba de ellas.
Sin embargo, miraba a la señora Dambreuse y la encontraba encantadora, a pesar de su boca un poco grande y las aletas de su nariz demasiado abiertas. Pero su gracia era particular. Los rizos de su cabellera tenían como una apasionada languidez y su frente color de ágata parecía guardar muchas cosas y denotaba un carácter.
Había puesto a su lado a la sobrina de su marido, joven bastante fea. De vez en cuando se levantaba para recibir a los que entraban, y el murmullo de las voces femeninas, que iba aumentando, era como un parloteo de aves.
Hablaban de los embajadores tunecinos y de sus trajes. Una señora había asistido a la última recepción de la Academia; otra habló del Don Juan de Molière, nuevamente ofrecido a los franceses. Pero la señora Dambreuse, designando a su sobrina con una mirada, se puso un dedo en los labios mientras se le escapaba una sonrisa que desmentía la austeridad del gesto.
De pronto apareció Martinon, en frente, por la otra puerta. Ella se levantó. Él le ofreció su brazo; Frédéric, para verle continuar sus galanterías, atravesó las mesas de juego y se juntó con los dos en el salón; la señora Dambreuse dejó enseguida a su caballero y se puso a conversar con él en tono familiar.
Ella comprendía que él no jugase, no bailase.
—En la juventud se es triste.
Después, abarcando el baile, con una sola mirada:
—Además, ¡no es raro todo esto!, para ciertas naturalezas al menos.
Y se paraba delante de las hileras de sillones repartiendo a un lado y a otro palabras amables, mientras que unos viejos que tenían binóculos con dos patillas iban a hacerle la corte. Frédéric fue presentado a algunos de ellos. El señor Dambreuse le dio un ligero codazo y lo llevó consigo a la terraza.
Había visto al ministro. La cosa era fácil. Antes de ser propuesto para auditor en el Consejo de Estado tenía que pasar un examen; Frédéric, lleno de una inexplicable confianza en sí mismo, contestó que se sabía los temas.
El financiero no se sorprendía de esto, dados los elogios que de él le hacía el señor Roque.
Al oír este nombre, Frédéric volvió a ver a la pequeña Louise, su casa, su habitación; y recordó noches parecidas, en las que se quedaba en la ventana escuchando las carretas que pasaban. Este recuerdo de sus tristezas le hizo pensar en Mme. Arnoux; y se callaba mientras seguía paseando por la terraza. Las ventanas alzaban en medio de las tinieblas largas placas rojas; el ruido del baile se atenuaba; los coches empezaban a irse.
—¿Por qué —repuso el señor Dambreuse— tiene tanto interés en el Consejo de Estado?
Y afirmó, en un tono liberal, que las funciones públicas no conducían a nada, él sabía algo de esto; los negocios valían más. Federico objetó la dificultad de ponerse al corriente.
—¡Bah!, en poco tiempo yo le pondría.
¿Quería asociarle a sus empresas? El joven vio como un relámpago una inmensa fortuna en perspectiva.
—Volvamos dentro —dijo el banquero—. ¿Cena con nosotros, verdad?
Eran las tres, la gente se marchaba. En el comedor, una mesa servida aguardaba a los íntimos. El señor Dambreuse vio a Martinon, y, acercándose a su mujer, en voz baja:
—¿Es usted quien lo ha invitado?
—Pues sí.
La sobrina no estaba allí. Bebieron mucho, rieron estrepitosamente; y las bromas atrevidas no chocaron, pues todos sentían ese alivio que sigue a las tensiones un poco largas. Solamente Martinon se mantuvo serio; no quiso beber vino de Champagne para darse tono, por lo demás muy desenvuelto y cortés, pues como el señor Dambreuse, que era estrecho de pecho, se quejaba de opresión, preguntó por su salud varias veces; después dirigía sus ojos azulados hacia donde estaba la señora Dambreuse.
Ella se dirigió a Frédéric para preguntarle qué chicas le habían gustado. El no se había fijado en ninguna y prefería, por otra parte, a las mujeres de treinta años.
—¡Quizá no es una tontería! —respondió ella.
Después, mientras se ponían las pellizas y los abrigos, el señor Dambreuse le dijo:
—Venga a verme una mañana de éstas, hablaremos.
Martinon, al pie de la escalera, encendió un cigarro; y, al chuparlo, presentaba un perfil tan feo que su compañero soltó esta frase:
—Tienes una buena cabeza, palabra.
—Ha hecho girar a más de una —replicó el joven magistrado, en un tono a la vez convencido y molesto.
Al acostarse, Frédéric hizo un resumen de la velada. Primero, su atuendo (se había mirado en los espejos varias veces), desde el corte del traje hasta el lazo de los escarpines, no dejaba nada sin tocar; había hablado a hombres importantes, había visto de cerca a mujeres ricas. El señor Dambreuse se había mostrado inmejorablemente y la señora Dambreuse casi insinuante. Pesó una a una sus menores palabras, mil cosas inanalizables y, sin embargo, expresivas. ¡Qué hermosa valentía sería tener de amante a una mujer como aquélla! ¿Por qué no, después de todo? Él valía tanto como otros. Quizá ella no era tan difícil. Martinon volvió enseguida a su memoria; y, adormeciéndose, sonreía de lástima por aquel pobre chico.
La idea de la Maríscala le despertó; aquellas palabras de su tarjeta:
«Desde mañana por la noche» era en efecto una cita para el día preciso. Esperó hasta las nueve, y corrió a su casa.
Alguien, que subía la escalera delante de él, cerró la puerta. Tiró de la campanilla; Delfina acudió a abrir y dijo que la señora no estaba.
Frédéric insistió, rogó. Tenía que comunicarle algo muy grave, una sola palabra. Finalmente el argumento de la moneda de cien resultó eficaz, y la criada le dejó solo en la antesala.
Apareció Rosanette. Estaba en camisa, tenía el pelo suelto; y sin dejar de mover la cabeza, hizo de lejos con los brazos un gran gesto para indicarle que no podía recibirle.
Frédéric bajó la escalera lentamente. Aquel capricho sobrepasaba todos los otros. Él no comprendía nada.
Delante de la conserjería la señorita Vatnaz le detuvo.
—¿Le ha recibido?
—No.
—¿Le han puesto en la puerta?
—¿Cómo lo sabe?
—Eso se ve enseguida. Pero venga, salgamos, me ahogo.
Ella lo llevó a la calle. Jadeaba. Él sentía cómo el delgado brazo de ella temblaba sobre su propio brazo. De pronto ella saltó:
—¡Ah!, ¡el miserable!
—¿Quién?
—¡Pero si es él!, ¡él!, ¡Delmar!
Esta revelación humilló a Frédéric; él replicó:
—¿Está usted bien segura de eso?
—¡Pero si le digo que lo he seguido! —exclamó la Vatnaz—. ¡Lo he visto entrar! Debía esperármelo, por otra parte; soy yo, tonta de mí, quien lo llevé a casa de ella. Y si usted supiera, ¡Dios mío! Yo lo he recogido, alimentado, vestido; ¡y todas mis gestiones en los periódicos! ¡Lo quería como una madre!
Después, con una risa burlona:
—¡Ah!, ¡es que el señor necesita trajes de terciopelo!, una especulación por su parte, ¡usted se imagina! ¡Y ella!, ¡decir que la conocí cosiendo ropa femenina! Sin mí, más de veinte veces habría caído en el fango. ¡Pero yo la hundiré en él! ¡Oh!, ¡sí! ¡Quiero que reviente en el hospital! ¡Se sabrá todo!
Y como un torrente de agua de fregar que arrastra inmundicias, su cólera hizo pasar tumultuosamente bajo Frédéric las ignominias de su rival.
—Se acostó con Jumillac, con Flacourt, con el pequeño Allard, con Berti, con Saint-Valéry, el canijo. ¡No!, ¡el otro! Son dos hermanos, es igual, y cuando se encontraba en apuros, yo arreglaba todo. ¿Qué ganaba yo con eso? ¡Es tan avara! Y además, convendrá usted conmigo, daba gusto verla, pues, en fin, no somos de la misma clase. ¿Soy yo acaso una de ésas? ¿Es que yo me vendo? ¡Sin contar que ella es tonta de capirote! Escribe catégorie con th. Por lo demás, tal para cual; ¡él hace pareja con ella, aunque se titule artista y se crea un genio! Pero, ¡Dios mío!, si fuera un poco inteligente, ¡no habría cometido semejante infamia! No se deja una mujer superior por una mujer de la vida. Después de todo, me trae sin cuidado. ¡Él se está poniendo feo! Lo detesto. Si lo encontrara, ¡fíjese!, le escupiría en la cara —escupió—. ¡Sí, mire el caso que le hago ahora! Y Arnoux. ¿Eh? ¿No es abominable? ¡La ha perdonado tantas veces! ¡No puede imaginarse tantos sacrificios! ¡Ella debería besarle los pies! ¡Es tan generoso, tan bueno!
Frédéric gozaba escuchando denigrar a Delmar. Había admitido lo de Arnoux. Esta perfidia de Rosanette le parecía una cosa anormal, injusta; y, ganado por la emoción de la solterona, llegó a sentir por él una especie de ternura. De pronto, se encontró delante de su puerta; la señorita Vatnaz, sin que él se diera cuenta, le había hecho bajar al faubourg Poissonniére.
—Ya estamos —dijo ella—. Yo no puedo subir. Pero usted, nada se lo impide.
—¿Para qué?
—¡Pues para contárselo todo, demonios!
Frédéric, como si despertara sobresaltado, comprendió la infamia a la que le empujaban.
—¿Y qué? —dijo ella.
El levantó la vista hacia el segundo piso. La lámpara de Mme. Arnoux estaba encendida. Nada efectivamente le impedía subir.
—Le espero aquí. ¡Vaya!
Esta orden acabó de enfriarle y dijo:
—Estaré arriba mucho tiempo. Más le vale marcharse. Iré mañana a verla a su casa.
—¡No, no! —replicó la Vatnaz pateando. ¡Cójalo! ¡Tráigalo!, consiga que él les sorprenda.
—Pero Delmar ya no estará allí.
Ella bajó la cabeza.
—Sí, ¿quizás es cierto?
Y permaneció muda en medio de la calle, entre los coches; después, fijando en él sus ojos de gato salvaje:
—Puedo contar con usted, ¿verdad? Entre nosotros dos, ahora, esto es sagrado. ¡Manos a la obra! ¡Hasta mañana!
Frédéric, cuando atravesaba el pasillo, oyó dos voces que se contestaban. La de Mme. Arnoux decía:
—¡No mientas! ¡Pero no me mientas!
Él entró. Ellos se callaron.
Arnoux iba de un lado para otro, y Madame estaba sentada en la sillita cerca del fuego, extremadamente pálida, con la mirada fija. Frédéric hizo un movimiento para retirarse. Arnoux le cogió la mano, feliz por el socorro que le llegaba.
—Pero temo… —dijo Frédéric.
—Quédese —le dijo Arnoux al oído.
Madame replicó:
—Hay que ser indulgente, señor Moreau. Son cosas que ocurren a veces en los matrimonios.
—Es que las ponen allí —dijo alegremente Arnoux—. Las mujeres tienen a veces unos caprichos. Así ésta, por ejemplo, no es mala. No, al contrario. Bueno, pues desde hace una hora se divierte en hacerme rabiar con un montón de cuentos.
—Son ciertos —replicó Mme. Arnoux impaciente—. Porque, finalmente, lo has comprado.
—¿Yo?
—Sí, tú mismo, al persa.
—El cachemir —pensó Frédéric.
Se sentía culpable y tenía miedo.
Ella añadió, enseguida:
—Fue el otro mes, un sábado, el mes once, día 14.
—¡Ah!, aquel día precisamente estaba en Greil. Así que ya ves.
—Nada de eso. Pues cenamos en casa de los Berttin, el catorce.
—¿El 14?… —dijo Arnoux, levantando los ojos como para buscar una fecha.
—E incluso, el empleado que te lo vendió era un rubio.
—¿Cómo me voy a acordar del empleado?
—Sin embargo, escribió, a tus instancias, la dirección: calle de Laval, 18.
—¿Cómo lo sabes? —dijo Arnoux estupefacto.
Ella se encogió de hombros.
—¡Oh!, muy sencillo: estuve allí para que me arreglaran mi cachemir, y un jefe de sección me dijo que acababan de enviar otro igual a casa de Mme. Arnoux.
—¿Tengo yo la culpa de que haya en la misma calle una señora Arnoux?
—Sí, pero no Jacques Arnoux —replicó.
Entonces empezó a divagar, protestando de su inocencia. Era un error, una casualidad, una de esas cosas inexplicables que ocurren. No se debía condenar a la gente por simples sospechas, vagos indicios; y citó el ejemplo del infortunado Lesurques.
—En fin, te digo que te equivocas. ¿Quieres que te lo jure?
—No vale la pena.
—¿Por qué?
Ella lo miró de frente, sin decir nada; después alargó la mano, cogió el cofrecito de plata sobre la chimenea y le ofreció una factura totalmente abierta.
Arnoux se puso colorado hasta las orejas y sus facciones descompuestas se hincharon.
—¿Y qué? Pero… —respondió lentamente—, ¿qué demuestra eso?
—¡Ah! —dijo ella, con un tono de voz singular, en el que se mezclaban el dolor y la ironía.
Arnoux tenía la factura en sus manos, y le daba vueltas, sin dejar de mirarla como si hubiese tenido que encontrar allí la solución de un gran problema.
—¡Oh!, sí, sí, ya recuerdo —dijo por fin—. Es un encargo. Usted debe saber esto, Frédéric —Frédéric estaba callado—. Un encargo que me había hecho… el… el tío Oudry.
—¿Y para quién?
—Para su amante.
—¡Para la tuya! —exclamó Mme. Arnoux levantándose con gesto enérgico.
—Te juro que…
—No empieces de nuevo. Lo sé todo.
—¡Ah!, muy bien. Así que me espían.
Ella replicó fríamente:
—¿Quizás eso hiera tu delicadeza?
—Puesto que nos acaloramos —replicó Arnoux, buscando su sombrero—, y que no hay manera de razonar…
Entonces, dando un gran suspiro: —¡No se case, amigo mío, no, créame!
Y se largó, pues necesitaba tomar el aire.
Luego hubo un gran silencio; y todo en la casa pareció más inmóvil. Un círculo luminoso, por encima de la «cárcel», blanqueaba el techo mientras que, en las esquinas, se extendía la sombra como gasas negras superpuestas; se oía el tic-tac del reloj con el crepitar del fuego.
Mme. Arnoux acababa de sentarse de nuevo, en el rincón de la chimenea, en el sillón; mordía sus labios tiritando de frío; sus dos manos se levantaron, se le escapó un sollozo, estaba llorando.
Él se sentó en la sillita; y con voz mimosa como se hace con una persona enferma:
—Usted no duda que yo comparta…
Ella no contestó nada. Pero continuaba sus reflexiones en voz alta:
—Yo lo dejo bien libre. No tenía necesidad de mentir.
—Ciertamente —dijo Frédéric.
Era consecuencia de sus hábitos, sin duda, no había pensado en ello, ni quizás en cosas más graves.
—¿Pues qué cosa ve usted más grave?
—¡Oh, nada!
Frédéric se inclinó con una sonrisa de obediencia. Arnoux, sin embargo, poseía ciertas cualidades; quería a sus hijos.
—¡Ah! Y hace cuanto puede para arruinarlos.
Eso se debía a su talante demasiado cómodo; pues, finalmente, era un buen chico.
Ella exclamó:
—Pero, ¿qué quiere decir eso, un buen chico?
Él le defendía así, de la manera más vaga que podía encontrar, y, sin dejar de compadecerle, se alegraba, se deleitaba en el fondo de su alma. Por venganza o necesidad de afecto, ella se refugiaría en él. Su esperanza se acrecentaba desmesuradamente, reforzaba su amor.
Nunca le había parecido tan cautivadora, tan profundamente bella. De vez en cuando, un suspiro le ensanchaba el pecho, sus dos ojos fijos parecían dilatados por una visión interior, y su boca permanecía medio entreabierta como para dar su alma. A veces ponía encima apretándolo fuertemente su pañuelo; él hubiera querido ser ese pequeño trozo de batista todo lleno de lágrimas. Sin quererlo, él miraba el tálamo en el fondo de la alcoba, imaginando su cabeza sobre la almohada; y veía aquello tan claro que tenía que hacer esfuerzos para no estrecharla entre sus brazos. Ella cerró los párpados sosegada, inerte. Entonces él se acercó más, e, inclinándose sobre ella, examinaba ávidamente su cara. Un ruido de botas resonó en el pasillo, era el otro. Oyeron cerrar la puerta de su habitación. Frédéric preguntó, por señas, a Mme. Arnoux si debía ir allí.
Ella respondió «Sí» con otro gesto; y este mudo intercambio de sus pensamientos era como un consentimiento, un principio de adulterio.
Arnoux, disponiéndose a acostarse, se desabrochaba la levita.
—Y qué, ¿cómo está ella?
—¡Oh!, ¡mejor! —dijo Frédéric—. Eso se le pasará.
Pero Arnoux estaba apenado.
—Usted no la conoce. ¡Ahora tiene unos nervios! ¡Qué imbécil el empleado! Mire de qué sirve ser demasiado bueno. ¡Si no hubiera regalado ese maldito chal a Rosanette!
—No lamente nada. Ella no puede estarle más agradecida.
—¿Usted cree?
Frédéric no lo dudaba. La prueba es que ella acababa de despedir al señor Oudry.
—¡Ah!, ¡pobre querida!
Y en el exceso de su emoción, Arnoux quería correr a su casa a verla.
—No vale la pena, vengo de allí. Está enferma.
—Razón de más.
Volvió a ponerse la levita y había cogido la palmatoria. Frédéric se maldijo por su propio disparate y lo convenció de que, por decencia, debía quedarse aquella noche al lado de su mujer. No podía abandonarla, eso estaría muy mal.
—Francamente, cometería usted un error. No es urgente. ¡Vamos!, hágalo por mí.
Arnoux posó su palmatoria y le dijo, abrazándole:
—¡Usted sí que es bueno!