CAPÍTULO II

La señora Dambreuse, en su saloncito, entre su sobrina y miss John, escuchaba al tío Roque, que estaba contando sus proezas militares.

Ella se mordía los labios, parecía sufrir.

—¡Oh!, no es nada, esto pasará.

Y con aire gracioso:

—Tendremos a cenar a uno de sus conocidos, el señor Moreau.

Louise se estremecía.

Y alabó sus maneras, su cara, y principalmente sus costumbres.

La señora Dambreuse mentía menos de lo que creía; el vizconde soñaba con el matrimonio. Se lo había dicho a Martinon, añadiendo que estaba seguro de agradar a la señorita Cécile y que sus padres lo aceptarían.

Para arriesgarse a tal confidencia, debía de tener informes ventajosos sobre la dote. Ahora bien, Martinon sospechaba que Cécile era hija natural del señor Dambreuse; y hubiera sido, probablemente, muy fuerte pedir su mano por si acaso. Esta audacia ofrecía peligros; por eso, Martinon, hasta el momento, se había conducido de modo que no se comprometía; además, no sabía cómo deshacerse de la tía. La palabra de Cisy le decidió; y había hecho su petición al banquero, el cual, no viendo obstáculo en ello, acababa de informar a la señora Dambreuse.

Apareció Cisy. Ella se levantó, dijo:

—Usted nos olvida… Cécile, choca esa mano.

En el mismo momento entraba Frédéric.

—¡Ah!, por fin, volvemos a verle —exclamó el tío Roque—. Estuve tres veces en su casa, con Louise, esta semana.

Frédéric había evitado cuidadosamente encontrarse con ellos. Alegó que pasaba jornadas enteras a la cabecera de un camarada herido. Desde hacía mucho tiempo, además, había tenido un montón de ocupaciones; e inventaba disculpas. Felizmente, llegaron los invitados; primeramente, el señor Paul de Grémonville, el diplomático que había visto en el baile, después Fumichon, el industrial que le había escandalizado una tarde con su celo de conservador; la vieja duquesa de Montreuil-Nantua llegó poco después.

Entretanto se oyeron dos voces en la antesala.

—Estoy segura —decía una.

—Mi querida señora, mi querida y bella señora —respondía la otra—, por favor, cálmese.

Era el señor de Nonancourt, un viejo coquetón, que parecía momificado con cold-cream, y la señora de Larsillois, esposa de un prefecto de Luis Felipe. Estaba toda temblorosa, porque acababa de oír tocar al órgano una polka que servía de señal a los insurrectos. Muchos burgueses se imaginaban algo parecido; creían que, en las catacumbas, había hombres dispuestos a hacer saltar el faubourg Saint-Germain; de las tabernas salían rumores confusos; cosas sospechosas se transmitían a las ventanas.

Todo el mundo, sin embargo, hizo por tranquilizar a la señora de Larsillois. El orden estaba restablecido. Ya nada había que temer. «Cavaignac nos ha salvado». Como si no hubieran bastado los horrores de la insurección, todavía los exageraban. Por el lado de los socialistas había habido veintitrés mil condenados a trabajos forzados, ni uno menos.

No había ninguna duda acerca del envenenamiento de los víveres, de los guardias móviles que habían sido serrados entres dos tablas, y de que en las banderas de los insurrectos había inscripciones que incitaban al pillaje, al incendio.

—Y algo peor —añadió la mujer del ex prefecto.

—¡Ah, querida! —interrumpió públicamente la señora Dambreuse, señalando con la mirada a las tres jóvenes.

La señora Dambreuse salió de su gabinete con Martinon. Volvió la cabeza y contestó a los saludos de Pellerin que se adelantaba. El artista observaba las paredes con aire preocupado. El banquero lo llevó aparte y le dio a entender que había tenido que esconder, por el momento, su cuadro revolucionario.

—¡Claro! —Dijo Pellerin, quien después de su fracaso en el «Club de la Inteligencia» había cambiado de opinión.

El señor Dambreuse insinuó muy cortésmente que le encargaría otros trabajos.

—Pero, perdón… ¡Ah, querido amigo, qué placer!

Arnoux y Mme. Arnoux estaban delante de Frédéric.

Le dio una especie de vértigo. Rosanette le había molestado toda la tarde expresando su admiración por los militares; y el viejo amor volvió a despertar.

El maitre d'hôtel anunció que la cena estaba servida. Con una mirada ordenó al vizconde que tomase del brazo a Cécile, y susurró a Martinon: «¡Miserable!» y pasaron al comedor.

Bajo las hojas verdes de una piña, en medio del mantel, se extendía un besugo que daba la cara a un cuarto de corzo y tocaba con la cola un plato de cangrejos dispuestos en pirámide. Higos, enormes cerezas, peras y uvas (frutas tempranas de cultivadores parisinos) formaban agudas pirámides en fruteros de vieja porcelana de Sajonia; manojos de flores alternaban con relucientes vajillas de plata; las persianas de seda blanca bajadas delante de las ventanas filtraban en la habitación una luz suave; dos recipientes donde había trocitos de hielo mantenían un ambiente fresco en la sala; la mesa estaba servida por criados de gran estatura que vestían calzón corto. Todo esto resultaba todavía más agradable después de las emociones de los días pasados. Se volvía a gozar de las cosas que se temían perder; y Nonancourt expresó el sentir general diciendo:

—¡Ah!, esperemos que los señores republicanos nos permitan cenar.

—A pesar de su fraternidad —añadió ingeniosamente el tío Roque.

Estos dos honorables estaban sentados respectivamente a derecha e izquierda de la señora Dambreuse, quien tenía enfrente a su marido, entre la señora De Larsillois, que tenía a su lado al diplomático, y la vieja duquesa al lado de Fumichon. Luego venían el pintor, el comerciante de cerámica, la señorita Louise y, gracias a Martinon, que le había quitado el puesto para ponerse al lado de Cécile, Frédéric se encontró al lado de Mme. Arnoux.

Llevaba un vestido de barés negro, una pulsera de oro en la muñeca, y, como la primera vez que le había invitado a cenar en su casa, algo rojo en su pelo, una rama de fucsia entrelazada en el moño. Frédéric no pudo menos de decirle:

—¡Cuánto tiempo hace que no nos vemos!

—¡Ah! —replicó ella fríamente.

Él continuó en un tono suave que atenuaba la impertinencia de la pregunta:

—¿Ha pensado alguna vez en mí?

—¿Por qué iba a pensar?

A Frédéric le molestaron aquellas palabras.

—Quizás tiene usted razón, después de todo.

Pero, arrepintiéndose rápidamente, juró que no había vivido un sólo día sin que su recuerdo dejase de atormentarle.

—No le creo absolutamente nada, señor.

—Sin embargo, usted sabe que la quiero.

Mme. Arnoux no contestó.

—Usted sabe que la quiero.

Ella seguía callada.

«Bueno, vete a paseo», dijo para sí Frédéric.

Y, alzando la vista, vio en el otro extremo de la mesa a la señorita Roque.

Había creído estar más coqueta vistiéndose de verde, color que chocaba con el tono rojo de su pelo. La hebilla de su cinturón estaba demasiado alta, su cuello de encaje le hundía la cabeza entre los hombros, esta falta de elegancia había influido sin duda en la fría actitud de Frédéric. Ella lo observaba desde lejos, curiosamente; y Arnoux, que estaba al lado de ella, por más piropos que le echaba, no lograba arrancarle tres palabras, de modo que, renunciando a hacerse grato, se puso a escuchar la conversación. Ahora discurría sobre los purés de piña del Luxemburgo.

Según Fumichon, Louis Blanc poseía un palacio en la calle Saint-Dominique y se resistía a alquilarlo a los obreros.

—Yo lo que encuentro raro —dijo Hussonnet— es que Ledru-Rollin vaya a cazar a las fincas de la Corona.

—Debe veinte mil francos a un orfebre, añadió Cisy; e incluso se dice…

La señora Dambreuse le interrumpió.

—¡Ah!, qué feo es acalorarse por la política. Un joven, pase. Ocúpese más bien de su vecina.

Luego la gente seria la emprendió con los periódicos.

Arnoux salió en su defensa; Frédéric intervino afirmando que eran empresas comerciales semejantes a las otras. Los que escribían en ellos eran, por lo general, unos cretinos o unos bromistas; se hizo pasar por tal para conocerlos, y combatía con sarcasmos los sentimientos generosos de su amigo. Mme Arnoux no se daba cuenta de que lo hacía para vengarse de ella.

Entretanto, el vizconde se torturaba la mente para conquistar a la señorita Cécile. Al principio alardeó de sus aficiones artísticas, criticando la forma de las pequeñas garrafas y el grabado de los cuchillos. Después habló de su cuadra, de su sastre y de su camisero; por fin, abordó el capítulo de la religión y encontró un medio de dar a entender que él cumplía con sus deberes religiosos.

Martinon lo hacía mejor. De una manera pausada y mirándola continuamente, elogiaba su perfil de pájaro, su descolorido pelo rubio, sus manos demasiado cortas. La fea joven gozaba bajo aquel chaparrón de piropos.

Como todos hablaban en voz alta, no se podía oír nada. El señor Roque abogaba por una mano de hierro para gobernar Francia. Nonancourt llegó a echar de menos la guillotina para los crímenes políticos. Había que exterminar de una vez a todos aquellos bandidos.

—Si hasta son unos cobardes —dijo Fumichon—. Yo no veo valentía alguna en ponerse detrás de las barricadas.

—A propósito, hablemos de Dussardier —dijo el señor Dambreuse volviéndose a Frédéric.

El bravo empleado se había convertido en un héroe, como Sallesse, los hermanos Jeanson, La Péquillet, etc.

Frédéric, sin hacerse rogar, contó la historia de su amigo; lo cual le procuró a él una especie de aureola.

Llegaron, con toda naturalidad, a relatar diferentes rasgos de valor. Según el diplomático, no era difícil afrontar la muerte, prueba de ello: los que se batían en duelo.

—Podemos remitirnos al vizconde —dijo Martinon.

El vizconde se puso todo rojo.

Los invitados le miraban; y Louise, más asombrada que los demás, murmuró:

—¿De qué se trata?

—Se rajó ante Frédéric —replicó Arnoux en voz baja.

—¿Usted sabe algo, señorita? —preguntó enseguida Nonancourt.

Y dio su respuesta a la señora Dambreuse, quien, inclinándose un poco, se puso a observar a Frédéric.

Martinon no aguardó las preguntas de Cécile. Le dijo que este asunto tenía que ver con una persona incalificable. La joven se recostó ligeramente en su silla, como para evitar el contacto con semejante libertino.

La conversación, entretanto, se había reanudado. Circulaban los grandes vinos de Burdeos, la gente se animaba; Pellerin estaba resentido con la Revolución a causa del museo español, definitivamente perdido. Era lo que más le afligía como pintor. En este punto, el tío Roque le interpeló.

—¿No sería usted el autor de un cuadro muy notable?

—¡Quizás! ¿Cuál?

—Ese que representa a una señora en un vestido… ¿cómo diría, con propiedad… un poco… ligero, con una bolsa y un pavo real detrás?

Frédéric a su vez se puso colorado. Pellerin parecía no darse por enterado.

—Sin embargo, es una obra ciertamente suya. Pues al pie del cuadro está escrito su nombre y una tarjeta encima atestigua que su propietario es el señor Moreau.

Un día, mientras esperaban a Frédéric, el tío Roque y su hija habían visto en su casa el retrato de la Mariscala. El buen hombre incluso lo había tomado por «una tabla gótica».

—¡No! —dijo bruscamente Pellerin—; es un retrato de mujer.

Martinon añadió:

—De una mujer que está bien viva. ¿Verdad, Cisy?

—¡Ah!, no sé nada.

—Creí que la conocía. Pero como veo que le molesta, le pido mil perdones.

Cisy bajó la vista, demostrando con su turbación que había tenido una intervención lamentable en aquel retrato. En cuanto a Frédéric, estaba claro que la modelo del cuadro era su amante. Fue una de esas convicciones a las que se llega inmediatamente y las expresiones de los circunstantes lo manifestaban sin lugar a dudas.

—¡Cómo me mentía! —se dijo Mme. Arnoux.

«Es, pues, por eso por lo que me ha dejado», pensó Louise.

Frédéric se imaginaba que estas dos historias podían comprometerle; cuando se encontraron en el jardín se lo reprochó a Martinon.

El galán de la señorita Cécile se le rió en las narices.

—¡Eh!, nada de eso, al contrario, eso puede ayudarte. Sigue adelante.

¿Qué quería decir? Además, ¿qué significaba esa benevolencia tan contraria a sus hábitos? Sin dar ninguna explicación, se fue hacia el fondo, donde estaban sentadas las mujeres. Los hombres se mantenían de pie, y Pellerin, en medio de ellos, exponía sus ideas. El régimen más favorable para las artes era una monarquía bien entendida. Los tiempos modernos le asqueaban, aunque sólo fuese por la Guardia Nacional; echaba de menos la Edad Media, a Luis XIV; el tío Roque le felicitó por sus opiniones, confesando incluso que echaban por tierra todos sus prejuicios sobre los artistas. Pero se alejó casi inmediatamente, atraído por la voz de Fumichon. Arnoux trataba de demostrar que hay dos socialismos, uno'bueno y otro malo. El industrial no veía las diferencias, pues sólo oír la palabra «propiedad» le encolerizaba y le hacía dar vueltas a la cabeza.

—Es un derecho que está escrito en la naturaleza. Los niños tienen apego a sus juguetes, todos los pueblos son de mi parecer, todos los animales; el mismo león, si pudiera hablar, se declararía propietario. Así yo, señores, comencé con quince mil francos de capital. Durante treinta años, fíjense bien, me levantaba regularmente a las cuatro de la mañana. Me ha costado un trabajo de mil diablos llegar a lo que tengo. Y se atreverán a decirme que no soy el amo, que mi dinero no es mío, en fin, que la propiedad es un robo.

—Pero Proudhon…

—Déjeme en paz con su Proudhon. Si estuviera aquí, creo que lo estrangularía.

Lo habría estrangulado. Sobre todo, después de los licores, Fumichon era otra persona; y su cara de apopléjico estaba a punto de estallar como un obús.

—Buenos días, Arnoux —dijo Hussonnet, que pasó rozando el césped.

Llevaba al señor Dambreuse la primera hoja de un folleto titulado La Hidra, en la que el bohemio defendía los intereses de un círculo reaccionario, y el banquero lo presentó como tal a sus invitados.

Hussonnet los divirtió primero contando que los comerciantes de sebo pagaban a trescientos noventa y dos muchachos para que cada noche gritasen: «Farolillos»; después, tomando a broma los principios del 89, la liberación de los negros, los oradores de la izquierda; llegó incluso a declamar «Prudhomme sobre una barricada», tal vez por una ingenua envidia contra aquellos burgueses que habían cenado bien. La broma agradó hasta cierto punto. Hubo caras largas.

No era momento de bromear, por lo demás; Nonancourt lo advirtió, recordando la muerte de monseñor Affre y la del general De Bréa. Seguían recordándolos; y sacaban consecuencias de ellas. El tío Roque declaró que la muerte del arzobispo era lo más sublime que podía darse; Fumichon daba la palma al militar; y, en vez de limitarse a deplorar estos dos asesinatos, se pusieron a discutir sobre cuál de los dos debía suscitar mayor indignación. Siguió un segundo paralelo, esta vez entre Lamoriciére y Cavaignac. Dambreuse exaltaba a Cavaignac, y Nonancourt a Lamoricière. Salvo Arnoux, ninguno de los que estaban allí había podido verlos en acción. Nadie dejó de formular juicios irrevocables sobre sus operaciones. Frédéric se había declarado incompetente y confesó que él no había tomado las armas. El diplomático y el señor Dambreuse le hicieron con la cabeza un signo de aprobación. En efecto, haber combatido el motín quería decir haber defendido la República. El resultado, aunque favorable, la consolidaba; y, ahora que se habían deshecho de los vencidos, deseaban ser los vencedores.

Apenas en el jardín, la señora Dambreuse, tomando aparte a Cisy, lo reprendió por su torpeza; al ver a Martinon, ella lo despidió, después quiso saber por medio de su futuro sobrino la causa por la cual habían hecho bromas a cuenta del vizconde.

—No hay ninguna.

—Y todo esto parecía hecho a propósito para ensalzar al señor Moreau. ¿Con qué fin?

—Con ninguno. Frédéric es un chico encantador. Yo lo quiero mucho.

—Y yo también. Que venga. Vayan a buscarlo.

Después de dos o tres frases banales, la señora se puso a hablar con ligero desprecio de sus huéspedes, lo cual equivalía a colocarle a él por encima de todos ellos. Frédéric no dejó de denigrar moderadamente a las otras mujeres, lo cual era una manera hábil de hacerle cumplidos. Pero ella le dejaba de vez en cuando, era tarde de recepción, llegaban señoras; luego volvía a su puesto, y la disposición totalmente fortuita de los asientos les permitía hablar sin ser oídos.

Ella se mostró jovial, seria, melancólica y razonable. Las preocupaciones del día le interesaban medianamente; había toda una serie de sentimientos menos transitorios. Se quejaban de los poetas que desvirtúan la verdad, después, levantando los ojos al cielo, le preguntó el nombre de una estrella.

Habían puesto en los árboles dos o tres faroles chinos; el viento los movía, sus luces de color temblaban sobre su vestido blanco. Estaba, según su costumbre, un poco echada hacia atrás en su sillón, y delante tenía un pequeño taburete para los pies; se veía apenas la punta de un zapato de raso negro; y a la señora Dambreuse se le escapaba de vez en cuando una palabra un poco más alta, incluso a veces una risa.

Estas coqueterías no llegaban a Martinon, entretenido con Cécile; pero iban a llamar la atención de la joven señorita Roque, que conversaba con Mme. Arnoux. Era la única, entre aquellas mujeres, cuyos modales no le parecían desdeñosos. Había ido a sentarse a su lado después, cediendo al deseo de expansionarse:

—¿Verdad que habla bien Frédéric Moreau?

—¿Lo conoce usted?

—¡Oh!, mucho. Somos vecinos, jugaba conmigo siendo yo niña.

Mme. Arnoux le echó una larga mirada que significaba: «¿No estará enamorada de él, me imagino?».

La de la chica replicó sin alterarse: «¡Sí!».

—Entonces, ¿lo ve con frecuencia?

—¡Oh, no!, sólo cuando va a ver a su madre. Hace diez meses que no va por allí. Sin embargo, había prometido ser más asiduo.

—No hay que fiarse mucho de las promesas de los hombres, hija mía.

—Pero a mí no me ha engañado.

—Como a otras.

Louise se estremeció: «¿Acaso le había prometido algo también a ella?», y su cara estaba crispada de desconfianza y de odio.

Mme. Arnoux casi le tuvo miedo; hubiera querido retirar aquellas palabras. Luego, las dos permanecieron en silencio.

Como Frédéric estaba en frente, en una silla de tijera, ellas lo miraban, la una decentemente con el rabillo del ojo, la otra descaradamente, con la boca abierta, de modo que la señora Dambreuse le dijo:

—Vuélvase para que la vea.

—¿A quién?

—Pues a la hija del señor Roque.

Y le tomó el pelo diciéndole que estaba enamorado de aquella joven provinciana. Él se defendía intentando reírse.

—Pero ¿es posible?, dígame, ¡semejante petardo!

Sin embargo, su vanidad se sentía inmensamente halagada. Recordaba la noche pasada, en la que había salido con el corazón lleno de humillaciones; y respiraba a pleno pulmón; se sentía en su verdadero ambiente, casi en su propiedad, como si todo aquello, incluido el palacio de los Dambreuse, fuera suyo. Las señoritas formaban un semicírculo para escucharle; y, para lucirse, se pronunció a favor del restablecimiento del divorcio, que había que facilitar hasta poder dejarse y reunirse indefinidamente tantas veces como se quisiera. Ellas protestaron; otras cuchicheaban; surgían pequeñas voces en la sombra, al pie de la pared cubierta de aristoloquias. Era como un alegre cacareo de gallinas; y Frédéric desarrollaba su teoría con ese aplomo que da el saberse escuchado. Un criado llevó al cenador una bandeja llena de helados. Los caballeros se acercaron. Hablaban de detenciones.

Entonces, Frédéric se vengó del vizconde haciéndole creer que podían perseguirle por legitimista. El otro objetaba que no se había movido de su habitación; su adversario acentuó las tintas negras; los señores Dambreuse y de Grémonville también se divertían a su costa. Después cumplimentaron a Frédéric, no sin lamentar que no emplease sus dotes en la defensa del orden; y hubo un apretón de manos cordial; en adelante podía contar con ellos. En fin, cuando todo el mundo se iba, el vizconde hizo una profunda inclinación ante Cécile:

—Señorita, tengo el gran honor de desearle buenas noches.

Ella contestó en tono seco:

—Buenas noches.

Y sonrió a Martinon.

El señor Roque, para continuar su discusión con Arnoux, le propuso acompañarle «así como a la señora», ya que llevaban el mismo camino. Louise y Frédéric caminaban delante. Ella le había cogido del brazo; y cuando estuvieron bastante lejos de los otros:

—¡Ah!, por fin, por fin. He sufrido bastante toda la velada. ¡Qué malas son esas mujeres! ¡Qué aire de superioridad!

Él quiso defenderlas.

—En primer lugar, bien podías haberme dicho algo al entrar, hace un año que no te dejas ver.

—No hace un año —dijo Frédéric, contento de corregirle este fallo para evitarse los otros.

—Bueno. El tiempo me ha parecido largo, eso es todo. Pero durante esta abominable cena era para creer que te avergonzabas de mí. ¡Ah! comprendo que no tengo lo que hace falta para agradar, como ellas.

—Te equivocas —dijo Frédéric.

—¡De veras! ¡Júrame que no quieres a ninguna!

Frédéric juró.

—Y es a mí sola a quien quieres.

—Pues claro.

Esta seguridad la alegró. Habría querido perderse con él por las calles para pasear juntos toda la noche.

—He sufrido tanto allí. No hablaban más que de barricadas. Te veía caer de espaldas, cubierto de sangre. Tu madre estaba en casa con su reúma. No sabía nada. Tenía que callarme. No podía aguantarme más. Entonces tomé a Catherine.

Y le contó su salida, todo su camino, y la mentira contada a su padre.

—Viene a recogerme dentro de dos días. Ven mañana por la tarde, como por casualidad, y aprovecha para pedirme en matrimonio.

Jamás Frédéric había estado más lejos del matrimonio. Además, la señorita Roque le parecía una insignificante persona bastante ridicula. ¡Qué diferencia con una mujer como la señora Dambreuse! Era muy distinto el porvenir que le esperaba. Hoy estaba muy seguro de ello; por eso no era el momento de comprometerse, por una corazonada, en una decisión de tanta importancia. Ahora había que ser realista; y además, había vuelto a ver a Mme Arnoux. Sin embargo, la franqueza de Louise le ponía en un apuro. Replicó:

—¿Has reflexionado bien sobre el paso que vas a dar?

—¡Cómo! —exclamó ella, helada de sorpresa y de indignación.

Él dijo que casarse ahora sería una locura.

—¿Así que tú no quieres nada conmigo?

—Es que tú no me comprendes.

Y comenzó con una palabrería muy embrollada para darle a entender que tenía razones de peso, que incluso su patrimonio estaba comprometido (Louise zanjaba todo con una palabra clara). En fin, que las circunstancias políticas eran desfavorables. Las cosas se arreglarían sin duda; al menos, él lo esperaba; y como ya no encontraba más razones, fingió recordar bruscamente que hacía ya dos horas que habría tenido que estar en casa de Dussardier.

Después, luego de haberse despedido de los otros, se metió por la calle Hauteville, dio la vuelta al Gimnasio, volvió al bulevar, y subió corriendo los cuatro pisos de Rosanette.

El señor y la señora Arnoux dejaron al tío Roque y a su hija a la entrada de la calle Saint-Denis. Volvieron allí sin decir nada; él extenuado de tanta charla, y ella rendida de cansancio; teniendo incluso que apoyarse en su hombro. Era el único hombre que había dado muestras aquella noche de sentimientos honrados. La mujer se sintió llena de indulgencia con él. Sin embargo, por su parte, Arnoux guardaba algún rencor a Frédéric.

—¿Viste la cara que puso cuando se habló del retrato? ¿Recuerdas cuando yo te decía que era su amante y tú no querías creerme?

—¡Oh!, sí, me equivocaba.

Arnoux, satisfecho de su triunfo, insistió.

—Te apuesto incluso que nos ha dejado hace un momento para ir a reunirse con ella. Estoy seguro de que está ahora en su casa, ¡vaya!, y de que pasa allí la noche.

Mme Arnoux había bajado su capucha.

—Pero ¡estás temblando!

—Es que tengo frío —dijo ella.

Apenas su padre se quedó dormido, Louise entró en la habitación de Catherine, y, sacudiéndola por el hombro:

—¡Levántate!… ¡Pronto!, ¡más pronto!, y vete a buscar un simón.

Catherine le respondió que a aquella hora ya no había.

—Entonces tú misma vas a acompañarme.

—¿A dónde?

—A casa de Frédéric.

—Imposible. ¿Para qué?

Era para hablar con él. No podía esperar. Quería verlo inmediatamente.

—Ni hablar. Presentarse así en una casa a media noche. Además, a estas horas está durmiendo.

—Lo despertaré.

—Pero eso no es decente para una señorita.

—Yo no soy una señorita. Soy su mujer. Le quiero. Vamos, ponte el chal.

Catherine, de pie al lado de su cama, reflexionaba. Acabó por decir:

—No, no quiero.

—Bueno, pues quédate. Yo voy allá.

Louise se deslizó como una culebra por la escalera. Catherine se lanzó detrás de ella, la alcanzó en la acera. Sus protestas fueron inútiles; y la seguía al tiempo que terminaba de anudar su camisola. El camino le pareció larguísimo. Se quejaba de sus viejas piernas.

—Después de todo, yo no tengo ningún motivo para correr, vamos.

Luego se ablandaba.

—¡Corazón mío! Ya no te queda más que tu Catau, ¿ves?

De vez en cuando le entraban escrúpulos.

—¡Ah!, ¡qué cosas me hacen hacer! ¡Si se despertara su padre! ¡Ojalá no ocurra!

Delante del teatro de Variedades, una patrulla de la guardia nacional las paró. Louise dijo enseguida que iba con su muchacha a buscar un médico. Las dejaron pasar.

En la esquina de la Magdalena encontraron una segunda patrulla, y, como Louise les hubiese dado la misma contestación, uno de los ciudadanos exclamó:

—¿No será para una enfermedad de nueve meses, querida?

—¡Gougibaud! —exclamó el capitán—, ¡nada de indecencias en las filas!; ¡circulen, señoras!

A pesar de la orden terminante, continuaron los rasgos de ingenio.

—Que se divierta.

—Mis respetos al doctor.

—Cuidado con el lobo.

—Les gusta reír —dijo en voz alta Catherine—. Son jóvenes.

Por fin, llegaron a casa de Frédéric. Louise tiró de la campanilla con fuerza varias veces. La puerta se entrabrió y el conserje respondió a su pregunta:

—No.

—¿Pero estará acostado?

—Le digo que no. Hace tres meses que no duerme en casa.

Y el pequeño cristal de la portería volvió a bajar claramente como una guillotina. Las dos mujeres se quedaron a oscuras, bajo la bóveda. Una voz furiosa les gritó:

—¡Salgan!

La puerta se volvió a abrir; salieron.

Louise tuvo que sentarse en un guardacantón; y cogiéndose la cabeza entre las manos lloró con toda el alma. Estaba amaneciendo, pasaban carretas.

Catherine la llevó a casa, sosteniéndola, besándola, prodigándole toda clase de consuelos que le dictaba su experiencia. No había que sufrir tanto por los hombres. Si éste le fallaba, ya encontraría otros.

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