El ruido de una descarga de fusil lo arrancó bruscamente de su sueño, y a pesar de los insistentes ruegos de Rosanette, Frédéric quiso a toda costa ir a ver lo que pasaba. Bajaba los Campos Elíseos, de donde habían salido los disparos. En la esquina de la calle Saint-Honoré, hombres de guardapolvos se cruzaron con él gritando:
—¡No!, ¡por ahí no!, ¡al Palacio Real!
Frédéric los siguió. Habían arrancado las verjas de la Asunción. Más lejos vio tres adoquines en medio de la calle, el comienzo de una barricada, sin duda, después cascos de botellas y gran cantidad de alambre para impedir el paso a la caballería; cuando, de pronto, salió disparado de una callejuela un joven alto, pálido, de pelo negro que le cubría los hombros y una especie de camiseta de lunares de color. Empuñaba un largo fusil de soldado y corría sobre la punta de sus pantuflas, con aire de sonámbulo y ligero como un tigre. De vez en cuando se oían disparos.
La tarde anterior, el espectáculo de la carreta con cinco cadáveres recogidos entre los del bulevar des Capucines había excitado al pueblo; y mientras que en las Tullerías se presentaban uno tras otro los ayudantes de campo, y el señor Molé, encargado de formar un nuevo gobierno, no acababa de regresar, y el señor Thiers trataba de componer otro, y el Rey daba pena, vacilaba, luego confiaba a Bugeaud el mando general para impedirle que se sirviese de él, la insurrección, como si estuviera dirigida por un solo brazo, se organizaba formidablemente. Hombres de una elocuencia frenética arengaban a la muchedumbre en las esquinas de las calles; otros en las iglesias tocaban a rebato las campanas al vuelo; fundían plomo; cargaban cartuchos; los árboles de los bulevares, los urinarios públicos, los bancos, las verjas, las farolas, todo fue arrasado, derribado; París, por la mañana, estaba cubierto de barricadas. No hubo mucha resistencia; por todas partes la guardia nacional se interponía; de modo que, a las ocho, el pueblo, de buen grado o a la fuerza, era dueño de cinco cuarteles, de casi todas las alcaldías, de los puntos estratégicos claves. Por su propio peso, sin sacudidas, la monarquía se disolvía rápidamente; y ahora atacaban el puesto de Cháteau d’Eau, para liberar a cincuenta presos, que en realidad no estaban allí.
Frédéric tuvo que pararse a la entrada de la plaza. Grupos armados la llenaban. Compañías de infantería ocupaban las calles Saint-Thomas y Fromanteau. Una enorme barricada tapaba la calle de Valois. La columna de humo que se balanceaba en su cresta se entreabrió y dejó ver a unos hombres que corrían por encima haciendo grandes gestos, luego desaparecieron, después se repitieron las descargas. El puesto de guardia respondió sin que se viese a nadie dentro; sus ventanas, protegidas por contraventanas de roble, estaban horadadas por troneras; y el edificio con sus dos pisos, sus dos alas, su fuente en el primero y su pequeña puerta en el centro, empezaba a cubrirse de las manchas blancas de los disparos. Su escalinata de tres escalones seguía vacía.
Al lado de Frédéric, un hombre de gorro griego, que llevaba una cartuchera por encima de su chaqueta de punto, discutía con una mujer tocada con un pañuelo de colores. Ella le decía:
—¡Pero vuélvete!, ¡vuélvete!
—¡Déjame tranquilo! —contestaba el marido—. Bien puedes vigilar la portería tú sola. Ciudadano, ¿qué le parece?, ¿es justo? He cumplido mi deber en todas partes, en 1830, en el 32, en el 34, en el 39. Hoy toca luchar. ¡Tengo que pelear! ¡Vete!
Y la portera acabó por ceder a sus razones y a las de un guardia nacional, que estaba cerca de ellos, cuarentón, de cara bonachona, adornada por una sotabarba rubia. Cargaba su arma y tiraba, sin dejar de conversar con Frédéric, tan tranquilo en medio del motín como un horticultor en su huerta. Un joven en delantal basto le engatusaba para conseguir cartuchos, a fin de utilizar un fusil, una bella carabina de caza que la había dado «un señor».
—Ponte detrás de mí —le dijo el burgués—; y apártate. Te van a matar.
Los tambores anunciaban la carga. Subían al aire gritos agudos, hurras de triunfo. Un alboroto continuo hacía mover a la multitud. Frédéric, aprisionado entre dos masas profundas, no podía moverse; por otra parte, estaba fascinado y se divertía de modo extraordinario. Los heridos que caían, los muertos tendidos, no parecían auténticos heridos, auténticos muertos. Le parecía estar asistiendo a un espectáculo.
En medio de la marejada por encima de las cabezas se vio a un anciano, de traje negro sobre un caballo blanco, con silla de terciopelo. Con una mano sostenía un ramo verde, con la otra un papel, y los agitaba con empeño. Por fin, desesperando de conseguir que le escucharan, se retiró.
La infantería había desaparecido y quedaban solos los municipales para defender el puesto. Una oleada de intrépidos se precipitó sobre la escalinata; cayeron abatidos, acudieron otros; y la puerta, sacudida por golpes de barra de hierro, resonaba; los municipales no cedían. Pero una calesa cargada de heno, que ardía como una antorcha gigante, fue arrastrada hasta las paredes. Rápidamente llevaron haces de leña, paja, un barril de alcohol. El fuego se propagó a lo largo de las piedras; el edificio empezó a echar humo por todas partes como una solfatara y de entre los balaústres de la terraza, en la cima, salían grandes llamas con un ruido estridente. El primer piso del Palacio Real estaba lleno de guardias nacionales. De todas las ventanas de la plaza salían disparos; las balas silbaban; el agua de la fuente que había reventado se mezclaba con la sangre, hacía charcos en el suelo; se resbalaba en el barro sobre ropas, charcos, armas. Frédéric sintió bajo su pie algo blando; era la mano de un sargento con capote gris, caído, con la cara en el arroyo. Seguían llegando nuevos refuerzos de gente del pueblo, que empujaban a los combatientes hacia el puesto. La descarga se hacía más de prisa. Los vendedores de vino tenían abierto; allí acudían de vez en cuando a fumar una pipa, a beber una jarra, luego volvían a la lucha. Un perro perdido aullaba. Esto hacía reír.
Frédéric se tambaleó al chocar con un hombre que, herido por una bala en los riñones, le cayó sobre su hombro con los estertores de la muerte. Este golpe, que tal vez iba para él, le puso furioso y avanzaba resuelto cuando un guardia nacional lo paró.
—¡Es inútil!, el Rey acaba de marchar. ¡Ah!, si no me cree, vaya a ver.
Aquella noticia calmó a Frédéric. La plaza del Carroussel tenía un aspecto tranquilo. El hotel de Nantes seguía en pie, solitario; y las casas que había detrás, la cúpula del Louvre enfrente, la larga galería de madera a la derecha y el solar que seguía en ondulaciones hasta los puestos de vendedores ambulantes estaban como ahogados en el color gris del aire, en el que lejanos murmullos parecían confundirse con la bruma, mientras que, en el otro extremo de la plaza, una luz cruda que entraba por un claro de las nubes, iluminando la fachada de las Tullerías, destacaba el perfil blanco de todas sus ventanas. Cerca del Arco del Triunfo había un caballo muerto tendido en el suelo. Detrás de las verjas charlaban grupos de cinco o seis personas. Las puertas del castillo estaban abiertas, los criados que había a la puerta dejaban entrar.
En una salita de la planta baja había servidas tazas de café con leche. Algunos curiosos se sentaron a la mesa, de broma; otros permanecían de pie, entre ellos, un cochero de simón. Cogió con las dos manos un tarro lleno de azúcar en polvo, echó una mirada impaciente a derecha e izquierda y se puso a comer vorazmente metiendo la nariz en el frasco. Al pie de la gran escalinata, un hombre escribía su nombre en un registro. Frédéric lo reconoció por detrás.
—¡Hombre, Hussonnet!
—¡Pues sí! —respondió el bohemio—. Me introduzco en la Corte. Una bella comedia. ¿Eh?
—¿Si subiéramos?
Y llegaron a la sala de los Mariscales. Los retratos de aquellos ilustres personajes, salvo el de Bugeaud, que tenía una puñalada en el vientre, estaban todos intactos. Se apoyaban en su sable, una cureña detrás de ellos, y en actitudes temibles que no iban con la circunstancia. Un gran reloj de péndulo marcaba la una y veinte.
De pronto resonaron las notas de La Marsellesa. Hussonnet y Frédéric se asomaron a la rampa. Era el pueblo. Se precipitó por la escalera agitando en oleadas de vértigo cabezas descubiertas, cascos, gorros rojos, bayonetas y hombreras, con tal fuerza que la gente desaparecía en aquella masa hormigueante que seguía subiendo como un río contenido por una marea de equinoccio, con un mugido prolongado, bajo un impulso irresistible. En lo alto de la escalera se dispersó y el canto decayó.
Ya no se oían más que los pisoteos de todos los zapatos con el chapoteo de las voces, la muchedumbre inofensiva se contentaba con mirar. Pero, de vez en cuando, un codo demasiado apretado echaba abajo un cristal, o bien un jarrón, una estatuilla saltaban de una consola al suelo. El revestimiento de madera, prensado, reventaba. Todas las caras estaban rojas, chorreando de sudor; Hussonnet hizo esta observación:
—¡Los héroes no huelen bien!
—¡Ah!, está usted provocador —replicó Frédéric.
Y empujados, a su pesar, entraron en una habitación con un dosel de terciopelo rojo que llegaba al techo. En el trono, por debajo, estaba sentado un proletario de barba negra, la camisa entreabierta, el aspecto risueño y estúpido como un monigote. Otros subían al estrado para sentarse en su sitio.
—¡Qué mito! —dijo Hussonnet—. Ahí tenemos al pueblo soberano.
El sillón fue levantado sobre la punta de los dedos y atravesó toda la sala balanceándose.
—¡Caramba!, ¡cómo se balancea! La nave del Estado se bambolea sobre un mar tempestuoso. ¡Baila, baila, el cancán!
Lo habían acercado a una ventana y, en medio de silbidos, lo lanzaron.
—¡Pobre viejo! —dijo Hussonnet al verlo caer en el jardín; allí lo recogieron rápidamente para pasearlo hasta la Bastilla, donde lo quemaron.
Entonces estalló una alegría frenética como si, en el trono vacío, hubiese aparecido una promesa de felicidad ilimitada; y el pueblo, menos por venganza que por afirmar su posesión, rompió espejos y cortinas, arañas, candelabros, mesas, sillas, taburetes, todos los muebles, incluso álbumes de dibujo y hasta canastillas bordadas. Ya que habían salido victoriosos, había que divertirse. La chusma se disfrazó bufonamente con encajes y cachemires. Franjas doradas se envolvieron en las bocamangas de los guardapolvos, sombreros de plumas de avestruz adornaban las cabezas de los herreros, cintas de la Legión de Honor servían de cinturones a las prostitutas. Cada cual satisfacía sus caprichos; unos bailaban, otros bebían. En la cámara de la reina, una mujer ponía brillantina en sus bandos; detrás de un biombo dos aficionados jugaban a las cartas; Hussonnet mostró a Frédéric un individuo que fumaba su pipa con los codos apoyados en un balcón; y el delirio redoblaba su estruendo continuado de porcelanas rotas y trozos de cristal que sonaban, al rebotar, como lengüetas de armónica.
Después, el furor se fue apagando. Una curiosidad obscena hizo registrar todos los gabinetes, todos los recovecos, abrir todos los cajones. Unos presidiarios metieron sus brazos en los lechos de las princesas y se revolcaban encima consolándose de no poder violarlas. Otros, de caras más siniestras, iban de un lado para otro en silencio buscando algo que robar; pero había demasiada gente. Por los huecos de las paredes no se veía en la hilera de los salones más que la oscura masa del pueblo entre los dorados, bajo una nube de polvo. Todos los pechos jadeaban; el calor se hacía cada vez más sofocante; los dos amigos, por miedo a asfixiarse, salieron.
En la antesala, de pie sobre un montón de vestidos, estaba una mujer pública en actitud de estatua de la Libertad, inmóvil, los ojos desorbitados, que producía espanto.
Habían dado tres pasos fuera cuando se les acercó un pelotón de guardias municipales con capote, quienes, quitándose sus gorras de policía y descubriendo a la vez sus cabezas un poco calvas, saludaron al pueblo en voz muy baja. Ante este testimonio de respeto, los vencedores andrajosos se pavonearon. Hussonnet y Frédéric tampoco dejaron de experimentar un cierto placer.
Un ardor les animaba. Se volvieron al Palacio Real. Delante de la calle Fromanteau había cadáveres de soldados amontonados encima de paja. Pasaron impasibles a su lado, incluso orgullosos de mostrar dominio de sí mismos.
El palacio rebosaba de gente. En el patio interior ardían siete hogueras. Tiraban por las ventanas pianos, cómodas y relojes de péndulo. Bombas de incendio escupían agua hasta los tejados. Algunos golfos trataban de cortar tubos con sus sables. Frédéric aconsejó a un alumno de la Escuela Politécnica que interviniese. El estudiante no comprendió, parecía imbécil además. Todo alrededor, en las dos galerías, el populacho, dueño de las bodegas, se entregaba a una horrible orgía. El vino corría a raudales, mojaba los pies, los gamberros bebían en culos de botellas y vociferaban algo ininteligible.
—¡Vámonos de aquí! —dijo Hussonnet—, este pueblo me da asco.
A todo lo largo de la galería de Orleans había heridos tendidos en el suelo sobre colchones, cubiertos con cortinas púrpura; y pequeñas burguesas del barrio les llevaban caldos, ropas.
—¡No importa! —dijo Frédéric—, yo encuentro al pueblo sublime.
El gran vestíbulo estaba lleno de un torbellino de gente furiosa, algunos hombres querían subir a los pisos superiores para acabar de destruirlo todo; guardias nacionales en las escaleras se esforzaban en contenerlos. El más intrépido era un cazador, con la cabeza descubierta, el pelo revuelto, el correaje a pedazos. La camisa le hacía un rodete entre el pantalón y la cazadora, y se debatía entre los otros con empeño. Hussonnet, que tenía la vista aguda, reconoció de lejos a Arnoux.
Después alcanzaron el jardín de las Tullerías para respirar más a gusto. Se sentaron en un banco; y permanecieron durante unos minutos con los ojos cerrados, tan atolondrados que ni tenían fuerzas para hablar. Los que pasaban a su alrededor se les acercaban. La duquesa de Orléans había sido nombrada regente; todo había terminado; y se sentía esa especie de bienestar que sigue a los desenlaces rápidos, cuando en cada una de las buhardillas del palacio aparecieron criados rasgándose los trajes de librea. Los tiraban en el jardín en señal de abjuración. El pueblo los abucheó. Ellos se retiraron.
La atención de Frédéric y de Hussonnet vino a distraerla un mocetón que caminaba de prisa entre los árboles, con un fusil al hombro. Una cartuchera le ceñía a la cintura su guerrera roja, por debajo de la gorra envolvía su frente un pañuelo. Volvió la cabeza. Era Dussardier; y echándose en brazos de sus amigos:
—¡Ah, qué alegría, amigos! —sin poder decir nada más, jadeante como estaba de gozo y de fatiga.
Desde hacía cuarenta y ocho horas estaba de pie. Había trabajado en las barricadas del barrio Latino, se había presentado después en la Cámara, luego en el Ayuntamiento.
—¡Vengo de allí!, ¡todo marcha bien!, ¡el pueblo triunfa!, ¡los obreros y los burgueses se abrazan! ¡Ah, si supierais lo que he visto!, ¡qué buena gente!, ¡qué hermoso es esto!
Y sin darse cuenta de que no tenía armas:
—Estaba muy seguro de encontraros aquí. Ha habido un momento duro, no importa —una gota de sangre le resbalaba por la mejilla y, a las preguntas de los otros dos:
—¡Oh!, ¡no es nada!, el rasguño de la bayoneta.
—Habrá que curarlo, no obstante.
—¡Bah!, ¡soy fuerte!, ¿qué importa eso? Se ha proclamado la República, ahora seremos felices. Unos periodistas que charlaban hace un momento delante de mí decían que van a liberar a Polonia y a Italia. No más reyes, ¿comprenden? ¡Toda la Tierra libre!, ¡toda la Tierra libre!
Y abrazando el horizonte con una sola mirada, abrió los brazos en una actitud de triunfo. Pero una larga fila de hombres corría sobre la terraza, a orillas del agua.
—¡Ah!, ¡caramba!, me olvidaba. Los fuertes están ocupados. Tengo que ir allí. ¡Adiós! Se volvió para gritarles al tiempo que blandía su fusil:
—¡Viva la República!
De las chimeneas del palacio salían enormes torbellinos de humo negro que llevaban chispas. El repique de las campanas a lo lejos semejaba balidos de espanto. A derecha e izquierda, por todas partes, los vencedores descargaban sus armas. Frédéric, aunque no era guerrero, sintió hervir su sangre gala. El magnetismo de las muchedumbres entusiastas le había ganado. Aspiraba voluptuosamente el aire de tempestad, lleno de olor a pólvora; y entretanto se estremecía bajo los efluvios de un inmenso amor, de una ternura suprema y universal, como si el corazón de la humanidad entera hubiese golpeado en su pecho.
Hussonnet dijo bostezando:
—Sería el momento, quizá, de ir a comunicárselo al pueblo.
Frédéric le siguió a su oficina de corresponsal, en la plaza de la Bolsa; y empezó a componer para el diario de Troyes un reportaje de los acontecimientos en estilo lírico, una auténtica pieza, que firmó. Después cenaron juntos en una taberna. Hussonnet estaba pensativo; las excentricidades de la revolución sobrepasaban las suyas.
Después del café, cuando fueron al Ayuntamiento para saber noticias, su natural travieso se había destapado. Escalaba las barricadas como un gamo y respondía a los centinelas con chistes patrióticos.
A la luz de las antorchas oyeron la proclamación del Gobierno Provisional. Por fin, a media noche, Frédéric, deshecho de cansancio, regresó a casa.
—Bueno —dijo a su criado que le estaba ayudando a desvestirse—: ¿estás contento?
—Sí, sin duda, señor. Pero lo que no me gusta es ese pueblo que camina a compás.
Al día siguiente, cuando se despertó, Frédéric pensó en Deslauriers. Corrió a su casa. El abogado acababa de salir, pues lo habían nombrado comisario en provincias. La víspera por la tarde había llegado hasta Ledru-Rollin e, insistiéndole en nombre de las Escuelas, le había arrancado un puesto, una misión. Por lo demás, decía el portero, debía escribir la semana siguiente para dar sus señas.
Después de lo cual, Frédéric se fue a ver a la Mariscala. Lo recibió agriamente, pues le reprochaba su abandono. Su rencor se desvaneció con las reiteradas promesas de paz. Ahora todo estaba tranquilo, ninguna razón para tener miedo. Él la abrazaba; y ella se declaró a favor de la República, como ya lo había hecho el señor arzobispo de París, y como se disponían a hacerlo con presteza de celo maravilloso la Magistratura, el Consejo de Estado, el Instituto, los mariscales de Francia, Changarnier, el señor de Falloux, todos los bonapartistas, todos los legitimistas y un número considerable de orleanistas.
La caída de la monarquía había sido tan brusca que, pasado el primer momento de estupefacción, los burgueses casi se asombraban de seguir viviendo. La ejecución sumaria de algunos ladrones, fusilados sin juicio, pareció una cosa muy justa. Se repitió durante un mes la frase de Lamartine sobre la bandera roja, que no había dado más que la vuelta al Champ de Mars, mientras que la bandera tricolor, etc., etc.; y todos se ampararon a su sombra, no viendo cada partido de los tres colores más que el suyo, y prometiéndose, cuando fuera el más fuerte, desplazar a los otros dos.
Como las actividades públicas estaban suspendidas, la inquietud y la curiosidad sacaban a todo el mundo de casa. El descuido del atuendo atenuaba las diferencias sociales, el odio se ocultaba, las esperanzas se manifestaban, la muchedumbre estaba llena de amabilidad. El orgullo de un derecho conquistado brillaba en los rostros. Circulaba una alegría de carnaval, aires de vivaque; nada tan divertido como el aspecto de París los primeros días.
Frédéric llevaba del brazo a la Mariscala; y se paseaban juntos por las calles. Ella se reía de las escarapelas que decoraban todos los ojales, de los estandartes colgados en todas las ventanas, de los carteles de todos los colores fijados en las paredes y echaba aquí y allí algunas monedas en las cajas para los heridos, puestas sobre una silla, en medio de la calle. Después se paraba delante de las caricaturas que representaban a Luis Felipe como pastelero, saltimbanqui, perro, sanguijuela. Pero los hombres de Caussidière, con su sable y su bandolera, le asustaban un poco. Otras veces era un árbol de la Libertad que plantaban. Los señores eclesiásticos participaban en la ceremonia, bendición de la República, escoltados por servidores con galones dorados; y la multitud encontraba esto muy bien. El espectáculo más frecuente era el de las delegaciones de cualquier cosa, que iban a reclamar algo al Ayuntamiento, pues cada oficio, cada industria esperaba del gobierno la solución radical a su miseria. Algunos, es cierto, iban a verle para aconsejarle o felicitarle, o simplemente para hacerle una pequeña visita y ver cómo funcionaba la máquina.
Hacia mediados de marzo, un día que atravesaba el puente de Arcóle, yendo a hacer un recado a Rosanette en el barrio Latino, Frédéric vio adelantarse una columna de individuos con sombreros raros, largas barbas. A la cabeza, tocando el tambor, marchaba un negro, un antiguo modelo de taller, y el hombre que llevaba el estandarte sobre el cual flotaba al viento esta inscripción: «Artistas Pintores», no era otro que Pellerin.
Hizo señas a Frédéric de que le esperase, luego reapareció cinco minutos después, pues tenía mucho tiempo por delante, ya que el gobierno recibía en aquel momento a los canteros. Él iba con sus colegas a reclamar la creación de un Foro del Arte, una especie de Bolsa en la que se debatirían los intereses de la Estética; se producirían obras sublimes, pues los trabajadores pondrían en colaboración su genio. París se vería pronto cubierto de monumentos gigantescos; él los decoraría; incluso había comenzado una figura de la República. Uno de sus camaradas fue a recogerle, pues detrás de ellos iba la delegación de comerciantes de aves.
—¡Qué tontería! —refunfuñó una voz entre la muchedumbre—. ¡Siempre de broma! ¡Nada en serio!
Era Regimbart. No saludó a Frédéric, pero aprovechó para desahogar su amargura.
El Ciudadano se pasaba el día vagabundeando por las calles, estirándose el bigote, mirando a todas partes, recibiendo y propagando noticias lúgubres; y no tenía más que dos frases: «Tened cuidado, nos van a desbordar», o bien, «¡Pero rediez, nos están escamoteando la República!». Estaba descontento de todo y particularmente de que no hubiéramos reconquistado nuestras fronteras naturales. Sólo oír nombrar a Lamartine le hacía encogerse de hombros. Le parecía que Ledru-Rollin no estaba a la altura de las circunstancias, trató a Dupont (del Eure) de viejo zopenco, a Albert de idiota, a Louis Blanc de utópico, a Blanqui de hombre sumamente peligroso; y cuando Frédéric le preguntó lo que habría habido que hacer, le contestó apretándole el brazo como para triturarlo:
—¡Tomar el Rin, le digo, tomar el Rin!, ¡caramba!
Después acusó a la reacción.
Esta se estaba desenmascarando. El saqueo de los palacios de Neuilly y de Suresnes, el incendio de Batignolles, los disturbios de Lyon, todos los excesos, todas las quejas, las exageraban ahora, añadiéndoles la circular de Ledru-Rollin, el curso forzoso de los billetes de banco, la renta que había bajado a sesenta francos, por fin, como iniquidad suprema, como golpe de gracia, para colmo de horror, el impuesto de los cuarenta y cinco céntimos. Y por encima de todo esto estaba el socialismo. Aunque estas teorías, tan nuevas como el juego de la oca, habían sido desde hacía cuarenta años suficientemente debatidas como para llenar bibliotecas, espantaron a los burgueses como una lluvia de aerolitos; y se indignaron en virtud de ese odio que provoca el advenimiento de toda idea como tal, execración de la que saca después su gloria, y que hace que sus enemigos estén siempre por debajo de ella, por mediocre que pueda ser.
Entonces la Propiedad creció en estima al nivel de la Religión y se confundió con Dios. Los ataques que le dirigían parecieron sacrilegios, casi antropofagia. Aunque nunca hubo legislación más humana, el espectro del 93 reapareció, y la cuchilla de la guillotina vibró en todas las sílabas de la palabra República; lo cual no impedía que a la institución la despreciaran por su debilidad. Francia, sintiéndose ya sin dueño, se puso a gritar de espanto, como un ciego sin bastón, como un crío que ha perdido a su niñera.
De todos los franceses el que más temblaba era el señor Dambreuse. El nuevo estado de cosas amenazaba su fortuna, pero sobre todo era un duro golpe a su experiencia. Un sistema tan bueno, un rey tan prudente. ¿Cómo era posible? Se iba a hundir la tierra. Al día siguiente despidió a tres criados, vendió sus caballos, se compró para salir a la calle un sombrero flexible, pensó incluso en dejarse crecer la barba; y permanecía en casa, abatido, alimentándose amargamente con los periódicos más hostiles a sus ideas, y tan taciturno que las bromas sobre la pipa de Flocon ni siquiera tenían la fuerza de arrancarle una sonrisa.
Como había apoyado el régimen anterior, temía las venganzas del pueblo en sus propiedades de la Champaña, cuando las teorías de Frédéric cayeron en sus manos. Entonces se imaginó que su joven amigo era un personaje muy influyente y que podía si no servirle, al menos defenderle; de modo que una mañana el señor Dambreuse se presentó en su casa acompañado de Martinon.
Esta visita no tenía otro fin, dijo, que verle un poco y conversar. Por encima de todo, se alegraba de los acontecimientos y adoptaba con toda el alma «nuestra sublime divisa»: Libertad, Igualdad, Fraternidad, pues en el fondo siempre había sido republicano. Si en el otro régimen votaba con el Ministerio, era simplemente para acelerar una caída inevitable. Incluso se encolerizó contra el señor Guizot, «que nos ha metido en un buen fregado, hay que reconocerlo». Por el contrario, admiraba mucho a Lamartine, que se había mostrado magnífico, «palabra de honor, cuando a propósito de la bandera roja…».
—Sí, ya lo sé —dijo Frédéric.
Después de lo cual declaró su simpatía por los obreros.
—Pues, en fin, más o menos, todos somos obreros —y llevaba su imparcialidad hasta el extremo de reconocer que Proudhon tenía lógica—. ¡Oh!, ¡mucha lógica!, ¡demonios! —después, con la desenvoltura de una inteligencia superior, habló de la exposición de pintura donde había visto el cuadro de Pellerin. Lo encontraba original, muy acabado.
Martinon acogía todas estas palabras con signo de aprobación; también él pensaba que había que unirse francamente a la República, y habló de su padre, labrador; tomaba actitudes de campesino, de hombre del pueblo. Pronto llegaron a hablar de elecciones a la Asamblea Nacional y de los candidatos en el distrito de la Fortelle. El de la oposición no tenía posibilidades.
—Usted debería ocupar su puesto —dijo el señor Dambreuse.
Frédéric exclamó:
—Pero, ¿por qué? —puesto que él obtendría los votos de los ultras, en vista de sus opiniones, el de los conservadores, por su familia.
—Y quizá también —añadió el banquero sonriendo—, gracias un poco a mi influencia.
Frédéric objetó que no sabría cómo desenvolverse. Nada más fácil, bastaba hacerse recomendar a los patriotas del Aube por un club de la capital. Se trataba de leer, no una profesión de fe como todos los días, sino una exposición seria.
—Hablemos de esto; sé lo que conviene en la localidad.
Y usted podría, le repito, prestar grandes servicios al país, a todos nosotros, a mí mismo.
En los tiempos que corren debíamos ayudarnos mutuamente y, si Frédéric necesitara alguna cosa, él o sus amigos…
—¡Oh!, mil gracias, querido señor.
—A cambio de algo, por supuesto.
El banquero era un buen hombre, decididamente. Frédéric no pudo por menos de reflexionar sobre su consejo; y pronto le deslumbró una especie de vértigo.
Las grandes figuras de la Convención desfilaron ante sus ojos. Le pareció que iba a nacer una nueva aurora. Roma, Viena, Berlín estaban amotinadas, los austríacos expulsados de Venecia; toda Europa se agitaba. Era la ocasión de lanzarse al movimiento, de acelerarlo quizás; y además él estaba seducido por el traje que se decía iban a llevar los diputados. Se veía ya con chaleco de solapas, con un cinturón tricolor; y este prurito, esta alucinación se hizo tan fuerte que se confió a Dussardier.
El entusiasmo del bravo mozo no era menor.
—¡Desde luego, preséntese!
Frédéric, sin embargo, consultó a Deslauriers. La oposición idiota, que ponía trabas al comisario en su provincia, habia hecho subir su liberalismo. Inmediatamente le envió exhortaciones violentas.
Sin embargo, Frédéric necesitaba contar con un mayor apoyo; y encargó la cosa a Rosanette un día que se encontraba allí la señorita Vatnaz.
Era una de esas solteras parisinas que, cada tarde, después de haber dado sus lecciones, o intentado vender pequeños dibujos, colocar pobres manuscritos, vuelven a sus casas con barro en sus faldas, preparan la cena, cenan completamente solas, después, con los pies sobre una estufilla, a la luz de una sucia lámpara, sueñan con un amor, una familia, un hogar, la fortuna, todo lo que les falta. Por eso, como muchas otras, ella había saludado en la Revolución el advenimiento de la venganza; y se entregaba a una propaganda socialista desenfranada.
La liberación del proletario, según la Vatnaz, no era posible más que por la liberación de la mujer. Ella quería que la admitiesen en todos los empleos, la investigación de la paternidad, otro código, la abolición o al menos «una reglamentación del matrimonio más inteligente». Entonces cada francesa estaría obligada a casarse con un francés o a adoptar a un viejo. Las amas de cría y las comadronas había que hacerlas funcionarías con sueldo del Estado; tenía que haber un jurado para examinar las obras de las mujeres, editores especiales para las mujeres, una escuela politécnica para las mujeres, una guardia nacional para las mujeres, ¡todo para las mujeres! Y, ya que el gobierno no reconocía sus derechos, ellas debían vencer la fuerza con la fuerza. Diez mil ciudadanas, con buenos fusiles, podían hacer temblar el Ayuntamiento.
La candidatura de Frédéric le pareció favorable a sus ideas. Ella le animó, mostrándole un horizonte de gloria. Rosanette se alegró de tener un hombre que hablase en la Cámara.
—Y después te darán, quizás, un buen puesto.
Frédéric, hombre de todas las flaquezas, se dejó conquistar por la locura universal. Escribió un discurso y fue a mostrárselo al señor Dambreuse.
Al ruido de la gran puerta que volvía a cerrarse, se entreabrió una cortina detrás de una ventana; apareció una mujer. No tuvo tiempo de reconocerla; pero, en la antesala, le llamó la atención un cuadro, el cuadro de Pellerin, colocado sobre una silla, sin duda provisionalmente.
Representaba la República, o el Progreso o la civilización bajo la figura de Jesucristo conduciendo una locomotora que atravesaba una selva virgen. Frédéric, después de contemplarlo durante un minuto, exclamó:
—¡Qué infamia!
—¿No es cierto; eh? —dijo el señor Dambreuse, que había aparecido al oír estas palabras e imaginándose que se refería, no a la pintura, sino a la doctrina glorificada por el cuadro. Martinon llegó en el mismo momento. Pasaron al salón; y Frédéric sacaba un papel del bolsillo cuando la señorita Cécile, que entró de pronto, articuló con aire ingenuo:
—¿Está aquí mi tía?
—Ya sabes que no —replicó el banquero—. ¡No importa!, haga como si estuviera usted en su casa, señorita.
—¡Oh!, gracias, me voy.
Apenas salió, Martinon fingió buscar su pañuelo.
—Lo he olvidado en mi paleto, discúlpeme.
—Bien —dijo el señor Dambreuse.
Evidentemente, no se dejó engañar por esta maniobra e incluso parecía favorecerla. ¿Por qué? Pero pronto reapareció Martinon, y Frédéric comenzó su discurso. Desde la segunda página, que señalaba como una vergüenza la preponderancia de los intereses pecuniarios, el banquero hizo una mueca. Después, abordando las reformas, Frédéric pedía la libertad de comercio.
—¿Cómo?…, pero permítame.
El otro no escuchaba, y continuó. Reclamaba el impuesto sobre la renta, el impuesto progresivo, una federación europea, y la instrucción del pueblo, mayores ayudas a las Bellas Artes.
—Aunque el país proporcionara a hombres como Delacroix o Hugo cien mil francos de renta, ¿qué mal habría en ello?
Todo terminaba con consejos a las clases superiores: «¡No ahorréis nada, ricos!, ¡dad!, ¡dad!».
Se puso de pie. Sus dos oyentes sentados no hablaban; Martinon tenia los ojos fuera de las órbitas. El señor Dambreuse estaba todo pálido. Por fin, disimulando su emoción, bajo una amarga sonrisa:
—Es perfecto su discurso —y alabó mucho la forma, para no tener que pronunciarse sobre el fondo.
Esta virulencia de parte de un joven inofensivo le asustaba, sobre todo como síntoma. Martinon trató de tranquilizarle. El Partido Conservador, dentro de poco, se desquitaría ciertamente; en varias ciudades habían echado a los comisarios del gobierno provisional: las elecciones no estaban fijadas hasta el 23 de abril, había tiempo; en resumen, era preciso que el señor Dambreuse en persona se presentase candidato en el Aube; y desde entonces Martinon ya no le dejó, se convirtió en su secretario y le rodeó de cuidados filiales.
Frédéric llegó muy contento de sí mismo a casa de Rosanette. Delmar estaba allí y le dijo que «definitivamente» se presentaba como candidato a las elecciones por el Sena. En un cartel dirigido «al Pueblo», en el que lo tuteaba, el actor presumía de comprenderlo, «él», y de haberse hecho crucificar por el Arte sólo por salvarlo, de modo que él era la encarnación del ideal del pueblo; creyendo, en efecto, tener una influencia enorme sobre las masas hasta proponer más adelante reducir él solo un motín desde un despacho ministerial; y, en cuanto a los medios que emplearía, dio esta respuesta:
—No os asustéis. Bastará con que me miren de frente a la cara.
Frédéric, para mortificarlo, le notificó que él mismo se presentaba candidato. El comediante, desde el momento en que su futuro colega aspiraba a la provincia, se declaró su servidor y se brindó a introducirle en los clubes.
Visitaron todos o casi todos, los rojos y los azules, los furibundos y los tranquilos, los puritanos, los desaliñados, los místicos y los borrachos, aquellos en los que se decretaba la muerte de los reyes, aquellos otros en los que se denunciaban los fraudes de las tiendas de ultramarinos; y, en todas partes, los inquilinos maldecían a los propietarios, el guardapolvos la tomaba con la levita y los ricos conspiraban contra los pobres. Varios querían indemnizaciones como antiguos mártires de la política, otros solicitaban dinero para poner en práctica inventos, o bien se trataba de planes de falansterios, proyectos de bazares cantonales, sistemas de felicidad pública; después, aquí y allí, una chispa de ingenio entre nubes de majaderías, apostrofes súbitos como salpicaduras, el derecho formulado por un juramento y flores de elocuencia en los labios de un patán, que llevaba a pelo la funda de un sable sobre su pecho descamisado. A veces también figuraba un señor, aristócrata de aspecto humilde, diciendo cosas plebeyas, y que no se había lavado las manos para que pareciesen más callosas. Un patriota lo reconocía, los más virtuosos le regañaban; y desahogaba la rabia que tenía en el alma. Para aparentar sensatez, había que seguir denigrando a los abogados, y emplear el mayor número de veces posible estas locuciones: «aportar su piedra al edificio», «problema social», «taller».
Delmar no desperdiciaba las ocasiones de tomar la palabra; y, cuando ya no tenía más que decir, su recurso era plantarse con el puño en la cadera, el otro brazo en el chaleco, y volviéndose de perfil, bruscamente, para hacer resaltar su cabeza. Entonces estallaban aplausos, los de la señorita Vatnaz, en el fondo de la sala.
Frédéric, a pesar de que los oradores eran flojos, no se atrevía a arriesgarse. Toda aquella gente le parecía demasiado inculta o demasiado hostil.
Pero Dussardier se puso a buscar y le anunció que en la calle Saint-Jacques había un club titulado «El Club de la Inteligencia». Semejante nombre infundía esperanzas. Además llevaría a algunos amigos.
Llevó a los que había invitado a su ponche: al tenedor de libros, al representante de vinos, al arquitecto; el propio Pellerin había ido, quizá fuese Hussonnet, y en la acera, delante de la puerta, se encontraba Regimbart con dos individuos, el primero de los cuales era su fiel Compain, un hombre algo rechoncho, picado de viruela, los ojos rojos, y el segundo una especie de mono negro, muy peludo, al que conocía sólo como «un patriota de Barcelona».
Pasaron por una especie de avenida, luego entraron en una gran pieza, utilizada sin duda por un carpintero, y cuyas paredes todavía nuevas olían a cal. Cuatro quinqués colgados paralelamente daban una luz desagradable. Sobre un estrado, al fondo, había una mesa con una campanilla, por debajo una mesa figurando la tribuna y a cada lado otras dos más bajas para los secretarios. El auditorio que llenaba los bancos estaba compuesto por viejos pintorzuelos, vigilantes de internados, hombres de letras inéditos. Sobre aquella fila de paletos con cuellos grasientos se veía de vez en cuando un gorro de mujer o el guardapolvos de un obrero. Por el contrario, el fondo de la sala estaba lleno de obreros, que habían acudido por estar desocupados o porque los habían llevado los oradores para que les aplaudiesen.
Frédéric tuvo la precaución de situarse entre Dussardier y Regimbart, quien, apenas se hubo sentado, apoyó las dos manos en el bastón, la barbilla sobre sus manos y cerró los ojos, mientras que en el otro extremo de la sala, Delmar, de pie, dominaba la Asamblea.
En la mesa del presidente apareció Sénécal.
El buen dependiente pensaba que esta sorpresa agradaría a Frédéric. Por el contrario, le disgustó.
La muchedumbre daba pruebas de una gran deferencia a su presidente. Era de aquellos que, el 25 de febrero, habían pedido la organización inmediata del trabajo, al día siguiente, en el Prado, se había pronunciado para que atacase al Ayuntamiento y, como cada personaje se regía entonces por un modelo, uno imitaba a Saint-Just, otro a Dantón, otro a Marat, él trataba de parecerse a Blanqui, el cual imitaba a Robespierre. Sus guantes negros y su pelo al cepillo le daban un aspecto rígido muy apropiado.
Abrió la sesión con la declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, acto de fe habitual. Después una voz vigorosa entonó Los recuerdos del pueblo de Béranger. Se alzaron otras voces:
—¡No!, ¡no!, ¡eso no!
—¡La casquette! —se pusieron a vociferar en el fondo los patriotas. Y cantaron a coro la canción de moda:
¡Fuera sombreros ante mi gorra
de rodillas ante el obrero!
A una palabra del presidente, el auditorio se calló. Uno de los secretarios procedió a abrir la correspondencia.
—Unos jóvenes escriben que todas las tardes, ante el Panteón, queman un número de la Asamblea Nacional y animan a todos los patriotas a seguir su ejemplo.
—¡Bravo!, ¡aprobado! —respondió la muchedumbre.
—El ciudadano Jean-Jacques Langreneux, tipógrafo, calle Dauphine, quisiera que se levantase un monumento a la memoria de los mártires de Termidor.
—Miguel-Evariste-Népomucène Vincent, ex profesor, vota por que la democracia europea adopte la unidad de lenguaje. Se podria utilizar una lengua muerta, como, por ejemplo, latín modernizado.
—¡No!, ¡nada de latín! —exclamó el arquitecto.
—¿Por qué? —replicó un vigilante de colegio.
Y aquellos dos señores se enzarzaron en una discusión en la que se mezclaron otros, echando cada cual su palabra para deslumbrar y que no tardó en hacerse tan pesada que muchos se marchaban.
Pero un viejecito, que llevaba en la parte baja de su frente prodigiosamente alta unos lentes verdes, pidió la palabra para una comunicación urgente.
Era una memoria sobre el reparto de los impuestos. Las cifras chorreaban, aquello no tenía trazas de acabar. La impaciencia estalló primero en murmullos, en conversaciones; nada le alteraba. Después empezaron a silbar, llamaban a «Azor»; Sénécal reprendió al público; el orador continuaba como una máquina. Hubo que agarrarle por el codo para pararle. El buen hombre pareció salir de un sueño, y, levantando tranquilamente sus lentes:
—¡Perdón, ciudadanos!, ¡perdón!, ¡me retiro! ¡Mil perdones!
El fracaso de esta lectura desconcertó a Frédéric. Tenía su discurso en el bolsillo, pero habría sido mejor una improvisación.
Por fin, el presidente anunció que iban a pasar al asunto importante, la cuestión electoral. No se discutían las grandes listas republicanas. Sin embargo, «El Club de la Inteligencia» tenia luego el derecho, como otros, a presentar una, «mal que les pese a los señores pachás del Ayuntamiento», y los ciudadanos que pretendían el mandato popular podían exponer sus títulos.
—¡Venga, pues! —dijo Dussardier.
Un hombre de sotana, de pelo rizado, y de fisonomía petulante, ya había levantado la mano. Declaró atropelladamente llamarse Ducretot, ser sacerdote y agrónomo, autor de un libro titulado Abonos. Le mandaron a un círculo hortícola.
Después, un patriota de guardapolvos subió a la tribuna. Era un plebeyo, ancho de espalda, cara gruesa muy pacífica y largos cabellos negros. Recorrió la asamblea con una mirada casi voluptuosa, echó la cabeza atrás y, por fin, abriendo los brazos:
—Habéis rechazado a Ducretot, hermanos míos, y habéis hecho bien, pero no es por irreligión, pues todos somos religiosos.
Varios escuchaban con la boca abierta, con aire de catecúmenos y actitudes de éxtasis.
—No es tampoco porque sea sacerdote, pues también nosotros lo somos. El obrero es sacerdote, como lo era el fundador del socialismo, el maestro de todos, Jesucristo.
Había llegado el momento de instaurar el reino de Dios. El Evangelio conducía derechito al 89. Después de la abolición de la esclavitud, la abolición del proletariado. Había pasado la era del odio, iba a comenzar la del amor.
—El cristianismo es la clave de la bóveda, los cimientos del nuevo edificio.
—¿Se está burlando de nosotros? —exclamó el representante de alcoholes—. ¿Qué es lo que me ha dado semejante beato?
Esta interrupción provocó un gran escándalo. Casi todos se subieron a los bancos y, con el puño cerrado, vociferaban: «¡Ateo!, ¡aristócrata!, ¡canalla!», mientras la campanilla del presidente sonaba sin cesar y los gritos de: «¡Orden!, ¡orden!», se repetían. Pero, intrépido y excitado, además, por tres cafés que había tomado antes de ir al club, se debatía en medio de los otros.
—¿Cómo?, ¿yo?, ¿yo un aristócrata?, ¡no me hagan reír!
Por fin, calmados y dispuestos a escucharle, declaró que nunca estarían tranquilos con los sacerdotes, y, ya que hacía poco se había hablado de economía, sería una muy sonada la de suprimir las iglesias, los copones y finalmente todos los cultos.
Alguien le objetó que iba lejos.
—¡Sí, voy lejos! Pero cuando un barco es sorprendido por la tempestad…
Sin esperar el final de la comparación, otro le respondió:
—¡De acuerdo!, pero demoler todo de un solo golpe, como los albañiles, indiscriminadamente.
—¡Usted está insultando a los albañiles! —vociferó un ciudadano cubierto de yeso; y, empeñado en creer que le habían provocado, vomitó injurias, quería pelearse, se agarraba a su banco. Tres hombres no fueron capaces de echarlo fuera.
Entretanto, el obrero continuaba en la tribuna. Los dos secretarios le advirtieron que se bajara. Protestó contra el atropello que se le hacía.
—Usted no me impedirá gritar: «¡amor eterno a nuestra querida Francia, amor eterno también a la República!».
—¡Ciudadanos! —dijo entonces Compain—, ¡ciudadanos!
A fuerza de repetir «ciudadanos», una vez conseguido un momento de silencio, apoyó sobre la tribuna sus dos manos rojas, semejantes a muñones, echó el cuerpo hacia adelante, y guiñando los ojos: —Creo que habría que extenderse más ampliamente sobre la cabeza de ternera.
Todos permanecieron en silencio, creyendo que habían oído mal.
—¡Sí!, la cabeza de ternera.
Trescientas risas estallaron a un tiempo. El techo tembló. Delante de todas aquellas caras rebosantes de gozo, Compain se echaba hacia atrás. Continuó en tono furioso.
—¡Cómo!, ¿no conocen la cabeza de ternera?
Hubo un paroxismo, un delirio. Se apretaban las costillas. Hasta algunos rodaban por el suelo, bajo los bancos.
Compain, no aguantando más, se refugió al lado de Regimbart y quería llevárselo consigo.
—¡No!, yo me quedo hasta el final —dijo el Ciudadano.
Esta respuesta decidió a Frédéric; y como buscaba a derecha e izquierda a sus amigos, para que le apoyasen, vio delante de él a Pellerin en la tribuna. El artista adoptó una actitud más bien altiva.
—Quisiera saber dónde está el candidato del arte en todo esto. Yo he hecho un cuadro…
—¡No necesitamos cuadros para nada! —dijo brutalmente un hombre flaco, que tenía manchas rojas en los pómulos.
Pellerin protestó de que le interrumpiesen.
Pero el otro, en un tono trágico:
—¿Es que el gobierno no hubiera debido ya abolir por decreto la prostitución y la miseria?
Y como esta frase le hubiese ganado inmediatamente el furor del pueblo, tronó contra la corrupción de las grandes ciudades.
—¡Vergüenza e infamia! ¡Deberían atrapar a los burgueses al salir de la Maison d’Or y escupirles en la cara! ¡Al menos, si el gobierno no favoreciera el libertinaje! ¡Pero si hasta los empleados de consumo se comportan indecentemente con nuestras hijas y nuestras hermanas!
Una voz profirió de lejos:
—¡Tiene gracia!
—¡Fuera!
—¡Nos ponen impuestos para saldar el libertinaje! Así, los grandes sueldos de actor…
—¿Va por mí? —gritó Delmar.
Saltó a la tribuna, apartó a todo el mundo, adoptó su pose; y, declarando que despreciaba tan insulsas acusaciones, se extendió sobre la misión civilizadora del acto. Puesto que el teatro era el hogar de la instrucción nacional, él votaba por la reforma del teatro; y, en primer lugar, ¡ni direcciones ni privilegios!
—¡Sí, de ninguna clase!
El trabajo del actor animaba a la multitud y se cruzaban mociones subversivas.
—¡No más Academias! ¡Basta de Instituto!
—¡Fuera el Bachillerato! ¡Abajo las misiones!
—¡Abajo los grados universitarios!
—¡Conservémoslos! —dijo Sénécal—, ¡pero que sean conferidos por sufragio universal, por el pueblo, único juez verdadero!
Lo más útil, por otra parte, no era eso. Primero había que pasar el rasero sobre la cabeza de los ricos. Y los presentó hartándose de crímenes bajo sus techos dorados, mientras que los pobres, retorciéndose de hambre en sus buhardillas, practicaban todas las virtudes. Los aplausos fueron tan fuertes que tuvo que interrumpir su discurso. Durante unos minutos se quedó con los ojos cerrados, la cabeza echada hacia atrás y como meciéndose por encima de aquella cólera que él provocaba.
Luego volvió a hablar de forma dogmática, con frases imperiosas como leyes. El Estado debía apoderarse de la Banca y de los Seguros, las herencias serían abolidas. Se establecería un fondo social para los trabajadores. Muchas otras medidas habría que tomar en el futuro. Por el momento, bastaban aquéllas; y volviendo a las elecciones:
—Necesitamos ciudadanos puros, hombres enteramente nuevos. ¿Quién se presenta?
Frédéric se levantó. Hubo un murmullo de aprobación por parte de sus amigos. Pero Sénécal, poniendo una cara a lo Fouquier-Tinville, empezó a preguntarle acerca de sus apellidos, nombre, antecedentes, vida y costumbres.
Frédéric le contestaba brevemente y se mordía los labios. Sénécal preguntó si alguien veía inconvenientes a esta candidatura.
—¡No!, ¡no!
Pero él los veía. Todos se inclinaron hacia adelante y acercaron el oído. El Ciudadano candidato no había entregado una cierta cantidad prometida para una fundación democrática, un periódico. Además, el 22 de febrero, a pesar de haber sido suficientemente avisado, había faltado a la cita en la plaza del Panteón.
—Juro que estaba en las Tullerías! —exclamó Dussardier.
—¿Puede usted jurar haberlo visto en el Panteón?
Dussardier bajó la cabeza. Frédéric callaba; sus amigos, escandalizados, lo miraban con inquietud.
—Al menos —replicó Sénécal—, ¿conoce usted a un patriota que nos responda de sus principios?
—¡Yo! —dijo Dussardier.
—¡Oh!, ¡esto no basta! ¡Otro!
Frédéric se volvió hacia Pellerin. El artista le respondió con una serie de gestos que significaban:
«¡Ah!, querido, me han rechazado. ¡Diablos!, ¿qué quiere usted?».
Entonces Frédéric empujó con el codo a Regimbart.
—¡Sí! ¡Es verdad! ¡Es el momento!, ¡allá voy!
Regimbart subió al estrado; después, señalando al español que le había seguido:
—¡Permítanme, ciudadanos, que les presente a un patriota de Barcelona!
El patriota hizo un gran saludo, giró como un autómata sus ojos de plata y con la mano en el corazón:
—Ciudadanos, mucho aprecio el honor que me dispensáis, y si grande es vuestra bondad, mayor es vuestra atención.
—¡Pido la palabra! —exclamó Frédéric.
—Desde que se proclamó la Constitución de Cádiz, ese pacto fundamental de las libertades españolas, hasta la última revolución, nuestra patria cuenta con muchos y heroicos mártires.
Frédéric quiso de nuevo hacerse oír:
—Pero, ciudadanos…
El español seguía.
—El martes próximo tendrá lugar en la iglesia de la Magdalena un servicio fúnebre.
—¡Es absurdo, al fin y al cabo nadie lo entiende!
Esta observación exasperó a la multitud.
—¡Fuera!, ¡fuera!
—¿Quién?, ¿yo? —preguntó Frédéric.
—¡Usted mismo! —dijo majestuosamente Sénécal—. ¡Salga!
Se levantó para salir; y la voz del ibérico le perseguía:
«Y todos los españoles desearían ver allí reunidas las diputaciones de los clubes y de la milicia nacional. Una oración fúnebre, en honor de la libertad española y del mundo entero, será pronunciada por un miembro del clero de París en la sala Bonne-Nouvelle. Honor al pueblo francés, que llamaría yo el primer pueblo del mundo, si no fuese ciudadano de otra nación».
—¡Aristo! —chilló un gamberro, mostrando el puño a Frédéric, que se lanzaba precipitadamente en el patio, indignado.
Se reprochó a sí mismo su entrega, sin pensar que las acusaciones que le habían hecho eran justas, después de todo. ¡Qué fatal idea esta candidatura! Pero ¡qué burros, qué cretinos! Se comparaba con aquellos hombres y se consolaba con su sandez de la herida de su orgullo.
Entonces sintió necesidad de ver a Rosanette. Después de tantas fealdades y de tanta retórica, su gentil persona sería un alivio. Ella sabía que él había tenido que presentarse en un club. Sin embargo, cuando él entró, no le hizo ni una sola pregunta.
Permanecía al lado del fuego, descosiendo el forro de un vestido. Semejante trabajo le sorprendió.
—¡Vaya! ¿Qué estás haciendo?
—Ya lo ves —dijo ella secamente—. Arreglando mis trapos. ¡Es tu República!
—¿Cómo mi República?
—¿Es la mía acaso?
Y empezó a reprocharle todo lo que pasaba en Francia desde hacía dos meses, acusándole de haber hecho la revolución, de ser causa de que estuviesen arruinados, de que los ricos abandonasen París, y de que ella tuviese que ir a morir a un hospital.
—A ti esto te trae sin cuidado, con tus rentas. Pero al paso a que va esto, no te van a durar mucho tiempo tus rentas.
—Es posible —dijo Frédéric—, los más sacrificados son siempre los más ignorados; y si uno no tuviese su propia conciencia, los animales con quienes uno se compromete le quitarían las ganas de todo sacrificio.
Rosanette lo miró con las pestañas juntas.
—¿Eh?, ¿cómo?, ¿qué abnegación? ¿El señor no ha tenido éxito, por lo que veo? ¡Mejor!, eso te enseñará a hacer regalos patrióticos. ¡Oh!, ¡no mientas! Sé que les has dado trescientos francos, pues a tu República hay que sostenerla. Pues bien, diviértete con ella, amigo mío.
Bajo esta avalancha de tonterías, Frédéric pasaba de su anterior desencanto a una decepción más pesada.
Se había alejado hasta el fondo de la habitación. Ella se le acercó.
—¡Vamos a ver!, ¡razona un poco! En un país como en una casa, hace falta un amo; de otro modo, cada uno sisa lo que puede. En primer lugar, todo el mundo sabe que Ledru-Rollin está cubierto de deudas. En cuanto a Lamartine, ¿cómo quieres que un poeta entienda de política? ¡Ah!, por más que muevas la cabeza y te creas con más inteligencia que los demás, sin embargo es cierto. Pero tú sigues siendo quisquilloso; no dejas hablar a nadie. Ahí tienes, por ejemplo, a Fournier-Fontaine, de los almacenes de San Roque; ¿sabes a cuánto asciende su déficit? ¡A ochocientos mil francos! Y Gomer, el embalador de enfrente, otro republicano también, que rompía el atizafuegos en la cabeza de su mujer y ha bebido tanto ajenjo que van a internarle en un sanatorio psiquiátrico. Todos son por el estilo, tus republicanos. Una República al veinticinco por ciento. ¡Ah! ¡Sí! ¡Ya puedes presumir!
Frédéric se fue. La necedad de aquella chica, que de pronto se destapó con aquel lenguaje plebeyo, le asqueaba. Incluso se volvió a sentir un poco patriota.
El mal humor de Rosanette no hizo más que crecer. La señorita Vatnaz la irritaba por su entusiasmo. Creyéndose investida de una misión, tenía la manía de perorar, de catequizar y, más preparada que su amiga en estas cuestiones, la abrumaba con argumentos.
Un día llegó toda indignada contra Rosanette, que acababa de permitirse indecencias en el club de las mujeres. Rosanette aprobó esta conducta, llegando a decirles que se vestiría de hombre para ir a «decirles cuatro verdades a todas y zurrarlas». En aquel momento entraba Frédéric.
—Tú me acompañarás, ¿verdad?
Y, a pesar de su presencia, siguieron riñendo, la una haciéndose la burguesa, la otra la filósofa.
Según Rosanette, las mujeres habían nacido exclusivamente para el amor o para criar niños, para llevar una casa.
Según la señorita Vatnaz, la mujer debía tener su puesto en el Estado. Antiguamente, las mujeres galas hacían leyes, las anglosajonas también, las esposas de los hurones formaban parte del Consejo. La obra civilizadora era común. Era preciso que todas colaboraran y sustituir por fin el egoísmo por la fraternidad, el individualismo por la asociación, la especialización por la cultura general.
—¡Bueno, vaya!, que tú entiendes de cultura ahora.
—¿Por qué no? Además, se trata de la humanidad, de su porvenir.
—¡Métete en lo tuyo!
—¡Eso es lo mío!
Se enfadaban. Frédéric se interpuso. La Vatnaz se acaloraba e incluso llegó a defender el comunismo.
—¡Qué tontería! —dijo Rosanette—. ¿Es que algún día podrá llevarse a cabo eso?
La otra citó como ejemplos a los esenios, los hermanos Moravos, los jesuítas del Paraguay, la familia de los Pingons, cerca de Thiers en Auvergne; y, como gesticulaba mucho, la cadena del reloj se le enredó en su paquete de colgarejos a un corderito de oro.
De pronto Rosanette palideció de modo extraordinario.
La señorita Vatnaz continuaba desenredando su bibelot.
—No te molestes tanto —dijo Rosanette—; ahora conozco tus opiniones políticas.
—¿Cómo? —replicó la Vatnaz, que se había puesto colorada como una doncella.
—¡Oh!, ¡Oh!, tú me comprendes.
Frédéric no comprendía. Entre ellas, evidentemente, había surgido algo más capital y más íntimo que el socialismo.
—Y aunque fuera eso —replicó la Vatnaz levantándose rápidamente—, es un préstamo, querida, deuda por deuda.
—¡Caramba, yo no niego las mías! ¡Por unos mil francos, bonita historia! Yo pido prestado por lo menos; no robo a nadie.
La señorita Vatnaz hizo un esfuerzo por reír.
—¡Oh!, ¡pondría mi mano en el fuego!
—¡Ten cuidado! ¡Está lo bastante seca para arder!
La vieja le presentó la mano derecha y, manteniéndola levantada, justo en frente de ella:
—¡Pero hay amigos tuyos que la encuentran a su gusto!
—¿Andaluces acaso?, ¡como castañuelas!
—¡Bribona!
La Mariscala hizo un gran saludo.
—Es de lo más encantadora.
La señorita Vatnaz no contestó nada. En sus sienes aparecían gotas de sudor. Sus ojos se fijaban en la alfombra. Estaba jadeante. Por fin, alcanzó la puerta y haciéndola crujir con fuerza:
—¡Buenas tardes! ¡Tendrán noticias mías!
—¡Hasta la vista! —dijo Rosanette.
La tensión la había destrozado. Se dejó caer sobre el diván toda temblorosa, balbuceando injurias, derramando lágrimas.
¿Era esta amenaza de la Vatnaz lo que la atormentaba? Pues no, la traía sin cuidado. En fin de cuentas, ¿la otra le debía dinero, tal vez? ¿Era el cordero de oro un regalo?; en medio de sus lloros, se le escapó el nombre de Delmar. Por tanto, estaba enamorada del comediante.
«Entonces, ¿por qué me ha acogido? —se preguntó Frédéric—. ¿Por qué ha vuelto él? ¿Quién la fuerza a retenerme? ¿Qué sentido tiene todo esto?».
Los sollozos de Rosanette no cesaban. Permanecía en la orilla del diván, la mejilla derecha sobre sus manos, y parecía un ser tan delicado, inconsciente y dolorido que él se le acercó y la besó en la frente, suavemente.
Entonces ella le hizo promesas de ternura; el príncipe acababa de marchar, estarían libres. Pero ella se encontraba por el momento en apuros. «Tú mismo lo viste el otro día cuando estaba descosiendo mis viejos forros». Ahora se acabó el coche. Y no era eso sólo; el tapicero amenazaba con llevarse los muebles de la habitación y del gran salón. Ella no sabía qué hacer.
Frédéric tuvo ganas de responder: «¡No te preocupes, yo pagaré!». Pero la señora podía mentir. La experiencia le había enseñado. Se limitó simplemente a consolarla.
Los temores de Rosanette no eran en vano; hubo que devolver los muebles y dejar el bello apartamento de la calle Drouot. Tomó otro en el bulevar Poissonniére, en el cuarto. Las antigüedades de su antiguo saloncito fueron suficientes para dar a las tres habitaciones un tono coqueto. Tuvieron persianas chinas, un toldo en la terraza, en el salón una alfombra de ocasión, todavía completamente nueva, con pufs de seda rosa. Frédéric había contribuido ampliamente a estas adquisiciones; sentía el gozo de un recién casado que, por fin, tiene casa propia, una mujer para él; y encontrándose allí tan a gusto, iba a dormir casi todas las noches.
Una mañana, cuando salía de la antesala, vio en el tercer piso, en la escalera, el chacó de un guardia nacional que subía. ¿A dónde iba? Frédéric esperó. El hombre seguía subiendo, con la cabeza un poco baja; levantó la vista. Era el señor Arnoux. La situación estaba clara. Se sonrojaron al mismo tiempo, atrapados en la misma embarazosa situación.
El primero en encontrar una salida del apuro fue Arnoux.
—Ya está mejor, ¿verdad? —como si, enterado de la enfermedad de Rosanette, hubiese ido a preguntar por su salud.
Frédéric aprovechó la ocasión.
—Sí, ciertamente. Su muchacha me lo ha dicho, al menos —queriendo dar a entender que no le habían recibido.
Después se quedaron frente a frente, indecisos uno y otro, y observándose. Se trataba de ver quién de los dos era el que no iba. Arnoux, una vez más, resolvio la cuestión.
—¡Ah!, ¡bah!, ¡volveré después! ¿A dónde va usted? Le acompaño.
Y ya en la calle, él conversó con la misma naturalidad de siempre. Sin duda, no era nada celoso, o bien era demasiado bueno para enfadarse.
Además, la patria le preocupaba. Ahora ya no se quejaba del uniforme. El 29 de marzo había defendido las oficinas de La Presse. Cuando invadieron la Cámara, se distinguió por su coraje, y estuvo en el banquete ofrecido a la guardia nacional de Amiens.
Hussonnet, siempre de servicio con él, se aprovechaba más que nadie de su bota y de sus cigarros, pero, irrespetuoso por naturaleza, le gustaba contradecirle, denigrando el estilo poco correcto de los decretos, las conferencias de Luxemburgo, las vesuvianas, los tiroleses, todo, hasta el carro de la agricultura, tirado por caballos en lugar de bueyes y escoltado por jóvenes feas. Arnoux, al contrario, defendía el poder y soñaba con la fusión de los partidos. Sin embargo, sus asuntos tomaban un giro malo. No les prestaba más que mediana atención.
Las relaciones de Frédéric con la Mariscala no le habían entristecido; pues este descubrimiento le autorizó (en conciencia) para suprimir la pensión que le pasaba desde la marcha del príncipe. Alegó la dificultad de las circunstancias, se quejó mucho, y Rosanette fue generosa. Entonces el señor Arnoux se consideró como el amante de corazón, lo cual le realzaba en su estima y lo rejuveneció. No dudando que Frédéric le pagaría a la Mariscala, se imaginaba estar haciendo una buena farsa, llegó incluso a esconderse y le dejaba el campo libre cuando se encontraban.
Este reparto molestaba a Frédéric; y las cortesías de su rival le parecían una burla demasiado prolongada. Pero enfadándose se habría privado de toda posibilidad de reconciliación con el otro, y además era el único medio de oír hablar de ella. El comerciante de loza, por costumbre y tal vez por malicia, la recordaba de buena gana en su conversación y le preguntaba incluso por qué ya no iba a verla.
Frédéric, habiendo agotado todos los pretextos, aseguró que había estado en casa de Mme. Arnoux varias veces, pero que nunca la había encontrado. Arnoux quedó convencido de ello, pues frecuentemente se extrañaba delante de ella de la ausencia de su amigo; y ella siempre respondía que echaba en falta sus visitas; de modo que estas dos mentiras, en lugar de contradecirse, se corroboraban.
La suavidad del joven y el gozo de tenerlo engañado hacían que Arnoux le quisiera más. La familiaridad llegaba hasta sus últimos límites, no por desdén, sino por confianza. Un día le escribió que un asunto urgente le reclamaba en provincias veinticuatro horas; le pedía que montase la guardia en su lugar. Frédéric no se atrevió a negárselo, y se situó en su puesto del Carroussel.
Tuvo que soportar la compañía de los guardias nacionales, y, salvo un depurador, hombre bromista, que bebía de una manera exorbitante, todos le parecieron más tontos que las cartucheras que llevaban. El tema capital de conversación fue la sustitución de las bandoleras por el cinturón. Otros se encolerizaban contra los talleres nacionales. Decían: «¿A dónde vamos?». El que había recibido la reprimenda respondía abriendo los ojos como si estuviera al borde de un abismo. «¿A dónde vamos?». Entonces uno más atrevido exclamaba: «Esto no puede durar. Hay que terminar». Y, como los mismos discursos se repetían hasta la noche, Frédéric se aburrió a morir.
Su sorpresa fue grande cuando, a las once, vio aparecer a Arnoux, el cual dijo enseguida que acudía para liberarlo, ya que había arreglado su asunto.
En realidad, no había habido ningún asunto. Era una invención para pasar veinticuatro horas a solas con Rosanette. Pero el buen Arnoux había presumido demasiado de sí mismo, de modo que habiéndose cansado, le había entrado remordimiento. Iba a dar las gracias a Frédéric y a invitarle a cenar.
—Muchas gracias. No tengo ganas, sólo quiero dormir.
—Razón de más para que almorcemos juntos dentro de poco.
—¡Qué blandengue es usted! A estas horas no se vuelve a casa. Es demasiado tarde. Sería peligroso.
Frédéric cedió una vez más. Arnoux, a quien no esperaba ver, fue mimado por sus compañeros de armas, principalmente por el depurador. Todos le querían; y era tan buen chico que echó de menos a Hussonnet. Pero necesitaba cerrar los ojos un minuto, no más.
—Póngase a mi lado —dijo a Frédéric, echándose sobre el catre de tijeras, sin quitarse el correaje. Por temor a una alerta, a pesar del reglamento, conservó incluso el fusil; después balbuceó unas palabras—: ¡Querida mía!, ¡ángel mío! —y no tardó en quedarse dormido.
Los que hablaban se callaron; y poco a poco hubo un gran silencio en el puesto. Frédéric, atormentado por las pulgas, miraba a su alrededor. La pared, pintada de amarillo, tenía a la mitad de su altura una larga tabla donde los sacos formaban una serie de pequeñas jorobas, mientras que por debajo los fusiles color de plomo estaban dispuestos unos al lado de los otros; y surgían ronquidos, producidos por los guardias nacionales, cuyos vientres se dibujaban de una manera confusa en la sombra. Una botella vacía y unos platos cubrían la estufa. Tres sillas de paja rodeaban la mesa, sobre la cual se extendía un juego de cartas. Un tambor, en medio del banco, dejaba colgar su correaje. El aire cálido que llegaba por la puerta hacía humear el quinqué. Arnoux dormía con los dos brazos abiertos; y como su fusil estaba puesto con la culata abajo un poco oblicuamente, la boca del cañón le llegaba a la axila. Frédéric se dio cuenta y tuvo miedo.
«¡Pero no!, ¡no tengo razón!, ¡no hay nada que temer! ¡Sin embargo, si se muriera!».
E inmediatamente empezaron a desfilar escenas interminables. Se vio con ella, de noche, en una silla de posta; después, a la orilla de un río en una tarde de verano, y bajo el reflejo de una lámpara, en casa de ellos. Se detenía incluso en cálculos de gobierno de la casa, en disposiciones domésticas, contemplando, palpando ya su felicidad; y para que fuese realidad, habría bastado con que el gatillo del fusil se levantase. Se podía mover con la punta del dedo del pie; el disparo se escaparía, sería una casualidad nada más.
Frédéric se extendió en esta idea como un dramaturgo que compone. De pronto le pareció que no estaba lejos de convertirse en acto y que él iba a contribuir a ello, que tenía ganas de hacerlo; entonces le entró un gran miedo. En medio de esta angustia, sentía placer, y se hundía cada vez más, sintiendo con terror desaparecer sus escrúpulos; y, en el furor de su ensueño, el resto del mundo se borraba; y no tenía conciencia de sí mismo más que por una insoportable opresión en el pecho.
—¿Tomamos el vino blanco? —dijo el depurador, que se despertaba.
Arnoux se echó al suelo; y después de haber tomado el vino blanco quiso montar la guardia de Frédéric.
Después lo llevó a almorzar a la calle de Chartres, a casa de Parly; y como necesitaba reponer fuerzas, se encargó dos platos de carne, un bogavante, una tortilla al ron, una ensalada, etc., todo ello regado con un Sauternes 1819, con un Romanéee 42 sin contar el champán en el postre y licores.
Frédéric no lo contrarió en absoluto. Estaba molesto como si el otro hubiera podido descubrir en su rostro las huellas de su pensamiento.
Con los dos codos en el borde de la mesa y muy inclinado, Arnoux, cansándolo con su mirada, le confiaba sus proyectos.
Tenía ganas de tomar en arriendo todos los terraplenes de la línea del Norte para plantar patatas en ellos, o bien organizar en los bulevares una cabalgata monstruo en la que figurarían las «celebridades de la época». Alquilaría todas las ventanas, lo cual, a razón de tres francos de media, produciría una bonita ganancia. En resumen, soñaba con un gran golpe de fortuna por un acaparamiento. Era moral, sin embargo; censuraba los excesos, la mala conducta, hablaba de su «pobre padre», y, todas las noches, decía, hacía examen de conciencia antes de ofrecer su alma a Dios.
—¿Un poco de curaçao, eh?
—Como usted quiera.
En cuanto a la República, las cosas se arreglarían, por fin se consideraba el hombre más feliz de la Tierra; y, descarándose, ponderó las cualidades de Rosanette, incluso la comparó a su mujer. ¡Era muy distinta! No se podía imaginar unos muslos tan bellos.
—¡A su salud!
Frédéric brindó. Por complacerle había bebido un poco de más; por otra parte, la plena luz del sol le deslumbraba; y cuando subieron de nuevo juntos la calle Vivienne, sus hombreras se rozaban fraternalmente.
De vuelta ya en su casa, Frédéric durmió hasta las siete. Después se fue a casa de la Mariscala. Había salido con alguien. ¿Con Arnoux, tal vez? Sin saber qué hacer continuó su paseo por el bulevar, pero no pudo pasar de la puerta Saint-Martin, de tanta gente que había.
La miseria dejaba abandonados a su suerte a un número considerable de obreros; y acudían allí todas las tardes a pasar revista sin duda, y a esperar una señal. A pesar de la ley contra las reuniones, estos «clubes de la desesperación» aumentaban de un modo pavoroso; y muchos burgueses iban allí diariamente por bravata, por moda.
De pronto, Frédéric vio, a tres pasos de distancia, al señor Dambreuse con Martinon; volvió la cara, pues le' guardaba rencor al señor Dambreuse, que se había hecho nombrar representante.
Pero el capitalista lo detuvo.
—¡Una palabra, querido señor! Tengo que darle explicaciones.
—No se las pido.
—Por favor, escúcheme.
No era en absoluto culpa suya. Le habían rogado, obligado en cierto modo. Martinon, inmediatamente, apoyaba sus palabras: una representación de ciudadanos de Nogent se había presentado en su casa.
—Además, creí estar libre, desde el momento…
Una oleada de gente en la acera obligó al señor Dambreuse a apartarse. Un minuto después reapareció, diciendo a Martinon:
—Eso es un buen servicio. No se arrepentirá de ello…
Los tres se arrimaron a una tienda para hablar más a gusto.
De vez en cuando gritaban: «¡Viva Napoleón! ¡Viva Barbès! ¡Abajo Marie!». La muchedumbre innumerable hablaba muy alto; y todas estas voces, retransmitidas por las casas, hacían como el ruido ininterrumpido de las olas en un puerto. En ciertos momentos, se callaban; entonces, surgía La Marsellesa. Bajo las puertas cocheras, hombres de aspecto misterioso ofrecían bastones con flechas. A veces, dos individuos, pasando uno delante del otro, guiñaban el ojo, y se alejaban rápidamente. Grupos de mirones ocupaban las aceras; una multitud compacta se agitaba en la calle. Secciones completas de policías, que salían de las callejuelas, desaparecían una vez que habían entrado. Pequeñas banderas rojas, aquí y allí, parecían llamas; los cocheros desde lo alto del pescante hacían grandes gestos, luego se volvían. Era un movimiento, un espectáculo de lo más divertido.
—¡Cómo se habría divertido la señorita Cécile viendo todo esto! —dijo Martinon.
—Mi mujer, usted lo sabe bien, no quiere que mi sobrina venga con nosotros —repuso sonriendo el señor Dambreuse.
No lo habrían reconocido. Desde hacía tres meses gritaba: «¡Viva la República!», e incluso había votado el destierro de los Orléans. Pero las concesiones debían terminar. Se ponía furioso hasta llevar una maza en el bolsillo.
Martinon también llevaba una. Como la magistratura ya no era inamovible, se había retirado de su cargo, de tal modo que aventajaba en violencias al señor Dambreuse.
El banquero odiaba particularmente a Lamartine por haber apoyado a Ledru-Rollin, y él a Pierre Leroux, Proudhon, Considérant, Lamennais, a todas las cabezas locas, a todos los socialistas.
—Pues, finalmente, ¿qué quieren?, han suprimido el arbitrio sobre la carne y la prisión por deudas; ahora se estudia el proyecto de un banco hipotecario; el otro día era un banco nacional; y ahí están cinco millones en el presupuesto para los obreros. Pero afortunadamente se ha terminado, gracias al señor de Falloux. ¡Buen viaje!, ¡que se vayan!
En efecto, no sabiendo cómo alimentar a los ciento treinta mil hombres de los talleres nacionales, el ministro de Obras Públicas había firmado aquel mismo día un decreto que invitaba a todos los ciudadanos entre dieciocho y veinte años a servir como soldados, o bien a salir para las provincias a trabajar la tierra.
Esta alternativa les indignó, convencidos de que se pretendía destruir la República. La vida lejos de la capital les afligía como un exilio; se veían muriendo a causa de las fiebres en regiones salvajes. Para muchos, por otra parte, acostumbrados a trabajos delicados, la agricultura significaba un envilecimiento; en fin, era una añagaza, una burla, la denegación formal de todas las promesas. Si oponían resistencia, se emplearía la fuerza; ellos no lo ponían en duda y se disponían a anticiparse.
Hacia las nueve, los grupos formados en la Bastilla y en el Chátelet refluyeron hacia el bulevar. De la puerta Saint-Denis a la puerta Saint-Martin no era más que un enorme hormiguero, una sola masa de un azul oscuro, casi negro. Los hombres que se entreveían tenían todos las pupilas ardientes, la tez pálida, caras enflaquecidas por el hambre, exaltadas por la injusticia. Entretanto, se amontonaban nubes; el cielo de tormenta, aumentando la carga eléctrica de la muchedumbre, la hacía dar vueltas sobre sí misma, indecisa, con un amplio balanceo de marejada; y se sentía en sus profundidades una fuerza incalculable, y como la energía de un elemento. Luego todos se pusieron a cantar: «¡Farolillos!, ¡farolillos!». Varias ventanas no se alumbraban; lanzaron piedras a sus cristales. El señor Dambreuse juzgó prudente retirarse. Los dos jóvenes le acompañaron.
Preveía grandes desastres. El pueblo, una vez más, podía invadir la Cámara, y, a este propósito, contó cómo habría muerto el 15 de mayo de no haber intervenido abnegadamente un guardia nacional.
—¡Pero si es su amigo!, me olvidaba, ¡su amigo el fabricante de loza, Jacques Arnoux!
La gente del motín lo ahogaba; aquel bravo ciudadano lo había tomado en sus brazos y lo había puesto en un lugar apartado. Por eso, desde entonces, se había creado una especie de lazo entre los dos.
—Tendremos que cenar juntos un día de estos, y, como usted lo ve con frecuencia, dígale que le quiero mucho. Es un hombre excelente, calumniado, a mi entender; y tiene carácter, ¡el bribón! ¡Le felicitó de nuevo! Muy buenas noches.
Frédéric, después de haber dejado al señor Dambreuse, volvió a casa de la Mariscala; y, en un tono muy trágico, le dijo que tenía que optar entre él y Arnoux. Ella respondió suavemente que no comprendía nada de «semejantes cotilleos», no quería a Arnoux, no tenía ningún interés por él. Frédéric ansiaba abandonar París. Ella no se opuso a este capricho, y salieron para Fontainebleau al día siguiente.
El hotel donde se alojaron se distinguía de los otros por un surtidor de agua que chapoteaba en medio del patio. Las puertas de las habitaciones se abrían a un corredor, como en los monasterios. La que les dieron era grande, bien amueblada, tapizada de indiana, y silenciosa, teniendo en cuenta los pocos huéspedes. A lo largo de las casas pasaban burgueses desocupados; luego, debajo de sus ventanas, al caer la tarde, unos en la calle jugaron un partido de marro; y esta tranquilidad, que para ellos contrastaba con el tumulto que habían dejado en París, les causaba una sorpresa, un sosiego.
Por la mañana, temprano, fueron a visitar el castillo. Al entrar por la verja vieron toda la fachada, con los cinco pabellones de tejados puntiagudos y la escalera de herradura mostrándose al fondo del patio, bordeado a derecha e izquierda por dos cuerpos de construcciones más bajas. Sobre los adoquines se mezclaban de lejos líquenes al tono rojizo de los ladrillos; y el conjunto del palacio, color de orín como una vieja armadura, tenía algo de realmente impasible, una especie de grandeza militar y triste.
Por fin, apareció un criado que llevaba un manojo de llaves. Les enseñó en primer lugar las habitaciones de las reinas, el oratorio del Papa, la galería de Francisco I, la mesita de caoba sobre la cual el Emperador firmó su abdicación, y, en una de las piezas que dividían la antigua galería de los Ciervos, el sitio donde Cristina hizo asesinar a Monaldeschi. Rosanette escuchó esta historia atentamente; luego, volviéndose a Frédéric:
—Fue por celos, sin duda. ¡Anda con cuidado!
Después atravesaron la sala del Consejo, la sala de las Guardias, la sala del Trono, el salón de Luis XIII. Las altas ventanas, sin cortinas, esparcían una luz blanca; una ligera capa de polvo empañaba las manillas de las fallebas, el pie de cobre de las consolas; cubiertas de gruesas telas tapaban sillones por todas partes; por encima de las puertas se veían escenas de caza de Luis XV, y, aquí y allí tapices que representaban los dioses del Olimpo, Psyché o las batallas de Alejandro.
Cuando pasaba delante de los espejos, Rosanette se paraba un minuto para alisar sus bandos.
Después del patio, de la Torre del Homenaje y de la capilla de San Saturnino, llegaron a la sala de fiestas.
Quedaron deslumbrados por el esplendor del techo, dividido en casetones octogonales, realzado de oro y plata, más cincelado que una joya, y por la profusión de pinturas que cubrían las paredes, desde la gigantesca chimenea donde medias lunas y aljabas rodean las armas de Francia, hasta el palco de los músicos, construido en el otro extremo, a lo ancho de la sala. Las diez ventanas en arcadas estaban abiertas de par en par; el sol hacía brillar las pinturas, el cielo azul prolongaba indefinidamente el azul ultramar de las arcadas; y del fondo de los bosques, cuyas cimas vaporosas llenaban el horizonte, parecía llegar un eco de los toques de acoso lanzados por las trompas de marfil, y ballets mitológicos, que reunían bajo el follaje a princesas y a señores disfrazados de ninfas y de silvanos, época de ciencia ingenua, de pasiones violentas y de arte suntuoso, cuando el ideal era llevar el mundo a un sueño de las Hespérides, y las amantes de los reyes se confundían con los astros. La más bella de estas famosas se había hecho pintar a la derecha, bajo la figura de Diana cazadora, e incluso de Diana infernal, sin duda para dejar constancia de su poder hasta más allá de la tumba. Todos estos símbolos confirman su gloria; y queda algo de ella, una voz confusa, un resplandor que se prolonga.
A Frédéric le asaltó una concupiscencia retrospectiva inexplicable. Para distraer su deseo, se puso a contemplar tiernamente a Rosanette y le preguntó si no habría querido ser aquella mujer.
—¿Qué mujer?
—Diana de Poitiers.
Repitió:
—Diana de Poitiers, la amante de Enrique II.
Ella hizo un pequeño ¡Ah! Y nada más.
Su mutismo probaba claramente que no sabía nada, no comprendía nada, de modo que, por complacencia, él le dijo:
—¿Acaso te aburres?
—No, no, al contrario.
Y, levantando la cabeza, al tiempo que dirigía una mirada muy vaga a su alrededor, Rosanette soltó estas palabras:
—Eso trae recuerdos.
Entretanto, se percibía en su cara un esfuerzo, una intención de respeto; y, como este aire de seriedad la hacía más bonita, Frédéric la disculpó.
El estanque de las carpas la divirtió. Durante un cuarto de hora se entretuvo en echar trozos de pan al agua para ver saltar los peces.
Frédéric se había sentado a su lado, bajo los tilos. Pensaba en todos los personajes que habían albergado aquellos aposentos, Carlos V, los Valois, Enrique IV, Pedro el Grande, Jean-Jacques Rousseau y «las bellas lloronas de los primeros palcos», Voltaire, Napoleón, Pío VII, Luis Felipe; se sentía rodeado, codo con codo, de aquellos muertos tumultuosos; tal confusión de imágenes lo aturdía, aunque encontrase en ella un encanto, a pesar de todo.
Por fin, bajaron al parterre.
Es un vasto rectángulo, que deja ver en una sola mirada sus anchos paseos amarillos, sus cuadrados de césped, sus cintas de boj, sus tejos recortados en forma de pirámide, sus hortalizas bajas y sus estrechas platabandas en las que las escasas flores hacen manchas de colores sobre la tierra gris. Al fondo del jardín se extiende un parque, atravesado todo él por un largo canal.
Las residencias reales tienen en sí una melancolía particular, que depende sin duda de sus dimensiones demasiado considerables para el pequeño número de sus huéspedes, del silencio que sorprende encontrar en ellas después de tantas bandas militares, de su lujo inmóvil que prueba por su vejez la fugacidad de las dinastías, la eterna miseria de todo; y esta exhalación de los siglos, adormecedora y fúnebre como un perfume de momia, se hace sentir incluso en las cabezas ingenuas. Rosanette bostezaba de una manera desmesurada. Regresaron al hotel.
Después del almuerzo les llevaron un coche descubierto. Salieron de Fontainebleau por una amplia glorieta, luego subieron al paso por una carretera arenosa en un bosque de pinos bajos; y el cochero, de vez en cuando, decía: «Aquí tienen a los hermanos Siameses, el Pharamond, el Ramillete del Rey…», sin olvidar ninguno de los parajes célebres, parándose a veces para que los admiraran.
Entraron en el oquedal de Franchard. El coche se deslizaba como un trineo sobre el césped; se oía el arrullo de palomas que no se veían; de pronto apareció un camarero de café, y bajaron delante de la barrera de un jardín donde había mesas redondas. Después, dejando a la izquierda las paredes de una abadía en ruinas, caminaron sobre grandes rocas, y pronto llegaron al fondo de la garganta.
Está cubierta, por un lado, por una mezcla de arenisca y enebros, mientras que, por el otro, el terreno casi desnudo se inclina hacia la depresión de un pequeño valle, donde, entre el color de los brezos, un sendero traza una línea parda; y se percibe muy a lo lejos una cima en forma de cono achatado, con la torre de un telégrafo por detrás.
Media hora después pusieron pie a tierra de nuevo para subir a lo alto del Aspremont.
El camino hace zigzags entre los pinos achaparrados, rechonchos bajo rocas de perfiles angulosos; todo este rincón del bosque tiene algo de asfixiante, de salvaje y recogido. Hace pensar en los ermitaños, compañeros de los grandes ciervos, que llevaban una cruz de fuego entre sus cuernos, y que recibían con paternales sonrisas a los reyes de Francia, arrodillados delante de su cueva. Un olor a resina llenaba el aire cálido, unas raíces a ras del suelo se entrecruzaban como venas. Rosanette tropezaba con ellas, se desesperaba, tenía ganas de llorar.
Pero, en todo lo alto, volvió a alegrarse, al encontrar bajo un techo de ramaje una especie de tienda donde venden figuras talladas en madera. Bebió una botella de limonada y se compró una vara de acebo; y, sin echar una ojeada al paisaje que se descubre desde la planicie, entró en la cueva de los bandoleros, precedida de un muchacho que llevaba una antorcha.
Su coche les esperaba en el Bas-Bréau.
Un pintor en bata azul trabajaba al pie de una encina, con su caja de colores sobre las rodillas. Levantó la cabeza y los vio pasar.
En medio de la cuesta de Chailly, una nube, que reventó de pronto, les obligó a bajar la capota. Casi inmediatamente cesó la lluvia; y los adoquines de las calles brillaban al sol cuando entraron en la ciudad.
Unos viajeros recién llegados les informaron de que una batalla espantosa ensangrentaba París. Rosanette y su amante no se sorprendieron. Luego todo el mundo se fue, el hotel recobró la paz, el gas se apagó y ellos se durmieron al murmullo del surtidor de agua del patio.
Al día siguiente fueron a ver la Garganta del Lobo, el Charco de las Hadas, el Long Rocher, la Marlotte; al otro día volvieron a empezar al azar, a voluntad del cochero, sin preguntar dónde estaban, y frecuentemente incluso dejando a un lado los parajes famosos.
¡Se encontraban tan bien en su viejo landó, bajo como un sofá y cubierto de una tela de rayas desteñidas! Las cunetas llenas de maleza desfilaban ante sus ojos, con un movimiento suave y continuo. Unos rayos blancos atravesaban como flechas los altos helechos; a veces, un camino, que ya no se utilizaba, aparecía delante de ellos en línea recta; y aquí y allí, suavemente, aparecían hierbas. En el centro de los cruces de caminos se levantaba una cruz con sus cuatro brazos, en otros sitios se inclinaban postes como árboles muertos, y pequeños senderos curvos, perdiéndose bajo las hojas, daban ganas de seguirlos; en el mismo momento, el caballo giraba, entraban, se hundían en el barro; más lejos había crecido musgo a la orilla de las rodadas profundas.
Se creían lejos de los demás, muy solos. Pero, de pronto, pasaba un guarda forestal con su escopeta, o un grupo de mujeres harapientas, cargadas con largos haces de leña seca.
Cuando se paraba el coche había un silencio total; sólo se oía el aliento del caballo entre las varas, con un grito de pájaros muy débil, repetido.
La luz, que iluminaba en ciertos lugares el lindero del bosque, dejaba los fondos en la sombra; o bien, atenuada en los primeros planos por una especie de crepúsculo, mostraba en las lejanías unos vapores violeta, una claridad blanca. A mediodía, el sol que caía a plomo sobre los amplios verdes, los salpicaba, colgaba gotas plateadas en la punta de las ramas, dejaba en el césped regueros de esmeralda, echaba manchas de oro sobre las capas de hojas caídas; levantando la cabeza, se veía el cielo entre las copas de los árboles. Algunos, de una altura desmesurada, tenían aires de patriarcas y de emperadores, o tocándose por la cima, formaban con sus largos troncos como arcos de triunfo; otros, empujados desde abajo oblicuamente, parecían columnas a punto de caer.
Esta multitud de gruesas líneas verticales se entreabría. Entonces enormes olas verdes se extendían en relieves desiguales hasta la superficie de los valles donde se adelantaba la grupa de otras colinas dominando llanuras rubias que acababan perdiéndose en una palidez indecisa.
De pie, el uno al lado de la otra, sobre cualquier eminencia del terreno, sentían, aspirando el aire, que les entraba en el alma como la satisfacción de una vida más libre, con una superabundancia de fuerzas, una alegría inexplicable.
La variedad de los árboles ofrecía un espectáculo cambiante. Las hayas, de corteza blanca y lisa, entremezclaban sus coronas; los fresnos curvaban tranquilamente sus glaucos ramajes; en los vástagos de ojaranzos se erizaban acebos semejantes a bronce; después venía una fila de delgados abedules, inclinados en actitudes elegiacas; y los pinos simétricos como tubos de órgano, balanceándose continuamente, parecían cantar. Había encinas rugosas, enormes, que se convulsionaban, se desperezaban del suelo, se ceñían las unas a las otras, y firmes, sobre sus troncos, semejantes a torsos, se lanzaban con sus brazos desnudos llamadas de desesperación, amenazas furibundas, como un grupo de titanes inmovilizado en su cólera. Algo más pesado, una languidez febril planeaba por encima de los charcos, recortando la capa de sus aguas entre zarzales de espinas; los líquenes de la orilla a donde iban a beber los lobos son de color azufre quemado como por el paso de las brujas, y el croar ininterrumpido de las ranas responde al grito de las cornejas que se arremolinan. Luego atravesaban claros monótonos, plantados de un resalvo aquí y allí. Se oía un ruido de hierro, resonaban golpes recios y continuos; era un grupo de canteros que trabajaban la piedra en el flanco de una colina. Las piedras se multiplicaban cada vez más y acababan por llenar todo el paisaje, cúbicas como casas, llanas como losas, apoyándose, suspendiéndose, como si fueran ruinas irreconciliables y monstruosas de alguna ciudad desaparecida. Pero la misma furia de su caos hace más bien pensar en volcanes, en diluvios, en los grandes cataclismos desconocidos. Frédéric decía que estaban allí desde el principio del mundo y permanecerían hasta el fin; Rosanette volvía la cabeza, afirmando que «aquello la volvía loca», y se iba a recoger brezos. Sus pequeñas florecillas violeta amontonadas unas al lado de las otras formaban capas desiguales, y la tierra que se desprendía de debajo ponía como franjas negras a la orilla de las arenas salpicadas de mica.
Un día llegaron a media altura de una colina toda de arena. Su superficie, jamás pisada por el hombre, estaba rayada en ondulaciones simétricas; aquí y allí, como promontorios sobre el lecho desecado de un océano, se alzaban rocas que tenían vagas formas de animales, tortugas estirando la cabeza, focas que reptan, hipopótamos y osos. Nadie, ningún ruido. Las arenas, golpeadas por el sol, deslumbraban; y de pronto, en esta vibración de la luz, los animales parecían moverse. Regresaron pronto, huyendo del vértigo, casi asustados.
La seriedad del bosque les ganaba; y tenían horas de silencio en que, dejándose llevar por el balanceo de los muelles, se quedaban como aletargados en un embriaguez tranquila. Ciñéndole la cintura, la escuchaba hablar mientras que los pájaros gorjeaban, observaba, casi con una sola mirada, los racimos negros de su capucha y las bayas de los enebros, los pliegues de su velo, las volutas de las nubes; y, cuando se inclinaba hacia ella, la frescura de su piel se mezclaba con el gran perfume de las maderas. Todo les divertía; se mostraban, como una curiosidad, hilos de araña colgados de los zarzales, agujeros llenos de agua en medio de las piedras, una ardilla sobre las ramas, el vuelo de dos mariposas que les seguían; o bien, a veinte pasos de ellos, bajo los árboles, una cierva caminaba con aire noble y suave al lado de su cervatillo. Rosanette hubiera querido correr detrás para abrazarlo.
Tuvo mucho miedo cuando un hombre, que apareció de pronto, le mostró en una caja tres víboras. Se echó rápidamente contra Frédéric; él se sintió feliz de que ella fuese débil y de considerarse bastante fuerte para defenderla.
Aquella tarde cenaron en un mesón a orillas del Sena. La mesa estaba cerca de la ventana. Rosanette frente a él; y él contemplaba su naricita fina y blanca, sus labios salientes, sus ojos claros, sus bandos castaños que se ahuecaban, su bonita cara oval. Su vestido de fular crudo se ajustaba a sus hombros un poco caídos; y, saliendo de sus puños totalmente lisos, sus dos manos trinchaban, servían de beber, se deslizaban sobre el mantel. Les sirvieron un pollo con los cuatro miembros extendidos, una caldereta de anguilas en una compotera de barro de pipa, vino áspero, pan demasiado duro, cuchillos mellados. Todo esto aumentaba el placer, la ilusión. Se creían casi en un viaje por Italia, en su luna de miel.
Antes de marcharse fueron a pasear a lo largo de la orilla.
El cielo, de un azul suave, redondeado como una cúpula, se apoyaba en el horizonte sobre el festón de los bosques. En frente, en el extremo de la pradera, había un campanario en un pueblo; y más lejos, a la izquierda, el tejado de una casa ponía una mancha roja sobre el río, que parecía inmóvil a todo lo largo de su curso sinuoso. Sin embargo, se inclinaban unos juncos, y el agua sacudía ligeramente unas varas puestas en la orilla para sostener las redes; había una nasa de mimbre, dos o tres viejas chalupas. Cerca del mesón, una chica con sombrero de paja sacaba cubos de agua de un pozo; cada vez que subían, Frédéric escuchaba con un gozo inexplicable el chirrido de la cadena.
Él estaba seguro de que aquella felicidad duraría toda la vida, tan natural le parecía su dicha, inherente a su vida y a la persona de aquella mujer. Una necesidad le empujaba a decirle ternuras. Ella le respondía con palabras amables, golpecitos en el hombro, requiebros que le encantaban por lo inesperados. Él llegó a descubrirle una belleza totalmente nueva que quizá no era más que el reflejo de las cosas que la rodeaban, a menos que sus virtualidades secretas no la hubieran hecho resplandecer.
Cuando descansaban en medio del campo, él recostaba la cabeza en su regazo, al abrigo de su sombrilla; o bien, acostados de bruces sobre la hierba, se quedaban el uno frente al otro, mirándose, hundiéndose en sus pupilas, sedientos de sí mismos, saciándose siempre, y después, con los ojos entornados, sin hablar.
A veces oían muy a lo lejos el redoble del tambor. Era la generala que tocaban en los pueblos para ir a defender París.
—¡Ah!, ¡mira!, ¡el motín! —decía Frédéric con una compasión desdeñosa, pareciéndole despreciable toda aquella agitación al lado de su amor y de la naturaleza eterna.
Y charlaban de cualquier cosa, de cosas que sabían perfectamente, de personas que no les interesaban, de mil tonterías. Ella le hablaba de su doncella y de su peluquero. Un día se le escapó confesar su edad: veintinueve años: se estaba haciendo vieja.
En varias ocasiones, sin quererlo, le dio detalles sobre sí misma. Había sido «señorita en una tienda», había hecho un viaje a Inglaterra, comenzado estudios de actriz; todo esto sin transiciones, y él no podía reconstruir una secuencia lógica. Le dio más detalles un día que estaban sentados bajo un plátano a la orilla de un prado. Abajo, al borde de la carretera, una niñita descalza en el polvo apacentaba una vaca. En cuanto los vio fue a pedirles limosna; y sujetando con una mano su refajo hecho jirones, rascaba con la otra sus cabellos negros que rodeaban como una peluca estilo Luis XIV toda su cabeza morena iluminada por unos ojos espléndidos.
—Va a ser muy guapa.
—¡Qué suerte para ella si no tiene madre! —dijo Rosanette.
—¿Eh?, ¿cómo?
—Pues sí; yo, si no fuera por la mía…
Suspiró y se puso a hablar de su infancia. Sus padres eran tejedores de seda de la Croix Rousse. Ella ayudaba a su padre como aprendiz. Por más que el pobre hombre se extenuaba, su mujer lo denostaba y vendía todo para ir a beber. Rosanette veía la habitación de sus padres, con los telares colocados a lo largo contra las ventanas, el puchero sobre la estufa, la cama barnizada de caoba, un armario en frente y el sobradillo oscuro donde había dormido hasta los quince años. Por fin, había llegado un hombre gordo, de cara color de boj, modales de devoto, vestido de negro. Su madre y él mantuvieron juntos una conversación de modo que, tres días después… Rosanette se detuvo, y, con una mirada llena de impudor y de amargura:
—¡Estaba hecho!
Luego, respondiendo al gesto de Frédéric:
—Como estaba casado (habría temido compremeterse en su casa), me llevaron a un saloncito de un restaurante y me habían dicho que sería feliz, que recibiría un hermoso regalo.
»Al entrar, la primera cosa que me llamó la atención fue un candelabro de plata dorada sobre una mesa donde había dos cubiertos. Un espejo en el fondo los reflejaba, y el tapizado de las paredes, de seda azul, hacía que el apartamento semejase una alcoba. Me asaltó una sorpresa. Tú comprendes, un pobre ser que nunca ha visto nada. A pesar de que quedé deslumbrada, tenía miedo. Deseaba marcharme. Sin embargo, me quedé.
»El único asiento que había era un diván al lado de la mesa. Cedió suavemente con mi peso. La boca de la estufa en la alfombra me enviaba un aire cálido y permanecía allí sin tomar nada. El muchacho que seguía de pie se empeñó en que comiera. Me sirvió inmediatamente un gran vaso de vino; la cabeza me daba vueltas, quise abrir la ventana, él me dijo: “No, señorita, está prohibido”. Y me dejó. La mesa estaba llena de un montón de cosas que yo no conocía. Nada me pareció bueno. Entonces me eché sobre un bote de confituras y seguía esperando. No sé qué le impedía ir. Era muy tarde, medianoche por lo menos, yo no podía más de cansancio; al apartar uno de los cojines para tenderme mejor, encuentro bajo una especie de álbum un cuaderno; eran imágenes obscenas. Yo dormía encima cuando él entró.
Bajó la cabeza y se quedó pensativa.
Las hojas susurraban alrededor de ellos, en un revoltijo de hierbas se balanceaba una gran digital, la luz se deslizaba como una ola sobre el césped; y el silencio era cortado a intervalos rápidos por el rumiar de la vaca que no se veía.
Rosanette miraba a un punto en el suelo, a tres pasos de ella, fijamente, moviendo las aletas de la nariz, absorta. Frédéric le tomó la mano.
—¡Cuánto has sufrido, pobre querida!
—¡Sí! —dijo ella—. ¡Más de lo que crees! Hasta querer acabar de una vez; me han sacado de un mal paso.
—¿Cómo?
—¡Ah!, ¡no pensemos en eso!… Te quiero, soy feliz, ¡bésame! —y levantó una a una las ramitas de cardos prendidas en el bajo de su vestido.
Frédéric pensaba sobre todo en lo que ella no había dicho. ¿Por qué grados había podido salir de la miseria? ¿A qué amante debía su educación? ¿Qué habría pasado en su vida hasta el día en que él había ido a su casa por primera vez? Su última confesión no permitía las preguntas. Solamente le preguntó cómo había conocido a Arnoux.
—Por la Vatnaz.
—¿No eras tú la que vi, una vez, en el Palais Royal, con ellos dos?
Citó la fecha precisa. Rosanette hizo un esfuerzo:
—¡Sí, es verdad!… No era feliz en aquella época.
Pero Arnoux se había mostrado extraordinario. Frédéric no lo ponía en duda; sin embargo, su amigo era un hombre raro, lleno de defectos; se preocupó de recordarlos. Ella coincidía con él.
—¡No importa!… A pesar de todo, lo queremos a ese mal bicho.
—¿Aún ahora? —dijo Frédéric.
Ella empezó a sonrojarse, medio riendo, medio enfadada.
—¡Pues no! Es una historia pasada. No te oculto nada. Aunque eso fuera, él es diferente. Además, no te encuentro amable con tu víctima.
—¿Mi víctima?
Rosanette le cogió la barbilla.
—¡Sin duda!
Y ceceando como las nodrizas:
—No hemos sido siempre buenos. Hemos dormido con su mujer.
—¡Yo! ¡Jamás en la vida!
Rosanette sonrió. Él se molestó con su sonrisa, prueba de indiferencia, creyó él. Pero ella replicó suavemente, y con una de esas miradas que imploran la mentira:
—¿Es cierto?
—¡Desde luego!
Frédéric dio su palabra de honor de que nunca había pensado en Mme Arnoux, puesto que estaba demasiado enamorado de otra.
—¿De quién?
—Pues de usted, ¡hermosa mía!
—¡Ah!, no te burles de mí. Me pones nerviosa.
Él juzgó prudente inventar una historia, una pasión. Encontró detalles circunstanciados. Esta persona, además, lo había hecho muy desgraciado.
—Decididamente, no tienes mucha suerte —dijo Rosanette.
—¡Oh! ¡Oh!, ¡quizás! —queriendo aludir con esto a varias ocasiones buenas, a fin de dar una mejor opinión de sí mismo, igual que Rosanette no confesaba todos sus amantes para que él la quisiese más, pues en medio de las confidencias más íntimas hay siempre restricciones por falsa vergüenza, delicadeza, compasión. Se descubren en el otro o en uno mismo abismos o abyecciones que impiden continuar; se siente, además, que no se sería comprendido; es difícil explicar exactamente en qué consiste; por eso las uniones completas son raras.
La pobre Mariscala no había conocido cosa mejor. A menudo, cuando contemplaba a Frédéric, acudían las lágrimas a sus ojos, después levantaba la vista, o la proyectaba hacia el horizonte, como si hubiera percibido alguna gran aurora, perspectivas de felicidad sin límites. Por fin, un día confesó que deseaba encargar una misa «para que dé buena suerte a nuestro amor».
¿A qué se debía que ella le hubiera resistido durante tanto tiempo? Ella misma no sabía nada. Repitió varias veces la pregunta; y contestaba estrechándole entre sus brazos.
—Es que tenía miedo de amarte demasiado, querido.
El domingo por la mañana, Frédéric leyó en un periódico, en una lista de heridos, el nombre de Dussardier. Lanzó un grito, y, enseñando el papel a Rosanette, declaró que iba a salir inmediatamente.
—¿Para qué?
—Pues, para verle, cuidarlo.
—No vas a dejarme sola, me imagino.
—Ven conmigo.
—¡Ah!, ¡que vaya a meterme en semejante trifulca! ¡Muchas gracias!
—Sin embargo, no puedo…
—¡Ta, ta, ta! —como si no hubiera enfermeros en los hospitales. Y además, ¿qué le importaba a él? ¡Cada uno a su casa!
Él se indignó de este egoísmo; y se reprochó no estar allí con los demás. Tanta indiferencia en las desgracias de su patria tenía algo de mezquino y de burgués. Su amor le pesó de pronto como un crimen. Estuvieron de morros una hora.
Después, ella suplicó que esperase, que no se expusiera.
—¡Si por casualidad te matan!
—¡Eh!, no habría hecho más que cumplir con mi deber.
Rosanette dio un salto. Primero, su deber era amarla. ¿Es que él no quería ya nada de ella? Esto no tenía sentido común. ¡Qué idea, Dios mío!
Frédéric llamó para pedir la cuenta. Pero no era fácil regresar a París. El coche de transportes Leloir acababa de salir, las berlinas Lecomte no saldrían, la diligencia del Bourbonnais no pasaría hasta muy entrada la noche y quizás estuviese llena; no se sabía nada. Después de haber perdido mucho tiempo en estas informaciones, se le ocurrió la idea de tomar la posta. El dueño de la posta no quiso proporcionarle caballos, ya que Frédéric no tenía pasaporte. Por fin, alquiló una calesa (la misma que les había paseado) y llegaron ante del hotel del Comercio, en Melun, hacia las cinco.
La plaza del Mercado estaba cubierta de pabellones de armas. El prefecto había prohibido a los guardias nacionales irse a París. Los que no pertenecían a su departamento querían continuar el camino. Gritaban. El mesón estaba muy agitado.
Rosanette, llena de miedo, declaró que no iría más lejos, y le suplicó de nuevo que se quedase. El mesonero y su mujer la apoyaron. Un buen hombre que estaba cenando intervino afirmando que la batalla terminaría dentro de poco; por otra parte, había que cumplir con el deber. Entonces, la Mariscala redobló sus sollozos. Frédéric estaba exasperado. Le dio su bolsa, la abrazó rápidamente y desapareció.
Al llegar a Corbeil, en la estación, le dijeron que los insurrectos habían cortado de trecho en trecho los raíles, y el cochero se negó a llevarlos más lejos; sus caballos, decía, estaban rendidos.
Gracias a él, sin embargo, Frédéric obtuvo un mal cabriolé que, por sesenta francos, sin contar la propina, aceptó llevarlos hasta la frontera con Italia. Pero, a cien pasos de la barrera, su conductor le hizo bajar y se volvió. Frédéric caminaba por la carretera cuando de pronto un centinela cruzó la bayoneta. Cuatro hombres la empuñaron vociferando:
—¡Es uno de ellos! ¡Cuidado! ¡Cacheadlo! ¡Bandido! ¡Canalla!
Y su estupefacción fue tan profunda que se dejó conducir al puesto de la frontera, en el cruce mismo donde convergen los bulevares de Gobelins y del Hospital y las Calles Godefroy y Mouffetard.
Cuatro barricadas formaban, al final de las cuatro vías, enormes montones de adoquines; aquí y allí chisporroteaban antorchas; a pesar del polvo que se levantaba, distinguió soldados de infantería y guardias nacionales, todos con la cara negra, despechugados, despavoridos. Acababan de tomar la plaza, habían fusilado a varios hombres; la cólera les duraba todavía. Frédéric dijo que llegaba de Fontainebleau para ayudar a un camarada herido que vivía en la calle Bellefond; al principio nadie quiso creerle; le examinaron las manos, incluso le olieron la oreja para asegurarse de que no olía a pólvora.
Entretanto, a fuerza de repetir lo mismo, acabó convenciendo a un capitán, que ordenó a dos fusileros que le condujeran al puesto del Jardín Botánico.
Bajaron el bulevar del Hospital. Soplaba una fuerte brisa. Esto le reanimó.
Volvieron después por la calle de la Feria de Caballos. El Jardín Botánico, a la derecha, hacía una gran masa negra, mientras que a la izquierda la fachada entera de la Pitié, con todas las ventanas iluminadas, llameaba como un incendio, y unas sombras pasaban rápidamente sobre los cristales.
Los dos hombres de Frédéric se fueron. Otro le acompañó hasta la Escuela Politécnica.
La calle San Víctor estaba totalmente a oscuras, sin una farola ni una luz en las casas. Cada diez minutos se oía:
—¡Centinelas: Firmes! —y este grito, lanzado en medio del silencio, se prolongaba como la percusión de una piedra que cae en un abismo.
A veces se acercaba un ruido de pasos lentos. Era una patrulla de cien hombres al menos; murmullos, vagos choques de armas se escapaban de aquella masa confusa; y, alejándose en un balanceo rítmico, desaparecía en la oscuridad.
En el centro de los cruces había un dragón a caballo, inmóvil. De vez en cuando pasaba un correo a galope tendido, luego se reanudaba el silencio. Cañones que se desplazaban hacían a los lejos sobre el pavimento un ruido sordo y formidable; el corazón se encogía ante estos ruidos distintos de todos los ruidos habituales. Parecían incluso ampliar el silencio, que era profundo, absoluto, un silencio negro. Hombres en bata blanca se acercaban a los soldados diciéndoles una palabra y desapareciendo como fantasmas.
El puesto de la Escuela Politécnica estaba abarrotado de gente. La puerta estaba llena de mujeres que deseaban ver a su hijo o a su marido. Las enviaron al Panteón, tranformado en depósito de cadáveres, y no escuchaban a Frédéric. Él se obstinó, jurando que su amigo Dussardier le esperaba, iba a morir. Le designaron, por fin, un cabo para que le acompañara a lo alto de la calle Saint-Jacques, a la alcaldía del distrito XII.
La plaza del Panteón estaba llena de soldados acostados sobre paja. Amanecía. Los fuegos del vivaque se apagaban.
La insurrección había dejado en aquel barrio huellas formidables. El pavimento de las calles se encontraba de un extremo al otro levantado de manera desigual. Sobre las ruinas de las barricadas quedaban ómnibus, tubos de gas, ruedas de carreteras, en algunos sitios pequeños charcos negros, debía de ser sangre. Las casas estaban acribilladas de proyectiles y su armazón asomaba bajo los desconchados del yeso. Unas celosías, sujetas por un clavo, colgaban como harapos. Escaleras derribadas dejaban ver puertas abiertas al vacío. Se veía el interior de las habitaciones con sus papeles hechos trizas; a veces se habían conservado intactas cosas delicadas. Frédéric observó un reloj de péndulo, un palo de loro, grabados.
Cuando entró en la alcaldía, los guardias nacionales no cesaban de hablar de los muertos De Bréa y De Négrier, del representante Charbonnel y del arzobispo de París. Se decía que el duque de Aumale había desembarcado en Boulogne, Barbès había huido de Vincennes, que la artillería llegaba de Bourges y que afluían las ayudas de las provincias. Hacia las tres alguien llevó buenas noticias; parlamentarios del motín estaban con el presidente de la Asamblea.
Entonces se alegraron; y, como todavía tenía doce francos, Frédéric mandó comprar doce botellas de vino, esperando con esto acelerar su liberación. De pronto creyeron ver un fusilamiento. Las libaciones se pararon; miraron al desconocido con ojos desconfiados; podría ser Enrique V.
Como no tenía ninguna responsabilidad, le llevaron a la alcaldía del distrito XI, de donde no le dejaron salir antes de las nueve de la mañana.
Se fue corriendo al muelle Voltaire. En una ventana abierta, un anciano en mangas de camisa lloraba con la mirada hacia arriba. El Sena corría apaciblemente. El cielo estaba completamente azul; en los árboles de las Tullerías cantaban unos pájaros.
Frédéric atravesaba el Carroussel cuando acertó a pasar una camilla. El puesto de guardia inmediatamente presentó armas, y el oficial dijo, llevando la mano a su chacó: «Honor al valiente desgraciado». Esta frase se había hecho casi obligatoria; el que la pronunciaba parecía seguir solemnemente emocionado. Un grupo de personas furiosas escoltaba la camilla gritando:
—¡Nos vengaremos! ¡Nos vengaremos!
Los coches circulaban por el bulevar, y unas mujeres delante de las puertas hacían hilas. Entretanto, el motín estaba casi vencido; una proclamación de Cavaignac, fijada hacía poco, lo anunciaba. En lo alto de la calle Vivienne apareció un pelotón de guardias móviles. Entonces los burgueses lanzaban gritos de entusiasmo; levantaban los sombreros, aplaudían, bailaban, querían abrazarlos, darles de beber, y de los balcones caían flores que echaban las señoras.
Por fin, a las diez, en el momento en que el cañón rugía para tomar el faubourg Saint-Antoine, Frédéric llegó a donde estaba Dussardier. Lo encontró en su buhardilla tendido boca arriba, durmiendo. De la habitación contigua salió silenciosamente una mujer, la señorita Vatnaz.
Llevó aparte a Frédéric y le informó de cómo Dussardier había sido herido.
El sábado, en lo alto de una barricada, en la calle Lafayette, un muchacho envuelto en una bandera tricolor, gritaba a los guardias nacionales: «¡Vais a tirar contra vuestros hermanos!». Como avanzaban, Dussardier había tirado su fusil, apartado a los otros, saltado la barricada y de un puntapié abatió al insurrecto arrancándole la bandera. Lo había sacado de debajo de los escombros, con el muslo perforado por una bala de cobre. Había habido que abrir la herida, extraer el proyectil. La señorita Vatnaz había llegado la misma noche, y desde entonces no lo abandonaba.
Preparaba con inteligencia todo el material de cura, le ayudaba a beber, estaba pendiente de sus menores deseos, iba y venía más ligera que una mosca y lo contemplaba con ojos tiernos.
Durante dos semanas, Frédéric no dejó de visitarlo todas las mañanas; un día que hablaba de la abnegación de la Vatnaz, Dussardier se encogió de hombros.
—Pues no. Es por interés.
—¿Tú crees?
Él replicó:
—¡Estoy seguro! —sin querer añadir nada más.
Ella le colmaba de cuidados hasta llevarle los periódicos donde se exaltaba su bella acción. Estos homenajes parecían importunarle. Llegó a confesar a Frédéric la preocupación de su conciencia.
Quizás habría debido ponerse en el otro lado, con la gente de guardapolvos; pues, en fin, les habían prometido un montón de cosas que no habían cumplido. Sus vencedores detestaban la República; y además, se habían mostrado duros en la confrontación. Sin duda, estaban equivocados, pero no del todo; y el bravo chico estaba torturado por la idea de que podía haber combatido la justicia.
Sénécal, encerrado en las Tullerías, por debajo del nivel de la orilla del río, no sentía esta clase de angustias.
Allí estaban novecientos hombres, amontonados en la suciedad, todos revueltos, negros de pólvora y de sangre cuajada, temblando de fiebre, gritando de rabia; y ni siquiera retiraban a los que estaban muriéndose en medio de los demás. A veces, al ruido súbito de una detonación, creían que iban a fusilarlos a todos; entonces se precipitaban contra las paredes, después volvían a caer en su sitio, tan alelados por el dolor que les parecía estar viviendo una pesadilla, una alucinación fúnebre. La lámpara colgada de la bóveda parecía una mancha de sangre; y revoloteaban pequeñas llamas verdes y amarillas, producidas por las emanaciones del subterráneo. Temiendo que se produjeran epidemias, se nombró una comisión. Desde los primeros escalones, el presidente se echó hacia atrás, espantado por el olor de los excrementos y de los cadáveres. Cuando los prisioneros se acercaban a un tragaluz, los guardias nacionales, que estaban allí para impedir que sacudiesen las rejas, clavaban las bayonetas en el montón, al azar.
Se comportaron generalmente como despiadados. Los que no habían combatido querían señalarse. Era un desbordamiento de miedo. Se vengaban a la vez de los periódicos, de los clubes, de la formación de grupos, de las doctrinas, de todo lo que les exasperaba desde hacía tres meses; y a pesar de la victoria, la igualdad (como para castigo de sus defensores y burla de sus enemigos) se manifestaba triunfalmente, una igualdad de animales brutos; un mismo nivel de torpezas sangrantes; pues el fanatismo de los intereses equilibró los delirios de la necesidad, la aristocracia tuvo los furores de la crápula, y el gorro de algodón no se mostró menos repelente que el gorro rojo. La razón estaba perturbada como después de las grandes conmociones de la naturaleza. Gentes de talento se volvieron idiotas para toda su vida.
El tío Roque se había vuelto muy valiente, casi temerario. Llegado a París el 26 con sus convecinos de Nogent, en vez de volverse con ellos, se había incorporado a la guardia nacional que acampaba en las Tullerías; y se alegró mucho de que lo pusiesen de centinela delante de la terraza al lado del río. Al menos allí los tenía debajo de él, a aquellos bandoleros. Gozaba con su derrota, con su abyección y no podía aguantarse sin insolentarse contra ellos.
Uno de ellos, un adolescente de larga cabellera rubia, acercó su cara a las rejas pidiendo pan. El tío Roque le mandó callar. Pero el joven repetía con una voz lastimera:
—¡Pan!
—¿Lo tengo yo acaso?
Aparecieron otros prisioneros en el tragaluz, con sus barbas hirsutas, sus pupilas encendidas, empujándose unos a otros y aullando:
—¡Pan!
El tío Roque se indignó al ver que no se reconocía su autoridad. Para ponerles miedo, los encañonó; y no pudiendo aguantar más la marea que le ahogaba, el joven, con la cabeza hacia atrás gritó una vez más:
—¡Pan!
—¡Toma!, ¡ahi tienes! —dijo el tío Roque haciendo un disparo de fusil.
Se produjo un alarido enorme, después nada. Junto a la reja había quedado algo blanco.
Después de lo cual, el tío Roque regresó a su casa, pues poseía en la calle Saint-Martin una casa donde se había reservado una habitación de paso; y los daños causados por el motín en el escaparate de su inmueble habían contribuido en no pequeña medida a ponerle furioso. Su acción de hacía un momento le tranquilizaba como una indemnización.
Fue su propia hija quien le abrió la puerta. Le dijo inmediatamente que su ausencia tan prolongada la había preocupado; temía una desgracia, una herida.
Esta prueba de amor filial enterneció al tío Roque. Se extrañó de que ella se hubiese puesto en camino sin Catherine.
—La he enviado a hacer un recado —contestó Louise.
Y le informó de su salud, de unas cosas y otras; luego, con un aire indiferente, le preguntó si por casualidad no se había encontrado con Frédéric.
—¡No!, ¡ni por asomo!
Era únicamente por él por quien había hecho el viaje. Alguien pasó por el pasillo.
—¡Ah!, ¡perdón!
Y ella desapareció.
Catherine se había encontrado con Frédéric. Estaba ausente desde hacía varios días, y su amigo íntimo, el señor Deslauriers, vivía ahora en provincias.
Louise reapareció toda temblorosa, sin poder hablar. Se apoyaba contra los muebles.
—¿Qué tienes?, ¿qué tienes?
Ella hizo señas de que no era nada, y con un gran esfuerzo de voluntad se repuso.
De la casa de comidas de enfrente llevaron la sopa. Pero el tío Roque había sufrido una emoción demasiado violenta. «Aquello no podía pasar», y en el postre tuvo una especie de desmayo. Rápidamente fueron a buscar a un médico, que prescribió una poción. Después, ya en cama, el tío Roque exigió el mayor número de mantas posible para entrar en calor. Suspiraba, gemía.
—¡Gracias, mi buena Catherine! ¡Besa a tu pobre padre, mi pichoncita! ¡Ah!, ¡estas emociones!
Y como su hija le riñese por haberse puesto enfermo a fuerza de atormentarse por ella, él replicó:
—¡Sí!, ¡tienes razón! Pero es más fuerte que yo. Soy demasiado sensible.