CAPÍTULO III

Entonces comenzó para Frédéric una existencia miserable. Fue el parásito de la casa.

Si alguien se sentía indispuesto, iba tres veces al día para saber cómo estaba, iba a buscar al afinador de piano, se adelantaba a mil deseos; y soportaba con aire satisfecho los enfados de la señorita Marta y las caricias del joven Eugène, que continuamente le pasaba sus manos sucias por la cara. Asistía a las cenas en las que el señor y la señora, uno enfrente del otro, no intercambiaban ni una palabra: o bien Arnoux irritaba a su mujer con comentarios absurdos. Terminada la comida, jugaba en la habitación con su hijo, se escondía detrás de los muebles o lo llevaba al caballito caminando a cuatro patas, como el Bearnés. Por fin, se iba; y ella abordaba inmediatamente el eterno tema de queja: Arnoux.

No era su mala conducta lo que la indignaba. Pero parecía sufrir en su orgullo y no ocultaba su repugnancia por aquel hombre sin delicadeza, sin dignidad, sin honor.

—¡O más bien está loco! —decía.

Frédéric solicitaba hábilmente sus confidencias. Pronto conoció toda su vida.

Sus padres eran pequeños burgueses de Chartres. Un día, Arnoux, que dibujaba a la orilla del río (entonces se creía pintor), la había visto salir de la iglesia y había pedido su mano; dada su buena situación económica, no habían vacilado. Por otra parte, él la quería con locura. Ella añadió:

—¡Dios mío, me sigue queriendo!, ¡a su manera!

Los primeros meses habían viajado por Italia.

Arnoux, a pesar de su entusiasmo ante los paisajes y las obras maestras, no había hecho más que quejarse del vino, y organizaba comidas de campo con ingleses para distraerse. Algunos cuadros bien revendidos le habían lanzado al comercio de las artes. Después se había entusiasmado con una manufactura de loza. Ahora le tentaban otras especulaciones; y volviéndose cada vez más vulgar, adquiría hábitos groseros y dispendiosos. Ella tenía que reprocharle menos sus vicios que todas sus acciones. No esperaba que ocurriese ningún cambio y consideraba su desgracia irremediable.

Frédéric afirmaba que su existencia, igualmente, se encontraba frustrada.

Sin embargo, era muy joven. ¿Por qué desesperar? Y ella le daba buenos consejos: «¡Trabaje! ¡Cásese!». El contestaba con sonrisas amargas; pues, en vez de expresar la verdadera causa de sus penas, fingía otra, sublime, haciendo un poco el Antony, el maldito, lenguaje que, por lo demás, no traicionaba del todo su pensamiento.

Para algunos hombres, la acción es tanto más difícil cuanto más fuerte es el deseo. La desconfianza en sí mismos les frena; el miedo a desagradar les espanta; además, los afectos profundos se parecen a las mujeres honradas: temen ser descubiertas y se pasan la vida con los ojos bajos.

Aunque conocía mejor a Mme. Arnoux, quizá por esta razón se había vuelto más cobarde que antes. Cada mañana juraba ser más atrevido. Un invencible pudor se lo impedía; y no podía guiarse por ningún modelo puesto que ella era diferente de las otras. A su lado, él se sentía menos importante que los recortes de seda que se escapaban de sus tijeras.

Además pensaba en cosas monstruosas, absurdas, tales como sorpresas de noche, narcóticos y falsas llaves, pareciéndole todo más fácil que afrontar su desdén.

Por otra parte, los niños, las dos muchachas, la disposición de las habitaciones se le hacían obstáculos insuperables. Por tanto, resolvió poseerla él solo e ir a vivir juntos muy lejos, al fondo de una soledad; buscaba incluso en qué lago bastante azul, a orillas de qué playa bastante suave, si sería en España, Suiza o el Oriente; y eligiendo expresamente los días en que ella parecía más irritada, le decía que habría que salir de allí, imaginar un modo, y no veía otro más que una separación. Pero, por el amor a sus hijos, ella nunca llegaría a tal extremo. Tanta virtud aumentó el respeto que le tenía.

Las tardes se le pasaban recordando la visita de la víspera, deseando la siguiente. Cuando no cenaba con ellos, se apostaba en la esquina de la calle; y, en el momento en que Arnoux había tirado de la puerta grande, Frédéric subía ligero los dos pisos y preguntaba a la muchacha con aire ingenuo:

—¿Está el señor?

Después fingía extrañeza de que no estuviera.

Con frecuencia, Arnoux se presentaba de improviso. Entonces había que acompañarle a un pequeño café de la calle Sainte-Anne, frecuentado ahora por Regimbart.

El Ciudadano comenzaba formulando alguna nueva queja contra la Constitución. Después hablaban intercambiándose injurias amistosas; pues el fabricante tenía a Regimbart por un pensador de alto rango y, apenado de ver tantas facultades desaprovechadas, le echaba en cara su pereza. El Ciudadano encontraba a Arnoux lleno de corazón y de imaginación, pero decididamente demasiado inmoral; por esto lo trataba sin la menor indulgencia y rehusaba las invitaciones a cenar en su casa, porque «la ceremonia le aburría».

A veces, en el momento de las despedidas, Arnoux sentía mucha hambre. Tenía que comerse una tortilla o patatas cocidas; y, como nunca había comestibles en el establecimiento, mandaba buscarlos. Esperaban, Regimbart no se iba, y terminaba, gruñendo, por aceptar algo.

Sin embargo, estaba callado, pues permanecía horas frente al mismo vaso medio lleno. Como la Providencia no gobernaba las cosas según sus ideas, se volvía hipocondriaco, ni siquiera quería ya leer los periódicos y lanzaba rugidos con sólo oír el nombre de Inglaterra. Una vez, a propósito de un camarero que le servía mal, gritó:

—¿No tenemos bastantes afrentas del extranjero?

Fuera de estas crisis, seguía callado, meditando un golpe infalible para hacer saltar toda la tienda.

Mientras estaba perdido en estas reflexiones, Arnoux, con una voz monótona y una mirada un poco achispada, contaba anécdotas inverosímiles, en lo que siempre había brillado gracias a su aplomo; y Frédéric (esto se debía, sin duda, a profundas semejanzas) sentía un cierto atractivo por su persona. Se reprochaba esta debilidad convencido de que, por el contrario, debería odiarle.

Arnoux se lamentaba delante de él del humor de su mujer, su terquedad, sus prevenciones injustas. Ya no era como antes.

—En su lugar —decía Frédéric—, yo le pasaría una pensión y me pondría a vivir solo.

Arnoux no decía nada; y, un momento después, empezaba a elogiarla. Era buena, entregada, inteligente, virtuosa; y, pasando a sus cualidades corporales, prodigaba las revelaciones con la naturalidad de aquellas gentes que hacen alarde de sus tesoros en las posadas.

Una catástrofe vino a turbar su equilibrio.

Había entrado como miembro del Consejo de control en una compañía de caolín. Pero, fiándose de todo lo que le decían, había firmado informes inexactos y aprobado, sin comprobarlos, los inventarios anuales fraudulentamente hechos por el gerente. Ahora bien, la compañía se había hundido, y Arnoux, civilmente responsable, acababa de ser condenado, con los demás, al pago de daños o intereses legales, lo cual le suponía una pérdida de unos treinta mil francos, además de los gastos del juicio.

Frédéric se enteró de esto en un periódico, y se precipitó hacia la calle del Paradis.

Le recibieron en la habitación de la señora. Era la hora del desayuno. Unas tazas de café con leche ocupaban un velador cerca del fuego. Había chancletas esparcidas sobre la alfombra, vestidos sobre los sillones. Arnoux, en calzoncillos y chaqueta de punto, tenía los ojos rojos y el pelo alborotado; el pequeño Eugène, a causa de sus paperas, lloraba mientras mordisqueaba su rebanada de pan con mantequilla; su hermana comía tranquilamente; Mme. Arnoux, un poco más pálida que de costumbre, servía a los tres.

—Bueno —dijo Arnoux, dando un gran suspiro—, ¡ya sabe usted!

Y, al gesto de compasión que hizo Frédéric:

—Ya ve. He sido víctima de mi confianza.

Después se calló; y su abatimiento era tan fuerte que no quiso desayunar. Mme. Arnoux levantó los ojos encogiéndose de hombros. Se pasó las manos por la frente.

—Después de todo, no soy culpable. No tengo nada que reprocharme. Es una desgracia. Saldremos de ella. ¡Ah!, ¡paciencia!

Y entonces empezó a comer un bollo, obedeciendo, por lo demás, a las instancias de su mujer.

Por la noche quiso cenar solo, con ella, en un reservado de la Maison d’Or. Mme. Arnoux no comprendió nada de este impulso del corazón, ofendiéndose incluso de que la tratase como una mujer ligera; lo cual, por parte de Arnoux, era, al contrario, una prueba de afecto. Después, como se aburría, fue a distraerse a casa de la Mariscala.

Hasta el momento le habían consentido muchas cosas, gracias a su carácter bonachón.

Aquel proceso le situó entre la gente con mancha. En torno a su casa se hizo el vacío.

Frédéric, por pundonor, creyó que debía frecuentarla más que nunca. Alquiló un palco de platea en los Italianos y los invitaba allí todas las semanas. Estaban ahora en ese periodo en que, en las uniones poco logradas, las mutuas concesiones provocan un invencible cansancio haciendo la existencia insoportable. Mme. Arnoux se aguantaba para no estallar, Arnoux se entristecía; y el espectáculo de estos dos seres desgraciados entristecía a Frédéric.

Ella le había encargado, pues confiaba en él, que se informase de los negocios de su marido. Pero él sentía vergüenza, sufría aceptando las invitaciones para cenar cuando lo que ambicionaba era a su mujer. Sin embargo, seguía acudiendo con la excusa de que debía defenderla y podía presentársele la ocasión de serle útil.

Ocho días después del baile había hecho una visita a la señora Dambreuse. El financiero le había ofrecido una veintena de acciones en su empresa de hullas; Frédéric no había vuelto allí. Deslauriers le había escrito cartas; él las dejaba sin respuesta. Pellerin lo había comprometido a ir a ver el retrato; él se disculpaba siempre. Cedió, sin embargo, a Cisy, que le importunaba para que le presentase a Rosanette.

Lo recibió muy amablemente, pero sin saltarle al cuello como antes. Su compañero se alegró de ser admitido en casa de una impura, y sobre todo de hablar con un actor. Delmar se encontraba allí.

Un drama, en el que había representado el papel de un villano que da lecciones a Luis XIV y profetiza el 89, le había destacado tanto que continuaban fabricándole a la medida el mismo papel; y su función, ahora, consistía en ridiculizar a los monarcas de todos los países. Cervecero inglés, lanzaba invectivas contra Carlos I; estudiante de Salamanca, maldecía a Felipe II; o padre sensible, se indignaba contra la Pompadour, éste era el más bello. Los chiquillos, para verle, lo esperaban a la puerta de los bastidores, y su biografía, que se vendía en los entreactos, lo pintaba como un hombre que cuidaba a su anciana madre, leía el Evangelio, asistía a los pobres, en fin, como un San Vicente de Paúl con una mezcla de Bruto y de Mirabeau. Decían: «Nuestro Delmar». Tenía una misión, se convertía en Cristo.

Todo esto tenía fascinada a Rosanette y ella se había deshecho del señor Oudry, sin preocuparse de nada, pues no era codiciosa.

Arnoux, que la conocía, se había aprovechado de esto durante mucho tiempo para sostenerla gastando poco; el buen señor había ido y los tres se habían cuidado de no explicarse con franqueza. Después, imaginándose que ella había despedido al otro sólo por él, Arnoux le había aumentado su pensión. Pero sus peticiones se renovaban con una frecuencia inexplicable, pues llevaba un tren de vida más modesto; incluso había vendido el cachemir, para pagar sus viejas deudas, decía ella; y él seguía dando, ella lo empujaba, abusaba de él sin piedad. Por eso las facturas, los papeles timbrados llovían en casa. Frédéric presentía una crisis próxima.

Un día se presentó para ver a Mme. Arnoux. Ella había salido. El señor trabajaba abajo en la tienda.

En efecto, Arnoux, en medio de sus jarrones de porcelana, trataba de convencer a parejas de recién casados burgueses de provincia. Les hablaba de diversos tipos de torneado, de las grietas y de los escarchados; los otros, por no aparentar que no entendían nada, hacían signos de aprobación y compraban.

Cuando salieron los clientes, contó que, por la mañana, había tenido un pequeño altercado con su mujer. Para anticiparse a las críticas sobre el gasto, había afirmado que la Mariscala ya no era su amante.

—Incluso le he dicho que lo era de usted.

Frédéric se indignó; pero si se lo hubiera reprochado, podría descubrirse; balbuceó:

—¡Ah!, ha obrado usted mal, muy mal.

—¿Qué importancia tiene? —dijo Arnoux—. ¿Qué deshonor hay en pasar por su amante? Yo lo soy. ¿No se sentirá usted halagado de serlo?

¿Habría hablado ella? ¿Era una alusión? Frédéric se apresuró a responder:

—No, en absoluto, al contrario.

—Bueno. ¿Y entonces?

—Sí, es cierto. Eso no tiene importancia.

Arnoux replicó:

—¿Por qué ya no va por allí?

Frédéric prometió volver.

—¡Ah!, me olvidaba, usted debería…, hablando de Rosanette…, dar a entender a mi mujer algo… no sé qué, pero usted verá… algo que la convenza de que usted es su amante. Se lo pido como favor, ¿eh?

El joven, por toda respuesta, hizo una mueca ambigua.

Aquella calumnia era su ruina. Aquella misma noche se presentó en su casa y juró que la afirmación de Arnoux era falsa.

Parecía sincero; y después de haber respirado profundamente le dijo: «Le creo», con una hermosa sonrisa; luego bajó la cabeza, y, sin mirarle:

—Además, nadie manda en usted.

Ella no adivinaba nada, y le menospreciaba, pues no creía que él pudiese amarla bastante para serle fiel. Frédéric, olvidando las tentativas hechas con la otra, encontraba ofensiva tanta tolerancia.

Después le rogó que fuese alguna vez «a casa de aquella mujer» para ver un poco lo que pasaba.

Apareció Arnoux, y, cinco minutos después, quiso llevarlo a casa de Rosanette.

La situación se hacía insoportable.

Llegó a distraerle de ella una carta del notario que anunciaba el envío de quince mil francos para el día siguiente; y, para reparar su negligencia con Deslauriers, fue a comunicarle inmediatamente esta buena noticia.

El abogado vivía en la calle de las Trois-Maries, en el quinto piso, que daba al patio. Su despacho, pequeña pieza, con baldosas, fría y tapizada de un papel grisáceo, tenía como principal decoración una medalla de oro, su título de doctorado en un marco de ébano contra el espejo. Una librería de caoba guardaba en sus vidrieras alrededor de cien volúmenes. La mesa de despacho, cubierta de badana, estaba situada en el centro de la pieza. Cuatro viejos sillones de terciopelo verde ocupaban las esquinas; y unas virutas ardían en la chimenea, donde siempre había un haz de leña para encenderla al golpe de campanilla. Era la hora de las consultas, el abogado llevaba una corbata blanca.

El anuncio de los quince mil francos (estaba claro que no tenía más) le causó una risita de placer.

—¡Está bien, amigo mío, está bien, está muy bien!

Echó leña al fuego, se volvió a sentar, y se puso a hablar inmediatamente del periódico. La primera cosa que había que hacer era echar fuera a Hussonnet.

—¡Ese cretino me está hartando! En cuanto a ponerse al servicio de una idea, lo más equitativo, a mi juicio, y lo más importante, es no servir a ninguna.

Frédéric se mostró extrañado.

—Pero sin duda sería ésta la ocasión de tratar de política de una manera científica. Los viejos del siglo XVIII empezaban cuando Rousseau, los literatos introdujeron en ella la filantropía, la poesía y otras bromas para el mayor gozo de los católicos: alianza natural, por lo demás, puesto que los reformadores modernos, puedo demostrarlo, creen todos en la Revolución. Pero si ustedes celebran misas por Polonia, si en lugar del Dios de los dominicos, que era un verdugo, toman el Dios de los románticos, que era un tapicero, ustedes no tienen acerca de lo Absoluto una concepción más amplia que sus abuelos, la monarquía se abrirá camino bajo sus formas republicanas y el bonete rojo no será nunca más que un solideo de sacerdote. Sólo que el régimen de prisión habrá reemplazado a la tortura; el ultraje a la religión, al sacrilegio; el equilibrio europeo, a la Santa Alianza; y en este bello orden que admiramos, hecho de restos de Luis XIV, de ruinas de Voltaire con un enlucido imperial y fragmentos de constitución inglesa, veremos a los concejales tratando de molestar al alcalde, los diputados provinciales a su prefecto, las cámaras al rey, la prensa al poder, la administración a todo el mundo. Pero las almas buenas se extasían con el Código Civil, obra edificada, a pesar de lo que digan, con un espíritu mezquino, tiránico; pues el legislador, en vez de hacer su oficio que es el de reglamentar la costumbre, pretendió modelar la sociedad como un Licurgo. ¿Por qué la ley pone impedimentos al padre de familia en materia de testamento? ¿Por qué pone trabas a la venta forzosa de los inmuebles? ¿Por qué castiga como delito el vagabundeo, que ni siquiera debería ser una falta? Y hay otros más. Los conozco, por eso voy a escribir una pequeña novela titulada Historia de la idea de la justicia, que será divertida. Pero tengo una sed abominable, ¿y tú?

Se asomó a la ventana y gritó al portero que fuese a buscar unos grogs a la taberna.

—En resumen, veo tres partidos…, ¡no!, tres grupos y ninguno de ellos me interesa: los que tienen, los que ya no tienen y los que tratan de tener. Pero todos coinciden en la idolatría imbécil de la Autoridad. Ejemplo: Mably recomienda que se impida a los filósofos publicar sus doctrinas; el señor Wronski, agrimensor, llama en su lengua a la censura «represión crítica de la espontaneidad especulativa»; el padre Enfantin bendice a los Habsburgo «por haber pasado por encima de los Alpes una mano pesada para aplastar a Italia»; Pierre Leroux quiere que os obliguen a escuchar a un orador, y Louis Blanc se inclina a una religión de Estado, hasta tal punto este pueblo de vasallos tiene pasión por el gobierno. Sin embargo, no hay ni uno legítimo, a pesar de sus sempiternos principios. Pero, como «principio» significa origen, hay que referirse siempre a una revolución, a un acto de violencia, a un hecho transitorio. Así, el principio del nuestro es la soberanía nacional, comprendida en la forma parlamentaria, aunque el parlamento no esté de acuerdo. Pero ¿en qué sentido es más sagrada la soberanía del pueblo que el derecho divino? El uno y la otra son dos ficciones. Basta de metafísica, no más fantasmas. No se necesitan dogmas para hacer barrer las calles. Se dirá que quiero dar un vuelco a la sociedad. Bueno, ¿y qué?, ¿qué mal hay en ello? ¡Buena está tu sociedad!

Frédéric habría tenido muchas cosas que responderle. Pero, viéndolo lejos de las teorías de Sénécal, se sentía lleno de indulgencia. Se contentó con objetar que un sistema semejante les atraería los odios de todo el mundo.

—Al contrario, como habremos dado a cada partido la ocasión de odiar a su vecino, todos contarán con nosotros. Tú te meterás también, y nos harás crítica trascendente.

Había que atacar los tópicos, la Academia, la Escuela Normal, el Conservatorio, la Comedia Francesa, todo lo que se pareciera a una institución. Es por ahí por donde darían un núcleo ideológico a su revista. Después, cuando estuviese bien afianzada, el periódico, de pronto, se haría diario: entonces atacarían a las personas.

—Y nos respetarán, tenlo por seguro.

Deslauriers veía su viejo sueño al alcance de la mano: una jefatura de redacción, es decir, la dicha inexplicable de dirigir a los demás, de cortarles por el medio sus artículos, de mandar, de rechazar. Sus ojos chispeaban bajo sus lentes, se exaltaba y bebía una copa detrás de otra maquinalmente.

—Tendrás que dar una cena una vez por semana. Es indispensable, aunque te gastes la mitad del sueldo. Querrán acudir, será un centro de atracción para los demás, una palanca para ti: y, manejando la opinión por los dos extremos, literatura y política, antes de seis meses, ya lo verás, mantendremos en alto el pabellón de París.

Frédéric, escuchándolo, sentía una sensación de rejuvenecimiento, como un hombre que, después de una larga estancia en una habitación, es transportado al aire libre.

Aquel entusiasmo le estaba ganando.

—Sí; he sido un perezoso, un imbécil, tienes razón.

—¡Enhorabuena! —exclamó Deslauriers—: vuelvo a encontrar a mi Frédéric.

Y, poniéndole el puño bajo la mandíbula:

—¡Ah!, lo que me has hecho sufrir. ¡No importa! ¡Te quiero, a pesar de todo!

Estaban de pie y se miraban tiernamente el uno al otro casi a punto de abrazarse.

Un gorro de señora apareció en el umbral de la antesala.

—¿Quién te trae? —dijo Deslauriers.

Era la señorita Clémence, su amante.

Ella contestó que, pasando delante de su casa por casualidad, no había podido resistir el deseo de verle; y, para tomar algo juntos, le traía unos pasteles, que puso sobre la mesa.

—¡Cuidado con mis papeles! —replicó secamente el abogado—. Además, es la tercera vez que te prohíbo venir durante mi consulta.

Ella quiso abrazarlo.

—¡Bueno!, ¡vete!

Al verse rechazada, ella no pudo contener un eran sollozo.

—¡Ah!, al fin y al cabo, me estás aburriendo!

—Es que te quiero.

—¡Yo no pido que me quieran, sino que me estén agradecidos!

Estas palabras, tan duras, secaron las lágrimas de Clémence. Se plantó delante de la ventana y permaneció allí inmóvil, con la frente apoyada en el cristal.

Su actitud y su mutismo irritaban a Deslauriers.

Ella se volvió, sobresaltada.

—¡Me despides!

—¡Desde luego!

Ella fijó sobre él sus grandes ojos azules, para una última petición, sin duda, pues cruzó las dos puntas de su tartán, esperó un minuto más y se fue.

—Deberías llamarla —dijo Frédéric.

—¡Anda!

Y como tenía necesidad de salir, Deslauriers pasó a la cocina, que era su cuarto de aseo.

Sobre el fregadero había al lado de un par de botas, los restos de una pobre comida, en el suelo, en un rincón, un colchón enrollado en una manta.

—Esto te demuestra —dijo— que recibo pocas marquesas. Nos arreglamos fácilmente sin ella y sin las otras también. Las que no cuestan nada ocupan el tiempo; siempre es dinero, en otra forma; ahora bien, no soy rico. Y además son todas tan tontas. ¿Es que tú puedes hablar con una mujer?

Se separaron en la esquina del Pont-Neuf.

—Entonces, quedamos de acuerdo; me traerás la cosa mañana, tan pronto la tengas.

—Conforme —dijo Frédéric.

Al día siguiente, al despertarse, recibió por correo un cheque bancario por valor de quince mil francos.

Aquel pedazo de papel le representó quince grandes talegos de dinero; y se dijo que con semejante suma podría: primero, seguir con su coche durante tres años, en vez de venderlo como tendría que hacer próximamente, o comprarse dos bellas armaduras damasquinadas que había visto en el muelle Voltaire, además de cantidad de otras cosas más, pinturas, libros y ¡cuantos ramos de flores, de regalos para Mme. Arnoux! Todo, finalmente, habría sido mejor que arriesgar tanto dinero en ese periódico. Deslauriers le parecía presuntuoso, su insensibilidad de la víspera enfriaba sus relaciones con él, y Frédéric se sumía en estos remordimientos cuando se sintió totalmente sorprendido al ver entrar a Arnoux, el cual se sentó al borde de la cama, dejándose caer pesadamente como un hombre rendido.

—¿Qué pasa?

—Estoy perdido.

Tenía que pagar aquel mismo día, en el despacho de Beauminet, notario, calle Sainte-Anne, dieciocho mil francos que le había prestado un tal Vanneroy.

—¡Es un desastre inexplicable! Lo había garantizado con una hipoteca que debía tranquilizarle, sin embargo. Pero me amenaza con un requerimiento si no se paga esta tarde, dentro de poco.

—¿Y entonces?

—Pues muy sencillo. ¡Va a ordenar la expropiación de mi inmueble! El primer anuncio me arruina, eso es todo. ¡Ah!, si encontrara a alguien que me adelantara esa maldita cantidad, él reemplazaría a Vanneroy, ¡yo estaría salvado! ¿Usted no la tendría por casualidad?

La orden de pago había quedado sobre la mesilla de noche, al lado de un libro. Frédéric levantó el volumen y lo colocó encima, respondiendo:

—¡Dios mío, no, querido amigo!

Pero le costaba negárselo a Arnoux.

—¿Cómo, no encuentra usted a nadie que esté dispuesto…?

—¡A nadie! ¡Y pensar que, de aquí a ocho días, tendré ingresos! Me deben quizá… cincuenta mil francos para fin de mes.

—¿No podría usted pedir un anticipo a los que le deben?

—¡Ah! ¡Bueno, sí!

—¿Pero usted tiene algunos valores, pagarés?

—¡Nada!

—¿Qué hacer? —dijo a Arnoux.

—Es lo que yo me pregunto —replicó Arnoux.

Se calló, y caminaba por la habitación de un lado para otro.

—¡No es por mí, Dios mío!, ¡sino por mis hijos, por mi pobre mujer!

Luego, separando cada palabra:

En fin…, seré fuerte…, embalaré todo aquello…, e iré a buscar fortuna… no sé adonde.

—No puede ser —exclamó Frédéric.

Arnoux replicó en tono tranquilo:

—¿Cómo quiere usted que siga viviendo en París?

Hubo un largo silencio.

A Frédéric se le ocurrió decir:

—¿Cuándo devolvería ese dinero?

No es que lo tuviese; al contrario. No tenía inconveniente en visitar a amigos, hacer gestiones. Y llamó a su criado para vestirse. Arnoux le daba las gracias.

—¿Son dieciocho mil francos lo que necesita, verdad?

—¡Oh, me contentaría con dieciséis mil! Pues yo haría fácilmente dos mil quinientos, tres mil francos con mi plata (vajillas, cubertería de plata), siempre que Vanneroy me conceda hasta mañana; y, se lo repito, puede usted decir, jurar al que los preste que, dentro de ocho días, quizás incluso dentro de cinco o de seis, el dinero será devuelto. Por otra parte, hay una hipoteca para responder. Así que, ningún peligro, ¿comprende?

Frédéric aseguró que comprendía y que iba a salir inmediatamente.

Permaneció en casa maldiciendo a Deslauriers, pues quería mantener su palabra, y al mismo tiempo complacer a Arnoux.

«¿Y si me dirigiera al señor Dambreuse? Pero, ¿con qué pretexto pedirle dinero? Soy yo, por el contrario, quien tiene que llevárselo a su casa para sus acciones de la hulla. ¡Ah!, ¡que se vaya a paseo con sus acciones! No tengo obligación ninguna con él».

Y Frédéric se felicitaba de su independencia como si hubiese negado un favor al señor Dambreuse.

«Bueno —se dijo después—, es verdad que pierdo por este lado, ya que con quince mil francos podría ganar cien mil. En la Bolsa, eso se ve a veces… Por tanto, si falto a uno, ¿no soy libre de…? Además, aun cuando Deslauriers esperase. No, no, eso está mal, vamos allá».

Miró su reloj.

«No tengo ninguna prisa; el Banco no cierra hasta las cinco».

Y, a las cuatro y media, después de haber retirado el dinero:

«Es inútil ahora. No le encontraría; iré esta noche», dándose así la posibilidad de volver sobre su decisión, pues siempre queda en la conciencia algo de los sofismas que se han vertido en ella: una especie de regusto como de un licor malo.

Se paseó por los bulevares y cenó solo en el restaurante. Después escuchó un acto en el Vaudeville, para distraerse. Pero sus billetes de banco le molestaban como si los hubiese robado. No habría sentido pena de perderlos.

De vuelta en su casa, encontró una carta con estas palabras:

—«¿Qué hay de nuevo?

Mi mujer se une a mí, querido amigo, en la esperanza, etc.

De usted».

Y un párrafo.

«¡Su mujer!, ¡y me ruega!».

En el mismo momento apareció Arnoux para saber si había encontrado la cantidad que urgía.

—Tenga, aquí está —dijo Frédéric.

Y, veinticuatro horas después, respondió a Deslauriers:

—¡No he recibido nada!

El abogado volvió tres días seguidos. Le apremiaba para que escribiese al notario, incluso llegó a ofrecerse para hacer el viaje a El Havre.

—No. Es inútil, voy a ir yo.

Pasada la semana, Frédéric pidió tímidamente al señor Arnoux los quince mil francos.

Arnoux lo aplazó para el día siguiente, después al otro, Frédéric se arriesgaba a salir sólo de noche cerrada, temiendo ser sorprendido por Deslauriers.

Una noche tropezó con alguien en la esquina de la Magdalena. Era él.

—Voy a buscarlos —le dijo.

Y Deslauriers le acompañó hasta la puerta de una casa en el faubourg Poissonniére.

—Espérame.

Esperó. Por fin, al cabo de cuarenta y tres minutos, Frédéric salió con Arnoux, y le hizo señas de que esperase. El comerciante de lozas y su compañero subieron, cogidos del brazo, la calle Hauteville, tomaron después la calle de Chabrol.

La noche estaba oscura, con ráfagas de viento tibio. Arnoux caminaba despacio, sin dejar de hablar de las Galerías del Comercio: una serie de pasajes cubiertos que habrían enlazado el bulevar Saint-Denis con el Chátelet, especulación maravillosa en la que tenía muchas ganas de entrar; y se paraba de vez en cuando a ver detrás de los cristales de las tiendas a las modistillas y luego continuaba sus discursos.

Frédéric oía los pasos de Deslauriers detrás de él, como reproches que golpeaban sobre su conciencia. Pero no se atrevía a hacer su reclamación por un mal entendido pudor y temiendo que fuese inútil. El otro se lo reprochaba. Se decidió.

Arnoux, con mucha desenvoltura, dijo que, como no había cobrado, no podía devolverle ahora los quince mil francos.

—¿No los necesita, me imagino?

En este momento, Deslauriers se acercó a Frédéric, y, llevándole aparte:

—Dime la verdad, ¿los tienes o no?

—Pues no —dijo Frédéric—, los he perdido.

—¡Ah!, ¿y en qué?, ¿cómo?

—En el juego.

Deslauriers no contestó palabra, saludó muy despacio y se marchó. Arnoux había aprovechado la ocasión para encender un cigarro en un estanco. Volvió preguntando quién era aquel joven.

—Nada. Un amigo.

Luego, tres minutos después, delante de la puerta de Rosanette.

—¡Suba! —dijo Arnoux—, se alegrará de verle. ¡Qué huraño se está haciendo!

Un farol lo iluminaba de frente; y con un cigarro entre sus dientes blancos y un aire feliz, tenía algo de insoportable.

—¡Ah!, a propósito, mi notario ha estado esta mañana en casa del suyo, para esa inscripción de hipoteca. Es mi mujer quien me lo ha recordado.

—Una mujer con cabeza —replicó maquinalmente Frédéric.

—¡Ya lo creo!

Y Arnoux comenzó a elogiarla. No había nadie como ella en inteligencia, corazón, economía, y añadió en voz baja, haciendo juegos de ojos:

—Y como cuerpo de mujer.

—Adiós —dijo Frédéric.

Arnoux hizo un gesto.

—¡Anda!, ¿por qué?

Y, tendiéndole a medias la mano, lo observaba, todo desconcertado por la cólera reflejada en su rostro.

Frédéric replicó secamente:

—Adiós.

Bajó la calle de Breda como una piedra que rueda, furioso contra Arnoux, jurando no volver a verlo ni a ella tampoco, afligido, desolado. En vez de la ruptura que esperaba, se encuentra con que el otro, por el contrario, la quería tiernamente y de la manera más completa, desde la raíz de los cabellos hasta el fondo del alma. La vulgaridad de aquel hombre exasperaba a Frédéric. Todo le pertenecía, pues, a aquél. Lo volvió a encontrar en la puerta de la chica; y la mortificación de una ruptura se sumaba a la rabia de su impotencia. Por otra parte, la honradez de Arnoux, que ofrecía garantías para su dinero, le humillaba; hubiera querido estrangularlo; y por encima de su pena planeaba en su conciencia, como una niebla, el sentimiento de la cobardía con su amigo. Se ahogaba en lágrimas.

Deslauriers bajaba por la calle de los Martyrs, despotricando de indignación; pues su proyecto, como un obelisco derribado, le parecía ahora de una altura extraordinaria. Se creía robado como si hubiera sufrido una gran pérdida. Su amistad con Frédéric había muerto, y se alegraba de ello; era una compensación. Sintió odio a los ricos. Se inclinó hacia las opiniones de Senecal y se prometió defenderlas.

Arnoux, entretanto, cómodamente sentado en una poltrona, al lado del fuego, aspiraba el aroma de su taza de té, teniendo a la Mariscala en sus rodillas.

Frédéric no volvió a visitarlos; y, para distraerse de su pasión calamitosa, adoptando el primer tema que le vino a la mente, resolvió componer una Historia del Renacimiento. Amontonó revueltos en su mesa a los humanistas, los filósofos y los poetas; iba a la Sala de Grabados a ver los grabados de Marco Antonio; trataba de entender a Maquiavelo. Poco a poco, la serenidad del trabajo le apaciguó. Profundizando en la personalidad de los otros, olvidó la suya, lo cual es la única manera quizá de no sufrir.

Un día en que estaba tomando notas tranquilamente, se abrió la puerta y el criado anunció a Mme. Arnoux.

¡Era ella en persona!, ¿sola? ¡Pues no!, llevaba de la mano al pequeño Eugène, seguido de su muchacha de delantal blanco. Ella se sentó; y, después de haber tosido:

—Hace mucho tiempo que no viene usted por casa.

Como Frédéric no encontraba excusa, ella añadió:

—Es una delicadeza por su parte.

Él replicó:

—¿Qué delicadeza?

—Lo que ha hecho por Arnoux —dijo ella.

Frédéric hizo un gesto significativo: «Me trae sin cuidado, era por usted».

Ella mandó al niño a jugar con la muchacha al salón. Intercambiaron dos o tres palabras sobre su salud, después la conversación decayó.

Ella llevaba un vestido de seda marrón de un color de vino de España, con abrigo de terciopelo, ribeteado de marta; esta piel daba ganas de pasarle las manos por encima, y sus largos bandos, bien alisados, atraían los labios. Pero una emoción la turbaba, y, volviendo los ojos hacia la puerta:

—Hace un poco de calor aquí.

Frédéric adivinó la intención prudente de su mirada.

—¡Perdón!, los batientes sólo están entornados.

—¡Ah!, es cierto.

Y sonrió, como para decir: «No temo nada».

Él le preguntó inmediatamente cuál era el motivo de su visita.

—Mi marido repuso aquello con esfuerzo, me aconsejó que viniese a verle, pues él mismo no se atrevía a hacer esta gestión.

—¿Y por qué?

—Usted conoce al señor Dambreuse, ¿verdad?

—Sí, un poco.

—¡Ah, un poco!

Ella permanecía callada.

—No importa, ¡termine!

Entonces contó que la antevíspera Arnoux no había podido abonar cuatro pagarés de mil francos suscritos a la orden del banquero, y sobre los cuales él le había hecho poner su firma. Ella se arrepentía de haber comprometido la fortuna de sus hijos. Pero todo era preferible al deshonor; y, si el señor Dambreuse hacía pasar las diligencias, le pagarían pronto, ciertamente; pues ella iba a vender, en Chartres, una casita que tenía.

—¡Pobre mujer! —murmuró Frédéric—. Iré a verle, cuente conmigo.

—Gracias.

Y se levantó para marchar.

—¡Oh!, ¿qué prisa tiene?

Ella siguió de pie, observando el trofeo de flechas mongoles colgado del techo, la biblioteca, las encuadernaciones, todos los utensilios de escribir; levantó el recipiente de bronce que contenía las plumas: sus talones se posaron sobre la alfombra en sitios diferentes. Había ido varias veces a casa de Frédéric, pero siempre con Arnoux. Ahora estaban solos —solos en su propia casa—; era un acontecimiento extraordinario, casi una buena suerte.

Ella quiso ver su jardincillo; él le ofreció el brazo para enseñarle sus dominios, treinta pies de terreno, cercado de casas, adornado con arbustos en las esquinas, y con un arriate en el centro.

Eran los primeros días de abril. Las hojas de las lilas empezaban a reverdecer, un aire circulaba en el ambiente, piaban los pajaritos, alternando su canto con el ruido lejano de la forja de un carrocero.

Frédéric fue a buscar una badila; y, mientras se paseaban juntos, el niño levantaba montones de arena en el paseo del jardincillo.

Mme. Arnoux no creía que el niño fuese a tener de mayor una gran imaginación, pero era de carácter cariñoso, afectuoso. Su hermana, al contrario, tenía una sequedad natural que, a veces, la hería.

—Eso cambiará —dijo Frédéric—. Nunca hay que desesperar.

Ella replicó:

—Nunca hay que desesperar.

Esta repetición mecánica de su frase le pareció una especie de ánimo; él cogió una rosa, la única del jardín.

—¿Se acuerda usted… de un ramo de rosas, una tarde, en coche?

Ella se sonrojó un poco; y, con aire de comparación irónica:

—¡Ah!, era yo bien joven.

—Y ésta —replicó en voz baja Frédéric—, ¿correrá la misma suerte?

Ella respondió, mientras hacía girar el tallo entre sus dedos, como si fuera el hilo de un huso:

—¡No!, ¡ésta la conservaré!

Llamó con un gesto a la muchacha, que cogió al niño en brazos: luego, en el umbral de la puerta, en la calle, Mme. Arnoux aspiró el aroma de la flor, inclinando la cabeza sobre su hombro, y con una mirada tan dulce como un beso.

De nuevo en su estudio, Frédéric contempló el sillón donde ella se había sentado y todos los objetos que había tocado. Algo de ella circulaba alrededor de él. La caricia de su presencia duraba todavía.

Y una oleada de infinita ternura le sumergía.

Al día siguiente, a las once, se presentó en casa del señor Dambreuse. Le recibieron en el comedor. El banquero estaba comiendo sentado enfrente de su mujer. Su sobrina estaba cerca de ella; al otro lado, la institutriz, una inglesa muy picada de viruela. El señor Dambreuse invitó a su joven amigo a sentarse en medio de ellos y, ante su rechazo:

—¿En qué puedo servirle? Dígame.

Frédéric confesó, fingiendo indiferencia, que iba a pedir algo para un tal Arnoux.

—¡Ah!, ¡ah!, el antiguo comerciante de cuadros —dijo el banquero con una risa muda que dejaba al descubierto sus encías—. Oudry era su fiador, antes; se han enfadado.

Y se puso a ojear el correo y los periódicos que estaban cerca de su plato.

Dos criados le servían, sin hacer ruido alguno en el suelo; y la altura de la sala, que tenía tres puertas tapizadas y dos fuentes de mármol blanco, el brillo de los infiernillos, la disposición de los entremeses y hasta los pliegues rígidos de las servilletas, todo este bienestar de lujo establecía en el pensamiento de Frédéric un contraste con otra comida en casa de Arnoux. Él no se atrevía a interrumpir al señor Dambreuse.

La señora notó que estaba molesto.

—¿Ve usted alguna vez a nuestro amigo Martinon?

—Vendrá esta tarde —dijo vivamente la chica.

—¡Ah!, ¿tú lo sabes? —replicó la tía mirándola fríamente.

Después, uno de los servidores acercándose al oído: —Tu modista, hija mía, miss John.

El señor Dambreuse, molesto por el desorden de las sillas, preguntó lo que pasaba.

—Es la señora Regimbart.

—¡Hombre!, ¡Regimbart! Ese nombre me suena. He visto su firma en algún lado.

Frédéric abordó, por fin, la cuestión; Arnoux merecía interés; incluso, con el único fin de cumplir sus compromisos, iba a vender una casa de su mujer.

—Dicen que es muy guapa —dijo la señora Dambreuse.

El banquero añadió con aire bonachón:

—¿Es usted amigo íntimo de la familia?

Frédéric, sin responder claramente, dijo que le agradecía mucho tomase en consideración…

—¡Bueno, ya que tiene tanto interés, sea! Aún tengo tiempo, si bajáramos a mi despacho, ¿qué le parece?

El almuerzo había terminado; la señora Dambreuse se inclinó ligeramente sin dejar de sonreír de un modo singular, cargado a la vez de cortesía y de ironía. Frédéric no tuvo tiempo de pensar en ello; pues el señor Dambreuse, cuando se quedaron solos:

—¿Usted no ha venido a buscar sus acciones?

Y, sin darle tiempo a disculparse:

—¡Bien!, ¡bien!, justo es que conozca un poco mejor el negocio.

Le ofreció un cigarrillo y comenzó.

La Unión General de las Hullas Francesas estaba constituida; no faltaba más que el reglamento. El solo hecho de la fusión disminuía los gastos de vigilancia y de mano de obra, aumentaba los beneficios. Además, la Sociedad tenía en estudio una cosa nueva, que era interesar a los obreros en la empresa. Ésta les construiría casas, viviendas salubres: por fin, ella se constituía en proveedora de sus empleados, dándoles todo a precio de coste.

—Y ellos saldrán ganando, señor; he ahí el verdadero progreso; es responder victoriosamente a ciertos criterios republicanos. Tenemos en nuestro consejo —le enseñó un prospecto— a un par de Francia, un sabio del Instituto, un oficial superior de ingenieros retirado, nombres conocidos. Semejantes elementos ofrecen garantía a los capitales tímidos y atraen a los capitales inteligentes. La Compañía atendería los pedidos del Estado, luego los ferrocarriles, la marina de vapor, los establecimientos metalúrgicos, el gas, las cocinas de las ciudades. Así, calentamos, alumbramos, penetramos hasta los hogares de las familias más modestas. Pero ¿cómo, me dirá usted, podremos asegurar la venta? Gracias a medidas proteccionistas, querido señor, y las conseguiremos; esto es cosa nuestra. Por lo demás, yo soy francamente prohibicionista ¡El país ante todo!

Le habían nombrado Director; pero le faltaba tiempo para ocuparse de ciertos detalles, de la redacción entre otros.

—Estoy un poco enfadado con mis clásicos, me he olvidado del griego. Necesitaría a alguien que tradujese mis ideas —y de pronto—: ¿Quiere usted ser ese hombre, con el puesto de secretario general?

Frédéric no supo qué responder.

—¡Bueno!, ¿quién se lo impide?

Sus funciones se reducirían a redactar, todos los años, un informe para los accionistas. Mantendría relación diaria con los hombres más importantes de París. Como representante de la Compañía ante los obreros, conseguiría sin enfuerzo que le adorasen, lo cual le permitiría, más adelante, llegar al Consejo General o a diputado.

A Frédéric le zumbaban los oídos. ¿De dónde salía tanta amabilidad? Se deshizo en expresiones de agradecimiento.

Pero no era preciso, dijo el banquero, depender de nadie. Y el mejor medio era adquirir unas acciones, «inversión soberbia, por otra parte, pues el capital que usted invierte garantiza su posición como su posición garantiza su capital».

—¿A cuanto ascendería, más o menos? —dijo Frédéric.

—¡Dios mío! Lo que le apetezca; de cuarenta a sesenta mil francos, me imagino.

Esta cantidad era tan insignificante para el señor Dambreuse y tan grande la autoridad de éste, que el joven se decidió inmediatamente a vender una finca. Aceptaba. El señor Dambreuse señalaría uno de aquellos días para rematar el negocio.

—¿Así que puedo decir a Jacques Arnoux…?

—Todo lo que usted quiera, ¡pobre hombre! Todo lo que usted quiera.

—Muy bien.

Frédéric escribió a los Arnoux para tranquilizarlos, y les mandó la carta con su criado, al cual respondieron:

—Muy bien.

Su gestión, sin embargo, merecía más. Esperaba una visita, una carta por los menos. No recibió ninguna visita. No llegó ninguna carta.

¿Era olvido de parte de ellos o algo intencionado? Ya que Mme. Arnoux había venido una vez, ¿no podía volver? ¿La especie de sobreentendido, de confesión que ella le había hecho no era más que una maniobra ejecutada por interés? «¿Se han burlado de mí?», «¿es ella cómplice?». Una especie de pudor, a pesar de las ganas que tenía, le impedía volver a visitarles.

Una mañana, tres semanas después de su entrevista, el señor Dambreuse le mandó una carta donde le decía que le esperaba dentro de una hora.

Por el camino le asaltó de nuevo la idea de los Arnoux; y, no encontrando ninguna razón para su conducta, fue presa de una especie de angustia, de presentimiento fúnebre. Para liberarse de él, llamó un cabriolé y mandó que le llevara a la calle Paradis.

Arnoux estaba de viaje.

—¿Y la señora?

—En el campo, en la fábrica.

—¿Cuándo vuelve el señor?

—Mañana, sin falta.

La encontraría sola; éste era el momento. Algo imperioso gritaba en su conciencia: «Vete allí, pues».

«¿Pero el señor Dambreuse?». «¡Bueno, mala suerte!». Diré que estaba enfermo. Corrió a la estación; luego, en el vagón: «¿Tal vez me he equivocado?». «¡Ah!, ¡bah! ¿Qué importa?».

A derecha e izquierda se extendían llanuras verdes; el convoy rodaba, las casitas de las estaciones se deslizaban como los decorados de un escenario, y el humo de la locomotora dejaba caer siempre al mismo lado sus gruesos copos que bailaban sobre la hierba algún tiempo y luego se dispersaban.

Frédéric, solo en su asiento, miraba aquello con aire de aburrimiento, sumido en esa languidez que es producto del exceso mismo de impaciencia. Pero aparecieron grúas, almacenes. Era Creil.

La ciudad, construida en la vertiente de dos colinas bajas (la primera de las cuales está desnuda y la segunda coronada de bosque), con la torre de la iglesia, sus casas desiguales y su puente de piedra, le parecía tener algo alegre, discreto y bueno. Un gran barco chato chapoteaba azotado por el viento; al pie del crucero unas gallinas picoteaban en la paja; pasó una mujer con ropa mojada en la cabeza.

Después del puente se encontró en una isla, en cuyo lado derecho se ven las ruinas de una abadía. Un molino daba vueltas cerrando a todo lo ancho el segundo brazo del Oise sobre el cual dan las paredes de la fábrica. La importancia de esta construcción asombró grandemente a Frédéric. Le hizo concebir mayor respeto hacia Arnoux. Tres pasos más adelante tomó una callejuela, rematada al fondo por una verja.

Había entrado. La conserje le llamó la atención gritándole:

—¿Tiene usted permiso?

—¿Para qué?

—Para visitar el establecimiento.

Frédéric contestó bruscamente que iba a ver al señor Arnoux.

—¿Qué es eso de señor Arnoux?

—Pues el jefe, el amo, el propietario, en fin.

—No, señor, ésta es la fábrica de los señores Leboeuf y Millet.

La buena mujer bromeaba sin duda. Llegaban obreros; abordó a dos o tres; la respuesta fue la misma.

Frédéric salió del patio tambaleándose como un borracho; y parecía tan atolondrado que, en el puente de la Boucherie, un burgués que estaba fumando su pipa le preguntó si buscaba algo. Él conocía la fábrica de Arnoux.

Estaba situada en Montataire.

Frédéric buscó un coche. Sólo los había en la estación. Volvió allí. Delante del despacho de equipajes, solitaria, estaba estacionada una calesa a la que estaba enganchado un viejo caballo negro cuyos arneses descosidos colgaban de los varales.

Un chico se ofreció a buscar al «tío Pilón». Volvió al cabo de diez minutos; el tío Pilón estaba comiendo. Frédéric, no aguantando más, se marchó. Pero el paso estaba cortado. Hubo que esperar a que pasaran dos trenes. Por fin, se precipitó al campo.

El verde monótono lo asemejaba a un tapete de billar. A ambos lados de la carretera se alineaban escorias de hierro, como si fueran metros de grava. Un poco más lejos humeaban chimeneas de fábricas, unas al lado de otras. Frente a él, sobre una colina redonda, se erguía un pequeño castillo de torretas, junto con el campanario cuadrangular de una iglesia. Por debajo, largas paredes formaban líneas irregulares entre los árboles; y abajo del todo se extendían las casas del pueblo.

Son casitas de un solo piso, con escaleras de tres escalones, hechas de bloques sin cemento. Se oía, a intervalos, la campanilla de una tienda de ultramarinos. Unos pasos pesados se hundían en el barro negro, y caía una lluvia fina que cortaba en mil trozos el cielo pálido.

Frédéric siguió por el centro de la calle; después encontró a su izquierda, en el cruce, un camino, un gran arco de madera sobre el cual había un letrero en letras doradas: CERÁMICAS.

Jacques Arnoux buscaba una finalidad al escoger la proximidad de Creil; estableciendo su fábrica lo más cerca posible de la otra (acreditada desde hacía mucho tiempo) provocaba en el público una confusión favorable a sus intereses.

El principal cuerpo del edificio se apoyaba en la orilla misma de un río que atravesaba la pradera. La casa del patrón, rodeada de un jardín, se distinguía por su escalinata, adornada con cuatro jarrones de cactus erizados.

Montones de tierra blanca estaban a secar bajo cobertizos; había otros al aire libre; y en medio del jardín estaba Sénécal con su eterno abrigo azul forrado de rojo.

El ex profesor alargó su mano fría.

—¿Viene por el patrón? No está aquí.

Frédéric, desconcertado, respondió secamente:

—Lo sabía —pero, recobrándose inmediatamente—: Es para un asunto relacionado con Mme. Arnoux. ¿Puede recibirme ella?

—¡Ah!, no la he visto desde hace tres días —dijo Sénécal.

Y comenzó una retahila de quejas. Al aceptar las condiciones del fabricante, había entendido que viviría en París, no que iría a enterrarse en el campo, lejos de los amigos, sin periódicos. No importaba. ¡Habría pasado por encima de esto! Pero Arnoux no parecía prestar ninguna atención a su valía. Y además era un hombre limitado y retrógrado, ignorante como nadie. En vez de buscar perfeccionamiento artístico, hubiera sido mejor introducir hornos de gas y de carbón. El burgués se arruinaba. Sénécal subrayó la palabra. En resumen, su trabajo no le gustaba; y mandó a Frédéric que influyese para que le aumentasen el sueldo.

—Esté tranquilo —dijo el otro.

No encontró a nadie en la escalera. En el primer piso asomó la cabeza a una habitación vacía; era el salón. Llamó en voz alta. No respondieron; sin duda la cocinera había salido, también la muchacha; por fin, ya en el segundo piso, empujó una puerta. Mme. Arnoux estaba sola, delante de un armario de luna. El cinturón de su bata de casa entreabierta le colgaba a lo largo de las caderas. Una mata de pelo como una ola negra le bajaba por el hombro derecho; y tenía los dos brazos levantados, sosteniendo con una mano el moño mientras que con la otra introducía en él una horquilla. Lanzó un grito y desapareció.

Después volvió correctamente vestida. Su talle, sus ojos, el ruido de su ropa, todo le encantó. Frédéric se contenía para no cubrirla de besos.

—Perdóneme —dijo ella—, pero no podía…

El tuvo el atrevimiento de interrumpirla:

—Pero… estaba usted muy bien… hace un momento.

A ella le pareció un cumplido un poco grosero, pues sus pómulos se enrojecieron. El temía haberla ofendido. Ella replicó:

—¿A qué se debe el placer de verle?

El no supo qué responder; y, después de una risita que le dio tiempo a reflexionar.

—Si se lo dijera, ¿me creería?

—¿Por qué no?

Frédéric contó que había tenido la otra noche un sueño espantoso.

—Soñé que usted estaba gravemente enferma, próxima a morir.

—¡Oh!, ni yo ni mi marido estamos nunca enfermos.

—Yo no soñé más que con usted —dijo él.

Ella le miró con aire tranquilo.

—Los sueños no se realizan nunca.

Frédéric balbuceó, buscó las palabras y se lanzó por fin a un largo discurso sobre la afinidad de las almas. Existía una fuerza que, a través de los espacios, era capaz de poner en relación a dos personas, informarlas de lo que sienten y hacerles juntarse.

Ella escuchaba con la cabeza baja, al tiempo que sonreía con su más bella sonrisa. Él la observaba con el rabillo del ojo, gozoso, daba rienda suelta a su amor más libremente con la facilidad que proporcionan los tópicos. Ella propuso enseñarle la fábrica; y ante su insistencia, él aceptó.

Para distraerle, en primer lugar, con algo divertido, le mostró la especie de museo que decoraba la escalera. Las muestras colgadas en las paredes o colocadas en repisas eran pruebas de los esfuerzos y los entusiasmos sucesivos de Arnoux. Después de haber buscado el rojo de los colores de los chinos, había querido hacer mayólicas, azulejos estilo etrusco, oriental, ensayando por fin algunos de los perfeccionamientos realizados porteriormente. Por eso destacaban en la serie grandes jarrones cubiertos de mandarines, escudillas de un dorado tornasolado, vasos decorados con signos árabes, jarros de gusto renacentista, y anchos platos con dos personajes, que estaban como dibujados a la sanguina de una manera afectada y vaporosa. Ahora fabricaba letras para rótulos, etiquetas de vino; pero su inteligencia no era suficientemente elevada como para alcanzar el arte, ni tampoco bastante burguesa para buscar sólo el provecho, de tal modo que, sin contentar a nadie, se estaba arruinando. Los dos consideraban estas cosas cuando pasó la señorita Marthe.

—¿No le reconoces? —le dijo su madre.

—Claro que sí —respondió ella saludándole, mientras que su mirada límpida y sospechosa, su mirada virginal parecía murmurar: «¿qué vienes a hacer tú aquí?», y subía las escaleras con la cabeza un poco vuelta sobre el hombro.

Mme. Arnoux llevó a Frédéric al patio, después le explicó en tono serio cómo se muelen las tierras, se limpian y se tamizan.

—Lo importante es la preparación de las pastas.

Y lo llevó a una sala llena de cubas donde un eje vertical dotado de brazos horizontales giraba sobre sí mismo. Frédéric se arrepentía de no haber rechazado claramente su proposición en el momento.

—Estos son los malaxadores —dijo ella.

Él encontró grotesca la palabra, y como inconveniente en boca de ella.

Anchas correas se deslizaban a gran velocidad de un extremo al otro del techo para enrollarse en tambores, y todo se movía de una manera continua, matemática, irritante. Salieron de allí y pasaron al lado de una cabaña en ruinas, que había servido en otro tiempo para guardar instrumentos de jardinería.

—Ya no sirve —dijo Mme Arnoux.

Él replicó con voz temblorosa:

—En ella podría albergarse la felicidad.

El estruendo de la bomba de vapor cubrió su palabras y entraron en el taller de esbozos.

Sentados ante una mesa estrecha, unos hombres colocaban delante de ellos, sobre un disco giratorio, una masa de pasta, con la mano izquierda rascaban el interior y con la derecha acariciaban la superficie, y se veían subir vasijas como flores que se abren.

Mme. Arnoux mandó que le enseñaran los moldes para los trabajos más difíciles.

En otro local se hacían las molduras, las aberturas, las líneas salientes. En el piso superior quitaban soldaduras y se tapaban con yeso los pequeños agujeros que habían quedado en las Óperaciones precedentes.

Encima de las claraboyas, en las esquinas, en medio de los pasillos, por todas partes, se alineaban piezas de alfarería.

Frédéric empezaba a aburrirse.

—¿Quizá le canse esto? —dijo ella.

Temiendo que tuviese que terminar allí su visita, fingió, por el contrario, mucho entusiasmo. Incluso lamentaba no haberse dedicado a aquella industria.

Ella parecía sorprendida.

—Es cierto. Habría podido vivir cerca de usted.

Y, como él escrutaba su mirada, Mme. Arnoux, para evitarla, tomó de una consola bolitas de pasta procedentes de remiendos, las aplastó en una especie de torta e imprimió en ella su mano.

—¿Puedo llevarme eso? —dijo Frédéric.

—¡Dios mío, qué niño es usted!

Iba a responder cuando entró Sénécal.

El señor subdirector, desde la puerta, se dio cuenta de una infracción del reglamento. Los talleres debían barrerse todas las semanas; era sábado, y, como los obreros no habían hecho nada, Sénécal les dijo que tenían que quedarse una hora más. «Lo siento por ustedes».

Se inclinaron sobre las piezas sin murmurar; pero se adivinaba su cólera en el soplo ronco de su pecho. Eran, por lo demás, poco fáciles de llevar, pues todos habían sido despedidos de la fábrica grande. El republicanismo los gobernaba duramente. Hombre de teorías, no consideraba más que las masas y se mostraba despiadado con los individuos.

Frédéric, molesto por su presencia, preguntó en voz baja a Mme. Arnoux si no había posibilidad de ver los hornos. Bajaron, y estaba ella explicándole el uso de las cassettes cuando Sénécal, que les había seguido, se interpuso entre ellos.

Él mismo continuó la demostración extendiéndose sobre las diferentes clases de combustibles, sobre la puesta en el horno, los piróscopos [5] , las cámaras, los engobes, las arañas y los metales, prodigando los términos de química cloruro, sulfuro, bórax, carbonato. Frédéric no entendía nada y a cada minuto se volvía hacia Mme. Arnoux.

—Usted no escucha —dijo ella—. Sin embargo, el señor Sénécal es muy claro. Conoce todas esas cosas mejor que yo.

El matemático, halagado por este elogio, propuso enseñarle la manera de fijar los colores. Frédéric interrogó con mirada ansiosa a Mme. Arnoux. Ella permaneció impasible, no queriendo sin duda ni estar sola con él, ni tampoco abandonarle. El le ofreció el brazo.

—No, gracias, la escalera es demasiado estrecha.

Y cuando llegaron arriba, Sénécal abrió la puerta de una habitación llena de mujeres.

Manejaban pinceles, frascos, conchas, placas de vidrio. A lo largo de la cornisa, contra la pared, se alineaban láminas grabadas; recortes de papel fino revoloteaban; y una estufa de hierro colado desprendía un calor empalagoso al que se mezclaba el olor a trementina y aguarrás.

Casi todas las obreras tenían vestidos sucios. Se veía una, sin embargo, que llevaba un madrás y largos pendientes. A la vez fina y rellenita, tenia grandes ojos negros y los labios carnosos de una negra. Su pecho abundante destacaba bajo su blusa, sostenida alrededor de la cintura por el cordón de su falda; y con un codo sobre la mesa de trabajo mientras que el otro brazo colgaba libre, miraba vagamente a lo lejos en el campo. A su lado había una botella de vino y embutido.

El reglamento prohibía comer en los talleres como medida de limpieza para el trabajo y de higiene para los trabajadores.

Sénécal, por sentido del deber o necesidad de despotismo, gritó de lejos, indicando un cartel en un cuadro:

—¡Eh!, ¡esa de allá!, ¡la bordelesa!, léame bien alto el artículo 9.

—¡Bien!, ¿qué más?

—¿Qué más, señorita? Son tres francos de multa que ha de pagar.

Ella le miró a la cara, con desvergüenza.

—¿Qué me importa? ¡Cuando vuelva el patrón, me quitará la multa! ¡Me río de usted, señor mío!

Sénécal, que se paseaba con las manos a la espalda, como un vigilante en la sala de estudios, se contentó con sonreír.

—Artículo 13, insubordinación, ¡diez francos!

La bordelesa volvió a su faena. Mme. Arnoux, por decoro, no decía nada, pero frunció el entrecejo. Frédéric murmuró:

—¡Ah!, para ser demócrata, es usted muy duro.

El otro respondió en tono magistral:

—La democracia no es la desvergüenza del individualismo. ¡Es la igualdad ante la ley, la distribución del trabajo, el orden!

—Usted olvida la humanidad —dijo Frédéric.

Mme. Arnoux le cogió el brazo; Sénécal, tal vez ofendido por esta aprobación silenciosa, se fue.

Frédéric sintió un gran alivio. Desde la mañana buscaba la ocasión de declararse; era el momento. Por otra parte, el movimiento espontáneo de Mme. Arnoux le parecía encerrar promesas; y pidió, como para calentarse los pies, subir a su habitación. Pero, cuando se encontró sentado al lado de ella, comenzaron sus apuros; no sabía por dónde empezar. Felizmente se acordó de Sénécal.

—Nada más tonto —dijo— que ese castigo.

Mme. Arnoux replicó:

—Hay severidades indispensables.

—¡Cómo usted, que es tan buena! ¡Oh!, me equivoco, pues usted se complace a veces en hacer sufrir.

—No comprendo los enigmas, amigo mío.

Y su mirada austera, más aún que la palabra, le detuvo. Frédéric estaba resuelto a proseguir. Por casualidad había sobre la cómoda un volumen de Musset. Pasó varias páginas, después se puso a hablar del amor, de sus desesperaciones y de sus arrebatos.

Todo eso, según Mme Arnoux, era criminal o ficticio.

El joven se sintió herido por esta negación; y, para combatirla, citó como prueba los suicidios que se ven en los periódicos, exaltó los grandes tipos literarios, Fedra, Dido, Romeo, Desgrieux. Se enredaba.

El fuego ya no ardía en la chimenea, la lluvia golpeaba contra los cristales. Mme. Arnoux sin moverse, permanecía con las dos manos apoyadas en los brazos del sillón; las patillas de su gorro caían como las tiras de una esfinge, su perfil puro se recortaba en su palidez en medio de la sombra.

Él tenía ganas de echarse a sus rodillas. Se oyó un crujido en el pasillo, él no se atrevió. Se lo impedía, por otra parte, una especie de temor religioso. Aquel vestido, confundiéndose con las tinieblas, le parecía desmesurado, infinito, imposible de levantar; y precisamente por esto redoblaba su deseo. Pero el miedo de propasarse y de no llegar le quitaba todo discernimiento.

«Si no le gusto —pensaba—, que me eche; si me quiere, que me anime».

Él dijo suspirando:

—¿Así que usted no admite que se pueda amar… a una mujer?

Mme. Arnoux replicó:

—Cuando es casadera se la toma por mujer; si pertenece a otro, debe alejarse de ella.

—Así la felicidad es imposible.

—No. Pero no se encuentra en la mentira, las inquietudes y los remordimientos.

—¿Qué importa, si es recompensada con goces sublimes?

—La experiencia es demasiado cara.

Él quiso atacarla por la ironía.

—¿La virtud no sería una cobardía?

—Diga más bien clarividencia. Incluso para aquellas personas que olvidan el deber o la religión, el simple buen sentido puede bastar. El egoísmo es una base sólida para la prudencia.

—¡Ah!, ¡qué máximas burguesas tiene usted!

—Pero yo presumo de ser una gran señora.

En este momento llegó corriendo el niño:

—Mamá, ¿vienes a cenar?

Frédéric se levantó; al mismo tiempo apareció Marta.

Él no podía decidir marcharse; y, con una mirada toda llena de súplica:

—Esas mujeres de que usted habla son, pues, muy insensibles.

—No, son sordas cuando es preciso.

Y se mantenía de pie a la puerta de su habitación, con sus dos niños a su lado. Él se inclinó sin decir una palabra. Ella respondió silenciosamente a su saludo.

Lo que él sintió al principio fue una estupefacción infinita. Esta manera de hacerle comprender la inutilidad de su esperanza lo aplastaba. Se sentía perdido como un hombre caído en el fondo de un abismo, que sabe que no le socorrerán y que tiene que morir.

Entretanto caminaba, pero sin ver nada, al azar, tropezaba con las piedras, se equivocó de camino. Un ruido de zuecos resonó en su oído; eran los obreros que salían de la fundición. Entonces se orientó.

En el horizonte las linternas del tren trazaban una línea de luces, llegó cuando salía un tren, se dejó meter en un vagón y se quedó dormido.

Una hora después, en los bulevares, el bullicio del París nocturno alejó de pronto su viaje a un pasado ya muy lejano. Quiso hacerse el fuerte, y alivió su corazón denigrando a Mme. Arnoux con epítetos injuriosos:

«¡Es una imbécil, una pava, una tonta, una bruta, no pensemos más en ella!».

De vuelta a casa, encontró en su despacho una carta de ocho páginas en papel azul satinado con las iniciales R. A.

Comenzaba con reproches amistosos: «¿Qué es de usted, querido?, ¡me aburro!».

La letra era tan abominable que Frédéric iba a tirar todo el paquete, cuando vio en la postdata: «Cuento con usted mañana para que me lleve a las carreras».

¿Qué significaba esta invitación? ¿Era otra jugada de la Mariscala? Pero no es posible burlarse dos veces del mismo hombre sin ningún motivo; y lleno de curiosidad, releyó la carta atentamente.

Frédéric distinguió: «Malentendido… haberse equivocado… desilusiones… Somos unos pobres niños… Semejantes a dos ríos que confluyen», etc.

Este estilo contrastaba con el lenguaje ordinario de la mujer galante. ¿Qué cambio se había Óperado?

Durante mucho tiempo mantuvo las hojas entre sus dedos. Olían a iris; y en la forma de los caracteres y la separación irregular de las líneas había como un desorden de tocador que le impresionó.

«¿Por qué no ir? —se dijo por fin—. Pero, ¿si llegara a saberlo Mme. Arnoux? ¡Ah!, que lo sepa. ¡Mejor!, ¡y que tenga celos!, ¡así quedaré vengado!».

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