CAPÍTULO VI

Su vuelta a París no le causó ningún placer; era una tarde, a fines del mes de agosto; el bulevar parecía desierto, los transeúntes pasaban con aspecto ceñudo; acá y allá humeaba una caldera de asfalto, muchas casas tenían las persianas completamente cerradas. Llegó a su casa: el empapelado de las paredes estaba cubierto de polvo; y, cenando completamente solo, Frédéric experimentó un extraño sentimiento de abandono; entonces pensó en la señorita Roque.

La idea de casarse ya no le parecía descabellada. Viajarían, irían a Italia, a Oriente. Y él la veía de pie sobre un montículo contemplando un paisaje, o bien apoyada en su brazo en una galería florentina, parándose ante los cuadros. ¡Qué gozo sería ver a esta buena criaturita abrirse a los esplendores del Arte y de la Naturaleza! Una vez sacada de su ambiente, en poco tiempo haría de ella una compañera encantadora. La fortuna del señor Roque le tentaba, por otra parte. Sin embargo, semejante determinación le repugnaba como una debilidad, un envilecimiento.

Pero estaba muy resuelto, de cualquier modo, a cambiar de vida, es decir, a no echar a perder su corazón en pasiones infructuosas, e incluso vacilaba en hacer el encargo que le había hecho Louise. Era el de comprarle en casa de Jacques Arnoux dos grandes estatuas polícromas con figura de negros, como las que había en la prefectura de Troyes. Ella conocía la marca del fabricante y no quería de otro. Frédéric temía, volviendo a casa de «ellos», caer de nuevo en las redes de su viejo amor.

Estas reflexiones le ocuparon toda la velada; y se iba a acostar cuando entró una mujer.

—¡Soy yo! —dijo riendo la señorita Vatnaz—. Vengo de parte de Rosanette.

Entonces ¿se habían reconciliado?

—¡Dios mío, sí! No soy mala, usted lo sabe. Además, la pobre chica… Seria muy largo de contar.

En resumen, la Mariscala deseaba verlo, esperaba una respuesta, pues su carta se había paseado de París a Nogent; la señorita Vatnaz desconocía su contenido. Entonces, Frédéric le preguntó por la Mariscala.

Ahora estaba con un hombre muy rico, un ruso, el príncipe Tzernoukoff, que la había visto en las carreras del Champ de Mars, el verano anterior.

—Tenemos tres coches, caballo de silla, criado estilo inglés, casa de campo, palco en los Italianos, y un montón de cosas más. ¡Ya ves, querido!

Y la Vatnaz, como si se hubiese aprovechado de este cambio de fortuna, parecía más alegre, más feliz. Se quitó los guantes y examinó los muebles y las figuritas de la habitación. Las tasaba en su precio justo, como un chamarilero. Tendría que haberle consultado para obtenerlas más baratas.

—¡Ah!, ¡qué gracioso, está muy bien! Sólo a usted se le ocurren estas ideas.

Después, viendo en la cabecera de la alcoba una puerta:

—¿Es por ahí por donde hacen salir a las mujercitas, eh?

Y le cogió amistosamente la barbilla. Él se estremeció al contacto de sus largas manos, delgadas y suaves a la vez. Tenía un ribete de encaje alrededor de los puños y, en el corpiño de su vestido verde, pasamanerías como un húsar. Su sombrero de tul negro, de ala caída, le ocultaba un poco la frente; debajo brillaban sus ojos; un perfume de pachuli se desprendía de sus bandos; la lámpara carcel puesta sobre un velador, iluminándola como las candilejas de un teatro, hacía resaltar su mandíbula; y de pronto, ante aquella mujer fea que tenía en la cintura ondulaciones de pantera, Frédéric sintió una enorme concupiscencia, un deseo bestial de voluptuosidad.

Ella le dijo con voz melosa, sacando de su portamonedas tres cuadrados de papel:

—Me va usted a tomar esto.

Eran tres entradas para una representación a beneficio de Delmar.

—¡Cómo!, ¿él?

—¡Ciertamente!

La señorita Vatnaz, sin más explicaciones, añadió que le adoraba más que nunca. El comediante, para ella, figuraba definitivamente entre las glorias del siglo. Y no era tal o cual personaje lo que representaba, sino al genio mismo de Francia, al Pueblo. Tenía «el alma humanitaria», comprendía «el sacerdocio del Arte». Frédéric, para verse libre de estos elogios, le dio el importe de las tres localidades.

—¡Inútil hablar de esto! ¡Dios mío, qué tarde es! Tengo que dejarle. ¡Ah! Me olvidaba de las señas: son calle Grange-Batelière, 14.

Y, en la puerta:

—¡Adiós, hombre amado!

—¿Amado de quién?

Y volvió a reconocer lo que Dussardier le había dicho un día a propósito de ella: «¡Oh!, no es gran cosa», como haciendo alusión a historias poco honorables.

Al día siguiente fue a casa de la Mariscala. Vivía en una casa nueva, cuyas persianas asomaban a la calle. En cada descanso de escalera había un espejo en la pared, una macetera rústica delante de las ventanas, a todo lo largo de los escalones, una alfombra de tela; y, cuando se llegaba de fuera, el fresco de la escalera era un descanso.

Fue un criado varón quien acudió a abrir, un ayuda de cámara con chaleco rojo. En la antesala, en una banqueta, una mujer y dos hombres, sin duda proveedores, esperaban como en el vestíbulo de un ministro. A la izquierda, la puerta del comedor, entreabierta, dejaba entrever botellas vacías sobre los aparadores, servilletas en el respaldo de las sillas; y paralelamente se extendía una galería donde unos palos de color dorado sostenían un espalier de rosas. Abajo, en el patio, dos chicos, remangados, sacaban brillo a un lando. Su voz subía hasta allí, con el ruido intermitente de una rascadera que tropezaba con una piedra.

El criado volvió: «La señora va a recibir al señor»; y le hizo atravesar una segunda antesala, luego un gran salón, tapizado de brocatel amarillo, con franjas de cadeneta que, partiendo de las esquinas, iban a juntarse en el techo y parecían prolongarse por los brazos de la araña, esculpidos en forma de cables. Sin duda, había habido fiesta la noche anterior. Sobre las consolas había quedado ceniza de cigarro.

Por fin, entró en una especie de saloncito vagamente iluminado por vidrieras de color. Adornos trilobulados de madera recortada decoraban la parte superior de las puertas; tres colchones de púrpura, apoyados en una balaustrada, formaban un diván sobre el cual se habían dejado un narguile de platino. La chimenea, en vez de espejo, tenía una estantería piramidal, que presentaba sobre sus gradas toda una colección de curiosidades: viejos relojes de plata dorada, cucuruchos de cristal de Bohemia, broches de pedrería, botones de jade, esmaltes, figuras de porcelana, una virgencita bizantina con capa de plata dorada, y todo esto se fundía en un crepúsculo dorado, con el color azulado de la alfombra, el reflejo nacarado de los taburetes, el tono leonado de las paredes cubiertas de cuero marrón. En las esquinas, jarrones de bronce sobre pedestales contenían ramos de flores que recargaban el ambiente.

Apareció Rosanette, vestida con una chaqueta de raso color rosa, un pantalón de cachemir blanco, un collar de piastras y un gorro rojo rodeado de una rama de jazmín.

Frédéric hizo un movimiento de sorpresa; después, dijo que llevaba «la cosa de que se trataba», presentándole el billete de Banco.

Ella le miró muy sorprendida; y, como él seguía con el billete en la mano, sin saber dónde ponerlo:

—¡Cójalo!

Ella lo cogió; después, lo tiró en el diván.

—¡Es usted muy amable!

Era para pagar la cuota anual de un terreno que había comprado en Bellevue. Tal descaro ofendió a Frédéric. Por lo demás, ¡mejor!, lo vengaba del pasado.

—Siéntese —dijo ella— aquí, más cerca —y en un tono más grave:

—En primer lugar, tengo que agradecerle, querido amigo, que haya arriesgado su vida.

—¡Oh!, no tiene importancia.

—¡Cómo, pero es muy hermoso!

Y la Mariscala exageró las pruebas de agradecimiento; pues debía pensar que él se había batido exclusivamente por Arnoux, ya que éste, que se lo imaginaba, no había aguantado sin decirlo.

«Quizá se está riendo de mí», pensaba Frédéric.

El ya había terminado, y, alegando una cita, se levantó.

—¡Ah!, ¡no!, ¡quédese!

Se volvió a sentar y le elogió el vestido.

Ella contestó con un aire de abatimiento:

—Es al príncipe a quien le gusto así. Y hay que fumar semejantes artefactos —añadió Rosanette mostrándole el narguile—. ¿Si probáramos? ¿Quiere usted?

Llevaron fuego; la tumbaga tardaba en encenderse, ella se puso a patear de impaciencia. Después se sintió decaer; y permaneció inmóvil sobre el diván, con un cojín bajo el brazo, el cuerpo un poco torcido, una rodilla doblada, la otra pierna completamente recta. La larga serpiente de tafilete rojo que formaba anillos en el suelo se le enroscaba en el brazo. Ella mantenía la boquilla de ámbar de la pipa junto a sus labios y miraba a Frédéric haciéndole guiños de ojos, a través del humo, cuyas volutas le envolvían. Aspirando profundamente hacía gorgotear el agua, y de vez en cuando murmuraba:

—¡Este pobre chiquillo!, ¡este pobre querido!

El trataba de encontrar un tema de conversación agradable; le vino a la mente la idea de la Vatnaz.

Dijo que le había parecido muy elegante.

—¡Ya lo creo! —replicó la Mariscala—. Puede considerarse dichosa de tenerme —sin añadir nada más, tan parca era en el hablar.

Los dos sentían un fastidio, un obstáculo. En efecto, el duelo del que Rosanette se creía la causa había halagado su amor propio. Después se había extrañado mucho de que él no hubiese acudido a invocar su gesto; y, para obligarle a volver, había inventado la necesidad de los quinientos francos. ¿Cómo era que Frédéric no pedía en pago un poco de ternura? Era un refinamiento que la maravillaba, y, en un impulso del corazón, le dijo:

—¿Quiere venir con nosotros a los baños de mar?

—¿Qué es eso de nosotros?

—Yo y mi pájaro; le haré pasar por primo mío, como en las viejas comedias.

—¡Mil gracias!

—Bueno, entonces, tomará un alojamiento cerca del nuestro.

La idea de pasar por un hombre rico le humillaba.

—¡No!, eso es imposible.

—¡Como quiera!

Rosanette se alejó con lágrimas en los ojos. Frédéric se dio cuenta; y, para demostrarle su interés, le dijo que se alegraba de verla, por fin, en buena posición.

Ella se encogió de hombros. ¿Quién la afligía? ¿Acaso no la querían?

—¡Oh!, a mí siempre me quieren.

Y añadió.

—Falta saber de qué manera.

Quejándose de «asfixiarse de calor», la Mariscala se quitó la chaqueta; y, sin otra prenda que cubriese su cuerpo más que una camisa de seda, inclinaba la cabeza sobre el hombro, con un aire de esclava llena de provocaciones.

Un hombre de un egoísmo menos reflexivo no se habría parado a pensar que el vizconde señor de Comaing u otro pudiese aparecer. Pero Frédéric había sido muchas veces víctima de esas mismas miradas para comprometerse a una nueva humillación.

Ella quiso conocer sus relaciones, sus diversiones; llegó incluso a informarse de sus negocios y a ofrecerse a prestarle dinero si lo necesitaba. Frédéric, no aguantando más, tomó el sombrero.

—¡Bueno, querida, diviértete mucho allá; hasta la vista!

Ella abrió los ojos de manera desorbitada, luego, en tono seco:

—¡Hasta luego!

Él volvió a cruzar el salón amarillo y la segunda antesala. Sobre la mesa, entre un jarrón lleno de tarjetas de visita y un recado de escribir, había un cofre de plata cincelado. Era el de Mme. Arnoux. Entonces sintió una gran ternura, y, al mismo tiempo, como el escándalo de una profanación. Tenía ganas de tomarlo con las manos, de abrirlo. Tuvo miedo de ser visto y se fue.

Mandó a su criado a comprar los dos negros, después de hacerle todas las recomendaciones indispensables; y la caja salió, la misma tarde, para Nogent. Al día siguiente, cuando iba a casa de Deslauriers, en el recodo de la calle Vivienne con el bulevar, se encontró de frente con Mme. Arnoux.

El primer impulso de ambos fue el de retroceder; después, una misma sonrisa les afloró a los labios y se acercaron. Durante un minuto, ninguno de los dos dijo palabra.

El sol la iluminaba por completo; y su rostro oval, sus largas cejas, su chal de encaje negro, que moldeaba la forma de sus hombros, su vestido de seda tornasolado, el ramillete de violetas prendido en su sombrero, todo le pareció de un esplendor extraordinario. Una dulzura infinita fluía de sus bellos ojos; y balbuceando, al azar, las primeras palabras que se le ocurrieron:

—¿Cómo sigue Arnoux? —dijo Frédéric.

—Bien, muchas gracias.

—¿Y sus hijos?

—Están muy bien.

—¡Ah!, ¡ah!… Qué buen tiempo tenemos, ¿verdad?

—Realmente, magnífico.

—¿Va de compras?

—Sí.

E inclinando lentamente la cabeza:

—Adiós.

Ella le había tendido la mano, no había dicho una sola palabra afectuosa, ni siquiera lo había invitado a ir a su casa, ¡no importa!, él no habría cambiado este encuentro por la más bella de sus aventuras; y rumiaba su dulzura mientras proseguía su camino.

Deslauriers, sorprendido de verle, disimuló su despecho pues conservaba obstinadamente alguna esperanza de parte de Mme. Arnoux; y había escrito a Frédéric que se quedase allá, para tener más libertad de movimientos.

Dijo, sin embargo, que había ido a visitarla a su casa para saber si en las capitulaciones matrimoniales se estipulaba la comunidad de bienes.

—En ese caso, se habría podido recurrir contra la mujer; y ella puso una cara rara cuando le informé de tu matrimonio.

—¡Vaya!, ¡qué ocurrencia!

—Era preciso para demostrar que necesitabas tus fondos. Una persona indiferente no habría sufrido la especie de síncope que le dio.

—¿De veras? —exclamó Frédéric.

—¡Ah, chico, se te nota! ¡Vamos, sé franco!

Una inmensa cobardía se apoderó del enamorado de Mme. Arnoux.

—¡Pues no!… ¡te aseguro!… ¡Mi palabra de honor!

Estas flojas negaciones acabaron de convencer a Deslauriers. Le dio la enhorabuena. Le preguntó «detalles». Frédéric no se los dio e incluso resistió al deseo de inventarlos.

En cuanto a la hipoteca, le dijo que no hiciese nada, que esperase. Deslauriers vio que estaba equivocado e incluso estuvo brutal en sus reprimendas.

Por otra parte, estaba más taciturno, malintencionado e irascible que nunca. Dentro de un año, si la fortuna no cambiaba, se embarcaría para América o se haría saltar la tapa de los sesos. En fin, parecía tan furioso contra todo y de un radicalismo tan absoluto que Frédéric no pudo pasar sin decirle:

—Estás como Sénécal.

Deslauriers le contestó a este propósito que el ex profesor había salido de Santa Pelagia, porque la instrucción no había proporcionado pruebas suficientes, sin duda, para encausarlo.

Para festejar esta liberación, Dussardier quiso «invitar a un ponche», y pidió a Frédéric «que acudiese», advirtiéndole, sin embargo, que se encontraría con Hussonnet, quien se había portado muy bien con Senecal.

En efecto, el Flambard acababa de incorporarse a una gestoría, que anunciaba en sus prospectos: «Administración de viñedos.—Servicio de Publicidad.—Oficina de recaudaciones e informaciones, etc.». Pero el bohemio temía que su industria perjudicase su reputación literaria, y había tomado al matemático para llevar la contabilidad.

Aunque la plaza era mediocre, Sénécal sin ella se habría muerto de hambre. Frédéric, no queriendo afligir al bravo empleado, aceptó su invitación.

Tres días antes, Dussardier había encerado él mismo las baldosas rojas de su buhardilla, sacudido el sillón y limpiado la chimenea, donde, bajo un globo de cristal, se veía un reloj de alabastro, entre una estalactita y un coco. Como sus dos candelabros y su palmatoria no eran suficientes, había pedido prestados al conserje dos hachones; y estas cinco luminarias brillaban sobre la cómoda, cubierta por tres servilletas para ofrecer un soporte más decente a los mostachones, bizcochos, un bollo de leche y doce botellas de cerveza. Enfrente, contra la pared, tapizada de un papel amarillo, una pequeña librería de caoba contenía las Fábulas de La Chambeaudie, los Misterios de París, el Napoleón de Norvins. En el centro de la alcoba, en un marco de palisandro, sonreía el rostro de Béranger.

Los invitados eran, además de Deslauriers y Sénécal, un farmacéutico recién titulado que no tenía el dinero necesario para establecerse; un joven de «su» casa, un representante de vinos, un arquitecto y un señor empleado de seguros. Regimbart no había podido ir. Le echaron de menos.

Acogieron a Frédéric con grandes muestras de simpatía, pues todos conocían por Dussardier lo que hablaba en casa del señor Dambreuse. Senecal se contentó con darle la mano con aire digno.

Se mantenía de pie, contra la chimenea. Los otros, sentados, con la pipa en la boca, le escuchaban discurrir sobre el sufragio universal, del que tenía que salir el triunfo de la democracia, la aplicación de los principios del Evangelio. Por lo demás, se acercaba el momento; los banquetes reformistas se multiplicaban en provincias; el Piamonte, Nápoles, la Toscana…

—Es verdad —dijo Deslauriers, cortándole en seco la palabra—, esto no puede durar ya mucho tiempo.

Y se puso a hacer un cuadro de la situación.

Habíamos sacrificado a Holanda para obtener de Inglaterra el reconocimiento de Luis-Felipe; y esta famosa alianza inglesa había fracasado gracias a los matrimonios españoles. En Suiza, el señor Guizot, a remolque del austríaco, mantenía los tratados de 1815. Prusia con su Zollverein nos creaba dificultades. La cuestión de Oriente seguía sin resolverse.

Que el gran duque Constantino envíe regalos al señor d’Aumale no es razón para fiarse de Rusia. En cuanto al interior, nunca se ha visto tanta ceguera, tanta tontería. La mayoría que tienen no se sostiene ya. Por todas partes, en fin, según todo el mundo, no se ve más que ¡nada!, ¡nada!, ¡nada! Y ante tanta vergüenza, prosiguió el abogado poniendo los puños sobre las caderas «se declararán satisfechos».

Esta alusión a una famosa votación provocó aplausos. Dussardier destapó una botella de cerveza; la espuma salpicó las cortinas, no puso cuidado; cargaba pipas, partía el bizcocho, servía, había bajado varias veces para ver si llevaban el ponche; y no tardaron en exaltarse, pues todos coincidían en la misma exasperación contra el Poder. Ella estaba violenta, sin otra causa que el odio a la injusticia; y a las acusaciones legítimas mezclaban los reproches más tontos.

El farmacéutico se lamentó del estado lastimoso de nuestra flota. El agente de seguros no podía ver a los dos centinelas del mariscal Soult. Deslauriers denunció a los jesuítas, que acababan de instalarse en Lille, públicamente. Senecal execraba mucho más al señor Cousin; pues el eclecticismo, enseñando a obtener la certeza del razonamiento, desarrollaba el egoísmo, destruía la solidaridad; el representante de vinos, que entendía poco de estos temas, hizo notar en voz alta que él olvidaba muchas infamias.

—El vagón real de la línea del Norte debe de costar unos ochenta mil francos. ¿Quién los va a pagar?

—Sí, ¿quién los va a pagar? —replicó el empleado de comercio, furioso como si le hubieran sacado ese dinero de su bolsillo.

Siguieron recriminaciones contra los linces de la Bolsa y la corrupción de los funcionarios. Había que remontarse más atrás, según Sénécal, y acusar, en primer lugar, a los príncipes, que resucitaban las costumbres de la Regencia.

—¿No se ha visto recientemente a los amigos del duque de Montpensier volver de Vincennes, sin duda alguna borrachos, provocando con sus canciones a los obreros del faubourg Saint-Antoine?

—Incluso gritamos: ¡Abajo los ladrones! —dijo el farmacéutico—. Yo estaba allí, yo grité.

—¡Mejor!, el Pueblo, por fin, despierta desde el proceso Teste-Cubières.

—A mí aquel proceso me dio pena —dijo Dussardier—, porque deshonra a un viejo soldado.

—¿Sabe usted —continuó Senecal— qué se ha descubierto en casa de la duquesa de Praslin?

Pero la puerta se abrió de una patada. Entró Hussonnet.

—¡Hola, señores! —dijo sentándose en la cama.

No hicieron ninguna alusión a su artículo, del cual por lo demás, él se lamentaba, pues la Mariscala lo había reprendido severamente.

Acababa de ver en el teatro de Dumas El caballero de casaca roja y lo «encontraba muy aburrido».

Semejante juicio extrañó a los demócratas, pues ese drama, por sus tendencias, sus decorados, más bien les halagaba las pasiones. Protestaron. Sénécal, para terminar, preguntó si la obra servía a la democracia.

—Sí…, quizá; pero es de un estilo…

—¡Bueno!, entonces es buena; ¿qué es el estilo?, es la idea.

Y, sin dejar hablar a Frédéric:

—Yo decía que en el caso Praslin… —Hussonnet le interrumpió.

—¡Ah!, ésa es otra cantinela más. Ya me está cansando.

—Y a otros que no son usted —replicó Deslauriers—. Ha ocasionado la retirada de nada menos que cinco periódicos. Escuche esta nota:

Y sacando su cuadernillo de notas, leyó:

—«Hemos sufrido, desde el establecimiento de la mejor de las repúblicas, mil doscientos veintinueve procesos de prensa, de los que resultaron para los escritores: tres mil ciento cuarenta y un años de cárcel, con la leve suma de siete millones ciento diez mil quinientos francos de multa.» Está bonito, ¿eh?

Todos se rieron amargamente. Frédéric, animado como los otros, añadió:

La democracia pacifica tiene un proceso por su folletín, una novela titulada La parte de las mujeres.

—¡Vaya!, bueno —dijo Hussonnet—. ¡Si nos prohíben nuestra parte de mujeres!

—Pero, ¿qué es lo que no está prohibido? —exclamó Deslauriers—. Está prohibido fumar en el «Luxemburgo», prohibido cantar el himno a Pío IX.

—¡Y prohíben el banquete de los tipógrafos! —articuló una voz sorda.

Era la del arquitecto, oculto por la sombra de la alcoba, y que había permanecido en silencio hasta entonces. Añadió que, la semana anterior, habían condenado, por ultrajes al Rey, a un tal Rouget.

—Rouget está frito —dijo Hussonnet.

Esta broma pareció tan inoportuna a Sénécal que le reprochó que defendiese al «juglar del Ayuntamiento, al amigo del traidor Dumouriez».

—¿Yo?, ¡al contrario!

Encontraba a Luis Felipe vulgar, guardia nacional de lo más hortera, triste y de lo más aburrido. Y poniendo la mano sobre el pecho, el bohemio pronunció las frases sacramentales: «Es siempre con placer renovado… — La nación polaca no perecerá. — Proseguiremos nuestros grandes trabajos… — Dadme dinero para mi pequeña familia…». Todos reían mucho, lo proclamaban un tipo encantador, lleno de ingenio; la alegría redobló a la vista del cafetero que llevaba un tazón de ponche.

Las llamas del alcohol y las de las bujías calentaron pronto la habitación; y la luz de la buhardilla, atravesando el patio, iluminaba de frente el borde de un tejado, con el tubo de una chimenea que alzaba su sombra negra en la noche. Hablaban muy alto, todos a la vez; se habían quitado las levitas; tropezaban con los muebles, entrechocaban los vasos.

Hussonnet dijo:

—¡Mandad subir grandes señoras, para que esto sea más Tour de Nesle, color local y estilo Rembrandt, pardiez!

Y el farmacéutico, que seguía removiendo el ponche, entonó a pleno pulmón:

Tengo dos grandes bueyes en mi establo

Dos grandes bueyes blancos…

Sénécal le tapó la boca, no le gustaba el desorden; y los inquilinos se asomaban a las ventanas, sorprendidos del ruido insólito que hacían en casa de Dussardier.

El buen chico estaba feliz, y dijo que aquello le recordaba sus pequeñas sesiones de antaño, en el muelle Napoleón; faltaban varios, sin embargo, por ejemplo Pellerin.

—Podemos prescindir de él —replicó Frédéric.

Y Deslauriers preguntó por Martinon.

—¿Qué es de ese señor tan interesante?

Enseguida Frédéric, dando rienda suelta a la malevolencia que le profesaba, atacó su ingenio, su carácter, falsa elegancia, al hombre entero. Era justo el modelo perfecto del nuevo rico. La nueva aristocracia, la burguesía, no podía compararse con la antigua, la nobleza. Esto decía; y los demócratas aprobaban, como si hubieran pertenecido a la una y frecuentado la otra. Estaban encantados con él. El farmacéutico lo comparó con el señor D’Altonshée, que, aunque era par de Francia, defendía la causa del pueblo.

Llegó la hora de marchar. Todos se separaron con grandes apretones de manos; Dussardier, por afecto, acompañó a Frédéric y a Deslauriers. Cuando se encontraron en la calle, el abogado pareció reflexionar, y, después de un momento de silencio:

—Tú quieres muy mal a Pellerin.

Frédéric no ocultó su rencor.

Sin embargo, el pintor había retirado del escaparate el famoso cuadro. No había que enfadarse por esas bagatelas. ¿Para qué hacerse un enemigo?

—Ha cedido a un impulso de malhumor, excusable en un hombre que no tiene un céntimo. Tú no puedes comprender eso.

Y, cuando Deslauriers subió a su casa, el empleado no soltó a Frédéric; le comprometió incluso a comprar el retrato. En efecto, Pellerin, desesperando de intimidarle, los había embaucado para que animasen a Frédéric a aceptar la cosa.

Deslauriers volvió a hablar del asunto, insistió, las pretensiones del artista eran razonables.

—Yo estoy seguro de que, quizá, por quinientos francos…

—¡Ah!, ¡dáselos!, toma, aquí los tienes —dijo Frédéric.

La misma tarde le llevaron el cuadro. Le pareció más abominable aún que la primera vez. Las medias tintas y las sombras habían tomado color plomizo por los excesivos retoques, y parecían todavía más oscurecidas en relación con las luces, que, permaneciendo brillantes aquí y allí, desentonaban en el conjunto.

Frédéric se vengó de haberlo pagado denigrándolo amargamente. Deslauriers le creyó bajo palabra y aprobó su conducta, pues seguía ambicionando constituir una falange de la cual él sería jefe; algunos hombres gozan obligando a hacer a sus amigos cosas que les desagradan.

Entretanto, Frédéric no había vuelto a casa de los Dambreuse. Le faltaba el dinero. Tendría que dar muchas explicaciones, no llegaba a decidirse. ¿Tal vez tenía razón? Nada estaba seguro en aquel momento, el negocio de las hullas no más que ningún otro; había que abandonar semejante mundo; por fin, Deslauriers lo desligó de la empresa. A fuerza de odio se volvía virtuoso; y además prefería que Frédéric siguiese en la mediocridad. De esta manera continuaba siendo su igual, y en relación más íntima con él.

El encargo de la señorita Roque había sido mal ejecutado. Su padre le escribió, dándole las explicaciones más precisas, y terminaba su carta con esta broma: «aunque le suponga un trabajo de negros».

Frédéric no tenía más remedio que volver a casa de Arnoux. Subió a la tienda y no vio a nadie. Como el negocio se estaba hundiendo, los empleados imitaban la incuria del patrón. Recorrió la larga estantería, llena de lozas que ocupaba de una punta a otra el centro del piso; después, una vez que llegó al fondo, delante del mostrador, caminó más fuerte para que le oyeran.

Levantada la cortina de la puerta, apareció Mme. Arnoux.

—¡Cómo, usted aquí! —dijo ella.

Vio su pañuelo cerca del escritorio, y adivinó que ella había bajado a ver a su marido, a enterarse de algo, a aclarar, sin duda, algún problema que le preocupaba.

—Pero… ¿quizá necesita usted algo? —dijo ella.

—Una cosa de nada, señora.

—¡Estos empleados son insoportables! Nunca están en su sitio.

No había que censurarlos. Al contrario, él se felicitaba de la circunstancia.

Ella lo miró con ironía.

—Bueno, ¿y esa boda?

—¿Qué boda?

—¡La suya!

—¿Yo?, ¡ni soñarlo!

Ella hizo un gesto negativo.

—¿Si ocurriera eso, después de todo? Nos refugiamos en la mediocridad cuando desesperamos de alcanzar lo bello que hemos soñado.

—Sin embargo, todos sus sueños no eran tan cándidos.

—¿Qué quiere usted decir?

—Cuando se paseaba en las carreras, con personas…

Él maldijo a la Mariscala. Le vino a la mente un recuerdo:

—Pero si fue usted misma quien me pidió que la viera, en beneficio de Arnoux.

Ella replicó moviendo la cabeza.

—Y usted aprovechó para divertirse.

—¡Dios mió, dejemos todas esas tonterías!

—Es natural, ya que va usted a casarse.

Y se mordía los labios conteniendo la respiración. Entonces, él dijo:

—¡Le repito que no!, ¿puede usted creer que yo, con mis exigencias intelectuales, mis hábitos, vaya a enterrarme en provincias para jugar a las cartas, vigilar a los albañiles y pasearme en zuecos? ¿Con qué finalidad, entonces? Le han contado que era rica, ¿verdad?, ¡Ah!, yo me río del dinero. Es que después de haber deseado todo lo que hay de más bello, de más tierno, de más encantador, una especie de paraíso bajo forma humana, y cuando por fin lo he encontrado, ese ideal, cuando esa visión me oculta todas las demás…

Y, tomándole la cabeza con las dos manos, se puso a besarla en los párpados, repitiendo:

—¡No! ¡No!, ¡no!, ¡nunca me casaré!, ¡jamás!, ¡jamás!

Ella aceptaba estas caricias, paralizada por la sorpresa y por el arrebato.

La puerta de la tienda sobre la escalera volvió a cerrarse. Ella dio un salto; y permanecía con la mano extendida, como para pedirle silencio. Se acercaron unos pasos. Luego alguien dijo fuera:

—¿Está la señora?

—¡Pase!

Mme. Arnoux apoyaba el codo en el mostrador y hacía girar una pluma entre sus dedos, tranquilamente, cuando el tenedor de libros descorrió la cortina:

Frédéric se levantó.

—Señora, tengo el honor de saludarla. El servicio estará preparado, ¿verdad? ¿Puedo contar con eso?

Ella no contestó nada. Pero esta complicidad silenciosa encendió su cara con todos los rubores del adulterio.

Al día siguiente, Frédéric volvió a su casa, le recibieron; y, a fin de consolidar las ventajas adquiridas, inmediatamente, sin preámbulos, comenzó por justificarse del encuentro en el Champ de Mars. Sólo por casualidad se había encontrado con aquella mujer. Admitiendo que fuese guapa (lo cual no era cierto), ¿cómo podría ocuparle su pensamiento, ni siquiera un minuto, siendo así que él amaba a otra?

—¡Usted bien lo sabe, se lo he dicho!

Mme. Arnoux bajó la cabeza.

—¡Siento mucho que me lo haya dicho!

—¿Por qué?

—El decoro más elemental exige ahora que no vuelva a verle más.

El protestó de la inocencia de su amor. El pasado debía garantizarle el porvenir; se había jurado a sí mismo no perturbar su existencia, no importunarle con sus lamentos.

—Pero ayer mi corazón se desbordaba.

—No debemos pensar más en aquel momento, amigo mío.

Sin embargo, ¿qué mal habría en que dos pobres criaturas compartiesen juntos su tristeza?

—Porque tampoco usted es feliz. ¡Oh!, la conozco, usted no tiene a nadie que satisfaga sus necesidades de afecto, de entrega; yo la obedeceré en todo. No la ofenderé… se lo juro.

Y se dejó caer de rodillas, a pesar suyo, abatido por un gran peso interior.

—¡Levántese! —dijo ella—. Se lo ordeno.

Y le declaró imperiosamente que, si no obedecía, no la volvería a ver más.

—¡Ah!, le apuesto a que no lo hace —replicó Frédéric—. ¿Qué tengo que hacer en el mundo? Los demás se afanan por la riqueza, la fama, el poder. Yo no tengo posición, usted es mi ocupación exclusiva, mi único bien, el centro de mi existencia, de mis pensamientos. La necesito para vivir tanto como el aire que respiro. ¿No siente la aspiración de mi alma subir hacia la suya, y que ambas deben confundirse, y que me muero por ello?

Mme. Arnoux se echó a temblar con todos sus miembros.

—¡Oh!, ¡márchese!, ¡se lo ruego!

La expresión descompuesta de su cara le detuvo. Después dio un paso. Pero ella retrocedía con las manos juntas:

—¡Por Dios, déjeme!, ¡por favor!

Frédéric la quería tanto que salió.

Pronto se encolerizó consigo mismo, se declaró un imbécil, y veinticuatro horas después volvió.

La señora no estaba. Él se quedó en el rellano de la escalera, aturdido de furor y de indignación. Apareció Arnoux y le informó de que su mujer, aquella misma mañana, había ido a instalarse en una casita de campo que alquilaban en Auteuil, pues ya no poseían la de Saint-Cloud.

—¡Es otro de sus caprichos! ¡En fin, ya que le gusta!, y a mí también, por lo demás; tanto mejor. ¿Cenamos juntos esta noche?

Frédéric alegó un asunto urgente, luego corrió a Auteuil.

Mme. Arnoux dejó escapar un grito de alegría. Entonces todo el rencor de Frédéric se desvaneció.

Él no le habló de su amor. Para inspirarle más confianza, se mostró incluso reservado; y cuando le preguntó si podía volver, ella respondió: «Pues claro», alargándole la mano, que retiró casi inmediatamente.

Desde entonces, Frédéric multiplicó sus visitas. Prometía al cochero grandes propinas. Pero a menudo la lentitud del caballo le impacientaba, se apeaba del coche; después, sin aliento, se subía a un ómnibus; ¡y con qué desdén observaba las caras de la gente sentada enfrente de él, y que no iban a casa de ella!

Reconocía de lejos su casa por una madreselva enorme que cubría por un solo lado las maderas del tejado; era una especie de chalet suizo pintado de rojo, con un balcón exterior. En el jardín había tres viejos castaños, y en el centro, sobre un montículo, un quitasol de paja sostenido por un tronco de árbol. Bajo la pizarra de las paredes, una gran cepa mal atada colgaba de trecho en trecho, como un cable podrido. La campanilla de la verja, un poco dura de tirar, prolongaba su carillón, y tardaban mucho tiempo en acudir. Cada vez experimentaba una angustia, un miedo indefinido.

Después oyó crujir sobre la arena las pantuflas de la criada; o bien era Mme. Arnoux la que se presentaba en persona. Un día la sorprendió de espaldas cuando estaba agachada ante el césped buscando violetas.

El mal carácter de su hija la había obligado a internarla en un colegio de monjas. El chiquillo pasaba la tarde en una escuela. Arnoux hacía prolongadas comidas en el Palais Royal, con Regimbart y el amigo Compain. Ningún latoso podía sorprenderlos.

Se daba por descontado que no debían entregarse el uno al otro. Este acuerdo, que les protegía del peligro, facilitaba sus expansiones afectivas.

Ella le contó su vida anterior, en Chartres, en casa de su madre; su inclinación religiosa hacia los doce años; después su pasión por la música, cuando en su habitación, desde donde se descubrían las murallas, se quedaba cantando hasta la noche. Él le contó sus momentos de melancolía en el colegio, y cómo en su cielo poético resplandecía un rostro de mujer, de tal modo que, al verla por primera vez, la había reconocido.

Estos discursos no abarcaban, habitualmente, más que los años durante los cuales se habían frecuentado. Él le recordaba detalles insignificantes, el color de su vestido en tal época, qué persona había ido aquel día a su casa, lo que ella había dicho en otra ocasión; y respondía toda maravillada:

—¡Sí, me acuerdo!

Sus gustos, sus juicios, eran los mismos. Con frecuencia aquel de los dos que escuchaba al otro exclamaba:

—¡Yo también!

Después, eran las interminables quejas a la Providencia:

—¿Por qué el cielo no lo ha querido? ¡Si nos hubiéramos conocido!…

—¡No!, yo un poco más viejo.

Y se imaginaban una vida toda de amor, tan fecunda para llenar las más grandes soledades, que sobrepasara todas las alegrías, que desafiara todas las miserias, donde el tiempo se habría disuelto en una continua expansión de sí mismo, y que tendría algo tan resplandeciente y elevado como el palpitar de las estrellas.

Casi siempre estaban al aire libre en lo alto de la escalera; las copas de los árboles que amarilleaban por el otoño adquirían la forma de pezón delante de ellos, de modo desigual, hasta la pálida extremidad del cielo; o bien iban hasta el final de la avenida, a un pabellón que tenía por todo mobiliario un canapé de tela gris. Manchas negras ensuciaban el espejo; las paredes exhalaban un olor a moho; pero ellos se quedaban allí, encantados hablando de sí mismos, de los demás, de cualquier cosa. A veces, los rayos del sol, atravesando la celosía, tendían desde el techo hasta encima de las baldosas como las cuerdas de una lira, y las partículas de polvo se arremolinaban en aquellas franjas luminosas. Ella se entretenía en partirlas con la mano; Frédéric se la cogía suavemente; y contemplaba el trazo de sus venas, los granos de su piel, la forma de sus dedos. Cada uno de sus dedos era, para él, más que una cosa, casi una persona.

Ella le dio sus guantes, la semana siguiente su pañuelo, le llamaba «Frédéric», él le llamaba «Marie», pues adoraba aquel nombre hecho a propósito, decía, para ser suspirado en el éxtasis, y que parecía contener nubes de incienso, alfombras de rosas.

Llegaron a fijar por anticipado el día de sus visitas; y, caminando como al azar, ella le salía al encuentro por la carretera.

Ella no hacía nada por excitar su amor, perdida como estaba en esa despreocupación que caracteriza las grandes felicidades. Durante toda la temporada llevó una bata de casa de seda oscura, ribeteada de terciopelo del mismo color, amplia, que iba con la languidez de sus actitudes y su fisonomía seria. Por otra parte, se acercaba a su pleno apogeo como mujer, época a la vez de reflexión y de ternura, en la que la madurez que comienza pone en la mirada una llama más profunda, cuando la fuerza del corazón se funde con la experiencia de la vida, y cuando al final de su desarrollo el ser completo desborda de riquezas en la armonía de su belleza. Nunca se había mostrado más dulce, más indulgente. Segura de no caer en falta, se entregaba a un sentimiento que le parecía como un derecho adquirido a fuerza de pesadumbres. Por lo demás, ¡todo aquello era tan bueno y tan nuevo!, ¡qué abismo entre la tosquedad de Arnoux y los apasionamientos de Frédéric!

Él temía perder con una palabra todo lo que creía haber ganado, diciéndose que se puede encontrar otra ocasión, pero que nunca se repara una imprudencia.

Él quería que ella se entregara y no conquistarla. La seguridad de su amor le deleitaba como un anticipo de la posesión, y además el encanto de su persona le trastornaba el corazón más que los sentidos. Era una placidez indefinida, una embriaguez tal que olvidaba hasta la posibilidad de una felicidad absoluta. Lejos de ella, unas ansias furiosas le devoraban.

Pronto hubo en sus diálogos grandes intervalos de silencio. A veces, una especie de pudor sexual les hacía enrojecer uno delante del otro. Todas las precauciones para ocultar su amor lo revelaban; cuanto más fuerte se hacía, más se contenía en sus maneras. A fuerza de practicar tal mentira su sensibilidad se exasperó. Gozaban deliciosamente del olor de las hojas húmedas, sufrían por el viento del este, se irritaban sin motivo, tenían presagios fúnebres; un ruido de pasos, el estallido de un revestimiento de madera les causaban unos espantos como si ellos hubieran tenido la culpa; se sentían empujados hacia un abismo, un ambiente tempestuoso los envolvía; y cuando a Frédéric se le escapaban quejas, ella se acusaba a sí misma.

—¡Sí!, obro mal, parezco una coqueta, no venga más.

Él repetía los mismos juramentos, que ella escuchaba siempre con placer.

El regreso de Frédéric a París y los problemas del día de Año Nuevo suspendieron un poco sus entrevistas. Cuando volvió, mostró unas actitudes más atrevidas. Ella salía cada minuto a dar órdenes, y recibía, a pesar de los ruegos de él, a todos los paisanos que iban a verla. Hablaban de Leótade, del señor Guizot, del Papa, de la insurrección de Palermo y del banquete de la XII Circunscripción, el cual despertaba preocupaciones. Frédéric se desahogaba despotricando contra el poder; pues deseaba, como Deslauriers, un cambio total, de tan amargado que estaba ahora. Mme. Arnoux, por su parte, se ponía taciturna, melancólica.

Su marido, prodigando las extravagancias, sostenía a una obrera de la fábrica, a la que llamaban «la Bordelesa». Mme. Arnoux en persona se lo dijo a Frédéric. Él quería sacar de aquí un argumento «Ya que la engañaban».

—¡Oh!, eso me trae sin cuidado —dijo ella.

Esta declaración le pareció consolidar completamente la intimidad entre ellos. ¿Arnoux desconfiaba?

—No, ahora no.

Ella le contó que una tarde él los había dejado a solas frente a frente, después había vuelto, había escuchado detrás de la puerta, y, como los dos hablaban de cosas indiferentes, desde entonces, él vivía en una seguridad plena.

—Con razón, ¿verdad? —dijo amargamente Frédéric.

—Sí, sin duda.

Ella hubiera hecho mejor no pronunciando semejante palabra.

Un día no estaba en casa a la hora en que él acostumbraba a ir. Para él, esto fue como una traición.

Se enfadó enseguida al ver que las flores que le llevaba seguían puestas en un vaso de agua.

—¿Dónde quiere que estén?

—¡Oh, ahí, no! Además, ahí están menos frescas que sobre su corazón.

Algún tiempo después, él le reprochó haber estado en los Italianos la víspera sin avisarle. Otros la habían visto, admirado, amado tal vez; Frédéric se aferraba a sus sospechas únicamente para regañarla, atormentarla; pues comenzaba a odiarla, y lo menos que podía pretender era hacerle cargar con una parte de sus sufrimientos.

Una tarde a mediados de febrero la sorprendió muy agitada. Eugène se quejaba de dolor de garganta. El doctor había dicho, sin embargo, que no era nada, un fuerte catarro, la gripe. Frédéric se extrañó del aspecto excitado del niño. Tranquilizó a su madre, sin embargo; citó como ejemplo a varios niños de su edad que acababan de pasar afecciones semejantes y se habían curado enseguida.

—¿De veras?

—Pues sí, desde luego.

—¡Qué bueno es usted!

Y ella le cogió la mano. Él la estrechó con la suya.

—¡Oh, suéltela!

—¿Qué importa, puesto que es al consolador a quien se la ofrece? Usted confía en mí para estas cosas, y duda de mí cuando le hablo de amor.

—Yo no dudo, mi pobre amigo.

—¿Por qué esa desconfianza, como si fuera un miserable capaz de engañar…? ¡Si al menos tuviera una prueba!…

—¿Qué prueba?

—La que se daría al primero en llegar, la que usted me concedió a mí mismo.

Y le recordó que una vez habían salido juntos en un atardecer de invierno, con un tiempo de niebla. Aquello quedaba ahora muy lejos. ¿Quién le impedía presentarse de su brazo delante de todo el mundo, sin temor por su parte, sin segunda intención por parte de él, no habiendo a su alrededor nadie que los importunase?

—¡Está bien! —dijo ella con una valentía de decisión que al primer instante dejó estupefacto a Frédéric.

Pero éste replicó vivamente:

—¿Quiere usted que la espere en la esquina de las calles Trochet y la Ferme?

—¡Pero, por Dios, amigo mío! —balcuceaba Mme. Arnoux.

Sin darle tiempo a reflexionar, él añadió:

—El martes próximo, por ejemplo.

—El martes.

—Sí, entre las dos y las tres.

—Allí estaré.

Y volvió la cara, la cabeza, haciendo un gesto de vergüenza. Frédéric la besó suavemente en la nuca.

—¡Oh!, eso no está bien —dijo ella—. Usted me haría arrepentirme.

Él se apartó, temiendo las mudanzas del carácter femenino. Después, en la puerta, murmuró suavemente, como cosa bien convenida:

—Hasta el martes.

Ella bajó sus bellos ojos de una manera discreta y resignada.

Frédéric tenía un plan.

Esperaba que, gracias a la lluvia o al sol, pudieran detenerse en una puerta y, una vez allí, conseguir que entrase en la casa. Lo difícil era encontrar una adecuada.

Se puso a buscar, y, hacia la mitad de la calle Trochet, leyó de lejos: «Pisos amueblados». El encargado, comprendiendo la intención, le enseñó enseguida, en el entresuelo, una habitación y un saloncito con dos salidas. Frédéric lo alquiló por un mes, y pagó por adelantado.

Después fue a tres tiendas a comprar los perfumes más raros; se procuró un trozo de imitación de guipur para sustituir el espantoso cubrepiés de algodón rojo, escogió un par de pantuflas de raso azul; sólo el temor de parecer ordinario le moderó en sus compras; volvió con ellas; y con más devoción que los que levantan altares al Santísimo Sacramento, cambió los muebles de sitio, colocó él mismo las cortinas, puso brezos en la chimenea, violetas sobre la cómoda; habría preferido cubrir de oro la habitación. «Es manaña», se decía, «sí mañana, no estoy soñando». Y sentía latir fuertemente su corazón bajo el delirio de la esperanza; después, cuando todo estuvo a punto, se guardó la llave en el bolsillo como si la felicidad que dormía allá hubiese podido escaparse.

En casa, le esperaba una carta de su madre.

«¿Por qué una ausencia tan larga? Tu conducta empieza a parecer ridicula. Comprendo que, en una cierta medida, hayas vacilado ante esta unión; sin embargo, reflexiona».

Y le precisaba las cosas: cuarenta y cinco mil libras de renta. Por lo demás, «se hablaba de ello». Y el señor Roque esperaba una respuesta definitiva. En cuanto a la joven, su postura era verdaderamente embarazosa. «Ella te quiere mucho».

Frédéric arrojó la carta sin terminarla, y abrió la otra, un billete de Deslauriers.

Querido amigo,

La pera está madura. Según tu promesa, contamos contigo. Nos reuniremos mañana temprano en la Plaza del Panteón. Entra en el café Soufflot. Tengo que hablarte antes de la manifestación.

—¡Oh!, las conozco, sus manifestaciones. ¡Muchas gracias! Tengo una cita más agradable.

Y, al día siguiente, a las once, Frédéric ya había salido. Quería echar un último vistazo a los preparativos; pues, quién sabe, por casualidad, ella podía anticiparse. Al salir de la calle Tronchet, oyó detrás de la Magdalena un gran clamor; se adelantó y vio en el fondo de la plaza, a la izquierda, gente de guardapolvos y burgueses.

En efecto, un manifiesto publicado en los periódicos había convocado en aquel lugar a todos los firmantes del banquete reformista. El Ministerio, casi inmediatamente, había fijado una proclamación prohibiéndola. La víspera por la tarde, la oposición parlamentaria había renunciado a ella; pero los patriotas, que ignoraban esta resolución de los jefes, habían acudido a la cita, seguidos por un gran número de curiosos. Una delegación de las escuelas se había dirigido inmediatamente a ver a Odilon Barrot. Se encontraba en Asuntos Exteriores; y no se sabía si se celebraría el banquete, si el Gobierno ejecutaría su amenaza, si la guardia nacional haría acto de presencia. Estaban resentidos con los diputados tanto como con el poder. La muchedumbre iba aumentando, cuando de pronto vibraron en el aire los sones del estribillo de La Marsellesa.

Era la columna de los estudiantes que llegaba. Caminaban al paso en dos filas, ordenadamente, con aspecto irritado, las manos libres y gritando a intervalos:

«¡Viva la Reforma! ¡Abajo Guizot!».

Los amigos de Frédéric estaban allí, por supuesto. Iban a avisarle y a llevársele con ellos. Él se refugió rápidamente en la calle de l’Arcade.

Después de dar dos vueltas a la Magdalena, bajaron hacia la Plaza de la Concorde. Estaba llena de gente; y la muchedumbre apretada parecía de lejos un campo de espigas negras que se movían a un lado y a otro.

En el mismo momento, soldados de infantería se dispusieron en orden de combate, a la izquierda de la iglesia.

Los grupos, entretanto, estaban estacionados. Para acabar con ellos, agentes de policía, de paisano, detenían a los más revoltosos y los llevaban brutalmente al puesto de policía. Frédéric, a pesar de su indignación, no abrió la boca; habrían podido detenerle con los otros y habría faltado a la cita con Mme. Arnoux.

Poco tiempo después aparecieron cascos de los municipales. Se abrían paso dando golpes de sable a su alrededor. Un caballo se desplomó; corrieron a socorrerlo, y, cuando el jinete estuvo de nuevo en la silla, todos huyeron.

Entonces hubo un gran silencio. La lluvia fina que había mojado el asfalto había cesado. Las nubes iban desapareciendo, barridas suavemente por el viento del oeste.

Frédéric empezó a recorrer la calle Tronchot, mirando delante y detrás de él.

Por fin dieron las dos.

«¡Ah!, ¡es ahora! —se dijo—, está saliendo de casa, se acerca —y un minuto después—: Habría tenido tiempo de llegar». Hasta las tres trató de calmarse. «No, no está retrasada; un poco de paciencia».

Y, como estaba desocupado, examinaba las escasas tiendas: un librero, un guarnicionero, una tienda de ropa de luto. Pronto conoció todos los títulos de los libros, todos los arneses, todas las telas. Los comerciantes, a fuerza de verlo pasar y volver a pasar, se extrañaron al principio, después se asustaron y cerraron sus escaparates.

Sin duda, ella tenía algún impedimento, y también sufría por esto. Pero, qué alegría poco después. Porque iba a ir por descontado. «¡Me lo ha prometido!». Entretanto, una angustia insoportable se apoderaba de él.

Por una reacción absurda, volvió al hotel, como si hubiera podido encontrarla allí. En el mismo instante, quizá llegaba ella a la calle. Se echó fuera. ¡Nadie! Y comenzó de nuevo a pasearse por la acera.

Se fijaba en las grietas de los adoquines, las bocas de los canalones, los números encima de las puertas. Los objetos más insignificantes se convertían para él en compañeros, o más bien espectadores irónicos; y las fachadas regulares de las casas le parecían despiadadas. Tenía frío en los pies. El ruido de sus pasos le resonaba en el cerebro.

Cuando vio que eran las cuatro en su reloj sintió como un vértigo, un espanto. Trató de repetirse versos, calcular cualquier cosa, inventar una historia. ¡Imposible!, la imagen de Mme. Arnoux le obsesionaba. Tenía ganas de correr a su encuentro. Pero, ¿qué camino tomar para no cruzarse?

Abordó a un recadero, le metió en la mano cinco francos, y le encargó que fuese a la calle Paradis, a casa de Jacques Arnoux, a preguntar al portero «si la señora estaba en casa». Después se plantó en la esquina de la calle de La Ferme y la calle Tronchet, de manera que veía simultáneamente en las dos. Al fondo de la perspectiva, en el bulevar, pasaban unas masas confusas. Distinguía a veces las plumas de un dragón, un sombrero de mujer; y ponía en tensión sus pupilas para reconocerla. Un niño harapiento que enseñaba una marmota en una caja le pidió limosna sonriendo.

El hombre de la chaqueta de pana reapareció. «El portero no la había visto salir.» ¿Quién la retenía? ¡Si estuviera enferma, lo habrían dicho! ¿Era una visita? Nada más fácil que no recibir. Se dio una palmada en la frente.

«¡Ah!, ¡qué tonto soy! ¡Es el motín!». Esta expresión natural le alivió. Después, de pronto: «Pero su barrio está tranquilo». Y una duda espantosa le asaltó. «¿Si no llegara a venir, si su promesa no fuera más que una palabra para eliminarme?» ¡No! ¡no! Lo que le impedía, sin duda, era un azar extraordinario, uno de esos acontecimientos que desbaratan toda previsión. En este caso, habría escrito. Y envió al mozo de hotel a su domicilio, calle Rumfort, para saber si había alguna carta.

No habían llevado ninguna carta. Esta falta de noticias le tranquilizó.

Del número de monedas tomadas al azar en la mano, de la fisonomía de los transeúntes, del color de los caballos, sacaba presagios; y, cuando el augurio era contrario, se esforzaba por no creer en él. En sus accesos de furor contra Mme. Arnoux, la injuriaba a media voz. Después, debilidades como para desmayarse alternaban con renuevos de esperanza. Estaba por llegar. Estaba allí, a su espalda. Él se volvía, ¡nada! Una vez percibió, a una distancia de treinta pasos, a una mujer de la misma talla, con el mismo vestido. La alcanzó; ¡no era ella!, ¡Llegaron las cinco!, ¡las cinco y media!, ¡las seis! Encendían las farolas de gas. Mme. Arnoux no había ido.

La noche anterior, ella había soñado que estaba en la acera de la calle Tronchet hacía mucho tiempo. Esperaba allí algo indeterminado, importante, sin embargo, y, sin saber por qué, tenía miedo de ser vista. Pero un maldito perrito, que la perseguía insistentemente, le mordisqueaba los bajos del vestido. Se obstinaba en volver, ladrando cada vez más fuerte. Mme. Arnoux se despertó. El ladrido del perro continuaba. Aguzó el oído. Procedía de la habitación de su hijo. Se precipitó en ella descalza. Era precisamente el niño, que padecía un ataque de tos. Tenía las manos ardiendo, la cara roja y la voz extrañamente ronca. La dificultad de respiración se acrecentaba por minutos. Ella se quedó hasta que se hizo de día, acostada a su lado, observándolo.

A las ocho, el tambor de la guardia nacional fue a avisar al señor Arnoux que sus camaradas lo esperaban. Se vistió rápidamente y se fue, prometiendo pasar inmediatamente a avisar al médico, el señor Colot. A las diez el señor Colot no había llegado. Mme. Arnoux mandó a su doncella. El doctor estaba de viaje en el campo, y el joven que le sustituía giraba visita a sus enfermos.

Eugène reposaba su cabeza de lado sobre la almohada frunciendo continuamente el entrecejo y dilatando las aletas de la nariz; su pobre carita estaba más blanca que las sábanas; y de su laringe se escapaba un silbido producido por cada inspiración, cada vez más corta, seca y como metálica. Su tos se parecía al ruido de esos mecanismos bárbaros que hacen ladrar a los perros de cartón.

A Mme. Arnoux le entró un miedo espantoso. Se echó sobre las campanillas pidiendo socorro a gritos:

—¡Un médico!, ¡un médico!

Diez minutos después llegó un viejo señor de corbata blanca y patillas grises bien recortadas. Hizo muchas preguntas sobre las costumbres, edad y temperamento del pequeño enfermo, luego examinó su garganta, le auscultó la espalda y escribió una receta. El aspecto tranquilo de aquel buen hombre se le hacía insoportable. Olía a embalsamamiento. Daban ganas de pegarle. Dijo que volvería por la tarde.

Pronto volvieron los horribles accesos de tos. Por momentos el niño se incorporaba de pronto. Unos movimientos convulsivos le sacudían los músculos del pecho, y, al inspirar, el vientre se le hundía como si estuviese sofocado después de una carrera. Después volvía a caer con la cabeza hacia atrás y la boca completamente abierta. Con infinitas precauciones Mme. Arnoux intentaba hacerle tragar el contenido de los frascos de jarabe de ipecacuana, una poción expectorante. Pero el niño rechazaba la cuchara gimiendo con una voz débil, con palabras que eran como alientos.

De vez en cuando, ella releía la receta. Las observaciones del formulario la asustaban; y quizá el farmacéutico se había equivocado. Su impotencia la desesperaba. Llegó el discípulo del señor Colot.

Era un joven de aspecto modesto, nuevo en el oficio, y que no ocultó su impresión. Al principio se quedó indeciso, por miedo a comprometerse, y, por fin, prescribió la aplicación de trocitos de hielo. Tardaron mucho en encontrarlo. La vejiga que los contenía se rompió. Hubo que cambiarle la camisa al enfermito. Todo este trastorno provocó un nuevo acceso de tos más terrible todavía.

El niño empezó a arrancar las ropas de su cuello, como si hubiera querido retirar el obstáculo que le ahogaba, y rascaba la pared, agarraba las cortinas de su camita, buscando un punto de apoyo para respirar. Su cara estaba ahora azulada, y todo su cuerpo, empapado de sudor frío, parecía adelgazar. Su mirada extraviada se clavaba aterrorizada en su madre. Le echaba los brazos alrededor del cuello, se colgaba de ella de manera desesperada; y, ahogando sus sollozos, ella balbuceaba palabras tiernas:

—¡Sí, amor mío, ángel mío, tesoro mío!

Después venían momentos de calma.

Fue a buscarle juguetes, un polichinela, una colección de cromos, y los puso sobre la cama pará distraerle. Incluso intentó cantar.

Comenzó una canción que le cantaba antaño, cuando lo mecía mientras le ponía los pañales sobre aquella misma silla tapizada. Pero todo su cuerpo tembló como una ola movida por el viento; los globos de sus ojos se le salían de las órbitas; ella creyó que iba a morir, y volvió la cabeza para no verlo.

Un instante después tuvo el valor de mirarlo. Seguía con vida. Las horas se sucedieron pesadas, tristes, interminables, desesperantes; y ella ya no contaba los minutos más que pendiente de la evolución de aquella agonía. Las sacudidas de su pecho le echaban hacia adelante como para romperlo en pedazos; por fin, vomitó algo que parecía un rollo de pergamino. ¿Qué era aquello? Ella se imaginaba que había devuelto un pedazo de sus entrañas. Pero respiraba holgadamente, normal. Esta apariencia de mejoría le asustó más que todo el resto; seguía petrificada, los brazos colgando, los ojos fijos, cuando apareció el señor Colot. Según él, el niño estaba salvado.

Ella no comprendió al principio, y pidió que le repitiese la frase. ¿No era uno de los consuelos que los médicos acostumbran a dar? El doctor se marchó con aire tranquilo. Esto fue para ella como si las cuerdas que le apretaban el corazón se hubiesen desatado.

—¡Salvado! ¿Es posible?

De pronto, la idea de Frédéric le vino a la mente de una manera clara e inexorable. Era un aviso de la Providencia. Pero el señor, en su misericordia, no había querido castigarla por completo. ¡Cuánto habría tenido que expiar más tarde si hubiera perseverado en aquel amor! Sin duda cargarían a su hijo con las culpas de ella; y Mme. Arnoux lo vio joven, herido en una refriega, transportado en una camilla, moribundo. De un salto se precipitó de rodillas sobre la sillita y con todas sus fuerzas, elevando el alma al cielo, ofreció a Dios, como un holocausto, el sacrificio de su primera pasión, de su única debilidad.

Frédéric había vuelto a casa. Permanecía en su sillón, sin tener siquiera la fuerza de maldecirla. Le entró una especie de sueño; en medio de su pesadilla, oía caer la lluvia y continuaba creyendo que estaba allí en la acera.

Al día siguiente, por una última bajeza, envió otro recadero a casa de Mme. Arnoux.

Y a porque el saboyano no hiciese bien el recado, ya porque ella tuviese muchas cosas que decir para explicarse con una palabra, se llevó la misma respuesta. La insolencia era demasiado fuerte. Una cólera de orgullo se apoderó de él. Juró no tener ya más ni siquiera un deseo; y su amor desapareció como hojarasca arrastrada por un huracán. Experimentó un alivio, una alegría estoica, luego una necesidad de acciones violentas; y se fue sin rumbo por las calles.

Pasaban hombres de los suburbios, armados de fusiles, de viejos sables, algunos de ellos iban tocados con gorros rojos, y todos cantaban La Marsellesa o Los girondinos. Aquí y allí, un guardia nacional se daba prisa para alcan2ar su ayuntamiento. A lo lejos resonaban los tambores. Luchaban en la puerta Saint-Martin. Había en el ambiente algo jovial, belicoso. Frédéric seguía caminando. La agitación de la gran ciudad le infundía alegría.

A la altura de Frascati vio las ventanas de la Mariscala; se le ocurrió una locura, una reacción de juventud. Atravesó el bulevar.

Estaban cerrando la puerta de los coches; y Delphine, la doncella, que escribía sobre la puerta con un carbón: «Armas entregadas», le dijo vivamente:

—¡Ah!, la señora está hecha una lástima. Esta mañana ha despedido a su botones, que la insultaba. Creo que van a pillar por todas partes. Revienta de miedo, tanto más cuanto que el señor ha salido.

—¿Qué señor?

—El Príncipe.

Frédéric entró en el saloncito. La Mariscala se presentó en refajo, el pelo suelto, descompuesto.

—¡Ah!, ¡gracias!, vienes a salvarme, es la segunda vez, tú nunca pides recompensas.

—¡Mil perdones! —dijo Frédéric estrechándole la cintura con las dos manos.

—¡Cómo!, ¿qué haces? —balbuceó la Mariscala, sorprendida y a la vez contenta por estas maneras.

Él contestó:

—Soy la moda, me pongo al día.

Ella se dejó caer de espaldas en el diván y no cesaba de reír con sus besos.

Pasaron la tarde mirando desde la ventana al pueblo en la calle. Después, él la llevó a cenar a los Trois-Fréres-Provengaux. La cena fue larga, delicada. Como no había coches, regresaron a pie.

A la noticia de un cambio de gobierno, París había cambiado. Todo el mundo saltaba de júbilo; la gente paseaba por las calles; en todas las casas había farolillos encendidos que alumbraban como en pleno día. Los soldados volvían tranquilamente a sus cuarteles, agotados, con aire triste. Los saludaban gritando: «¡Viva la infantería!». Ellos seguían su camino sin responder. En la guardia nacional, al contrario, los oficiales, rojos de entusiasmo, blandían sus sables vociferando: «¡Viva la reforma!», y esta frase, cada vez que la oían hacía reír a los dos amantes. Frédéric bromeaba, estaba muy alegre.

Por la calle Duphot llegaron a los bulevares. Farolillos venecianos, colgados en las casas, formaban guirnaldas de fuego. Un hormigueo confuso se agitaba por debajo, en medio de aquella sombra; en algunos sitios, brillaban blancuras de bayonetas. Había una gran algarabía. La muchedumbre estaba demasiado compacta, el regreso directo era imposible, y entraban en la calle Caumartin cuando, de pronto, estalló detrás de ellos un ruido semejante al crujido de una inmensa pieza de seda que se rasga. Era la descarga de fusilería del bulevar de las Capucines.

—¡Ah!, están matando a algunos burgueses —dijo Frédéric tranquilamente, pues hay situaciones en las que el hombre menos cruel está tan despegado de los demás que vería perecer al género humano sin alterarse lo más mínimo.

La Mariscala, colgada de su brazo, castañeteaba los dientes. Se declaró incapaz de caminar veinte pasos más. Entonces, en un extremo refinamiento del odio, para ultrajar más en su alma a Mme. Arnoux, llevó a Rosanette al hotel de la calle Tronchet, al alojamiento preparado para la otra.

Las flores estaban marchitas. El guipur estaba extendido sobre la cama. Sacó del armario las pequeñas pantuflas. Rosanette encontró muy delicadas tantas atenciones.

Hacia la una, la despertaron lejanos redobles; y ella lo vio sollozar con la cabeza hundida en la almohada.

—¿Qué tienes, amor mío?

—Es un exceso de felicidad —dijo Frédéric—. Hacía mucho tiempo que te deseaba.

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