Deslauriers había llevado de casa de Frédéric la copia del acta de subrogación con un documento en regla que le confería plenos poderes; pero, después de haber subido sus cinco pisos y ya solo en su triste estudio, sentado en su butaca de badana, la vista del papel timbrado le repugnó.
Estaba harto de esas cosas, y de los restaurantes a treinta y dos sueldos, de los viajes en ómnibus, de su miseria, de sus esfuerzos. Volvió a coger los papeles; al lado había otros; eran los prospectos de la compañía hullera con la lista de las minas y el detalle de su riqueza, que Frédéric le había dejado para que le diese su opinión al respecto.
Se le ocurrió una idea: la de presentarse en casa del señor Dambreuse y pedir la plaza de secretario. Este puesto llevaba consigo, desde luego, la compra de un cierto número de acciones. Reconoció la locura de su proyecto y se dijo:
«¡Oh! ¡No!, estaría mal».
Entonces discurrió la manera de recuperar los quince mil francos. Una cantidad semejante no era nada para Frédéric. Pero, si la hubiera tenido, ¡qué alivio! Y el antiguo pasante se indignó de que el otro poseyese una gran fortuna.
—Hace de ella un uso lastimoso. Es un egoísta. ¡Eh!, ¡me río bien de sus quince mil francos!
¿Por qué los había prestado? Por los bellos ojos de Mme. Arnoux, ¡era su amante! Deslauriers no lo ponía en duda. He aquí una cosa más para la que sirve el dinero. Le vinieron a la mente pensamientos de odio.
Después pensó en la persona misma de Frédéric. Siempre había ejercido sobre él una especie de fascinación femenina y pronto llegó a admirarle por un éxito del que él se reconocía incapaz.
Sin embargo, ¿no era la voluntad el elemento capital de las empresas? y, ya que con ella se triunfa en todo…
«¡Ah!, ¡tendría gracia!».
Pero tuvo miedo de esta perfidia, y un minuto después:
«¡Bah!, ¿es que tengo miedo?».
Mme. Arnoux, a fuerza de haber oído hablar de él, había terminado por imaginarse algo extraordinario. La constancia de aquel amor le exasperaba como un problema. Su austeridad un poco teatral le aburría ahora. Además, la mujer de mundo, o lo que él juzgaba por tal, deslumbraba al abogado como el símbolo y el resumen de mil placeres desconocidos. Por ser pobre, él codiciaba el lujo en su forma más ostentosa.
«Después de todo, si se enfadara, peor para él. Se ha portado bastante mal conmigo, para que yo me moleste. Nada me asegura que ella es su amante. Él me lo ha negado. ¡Así que soy libre!».
El deseo de llevar adelante su proyecto ya no le abandonó. Era una prueba de sus fuerzas lo que quería hacer; de modo que, un día, de pronto, lustró él mismo sus botas, se compró unos guantes blancos y se puso en camino, sustituyendo a Frédéric e imaginándose ser casi como él, por una singular evolución intelectual donde había a la vez venganza y simpatía, imitación y audacia.
Se hizo anunciar: «el doctor Deslauriers».
Mme. Arnoux se sorprendió, pues no había llamado a ningún médico.
—¡Ah!, ¡mil excusas!, soy doctor en Derecho. Vengo por los intereses del señor Moreau.
Este nombre pareció impresionarla.
—¡Mejor! —pensó el antiguo pasante—; ya que ella lo ha aceptado a él, me aceptará a mí —animándose con el tópico de que es más fácil suplantar a un amante que a un marido.
Había tenido el placer de encontrarla una vez en el Palais; incluso citó la fecha. Tanta memoria asombró a Mme. Arnoux. El replicó en tono dulzón:
—Usted tenía ya… algunos problemas… con sus negocios.
Ella no contestó nada; por tanto, era verdad.
Él se puso a hablar de unas cosas y otras, de su alojamiento, de la fábrica; después, viendo unos medallones en el borde del espejo:
—¡Ah!, ¿retratos de familia, sin duda?
Le llamó la atención el de una vieja señora, la madre de Mme. Arnoux.
Parece una excelente persona, un tipo meridional.
Y, a la respuesta de que era de Chartres:
—¡Chartres! ¡bonita ciudad!
Ensalzó su catedral y sus patés; luego, volviendo al retrato, le encontró parecido con Mme. Arnoux y le echaba piropos indirectos. Ella no se alteró. Él tomó confianza y dijo que conocía a Arnoux desde hacía mucho tiempo.
—Es un buen chico, pero, ¡quién se compromete! Por esa hipoteca, por ejemplo, es inimaginable una distracción…
—Sí, ya sé —dijo ella encogiéndose de hombros.
Este testimonio involuntario de desprecio animó a Deslauriers a proseguir.
—Su negocio de caolín, quizá usted no lo sabe, ha estado a punto de tomar muy mal cariz, e incluso su reputación…
El ceño fruncido de Mme. Arnoux le cortó la palabra.
Entonces, volviendo a las generalidades, se compadeció de las pobres mujeres cuyos maridos malgastan la fortuna…
—Pero la fortuna es de él, señor; yo no tengo nada.
—No importa. No sabíamos… Una persona de experiencia podía ser útil —se puso a su disposición exaltando sus propios méritos; y la miraba de frente a través de sus gafas que brillaban.
Una especie de torpor se apoderaba de ella; pero de pronto:
—¡Vamos al grano, por favor!
Él presentó el expediente.
—Éste es el poder de Frédéric. Con semejante título en las manos de un agente judicial, que hará un requerimiento, la cosa es muy fácil: en veinticuatro horas… —ella permanecía impasible, él cambió de maniobra—. Por lo demás, no comprendo qué es lo que le mueve a reclamar esa cantidad; puesto que, finalmente, no la necesita para nada.
—¡Cómo! El señor Moreau se ha portado bastante bien.
—¡Oh!, estoy de acuerdo.
Y Deslauriers empezó primero a elogiarlo, luego poco a poco a rebajarlo calificándolo de olvidadizo, egoísta, avaro.
—Yo creí que era amigo suyo, señor.
—Eso no me impide ver sus defectos. Por ejemplo, reconoce muy poco… ¿cómo diría?, la simpatía…
Mme. Arnoux, que pasaba las hojas del grueso cuaderno, le interrumpió para que le explicase una palabra.
Él se inclinó sobre su hombro, y tan cerca de ella, que le rozó la mejilla. Ella se ruborizó; este rubor inflamó a Deslauriers, que le besó vorazmente la mano.
—¿Qué hace usted, señor?
Y, de pie contra la pared, ella lo mantenía inmóvil con la mirada irritada de sus grandes ojos negros.
—¡Escúcheme! ¡La quiero!
Ella salió riendo a carcajadas, con una risa aguda, desesperada, atroz. Deslauriers se encolerizó de tal modo que le daban ganas de estrangularla. Se contuvo; y con la cara de un vencido que pide clemencia:
—¡Ah!, ¡se equivoca usted! Yo no iría como él…
—¿De quién habla usted?
—De Frédéric.
—¡Ah! Ya le he dicho que el señor Moreau me preocupa poco.
—¡Oh!, perdón…, perdón.
Después, en tono mordaz, y recalcando las frases:
—Yo creía incluso que usted se interesaba suficientemente por su persona como para saber con agrado…
Se puso toda pálida. El antiguo pasante añadió: —Se va a casar.
—¡Él!
—Dentro de un mes, lo más tarde, con la señorita Roque, la hija del administrador del señor Dambreuse. Ya salió para Nogent sólo con este fin.
Ella se llevó la mano al corazón como si recibiera un golpe; pero inmediatamente tiró de la campanilla. Deslauriers no esperó a que le echaran. Cuando ella volvió, él ya había desaparecido.
A Mme. Arnoux le faltaba el aliento. Se acércó a la ventana para respirar.
Al otro lado de la calle, en la acera, un embalador, en mangas de camisa, clavaba una caja. Pasaban coches. Ella cerró la ventana y fue a sentarse. Las altas casas vecinas ocultaban el sol, un ambiente frío llenaba la casa. Sus hijos habían salido, nada se movía alrededor de ella. Era como una inmensa deserción.
«¡Se va a casar!, ¿es posible?».
Y le dio como un ataque de nervios.
«¿Por qué esto?, ¿es que le quiero?».
Luego, de pronto:
«¡Pues sí, le quiero!… ¡le quiero!».
Le parecía estar bajando a una profundidad que no acababa nunca. El reloj dio las tres. Ella escuchó las vibraciones del timbre que iban apagándose. Y permaneció en la orilla de su sillón, los ojos fijos y sin dejar de sonreír. Aquella misma tarde, a la misma hora, Frédéric y la señorita Louise se paseaban en la huerta que el señor Roque poseía en el extremo de la isla.
La vieja Catalina les vigilaba, de lejos; caminaban juntos, y Frédéric decía:
—¿Se acuerda cuando la llevaba al campo?
—¡Qué bueno era conmigo! —respondió ella—. Me ayudaba a hacer flanes con la arena, a llenarme la regadera, a columpiarme.
—Todas sus muñecas, que tenían nombres de reinas o de marquesas, ¿qué ha sido de ellas?
—En verdad que no sé nada de ellas.
—¿Y su perrito Moricaud?
—Se ahogó, el pobre.
—¿Y el Don Quijote, cuyos grabados coloreábamos juntos?
—Todavía lo conservo.
Él recordó el día de su primera comunión, de lo guapa que estaba la víspera con su velo blanco y su gran cirio, cuando desfilaban todas alrededor del coro, mientras tocaba la campana.
Estos recuerdos, sin duda, tenían poco encanto para la señorita Roque; no encontró nada que responder; y un minuto después:
—¡Qué malo, que nunca me ha dado noticias suyas!
Frédéric se disculpó con sus muchos trabajos.
—¿Pues qué hacía?
Se vio cogido por la pregunta, luego dijo que se dedicaba a estudios de política.
—¡Ah!
Y, sin preguntar más:
—Usted tiene una ocupación, pero yo…
Entonces le contó la aridez de su vida, sin poder ver a nadie, sin el menor placer, la menor distracción. A ella le gustaría montar a caballo.
—El vicario dice que es un inconveniente para una chica; ¡qué tontería eso de las conveniencias! Antes me dejaban hacer todo lo que quería; ahora, nada.
—Sin embargo, su padre la quiere bien.
—Sí; pero…
Lanzó un suspiro que significaba: «Esto no me basta para ser feliz».
Después hubo un silencio. No oían más que el crujido de la arena bajo sus pisadas con el murmullo de la cascada; pues el Sena, antes de Nogent, se corta en dos brazos. El que hace mover los molinos vierte en este lugar el agua sobrante, para reunirse más abajo con el curso natural del río; y, viniendo de los puentes, se ve, a la derecha en la otra orilla, un talud de césped dominado por una casa blanca. A la izquierda, en la pradera, se extienden unos chopos, y el horizonte, enfrente, está limitado por una curva del río; estaba liso como un espejo; grandes insectos patinaban sobre el agua tranquila. Matas de cañas y de juncos lo bordeaban desigualmente; todas las clases de plantas que crecían allí se abrían en botones dorados, dejaban colgando ramilletes amarillos, levantaban copos de flores amaranto, formaban caprichosos cohetes verdes. En una pequeña curvatura de la ribera se mostraban nenúfares; y una fila de viejos sauces que escondían trampas para el lobo era por aquel lado toda la defensa de la huerta.
Del lado de acá, dentro, cuatro paredes con albardilla de pizarras cercaban el huerto, donde los bancales de tierra, recientemente trabajados, formaban manchas pardas… Las campanas de vidrio que protegían los melones brillaban en fila sobre su estrecho semillero; después alternaban las alcachofas, las judías, las espinacas, las zanahorias y los tomates hasta un plantel de espárragos, que parecía un pequeño bosque de plumas.
Todo este terreno había sido, bajo el Directorio, lo que se llamaba «una casa de recreo». Los árboles, desde entonces, habían crecido de forma desmesurada. Las clemátides habían invadido las glorietas, los paseos estaban cubiertos de musgo, por todas partes abundaban las zarzas. El yeso de las estatuas se deshacía en trocitos bajo la hierba. Al caminar se corría el riesgo de tropezar en restos de construcción de alambre. Del pabellón sólo quedaban dos habitaciones en la planta baja con jirones de papel azul. Delante de la fachada se extendía una parra a la italiana, donde, sobre pilares de ladrillo, un enrejado de palos soportaba una viña.
Entraron allí debajo los dos, y, como la luz se filtraba de manera desigual a través del verdor, Frédéric, que hablaba al lado de Louise, observaba la sombra de las hojas sobre su cara.
Ella se había puesto entre su pelo rojo, en el moño, una aguja terminada en una bola de cristal que imitaba una esmeralda; y llevaba a pesar del luto (tan ingenuo era su mal gusto) unas pantuflas de paja con adornos de raso color rosa, rareza vulgar, compradas sin duda en alguna feria.
Él se dio cuenta de esto, y se las elogió con ironía.
—No se burle de mí —le dijo ella.
Después, observándolo de pies a cabeza, desde el sombrero de fieltro gris a los calcetines de seda:
—¡Qué coqueto es usted!
Después, le pidió que le indicara obras para leer. Él le citó varias; y ella dijo:
—¡Oh!, ¡qué sabio es usted!
Siendo todavía una niña, se había prendado de él con uno de esos amores infantiles que tienen al mismo tiempo la pureza de una religión y la violencia de una necesidad. Él había sido su compañero, su hermano, su maestro, había entretenido su mente, hecho latir su corazón y derramado sin querer en el fondo de ella misma una embriaguez latente e inextinguible. Después, la había dejado en plena crisis trágica, apenas muerta su madre, confundiéndose las dos desesperaciones. La ausencia lo había idealizado en el recuerdo; volvía con una especie de aureola, y ella se entregaba ingenuamente al gozo de verlo.
Por primera vez en su vida, Frédéric se sintió amado; y este placer nuevo, que no pasaba de un sentimiento agradable, le causaba como una satisfacción íntima; de tal modo que abrió los brazos echando la cabeza hacia atrás.
Una gran nube pasaba entonces por el cielo.
—Va a París —dijo Louise—; usted querría seguirla, ¿verdad?
—¿Yo? ¿Por qué?
—¿Quién sabe?
Y, observándolo con mirada penetrante:
—Quizá tiene usted allá… (anduvo buscando la palabra) algún cariño.
—¡Ah!, yo no tengo amor.
—¿De veras?
—¡Pues sí, señorita, de veras!
En menos de un año, se había operado en la joven una transformación extraordinaria que asombraba a Frédéric. Después de un minuto de silencio, él añadió:
—Deberíamos tutearnos, como antes; ¿quieres?
—No.
—¿Por qué?
Él insistió. Ella respondió, bajando la cabeza:
—No me atrevo.
Habían llegado al final del jardín al arenal del Livon. Frédéric, para divertirse, se puso a hacer cabrillas. Ella le mandó sentarse. Él obedeció; y después, mirando el salto de agua:
—Es como el Niágara.
Empezó a hablar de países lejanos y de grandes viajes. La idea de realizarlos le encantaba. Ella no habría tenido miedo a nada, ni a las tempestades, ni a los leones.
Sentados, uno al lado del otro, recogían delante de ellos puñados de arena, después los dejaban deslizarse de las manos sin dejar de conversar; y el viento cálido que llegaba de las llanuras les traía a bocanadas olores de lavanda con el perfume del alquitrán que se escapaba de una barca detrás de la esclusa. El sol caía de lleno sobre la cascada; los bloques verdosos de la pequeña pared a lo largo de la cual corría el agua aparecían como cubiertos de una gasa plateada que seguía deslizándose. Al pie, una larga barra de espuma rebotaba cadenciosamente. Después formaba burbujas, remolinos, mil corrientes opuestas, que acababan confundiéndose en una sola capa límpida.
Louise murmuró que envidiaba la vida de los peces.
—Debe de ser tan agradable dar vueltas ahí dentro, a su aire, sentirse acariciado por todas partes.
Y se estremecía con movimientos de mimo sensual.
Pero se oyó una voz:
—¿Dónde estás?
—Su criada la llama —dijo Frédéric.
—¡Bien!, ¡Bien!
Louise no se movía.
—¡Se va a enfadar! —replicó él.
—¡Me da igual!, y además… —la señorita Roque daba a entender con un gesto que la tenía en un puño.
Sin embargo, se levantó, después se quejó de dolor de cabeza. Y al pasar delante de un amplio cobertizo donde había haces de leña seca picada:
—¿Si nos metiéramos ahí debajo al abrigo?
Él fingió no entender la expresión dialectal e incluso se burló de su acento. Poco a poco las comisuras de su boca se apretaron, ella se mordía los labios; se apartó de él enfurruñada.
Frédéric la alcanzó, juró que no había querido molestarla y que la quería mucho.
—¿Es verdad? —dijo ella, mirándolo con una sonrisa que iluminaba todo su rostro, un poco pecoso.
Él no resistió a tanta audacia de sentimientos, al frescor de su juventud, y replicó:
—¿Por qué iba a mentirte?… ¿No me crees? ¿Eh? —pasándole el brazo izquierdo alrededor de la cintura.
Un grito suave como un arrullo salió de su garganta; su cabeza se cayó hacia atrás, se desmayó, él la sostuvo. Y los escrúpulos de su honestidad fueron inútiles; ante esta virgen que se ofrecía tuvo miedo. Luego le ayudó a dar algunos pasos, despacio. Ya no le decía palabras dulces y, no queriendo decir más que cosas insignificantes, le hablaba de los personajes de la sociedad de Nogent.
De pronto ella lo rechazó, y, en tono amargo:
—No tendrías valor para llevarme.
Él permaneció inmóvil con una cara llena de estupefacción.
Ella estalló en sollozos y bajando profundamente la cabeza:
—¡Cómo si yo pudiese vivir sin ti!
Él trataba de calmarla. Ella le puso las dos manos sobre los hombros para verlo mejor de frente, y, clavándole sus ojos verdes, de una humedad casi feroz:
—¿Quieres ser mi marido?
—Pero… —replicó Frédéric, buscando una respuesta—, sin duda… No deseo otra cosa.
En aquel momento la gorra del señor Roque apareció detrás de una lila.
Llevó a su joven amigo durante dos días a dar una vuelta por los alrededores, por sus propiedades; y Frédéric, al regreso, encontró tres cartas en casa de su madre.
La primera era un billete del señor Dambreuse que le invitaba a cenar el martes siguiente. ¿A qué venía aquella cortesía? ¿Le habían perdonado su extravagancia?
La segunda era de Rosanette. Le agradecía que hubiese arriesgado su vida por ella. Al principio Frédéric no comprendió lo que le quería decir; por fin, después de muchos rodeos, le imploraba, invocando su amistad, confiando en su delicadeza, de rodillas, decía, en vista de la necesidad apremiante, y como se pide pan, una pequeña ayuda de quinientos francos. Él se decidió inmediatamente a mandárselos.
La tercera carta, que venía de Deslauriers, hablaba de la subrogación y era larga, oscura. El abogado aún no había tomado ningún partido. Le animaba a no molestarse: «Es inútil que vengas», incluso subrayando esto de una manera rara.
Frédéric se perdió en toda clase de conjeturas, le entraron ganas de volver allá; esta pretensión de gobernarle le sublevaba.
Por otra parte, la nostalgia del bulevar empezaba a vencerle; y además su madre le empujaba de tal manera, el señor Roque le hacía tan bien la rosca y la señorita Louise le quería con tal fuerza que no podía pasar más tiempo sin declararse. Necesitaba reflexionar, juzgaría mejor las cosas estando lejos.
Para justificar su viaje, Frédéric inventó un cuento; y marchó, diciendo a todo el mundo, y creyéndolo él mismo, que volvería pronto.