CAPÍTULO IV

Cuando Deslauriers se presentó en su casa, el señor Dambreuse estaba pensando en reanimar su gran explotación hullera. Pero la fusión de todas las compañías en una sola estaba mal vista: clamaban contra el monopolio como si, para tales explotaciones, no hiciesen falta inmensos capitales.

Deslauriers, que precisamente acababa de leer la obra de Guizot y los artículos del señor Chappe en el Journal des Mines, conocía perfectamente la cuestión Demostró que la ley de 1810 establecía a favor del concesionario un derecho inalienable. Por otra parte, se podía dar a la operación un tinte democrático: impedir las uniones mineras era un atentado contra el principio mismo de asociación.

El señor Dambreuse le entregó unas notas para que redactase una memoria. En cuanto a la forma de recompensarle su trabajo, las promesas fueron tan grandes como poco precisas.

Deslauriers volvió a casa de Frédéric y le informó de la entrevista. Además, al subir había visto a la señora Dambreuse al pie de la escalera, cuando él salía.

—¡Caramba!, te felicito.

Luego hablaron de la elección. Había que inventar algo.

Tres días después, Deslauriers apareció con un folio escrito: era una carta familiar, dirigida a los periódicos, en la que el señor Dambreuse aprobaba la candidatura de Deslauriers. Sostenida por un conservador y promovida por un rojo, tenía que triunfar. Pero ¿cómo el capitalista había firmado semejante elucubración? El abogado, sin el menor apuro, había ido por propia iniciativa a enseñársela a la señora Dambreuse, quien, encontrándola perfecta, se había encargado de lo demás.

Esta actitud sorprendió a Frédéric. Sin embargo, la aprobó; después, como Deslauriers se entrevistaba con el señor Roque, le contó en qué situación se encontraba respecto a Louise.

—Diles todo lo que quieras, que mis negocios andan mal, que los arreglaré; que ella es bastante joven para esperar.

Deslauriers marchó; y Frédéric se consideró un hombre de carácter. Experimentaba, por otra parte, una satisfacción, una dicha profunda. Su gozo de poseer una mujer rica no había nada que lo empañase; el sentimiento estaba en armonía con el ambiente. Ahora, su vida era plenamente tranquila, en todos los órdenes.

El gozo mayor, sin duda, era contemplar a la señora Dambreuse, en su salón, entre varias personas. La decencia de sus modales le hacía pensar en otras actitudes; mientras que hablaba en un tono frío, él recordaba sus balbuceos amorosos; todos los respetos a su virtud le deleitaban como un homenaje que se volvía hacia él; y, a veces, tenía ganas de gritar: «¡Pero si yo la conozco mejor que vosotros! ¡Es mía!».

Sus relaciones no tardaron en ser una cosa convenida, aceptada. Durante todo el invierno se hizo acompañar de Frédéric en todas las reuniones de sociedad.

El llegaba casi siempre antes que ella; y la veía entrar con los brazos desnudos, el abanico en la mano, perlas en el pelo. Se paraba en la puerta, que le servía como de marco, y tenía un leve movimiento de indecisión entornando los ojos para ver si él había llegado. Ella lo llevaba en su coche; la lluvia daba contra las ventanillas; los transeúntes se movían como sombras en el barro; y, apretados el uno contra el otro, veían todo esto de una manera confusa, con una especie de tranquilo desdén. Con pretextos diferentes, él quedaba todavía una hora larga en su habitación.

Era, más que nada, por aburrimiento por lo que la señora Dambreuse había cedido. Pero esta última prueba no podía perderse. Quería un gran amor, y empezó a colmarlo de adulaciones y de caricias.

Le mandaba flores; le hizo un bordado para una silla; le regaló una petaca para los puros, una escribanía, mil pequeñas cosas de uso cotidiano para que no pudiese hacer nada sin recordarla. Estas atenciones le encantaron al principio, pero pronto le parecieron totalmente normales.

Ella subía a un simón, lo despedía a la entrada de un pasaje, salía por el otro extremo; después, deslizándose a lo largo de las paredes, con la cara tapada con un doble velo, llegaba a la calle en donde Frédéric, que la estaba esperando, la cogía rápidamente del brazo y la acompañaba a su casa. Sus dos criados estaban de paseo, el portero había salido a hacer un recado; ella echaba un ojeada todo alrededor; nada que temer, y suspiraba de satisfacción como un exiliado que vuelve a su patria. La suerte les daba ánimos. Las citas se multiplicaron. Una tarde, incluso, se presentó de pronto con un vestido de baile. Estas sorpresas podían ser peligrosas; Frédéric la reprendió por su imprudencia; además, no le gustó como iba. El escote de su corpiño ponía de relieve su exiguo pecho.

Entonces reconoció lo que él mismo se había ocultado, la desilusión de sus sentidos. No dejaba por eso de fingir grandes ardores; pero, para volver a sentirlos, tenía que evocar la imagen de Rosanette o de Mme. Arnoux.

Esta atrofia sentimental le dejaba la cabeza enteramente libre, y más que nunca ambicionaba una alta posición social. Puesto que tenía un buen apoyo, lo menos que podía hacer era aprovecharlo.

A mediados de enero, una mañana, Sénécal entró en el estudio de Frédéric, y a su exclamación de asombro contestó que era secretario de Deslauriers. Incluso le llevaba una carta. Eran buenas noticias, pero le echaba en cara su negligencia; había que ir allí.

El futuro diputado dijo que se pondría en camino dentro de dos días.

Sénécal no expresó opiniones sobre aquella candidatura. Habló de sí mismo y de los asuntos del país.

Por lamentables que fuesen, le alegraban; pues se iba hacia el comunismo. En primer lugar, la propia administración caminaba en esta dirección, pues cada día había más cosas controladas por el gobierno. En cuanto a la propiedad, la Constitución del 48, a pesar de sus debilidades, no se había salvado; en nombre de la utilidad pública, el Estado podía, en lo sucesivo, apoderarse de lo que juzgase conveniente. Sénécal se declaraba a favor de la autoridad y Frédéric reconoció en sus discursos la exageración de lo que él mismo había dicho a Deslauriers. El republicano tronó incluso contra la influencia de las masas.

—Robespierre, defendiendo el derecho de las minorías, llevó a Luis XVI ante la Convención Nacional, y salvó al pueblo. El fin justifica los medios. A veces la dictadura es indispensable. ¡Viva la tiranía, con tal de que el tirano lo haga bien!

La discusión duró mucho tiempo, y, cuando se iba, Sénécal confesó (tal vez éste era el objeto de su visita) la preocupación de Deslauriers por el silencio del señor Dambreuse.

Pero el señor Dambreuse estaba enfermo. Frédéric lo veía todos los días, pues era admitido a su cabecera en su calidad de amigo íntimo.

La destitución del general Changarnier había trastornado extremadamente al capitalista. Aquella misma noche sintió un gran calor en el pecho, con una opresión que le impedía permanecer acostado. Unas sanguijuelas le aliviaron inmediatamente. La tos seca desapareció, la respiración se hizo más sosegada; y, ocho días después, dijo, mientras tomaba un caldo:

—¡Ah!, esto va mejor. Pero estuve a punto de hacer el gran viaje.

—No solo —dijo la señora Dambreuse, dando a entender con estas palabras que ella no habría podido sobrevivirle.

En lugar de responder, tuvo para ella y para su amante una sonrisa singular en la que se mezclaban resignación, indulgencia, ironía e incluso una pizca de segunda intención casi alegre.

Frédéric quiso salir para Nogent. La señora Dambreuse se opuso; y él hacía y deshacía su equipaje según las alternativas de la enfermedad.

De pronto, el señor Dambreuse tuvo un gran vómito de sangre. Consultados «los príncipes de la ciencia», no encontraron nada importante. Se le hinchaban las piernas y la debilidad aumentaba. Había expresado varias veces su deseo de ver a Cécile, que vivía con su marido, nombrado recaudador hacía un mes, en la otra punta de Francia. Ordenó expresamente que la hiciesen ir. La señora Dambreuse escribió tres cartas y se las enseñó.

Sin confiar ni siquiera en la religiosa, no lo dejaba un segundo, ya no se acostaba. Las personas que pasaban por la conserjería preguntaban por ella con admiración; y los transeúntes se llenaban de respeto ante la cantidad de paja que había en la calle bajo las ventanas.

El 12 de febrero, a las cinco, se declaró una hemoptisis espantosa. El médico de guardia avisó del peligro. Corrieron pronto a buscar a un sacerdote.

Durante la confesión del señor Dambreuse, la señora lo miraba de lejos, con curiosidad. Después de lo cual, el joven doctor aplicó un vesicatorio y esperó.

La luz de las lámparas, tapada por los muebles, alumbraba la habitación de una manera desigual. Federico y la señora Dambreuse, al pie de la cama, observaban al moribundo. En el hueco de una ventana el cura y el médico conversaban a media voz; la hermanita, de rodillas, musitaba oraciones.

Por fin se oyó un estertor. Las manos se enfriaban, la cara empezaba a palidecer. A veces arrancaba una respiración enorme; se fueron haciendo cada vez más raras; se le escaparon dos o tres palabras confusas; exhaló un ligero suspiro al mismo tiempo que giraba sus ojos, y la cabeza caía hacia un lado del cojín.

Durante un minuto, todos se quedaron inmóviles.

La señora Dambreuse se acercó; y sin esfuerzo, con la sencillez del que cumple con su deber, le cerró los ojos.

Después abrió los brazos, retorciéndose la cintura en el espasmo de una desesperación contenida, y salió de la habitación, apoyada en el médico y en la religiosa. Un cuarto de hora después, Frédéric subió a su habitación.

Se notaba allí un olor indefinido, emanación de las cosas delicadas que la llenaban. En medio de la cama se extendía un vestido negro que contrastaba con el cubrepiés rosa.

La señora Dambreuse estaba en el rincón de la chimenea, de pie.

Sin suponer que tuviese gran pena, la creía un poco triste; y, con una voz doliente:

—¿Sufres?

—¿Yo? No, en absoluto.

Al dar la vuelta, vio el vestido, lo examinó; después le dijo que no se molestara.

—Fuma si quieres. Estás en mi casa.

Y, dando un gran suspiro:

—¡Ah!, ¡Virgen santa!, ¡qué alivio!

Frédéric se extrañó de la exclamación. Replicó besándole la mano:

—Sin embargo, ¡éramos libres!

Esta alusión a la facilidad de sus amores pareció molestar a la señora Dambreuse.

—¡Ah!, pero tú no sabes los servicios que yo le hacía, ni en qué estado de angustia he tenido que vivir.

—¿Cómo?

—¡Pues sí! ¿Se podía estar tranquila teniendo siempre al lado a aquella bastarda, una niña que entró en casa al cabo de cinco años de matrimonio y que, si no fuera yo, le habría hecho cometer cualquier tontería?

Entonces ella le informó de todos sus negocios. Estaban casados en régimen de separación de bienes. Su patrimonio era de tres mil francos. El Sr. Dambreuse le había asegurado, por contrato, en caso de sobrevivir, una renta de quince mil libras y la propiedad del palacio. Pero, poco tiempo después, había hecho testamento por el que le legaba toda su fortuna; y ella la valoraba, según posibles estimaciones, en más de tres millones.

Frédéric abrió unos ojos de asombro.

—Valía la pena, ¿verdad? Por lo demás, yo también he contribuido a ello. Era mi capital lo que defendía; Cécile me habría despojado injustamente.

—¿Por qué no ha venido a ver a su padre? —dijo Frédéric.

Ante esta pregunta, la señora Dambreuse lo miró fijamente; después, en tono seco:

—¡Qué sé yo! Le ha faltado valor, sin duda. ¡Oh!, la conozco. Por eso, de mí no tendrá ni un céntimo.

No le daba mucho fastidio, al menos después de su matrimonio.

—¡Ah!, su matrimonio —dijo con risa burlona la señora Dambreuse.

Y sentía haber tratado demasiado bien a aquella pécora, que era celosa, interesada, hipócrita. Todos los defectos de su padre. (Manifestaba por el marido un desprecio cada vez más violento). Un hombre tan profundamente falso, sin piedad, duro como una piedra, «un mal hombre, un mal hombre».

—Hasta las personas más formales, a veces, tienen faltas.

La señora Dambreuse acababa de cometer una con aquel desbordamiento de odio incontrolado. Frédéric, sentado frente a ella, en un sillón, reflexionaba, escandalizado.

Ella se levantó y se fue a sentar suavemente sobre sus rodillas.

—Tú eres la única persona buena. No amo a nadie más que a ti.

Mirándolo, se le enterneció el corazón, una reacción nerviosa le hizo asomar las lagrimas a los ojos, y murmuró:

—¿Quieres casarte conmigo?

Al principio creyó no haber comprendido. Tanta riqueza lo aturdía. Ella repitió más fuerte:

—¿Quieres casarte conmigo?

Por fin, él contestó sonriendo:

—¿Lo pones en duda?

Después, le entró un pudor y, para hacer una especie de reparación al difunto, se prestó a velarlo él mismo. Pero avergonzado de tan piadoso sentimiento, añadió con aire desenvuelto:

—Tal vez fuese más decente.

—Quizás sí —dijo ella, por los criados.

Había sacado la cama completamente fuera de la alcoba. La religiosa estaba al pie; y en la cabecera había un sacerdote, no el de antes, otro, un hombre alto y delgado, de aspecto español y fanático. Sobre la mesilla de noche, cubierta de un paño blanco, ardían tres hachas.

Frédéric tomó una silla y miró al difunto.

Su cara estaba amarilla como la paja; un poco de espuma sanguinolenta le asomaba por las comisuras de los labios. Tenía un pañuelo alrededor de la cabeza, un chaleco de punto, y un crucifijo de plata sobre el pecho entre sus brazos cruzados.

Había terminado, pues, aquella vida llena de preocupaciones. ¡Cuántas visitas no habría hecho a los despachos!, ¡cuántas cuentas ajustadas!, ¡cuántos trapícheos habría hecho!, ¡qué cantidad de informes escuchados! ¡Qué cantidad de cuentos, sonrisas, reverencias! Pues había aclamado a Napoleón, a los Cosacos, a Luis XVIII, al 1830, a los obreros, a todos los regímenes, adorando el Poder con tal fervor que habría dado dinero por poderse vender.

Pero dejaba la finca de la Fortelle, tres fábricas en Picardía, el bosque de Crancé en el Yonne, una granja cerca de Orléans, unos valores mobiliarios considerables.

Así Frédéric hizo el cálculo de su fortuna; y todo esto iba a pertenecerle. Primero pensó en «el qué dirían», en un regalo para su madre, en sus futuros troncos de caballos, en el viejo cochero de su familia, a quien le gustaría colocar de conserje. Por supuesto, la librea no sería la misma. En el gran salón pondría su gabinete de trabajo. Nada le impediría, tirando tres tabiques, instalar en el segundo piso una galería de cuadros. Quizás había posibilidad de preparar en la planta baja una sala de baños turcos. En cuanto al despacho del señor Dambreuse, una habitación bastante desagradable, ¿para qué podía servir? El sacerdote que se sonaba o la hermanita que atizaba el fuego interrumpían brutalmente estas imaginaciones. Pero la realidad las confirmaba; el cadáver seguía allí. Los párpados se habían vuelto a abrir; y la pupilas, aunque anegadas en unas tinieblas viscosas, tenían una expresión enigmática, insoportable. Frédéric creía ver en ellas un juicio que le hacían, y sentía una especie de remordimiento, pues nunca había tenido quejas de aquel hombre, quien, por el contrario… Vamos ya, un viejo miserable, y lo observaba más cerca, para reafirmarse, diciéndole mentalmente:

—Bueno, ¿y qué? ¿Te he matado yo?

Entretanto, el sacerdote rezaba su breviario; la religiosa dormitaba, inmóvil; los pabilos de las tres hachas se alargaban.

Durante dos horas se oyó el rodar sordo de las carretas que se encaminaban hacia el Mercado Central. Los cristales iban clareando, pasó un simón, después una recua de borriquillas que iban a paso cortito sobre el pavimento, y se oían martillazos, gritos de vendedores ambulantes, clamores de trompetas; todo se confundía en la gran voz de París que se despertaba.

Frédéric se puso a hacer gestiones. Primero fue al Ayuntamiento para hacer la declaración, después, cuando el médico encargado del servicio le dio el certificado de defunción, volvió al Ayuntamiento a decir qué cementerio escogía la familia, y para ponerse de acuerdo con la empresa de pompas fúnebres.

El empleado le presentó un dibujo y un programa, uno indicando las diversas clases de entierro, y el otro el detalle completo del boato exterior. ¿Querían una carroza de dos pisos o un coche con penachos, caballos con gualdrapas, lacayos con plumas, iniciales o un blasón, lámparas fúnebres, un hombre para llevar las distinciones? y ¿cuántos coches? Frédéric fue espléndido; la señora Dambreuse quería que no se escatimase nada.

Después se trasladó a la iglesia.

El vicario de los funerales comenzó por censurar la manera de explotar los excesos de las pompas fúnebres; por ejemplo, el oficial para portar las condecoraciones era completamente inútil; era más importante la cantidad de cirios. Se acordó una misa rezada acompañada con música.

Frédéric firmó todo lo que se había convenido, comprometiéndose solidariamente a pagar todos los gastos.

Después fue al Ayuntamiento para la compra del terreno. Una concesión de dos metros de largo por uno de ancho costaba quinientos francos. ¿Era una concesión para medio siglo o perpetua?

—¡Oh!, perpetua —dijo Frédéric.

Tomaba la cosa en serio, se desvivía. En el patio del palacio le esperaba un marmolista para presupuestos y planos de sepulturas griegas, egipcias, árabes; pero el arquitecto de la casa ya había hablado de esto con la señora; y sobre la mesa, en el vestíbulo, había toda clase de proyectos relativos a la limpieza de los colchones, a la desinfección de las habitaciones, a diversos procedimientos de embalsamamiento.

Después de cenar volvió a la sastrería para tratar del luto de los criados; y tuvo que hacer su última compra, pues había encargado guantes de castor, y eran guantes de filadiz los apropiados.

El día siguiente, a la diez, el gran salón se llenaba de gente, y casi todos, acercándose en tono melancólico, decían:

—Y yo que todavía hace un mes que lo vi. ¡Dios mío!, es lo que nos espera a todos.

—Sí; pero tratemos de que sea lo más tarde posible.

Entonces se esbozaba una pequeña risa de satifacción, e incluso se entablaban diálogos totalmente extraños a la circunstancia. Por fin, el maestro de ceremonias, en traje negro a la francesa, y calzón corto, con abrigo, plañideras, espada ceñida, y tricornio bajo el brazo, articuló, saludando, las palabras de ritual:

—Señores, cuando gusten.

Se pusieron en marcha.

Era día de mercado de flores en la plaza de la Magdalena. Hacía un tiempo claro y suave; y la brisa, que sacudía un poco los toldos de las barracas, hinchaba por los bordes el inmenso paño negro colgado en el pórtico. El escudo del señor Dambreuse, que ocupaba un cuadrado de terciopelo, se repetía tres veces en él. Era sobre un fondo de sable, un brazo siniestro de oro con puño cerrado, guantelete de plata, y esta divisa: «Por todos los caminos».

Los porteadores subieron hasta lo alto de la escalera el pesado féretro y entraron.

Las seis capillas, el hemiciclo y las sillas estaban cubiertas de negro. El catafalco en la parte baja del coro, formaba, con sus grandes cirios, un solo foco de luces amarillas. En las dos esquinas, sobre candelabros, ardían llamas de espíritu de vino.

Los personajes más importantes tomaron asiento en el presbiterio, los demás en la nave; y comenzó el oficio.

Salvo algunas excepciones, la ignorancia religiosa de los asistentes era tal que el maestro de ceremonias, de vez en cuando, les hacía señal de levantarse, de arrodillarse, de volver a sentarse. El órgano y dos contrabajos alternaban con las voces; en los intervalos de silencio se oía el murmullo del sacerdote en el altar; después volvían la música y los cantos.

De las tres cúpulas caía una luz mate; pero la puerta abierta enviaba horizontalmente como un río de claridad blanca que daba de plano en todas las cabezas descubiertas; y en el aire, a media altura de la nave, flotaba una sombra, penetrada por el reflejo de los oros que decoraban la nervadura de las pechinas y el follaje de los capiteles.

El coche fúnebre, adornado con paños que colgaban y altos penachos de plumas, se encaminó hacia el padre Lachaise, tirado por cuatro caballos negros, con trenzas en las crines, penachos en la cabeza y cubiertos hasta los cascos de amplias gualdrapas bordadas de plata. El cochero, con botas altas de vuelta, llevaba un sombrero de tres picos del que pendía un largo crespón. Portaban las cintas cuatro personajes: un administrador de la Cámara de los diputados, un miembro del Consejo General del Aube, un representante de las minas de carbón, y Fumichon, en calidad de amigo. Detrás seguían la calesa del difunto y doce coches de duelo. Los invitados seguían detrás, llenando el centro del bulevar.

Los transeúntes se paraban a ver todo aquello; mujeres, con sus crios en brazos, se subían a sillas, y gentes que estaban tomando unas cervezas en los cafés se asomaban a las ventanas con un taco de billar en la mano.

El camino era largo; y, como en las comidas de etiqueta, donde se comienza hablando poco para hacerse después más expansivos, el tono general se hizo pronto relajado. No se hablaba más que de los créditos denegados por la Cámara al Presidente. El señor Piscatory se había mostrado demasiado duro, Montalembert «magnífico como de costumbre», y los señores Chambolle, Pidoux, Creton, en fin toda la comisión habría debido, tal vez, aceptar la opinión de los señores Quentin-Beauchard y Dufour. Estas conversaciones continuaron en la calle de la Roquette, bordeada de tiendas, en las que no se ven más que cadenas de cristal de color y discos negros con dibujos y letras doradas, que las hace semejarse a grutas de estalactitas y a tiendas de loza. Pero, ante la verja del cementerio, todo el mundo, al instante, se calló.

En medio de los árboles surgían las tumbas: columnas partidas, pirámides, templos, dólmenes, obeliscos, panteones etruscos con puertas de bronce. En algunas de ellas se veían como saloncitos fúnebres, con asientos rústicos y sillas de tijera. De las cadenitas de las urnas colgaban telas de araña como harapos; y el polvo cubría los ramilletes de flores atados con cintas de raso y los crucifijos. Por todas partes, entre los balaústres, sobre las tumbas, coronas de siemprevivas y candeleras, jarrones, flores, discos negros con letras grabadas en oro, estatuitas de yeso: niñitos y muchachitas o angelitos sostenidos en el aire por un hilito de latón: varios incluso tienen un techo de zinc sobre la cabeza. Enormes cordones de cristal negro, blanco y azul bajan de lo alto de las estelas hasta el pie de las losas, con largos repliegues, como boas. El sol, que pegaba encima, les hacía centellear entre las cruces de madera negra; y la carroza fúnebre se acercaba por los grandes paseos, que están pavimentados como las calles de una ciudad. De vez en cuando crujían los ejes. Mujeres arrodilladas, arrastrando el vestido sobre la hierba, hablaban en voz baja con los muertos. De las ramas verdes de los tejos salían humos blanquecinos. Eran ofrendas abandonadas, restos que se quemaban.

La sepultura del señor Dambreuse estaba cerca de la de Manuel y Benjamin Constant. En este lugar, el terreno desciende de una manera brusca. A nuestros pies tenemos copas de verdes árboles; más lejos, chimeneas de bombas de vapor, después toda la gran ciudad.

Frédéric pudo admirar el paisaje mientras pronunciaban los discursos.

El primero fue en nombre de la Cámara de Diputados; el segundo, en nombre del Consejo General del Aube; el tercero, en nombre de la Sociedad Hullera de Saóne-et-Loire; el cuarto, en nombre de la Sociedad de Agricultura del Yonne; y aún hubo otro en nombre de una sociedad filantrópica. Por fin, ya se iban cuando un desconocido se puso a leer un discurso, en nombre de la Sociedad de Anticuarios de Amiens.

Y todos aprovecharon la ocasión para tronar contra el socialismo, víctima del cual había muerto el señor Dambreuse. Era el espectáculo de la anarquía y su desvelo por el orden lo que había acortado sus días. Exaltaron su inteligencia, su probidad, su generosidad e incluso su mutismo como representante del pueblo, pues, si no era un orador, poseía, por el contrario, esas cualidades sólidas, mil veces preferibles, etc…, con todas las palabras que son de rigor: «Fin prematuro, eterno pesar, la otra patria — adiós, o más bien, hasta luego».

La tierra mezclada con guijarros volvió a caer sobre la tumba; y ya no debía hablarse más de esto en el mundo.

Todavía volvieron a hablar de él bajando del cementerio; y no se propasaron mucho en los elogios al difunto. Hussonnet, que tenía que hacer la reseña del entierro para los periódicos, repitió, incluso, en tono de broma, todos los discursos; pues, en fin, el bueno de Dambreuse había sido uno de los sobornadores más distinguidos del último reinado. Después, los coches del duelo recondujeron a los burgueses a sus ocupaciones, la ceremonia no había durado mucho; se felicitaban de ello.

Frédéric, cansado, volvió a su casa.

Cuando al día siguiente se presentó en el palacio Dambreuse, le advirtieron que la señora estaba trabajando abajo, en el despacho. Los cartapacios, los cajones estaban abiertos en desorden, los libros de cuentas esparcidos por el suelo a derecha e izquierda; un rollo de papelotes titulado «Pendientes de cobro» rodaba por el suelo, estuvo a punto de caer encima y lo recogió. La señora Dambreuse casi no se veía, hundida en el gran sillón.

—¡Bueno! ¿Dónde está usted? ¿Qué pasa?

Se levantó asustada.

—¿Cómo qué pasa? Que estoy arruinada, arruinada. ¿Comprendes?

El señor Adolfo Langlois, el notario, la había convocado a su despacho y le había dado a conocer un testamento escrito por su marido antes de su boda. Legaba todo a Cecile; y el otro testamento había desaparecido. Frédéric se puso muy pálido. Tal vez no había buscado bien.

—¡Pero mira! —dijo la señora Dambreuse, mostrándole la habitación.

Las dos cajas fuertes estaban entreabiertas, desfondadas a golpes de maza, y ella le había dado la vuelta al escritorio, registrado los armarios, sacudido los felpudos, cuando de pronto, dando un grito agudo, se precipitó a un rincón donde acababa de descubrir una cajita con cerradura de cobre; la abrió, nada.

—¡Ah!, ¡miserable! Yo que le he cuidado con tanta entrega.

Después reventó en sollozos.

—Quizás está en otro sitio —dijo Frédéric.

—¡Pues no!, ¡estaba allí!, en aquella caja fuerte. Lo he visto ahí hace poco. Está quemado, estoy segura.

Un día, al principio de su enfermedad, el señor Dambreuse había bajado para echar unas firmas.

—Fue entonces cuando debió de haber hecho la jugada.

Y deshecha, se dejó caer en una silla. Una madre de luto al lado de una cuna vacía no es más digna de lástima de lo que lo era la señora Dambreuse ante las cajas fuertes abiertas. En fin, su dolor, a pesar de la bajeza del motivo, parecía tan profundo que Frédéric se puso a consolarla, diciéndole que, después de todo, ella no quedaba reducida a la miseria.

—Es la miseria, puesto que no puedo ofrecerte una gran fortuna.

No le quedaban más que treinta mil libras de renta, sin contar el palacio, que valía de dieciocho a veinte, quizás.

Aunque esto, para Frédéric, era la opulencia, no dejó de sentir una decepción. Adiós a sus sueños y toda la gran vida que se había imaginado. El honor le obligaba a casarse con la señora Dambreuse. Reflexionó un minuto; luego, con aire de ternura:

—Seguiré teniéndote a ti.

Ella se echó en sus brazos; y él la apretó contra su pecho con una ternura en la que había un poco de admiración por sí mismo. La señora Dambreuse, que ya había dejado de llorar, levantó la cara, toda radiante de felicidad, y, cogiéndole de la mano:

—¡Ah!, nunca he dudado de ti. Estaba segura.

Aquella certeza anticipada de lo que él consideraba como una bella acción no le gustó al joven.

Después lo llevó a su habitación, e hicieron proyectos. Frédéric tenía que pensar ahora en abrirse camino. Ella incluso le dio admirables consejos sobre su candidatura.

Lo primero que tenía que hacer era aprenderse dos o tres frases de economía política. Había que elegir una especialidad, por ejemplo la remonta, escribir varias memorias sobre una cuestión de interés local, tener siempre a su disposición oficinas de correos o estancos, hacer una multitud de favores. El señor Dambreuse, en este aspecto, había sido un verdadero modelo. Así, una vez, en el campo, había mandado parar su faetón, lleno de amigos, delante de la tienda de un zapatero, había comprado doce pares de botas para sus invitados, y para él unas botas espantosas que tuvo incluso el heroísmo de llevar durante quince días. Esta anécdota les alegró mucho. Contó otras con un renuevo de gracia, de juventud, de ingenio.

Le pareció bien la idea de un viaje inmediato a Nogent. Los adioses fueron tiernos; ya en la puerta, ella murmuró una vez más:

—¿Me quieres, verdad?

—¡Para siempre! —contestó él.

En su casa le esperaba un recadero con unas palabras escritas a lápiz, que lo avisaban de que Rosanette iba a dar a luz. Él había estado tan ocupado desde hacía unos días, que ya no pensaba en ello. Rosanette había ido a una clínica especializada, en Chaillot.

Frédéric tomó un simón y partió.

En la esquina de la calle Marbeuf leyó sobre una placa en grandes caracteres: «Casa de salud y de maternidad, regentada por Madame Alessandri, comadrona de primera clase, ex-alumna de la Maternidad, autora de diversas obras», etc. Después, en medio de la calle, sobre la puerta, una puertecita falsa, se repetía el letrero (sin la palabra maternidad): «Casa de salud de Mme. Alessandri», con todos sus títulos.

Frédéric dio un golpe de martillo.

Una doncella, con aspecto de confidente, le hizo pasar al salón, amueblado con una mesa de caoba, sillones de terciopelo granate y un reloj de péndulo sin la campana de cristal.

Casi al instante apareció Madame. Era una morena alta de cuarenta años, talle delgado, bellos ojos, con mundología. Informó a Frédéric del feliz alumbramiento de la madre, y le acompañó a su habitación.

Rosanette empezó a sonreír inefablemente; y, como sumergida bajo las olas de amor que la ahogaban, dijo en voz baja:

—¡Es un niño, allí, allí! —señalando cerca de su cama una cuna colgante.

Frédéric apartó las cortinas, y vio, entre la ropa, algo de un color rojo amarillento, muy arrugado, que olía mal y daba vagidos.

—Bésalo.

Él respondió para ocultar su repugnancia:

—Tengo miedo de hacerle daño.

—No, no.

Entonces dio un beso a su hijo con la punta de los labios.

—¡Cómo se te parece!

Y, con sus brazos débiles, se le colgó al cuello, con una efusión de sentimiento que él jamás había visto.

El recuerdo de la señora Dambreuse le vino a la mente. Se reprochó como una monstruosidad traicionar a aquel pobre ser, que amaba y sufría con toda la franqueza de su naturaleza. Durante varios días le hizo compañía desde la mañana hasta la noche.

Ella se sentía feliz en aquella casa discreta; los postigos que daban a la calle (incluso los postigos de la fachada) permanecían constantemente cerrados; la habitación, empapelada de persia claro, daba a un gran jardín. Mme. Alessandri, cuyo único defecto era citar como íntimos amigos a los médicos más famosos, la rodeaba de atenciones; sus compañeras, casi todas señoritas de provincias, se aburrían mucho, sin tener a nadie que las visitara; Rosanette se dio cuenta de que la envidiaban, y se lo dijo a Frédéric con orgullo. Había que hablar en voz baja, sin embargo; los tabiques eran delgados y todo el mundo estaba a la escucha, a pesar del continuo ruido de los pianos.

Frédéric, por fin, iba a salir para Nogent, cuando recibió una carta de Deslauriers.

Se presentaban dos candidatos nuevos, uno conservador, el otro rojo; un tercero, cualquiera que fuese, no tenía posibilidades. La culpa era de Frédéric; había dejado pasar la oportunidad, habría tenido que ir antes, moverse. «Ni siquiera se te ha visto en los comicios agrícolas». El abogado le censuraba no tener ninguna relación con los periódicos. «¡Ah!, si hubieras seguido antes mis consejos. ¡Si tuviéramos un periódico para nosotros!». Insistía en esto. Por lo demás, muchas personas que le habrían votado, por consideración al señor Dambreuse, ahora le abandonarían, entre ellos Deslauriers. No teniendo ya nada que esperar del capital, dejaba a su protegido.

Frédéric enseñó la carta a la señora Dambreuse.

—¿No has estado en Nogent? —dijo ella.

—¿Por qué?

—Es que vi a Deslauriers hace tres días.

Enterado de la muerte de su marido, el abogado había ido a llevar unas notas sobre las hullas y a ofrecerle sus servicios como hombre de negocios. Esto le pareció extraño a Frédéric; y ¿qué hacía su amigo allá?

La señora Dambreuse quiso saber en qué se ocupaba desde que se habían separado.

—Estuve enfermo —respondió él.

—Habrías debido avisarme, al menos.

—¡Oh!, no valía la pena.

Además, había tenido una serie de problemas, de citas, visitas.

Desde entonces llevó una doble vida, durmiendo religiosamente en casa de la Mariscala, y pasando la tarde en casa de la Sra. Dambreuse, de modo que le quedaba en mitad de la jornada una hora de libertad.

El niño estaba en el campo, en Andilly. Iban a verlo todas las semanas.

La casa de la nodriza se encontraba en la parte alta del pueblo, al fondo de un pequeño patio, oscuro como un pozo, con paja por el suelo, gallinas aquí y allí, una carreta para verduras en el cobertizo. Rosanette comenzaba por besar frenéticamente a su bebé; y, presa de una especie de delirio, iba y venía, probaba a ordeñar la cabra, comía pan de pueblo, aspiraba el olor del estiércol, quería poner un poco en su pañuelo.

Después daban largos paseos; entraba en casa de los encargados de los viveros, arrancaba las ramas de las lilas que colgaban fuera de las paredes, gritaba: «¡Arre, borriquillo!» a los burros que arrastraban una carreta, se paraba a contemplar a través de la verja el interior de los bellos jardines; o bien la nodriza tomaba al niño, lo ponían a la sombra, bajo un nogal; o las dos mujeres charlaban, durante horas, de aburridos temas.

Frédéric, cerca de ellas, contemplaba los bancales de viñas en las pendientes del terreno o algún bosquecillo de trecho en trecho, los senderos polvorientos parecidos a cintas grisáceas, las casas que ponían manchas blancas y rojas en medio del verdor; y a veces el humo de una locomotora se alargaba horizontal al pie de las colinas cubiertas de follajes, como una gigantesca pluma de avestruz cuya punta ligera levantaba el vuelo.

Después, sus ojos volvían a fijarse en su hijo. Se lo figuraba un joven, haría de él su compañero; pero tal vez sería un tonto, un desgraciado sin duda alguna. La ilegitimidad de su nacimiento le seguiría oprimiendo; habría sido mejor para él no nacer, y Frédéric murmuraba: «¡Pobre chico!», con el corazón lleno de una incomprensible tristeza.

A menudo perdían el último tren. Entonces la señora Dambreuse le reprendía por su falta de puntualidad. Él le contaba un cuento.

También había que inventarlos para Rosanette. No comprendía en qué empleaba él todas las tardes. Y cuando preguntaban en su casa, nunca estaba. Un día que estaba aparecieron las dos casi al mismo tiempo. Frédéric hizo salir a la Mariscala, y escondió a la Sra. Dambreuse, diciéndole que iba a llegar su madre.

Pronto estas mentiras le divirtieron: repetía a una el juramento que acababa de hacer a la otra, les mandaba dos ramos de flores iguales, les escribía al mismo tiempo, después hacía comparaciones entre ellas; había una tercera siempre presente en su pensamiento. La imposibilidad de tenerla le justificaba de sus perfidias, que avivaban el placer con el gusto del cambio; y cuanto más engañaba a cualquiera de las dos, más la quería, como si sus amores se hubiesen inflamado recíprocamente y, en una especie de emulación, cada una de ellas hubiese querido hacerle olvidar a la otra.

—Mira si tengo confianza en ti —le dijo un día la señora Dambreuse, desdoblando un papel en que le informaban de que el señor Moreau hacía vida conyugal con una tal Rosa Bron. ¿No será por casualidad aquella señorita de las carreras?

—¡Qué cosa más absurda! —replicó él—. ¡Déjame ver!

La carta estaba escrita en caracteres romanos, no llevaba firma. La señora Dambreuse, al principio, había tolerado a esta amante, que encubría su adulterio. Pero como su pasión se había hecho más fuerte, había exigido una ruptura, lo cual había ocurrido ya hacía tiempo, según Frédéric; y, cuando él terminó sus protestas, ella replicó, al tiempo que entornaba sus ojos, en los que brillaba una mirada parecida a la punta de un estilete a través de un velo de muselina:

—¡Bueno! ¿Y la otra?

—¿Qué otra?

—La mujer del comerciante de cerámica.

Hizo un gesto desdeñoso encogiéndose de hombros. Ella no insistió.

Pero, un mes después, hablando de honor y de lealtad, cuando él alababa la suya (de paso, cautelosamente), ella le dijo:

—Es verdad, eres honrado, ya no vuelves allí.

Frédéric, que pensaba en la Mariscala, balbuceó:

—¿A dónde?

—A casa de Mme. Arnoux.

Él le suplicó le confesara dónde había obtenido aquella información. Era a través de la primera oficiala de su modista, la señora Regimbart.

Así, ella conocía su vida, y él no sabía nada de la de ella.

Entretanto, él había descubierto en su tocador la miniatura de un señor de largos bigotes. ¿Era la misma persona de quien le habían contado, hacía tiempo, una vaga historia de suicidio? Pero no había manera de saber más acerca de esto. Además, ¿para qué? Los corazones de las mujeres son como pequeños muebles de secretos, llenos de cajones metidos unos dentro de otros; uno se esfuerza, se parte las uñas, y se encuentra en el fondo alguna flor seca, restos de polvo o el vacío. (Y además, temía tal vez enterarse de demasiadas cosas).

Ella le obligaba a rechazar las invitaciones a las que no podía ir con él, lo retenía a su lado, tenía miedo de perderlo; y, a pesar de esta unión cada vez mayor, de pronto se descubrían entre ellos verdaderos abismos, a propósito de cosas insignificantes, el juicio sobre una persona, una obra de arte.

La señora Dambreuse tocaba el piano de una manera correcta y dura. Su espiritualismo (creía en la transmigración de las almas a las estrellas) no le impedía llevar sus cuentas admirablemente. Trataba a su gente con altivez; sus ojos permanecían secos a la vista de los harapos de los pobres. En sus expresiones habituales se traslucía un egoísmo ingenuo: «¿Qué me importa?, ¡sería muy buena!, ¡qué necesidad tengo!», y mil pequeñas acciones tan odiosas como difíciles de analizar. Habría sido capaz de ponerse a escuchar detrás de las puertas; probablemente mentía a su confesor. Por espíritu de dominación, quiso que Frédéric la acompañase los domingos a la iglesia. Obedeció y le llevó el libro de misa.

La pérdida de su herencia la había cambiado considerablemente. Los signos de un dolor que la gente atribuía a la muerte del señor Dambreuse la hacían interesante. Desde el fracaso electoral de Frédéric, ambicionaba para ellos dos una legación en Alemania; por eso, la primera cosa que había que hacer era someterse a las ideas que triunfaban.

Unos deseaban el Imperio, otros querían la vuelta de los Orléans, otros al conde de Chambord; pero todos coincidían en la urgencia de la descentralización. Y se habían propuesto varios medios, tales como: cortar París con una multitud de grandes calles a fin de que surgiesen allí pueblos, trasladar a Versalles la sede del gobierno, poner las escuelas en Bourges, suprimir las bibliotecas, confiar todo a los generales de división; y se exaltaba el medio rural, pues los analfabetos tienen por naturaleza más sentido común que los demás. Cundían los odios: odio contra los maestros primarios y contra los vinateros, contra las clases de filosofía, contra los cursos de historia, contra las novelas, los chalecos rojos, las barbas largas, contra toda independencia, toda manifestación individual; pues había que restablecer el principio de autoridad; no importaba en nombre de quién se ejerciese ni cuál fuese su origen, con tal de que fuese la Fuerza, la Autoridad. Los conservadores, ahora, hablaban como Sénécal. Frédéric ya no entendía nada; y en casa de su amante volvía a escuchar los mismos discursos, pronunciados por las mismas personas.

Los salones de las cortesanas (es de aquella época de cuando data su importancia) eran un terreno neutral, en el que coincidían reaccionarios de distintas tendencias. Hussonnet, que se dedicaba a denigrar glorias contemporáneas (cosa muy útil para la restauración del Orden), inspiró a Rosanette el deseo de tener, como cualquier otra, sus veladas; él se encargaría de hacer las reseñas; y comenzó llevando a un hombre serio, Fumichon; después aparecieron Nonancourt, el señor de Grémonville, el señor de Larsillois, ex prefecto, y Cisy, que ahora era agrónomo, bajo bretón y más católico que nunca.

Acudían, además, antiguos amantes de la Mariscala, tales como el barón de Comaing, el conde de Jumillac y algunos otros; el aire desenvuelto de estos personajes molestaba a Frédéric.

Para dárselas de amo, aumentó el tren de vida de la casa. Tomaron un botones, cambiaron el piso y lo amueblaron de nuevo. Eran gastos útiles para dar la sensación de un matrimonio menos desproporcionado con su fortuna. La cual, entretanto, disminuía espantosamente, sin que Rosanette acertase a comprender nada.

Burguesa venida a menos, adoraba la vida familiar, un pequeño ambiente apacible. Sin embargo, se contentaba con tener «un día»; decía: «esas mujeres», hablando de las que eran como ella; quería ser «una mujer de mundo», creía serlo. Rogó a Frédéric que no siguiese fumando en el salón, trató de hacerle guardar la vigilia, para darse tono.

En fin, no estaba en su papel, pues se volvía seria, e incluso antes de acostarse seguía mostrando un poco de melancolía, como si pusieran cipreses a la puerta de una taberna.

Él descubrió la causa de todo esto: soñaba con el matrimonio también ella. Frédéric se exasperó. Por otra parte, recordaba su aparición en casa de Mme. Arnoux, y además le guardaba rencor por haberle resistido tanto tiempo.

El no dejaba de averiguar quiénes habían sido sus amantes. Ella los negaba todos. Entonces, él sintió como celos. Se irritó por los regalos que ella había recibido, y que seguía recibiendo y, cuanto más le exasperaba el fondo mismo de su persona, más arrastrado se sentía hacia ella por un placer sensual, áspero y brutal, ilusiones de un minuto que se resolvían en odio.

Sus palabras, su voz, su sonrisa, todo llegó a desagradarle, sobre todo sus miradas, aquel ojo de mujer eternamente límpido y tonto. A veces se encontraba tan harto, que la habría visto morir sin alterarse lo más mínimo. Pero ¿cómo enfadarse? Ella era de una dulzura desesperante.

Deslauriers reapareció, y explicó su estancia en Nogent diciendo que estaba en tratos para comprar un despacho de abogado. Frédéric se alegró de volver a verle; era alguien. Lo asoció como un tercero a la pareja.

El abogado iba a cenar con ellos de vez en cuando, y, cuando surgían pequeñas disputas, se ponía siempre al lado de Rosanette, de tal modo que una vez Frédéric le dijo:

—¡Ah! Acuéstate con ella si te divierte —tanto deseaba encontrar una ocasión de deshacerse de ella.

Hacia mediados del mes de junio, ella recibió un requerimiento en el que el letrado Atanasio Gautherot, oficial de justicia, le ordenaba abonar cuatro mil francos que debía a la señorita Clemence Vatnaz; de lo contrario, iría al día siguiente a embargarla.

En efecto, de los cuatro pagarés firmados en su día uno sólo estaba pagado; pues el dinero que había pasado por sus manos, desde entonces, lo había destinado a otras necesidades.

Corrió a casa de Arnoux. Vivía en el faubourg Saint-Germain, y el portero no sabía la calle. Fue a casa de varios amigos, no encontró a nadie, y regresó desesperada. No quería decir nada a Frédéric, ante el temor de que esta nueva historia fuese a perjudicar su matrimonio.

A la mañana siguiente, el letrado Atanasio Gautherot se presentó flanqueado de dos ayudantes, uno descolorido, con cara de zorro, aspecto de consumido de envidia, el otro con cuello postizo, trabillas muy tirantes, dedil de tafetán negro en el índice; y los dos, innoblemente sucios, con cuellos grasientos y las mangas de la levita demasiado cortas.

Su patrón, un buen mozo, por el contrario, comenzó pidiendo disculpas por su penosa misión, mientras echaba una ojeada al apartamento, «lleno de cosas bonitas, a fe mía». Añadió: «además de otras que no se pueden embargar». A un gesto suyo, los dos testigos desaparecieron.

Entonces, sus cumplidos se redoblaron. Se podía creer que una persona tan… encantadora no tuviera amigo serio. Una venta judicial era una verdadera desgracia. No se levanta uno jamás. Trató de asustarla; después, viéndola impresionada, adoptó súbitamente un tono paternal. Conocía el mundo, había tenido que ver con todas aquellas señoras; y, nombrándolas, examinaba los marcos en las paredes. Eran antiguos cuadros del bueno de Arnoux, bocetos de Sombaz, acuarelas de Burrieu, tres paisajes de Dittmer. Rosanette desconocía evidentemente su precio. El abogado Gautherot se volvió hacia ella:

—¡Fíjese! Para demostrarle que soy un buen chico, hagamos una cosa: cédame esos Dittmer, y me encargo yo de pagar todo. ¿De acuerdo?

En este momento, Frédéric, a quien Delphine había informado en la antesala, y que acababa de ver a los dos oficiales, entró con el sombrero puesto, con aire brutal. El letrado Gautherot recobró su dignidad; y, como la puerta había quedado abierta:

—Vamos, señores, escriban. En la segunda pieza, decimos: una mesa de roble, con sus dos largueros, dos aparadores…

Frédéric le paró para preguntarle si no había medio de impedir el embargo.

—¡Oh!, perfectamente. ¿Quién ha pagado los muebles?

—Yo.

—Pues bien, formule una reivindicación; siempre es tiempo que se gana.

El letrado Gautherot acabó rápidamente sus asientos, y, en el acta, emplazó en recurso de urgencia a la señorita Bron, luego se retiró.

Frédéric no hizo ningún reproche. Contemplaba las huellas de barro que había dejado el calzado de los alguaciles sobre la alfombra, y, hablándose a sí mismo:

—Habrá que buscar dinero.

—¡Ah!, ¡Dios mío!, ¡qué tonta soy! —dijo la Mariscala.

Buscó en un cajón, cogió una carta, y se fue rápidamente a la Sociedad de Alumbrado del Languedoc, a fin de obtener la transferencia de sus acciones.

Volvió una hora después. Los títulos estaban vendidos a otro. El empleado le había contestado examinando su papel, el compromiso escrito por Arnoux: «Este documento no la constituye de ningún modo en propietaria. La Compañía no reconoce esto».

En resumen, la había mandado a paseo, ella estaba sofocada; Frédéric tenía que ir inmediatamente a casa de Arnoux para aclarar la cosa.

Pero Arnoux creería, tal vez, que iba para recuperar indirectamente los quince mil francos de su hipoteca perdida; y además, esta reclamación a un hombre que había sido el amante de su querida le parecía una bajeza. Eligiendo una solución intermedia, fue a la residencia de la señora Dambreuse a buscar la dirección de la señora Regimbart, envió un recadero a su casa, y así supo el café que ahora frecuentaba el Ciudadano.

Era un pequeño café en la plaza de la Bastilla, donde pasaba todo el día, en la esquina de la derecha, al fondo, sin moverse, como si formara parte del inmueble.

Después de haber pasado sucesivamente por la media taza, el grog, el bischof, el vino caliente e incluso el agua con un poco de vino tinto, había vuelto a la cerveza; y cada media hora dejaba caer esta palabra: «Bock», habiendo reducido su lenguaje a lo indispensable. Frédéric le preguntó si veía algo a Arnoux.

—No.

—¡Anda! ¿por qué?

—¡Un imbécil!

Quizás era la política lo que les separaba, y Frédéric creyó que hacía bien preguntando por Compain.

—¡Qué animal! —dijo Regimbart.

—¿Cómo es eso?

—Su cabeza de ternera.

—¡Ah!, ¡dígame qué es eso de la cabeza de ternera!

Regimbart esbozó una sonrisa de compasión.

—¡Tonterías!

Frédéric, después de un largo silencio, replicó:

—Entonces, ¿se ha mudado de casa?

—¿Quién?

—¡Arnoux!

—Sí; calle de Fleurus.

—¿Qué número?

—¿Frecuento yo, acaso, a los jesuítas?

—¿Cómo, jesuítas?

El Ciudadano contestó furioso:

—Con el dinero de un patriota que yo le presenté aquel cerdo ha abierto una tienda de rosarios.

—¡No es posible!

—¡Vaya a verlo!

Nada más cierto; Arnoux, debilitado por un ataque, había vuelto a la religión; por otra parte, «siempre había tenido un fondo religioso» y, con la mezcla de mercantilismo y de ingenuidad que le era natural, para salvar su alma y su fortuna, se había metido en el comercio de objetos religiosos.

Frédéric no tuvo dificultad en descubrir su establecimiento, en cuyo rótulo se leía: «Artes góticas.—Restauración del culto.—Ornamentos de iglesia.—Escultura polícroma.—Incienso de los Reyes Magos», etc.

En las dos esquinas de la vitrina se levantaban dos imágenes de madera, de colores abigarrados; pintarrajeadas de oro, cinabrio y azul; y un San Juan Bautista con su piel de cordero, y una Santa Genoveva, con rosas en su delantal y una rueca bajo el brazo; después grupos en yeso; una hermanita instruyendo a una niña, una madre de rodillas al lado de una camita, tres colegiales ante la sagrada mesa. Lo más bonito era una especie de chalet que figuraba el interior del pesebre con el burro, el buey y el Niño Jesús recostado sobre paja, paja auténtica. De arriba abajo de las estanterías se veían medallas por docenas, rosarios de todas clases, pilas de agua bendita en forma de concha y los retratos de las glorias eclesiásticas, entre los cuales destacaban monseñor Affre y nuestro Santo Padre, los dos sonriendo.

Arnoux, en su mostrador, dormitaba con la cabeza baja. Estaba envejecido, tenía incluso alrededor de las sienes como una corona de granitos rosa sobre la cual se apreciaban los reflejos de las cruces de oro iluminadas por el sol.

Frédéric, ante este espectáculo de decadencia, se entristeció. Sin embargo, se resignó, por afecto a la Mariscala y siguió adelante; en el fondo de la tienda apareció Mme. Arnoux; entonces, él dio media vuelta.

—No lo he encontrado —dijo al volver a casa.

Y por más que repitió que iba a escribir, inmediatamente, a su notario de El Havre para que le mandara dinero, Rosanette se puso furiosa. Nunca había visto a un hombre tan débil, tan blandengue; mientras que ella pasaba mil privaciones, los demás lo pasaban en grande.

Frédéric pensaba en la pobre Mme Arnoux, figurándose la mediocridad desconsoladora de su casa. Se había metido en el escritorio; y, como Rosanette continuaba con su voz chillona:

—¡Ah! ¡Por amor de Dios!, ¡cállate!

—¿Vas a defenderlos, acaso?

—¡Pues sí! —exclamó él—, pues ¿de dónde viene este ensañamiento?

—Y tú, ¿por qué no quieres que paguen? ¡Es por miedo a afligir a tu antigua!, ¡confiésalo!

Le dieron ganas de tirarle el reloj de la chimenea; le faltaron las palabras. Se quedó mudo. Rosanette, caminando por la habitación, añadió:

—Voy a plantear una denuncia a tu Arnoux. ¡Oh! No te necesito —y apretando los labios—: ¡Iré a consultar!

Tres días después, Delphine entró bruscamente.

—Señora, señora, hay un hombre con un bote de cola que me da miedo.

Rosanette pasó a la cocina, y vio una especie de galopin, con la cara picada de viruela, paralítico de un brazo, casi borracho del todo y hablando atropelladamente.

Era el encargado de pegar los carteles del letrado Gautherot. Habiendo sido rechazado el recurso contra el embargo, la expropiación seguía su curso normal.

Por su trabajo de haber subido la escalera, reclamó en primer lugar una copita; después imploró otro favor, a saber, unas entradas para el espectáculo, creyendo que la señora era una actriz. Luego se pasó unos minutos haciendo guiños de ojos incomprensibles; por fin, declaró que, por cuarenta sueldos, rasgaría las esquinas de los anuncios colocados abajo, contra la puerta. Rosanette figuraba en ellos con su apellido, medida de excepcional rigor que demostraba todo el odio de la Vatnaz.

En otro tiempo, la señorita Vatnaz había sido una mujer sensible, e incluso, en un problema sentimental, había escrito a Béranger pidiéndole consejo. Pero los contratiempos de la vida le habían agriado el carácter. Había sido sucesivamente profesora de piano, patrona de una pensión, colaboradora de revistas de moda, había realquilado apartamentos, traficado en encajes en el mundo de las mujeres ligeras, donde sus relaciones le sirvieron para hacer favores a muchas personas, entre otras a Arnoux. Anteriormente había trabajado en una casa comercial.

Allí pagaba a las obreras; para cada una de ellas había dos libros, uno de los cuales quedaba siempre en su poder. Dussardier, que llevaba por cortesía el de una tal Hortensia Baslin, se presentó un día en caja en el momento en que la señorita Vatnaz traía la cuenta de aquella chica, 1682 francos, que el cajero le pagó. Ahora bien, como, justo la víspera, Dussardier no había registrado más que 1082 en el libro de la Baslin, se lo volvió a pedir con un pretexto; después, queriendo pasar un velo sobre aquella historia de robo, le contó que lo había perdido. La obrera repitió su mentira a la señorita Vatnaz; ésta, para saber a qué atenerse, con aire indiferente, fue a hablar al bueno del dependiente, el cual se contentó con responder: «Lo he quemado». Eso fue todo. Poco tiempo después, ella dejó la casa, sin creer en la destrucción del libro e imaginándose que Dussardier lo conservaba.

Al saber que estaba herido, había acudido a su casa con intención de recuperarlo. Luego, no habiendo descubierto nada, a pesar de pesquisas más minuciosas, había sentido respeto, y enseguida amor, por aquel chico tan leal, tan dulce, tan heroico y tan fuerte. Tanta buena suerte, a su edad, era algo inesperado. Se echó sobre él con un apetito de ogresa; y, por él, había abandonado la literatura, el socialismo, «las doctrinas consoladoras y las utopías generosas», el curso que profesaba sobre la emancipación de la mujer, todo, incluso al propio Delmar; en fin, propuso a Dussardier unirse en matrimonio.

Aunque fuese su amante, él no estaba en absoluto enamorado de ella. Por otra parte, no había olvidado su robo. Además, era demasiado rica. La rechazó. Entonces, ella le dijo, con lágrimas, las ilusiones que se había hecho: abrir entre los dos una tienda de confección. Ella disponía de los fondos indispensables para comenzar, que se verían aumentados en cuatro mil francos la semana siguiente; y le contó las diligencias emprendidas contra la Mariscala.

Dussardier tuvo pena por su amigo. Se acordó de la petaca regalada en el cuerpo de guardia, las noches del muelle Napoleón, tantas agradables conversaciones, libros prestados, las mil amabilidades de Frédéric. Pidió a la Vatnaz que desistiese.

Ella se burló de su ingenuidad, manifestando contra Rosanette una execración incomprensible; si deseaba la fortuna, era sólo para poder aplastarla un día con su carroza.

Estos abismos de perfidia asustaron a Dussardier; y, cuando supo seguro el día de la venta, salió. Al día siguiente, por la mañana, se presentaba en casa de Frédéric en una actitud embarazosa.

—Tengo que darle explicaciones.

—¿De qué?

—Usted debe tomarme por un desagradecido, a mí, de quien ella es… —balbuceaba—. ¡Oh! No volveré a verla, no seré su cómplice.

Y el otro, mirándolo todo sorprendido:

—¿No es cierto que van a vender los muebles de su amante, dentro de tres días?

—¿Quién le ha dicho eso?

—Ella misma, la Vatnaz. Pero temo ofenderle a usted.

—Imposible, querido amigo.

—¡Ah!, ¡es verdad!, es usted tan bueno.

Y le tendió, con mano discreta, una pequeña cartera de badana.

Eran cuatro mil francos, todos sus ahorros.

—¡Cómo! ¡Ah!, no, no…

—Ya sabía que le molestaría —replicó Dussardier con lágrimas en los ojos.

Frédéric le estrechó la mano; y el buen chico replicó con voz violenta:

—¡Acéptelos! ¡Hágame ese favor! Estoy tan desesperado. Además, ¿no ha terminado ya todo? Cuando llegó la revolución creí que íbamos a ser felices. ¿Recuerda usted qué hermoso era, qué bien se respiraba? ¡Pero hemos vuelto a caer y más bajo que nunca!

Y, con los ojos fijos en el suelo:

—Ahora están matando nuestra República, como mataron la otra, la romana, y la pobre Venecia, la pobre Polonia, la pobre Hungría. ¡Qué abominaciones! En primer lugar, han abatido los árboles de la libertad, después, restringido el derecho de voto, cerrado los clubes, restablecido la censura y entregado la enseñanza a los curas, en espera de la Inquisición. ¿Por qué no? Los cosacos nos prefieren conservadores. Condenan a los periódicos que hablan contra la pena de muerte. París está llena de bayonetas, dieciséis departamentos están en estado de sitio; y la amnistía una vez más es rechazada.

Se cogió la cabeza entre las manos; después, abriendo los brazos como en una gran angustia:

—Si, al menos, lo intentaran. Si fuesen de buena fe, podríamos entendernos. ¡Pero no! Los obreros no son mejores que los burgueses, ya lo ve. En Elbeuf, recientemente, negaron su ayuda en un incendio. Unos miserables tratan a Barbes de aristócrata. Para burlarse del pueblo, quieren nombrar a Nadaud para la presidencia, un albañil, ya me dirá usted. Y no hay manera, no hay remedio. Todo el mundo está contra nosotros. Yo no he hecho daño a nadie; sin embargo, tengo como un peso en el estómago. Me voy a volver loco, si esto continúa. Tengo ganas de que me maten. Le aseguro que no necesito mi dinero. Ya me lo devolverá, ¡caramba!, se lo presto.

Frédéric, a quien apremiaba la necesidad, acabó por aceptar los cuatro mil francos. Así, por parte de la Vatnaz, ya no tenía preocupación.

Pero Rosanette perdió rápidamente el pleito contra Arnoux, y, por cabezonada, estaba empeñada en apelar.

Deslauriers se afanaba en hacerle comprender que el compromiso de Arnoux no constituía ni una donación ni una cesión en regla; ella ni siquiera le escuchaba, encontraba la ley injusta; como ella era una mujer, los hombres se apoyaban entre sí. Finalmente, sin embargo, siguió sus consejos. Deslauriers se consideraba tan de casa, que, varias veces, llevó a Sénécal consigo a cenar. Tal descaro desagradó a Frédéric, que le había anticipado dinero, le había incluso recomendado a su sastre; y el abogado regalaba sus viejas levitas al socialista, cuyos medios de vida eran desconocidos.

Hubiera querido servir a Rosanette, sin embargo. Un día que ella le enseñaba doce acciones de la compañía de caolín (aquella famosa empresa que había hecho condenar a Arnoux al pago de treinta mil francos), él le dijo:

—Pero eso es sospechoso, es soberbio.

Ella podía emplazarlo para que le pagase lo que le debía. En primer lugar, probaría que él estaba obligado solidariamente a pagar todo el pasivo de la compañía, puesto que había declarado como deudas colectivas sus deudas personales y, además, había malversado varios efectos de la Sociedad.

—Todo esto lo hace culpable de quiebra fraudulenta, artículos 586 y 587 del Código de Comercio; y lo meteremos en la cárcel, no lo dudes, monina.

Rosanette le saltó al cuello. Al día siguiente la recomendó a su antiguo patrón no pudiendo él mismo ocuparse del asunto, pues tenía cosas que hacer en Nogent; en caso de urgencia, Sénécal le escribiría.

Sus gestiones para la compra de un despacho eran un pretexto. Pasaba el tiempo en casa del tío Roque, donde había comenzado no sólo por elogiar al amigo de la familia, sino por imitarlo lo más posible en sus maneras y su lenguaje; lo cual le había ganado la confianza de Louise, mientras que él se ganaba la de su padre, desatándose contra Ledru-Rollin.

Si Frédéric no volvía, es que frecuentaba el gran mundo; y, poco a poco, Deslauriers les dijo que tenía amores, que tenía un hijo, que sostenía a una mujer.

La desesperación de Louise fue inmensa, la indignación de la señora Moreau no menos fuerte. Veía ya a su hijo precipitándose hacia el fondo de un abismo vago, se sentía herida en su culto a las conveniencias sociales y sentía una especie de deshonra personal, cuando de pronto cambió su fisonomía. A las preguntas que le hacían sobre Frédéric contestaba en tono socarrón:

—Está bien, muy bien.

Sabía de su matrimonio con la señora Dambreuse.

La fecha estaba fijada; e incluso él estaba pensando cómo hacer digerir la cosa a Rosanette.

Hacia mediados de otoño, la Mariscala ganó su pleito relativo a las acciones de la mina de caolín; Frédéric se enteró al encontrar en la puerta de su casa a Sénécal, que salía de la Audiencia.

Arnoux había sido declarado cómplice de todos los fraudes; y el ex profesor parecía alegrarse de tal manera que Frédéric no le dejó seguir adelante, asegurándole que él se encargaría de dar el recado a Rosanette. Entró en su casa con aire irritado.

—Bueno, ya estarás contenta.

Pero, sin poner atención a estas palabras:

—¡Mira!

Y le mostró a su hijo, acostado en una cuna, cerca del fuego. Aquella mañana lo había encontrado tan mal en casa de la nodriza, que se lo había llevado a París.

Todos sus miembros habían adelgazado extraordinariamente y sus labios estaban cubiertos de puntos blancos, que en el interior de la boca formaban como coágulos de leche.

—¿Qué ha dicho el médico?

—¡Ah!, el médico. Dice que el viaje ha aumentado su… no sé más, un nombre en itis… en fin, que tiene difteria. ¿Sabes qué es eso?

Frédéric no vaciló en responder: «Ciertamente», añadiendo que no era nada.

Pero, por la noche, le asustó el aspecto débil del niño y el aumento de aquellas manchas azuladas, parecidas a moho; parecía que la vida, abandonando ya aquel pobre cuerpecito, no hubiese dejado más que una materia donde crecía la vegetación. Sus manos estaban frías, ya no podía beber, y la nodriza, una nueva que el portero había ido a buscar al azar en una agencia, repetía:

—Me parece muy bajo, muy bajo.

Rosanette no se acostó en toda la noche.

Por la mañana fue a buscar a Frédéric.

—Ven a ver. Ya no se mueve.

En efecto, estaba muerto. Ella lo cogió, lo sacudió, lo estrechaba llamándole con los nombres más dulces, lo cubría de besos y de sollozos, daba vueltas alrededor, loca, se tiraba del pelo, daba gritos; y se dejó caer sobre la orilla del diván, donde permaneció con la boca abierta, derramando un mar de lágrimas de sus ojos inmóviles. Después se apoderó de ella un torpor; y todo recobró la tranquilidad en el apartamento. Los muebles estaban fuera de su sitio. Dos o tres servilletas estaban por el suelo. Dieron las seis. La lamparilla de noche se apagó.

A la vista de todo esto, Frédéric creía estar soñando. Su corazón se encogía de angustia. Le parecía que esta suerte no era más que un comienzo, y que detrás de ella estaba a punto de sobrevenirle una desgracia más considerable.

Ella quería que lo embalsamaran. Había muchas razones en contra. La más importante, según Frédéric, era la imposibilidad de hacerlo en niños tan pequeños. Era mejor hacerle un retrato. A Rosanette le pareció bien la idea. Escribió unas líneas a Pellerin, y Delphine corrió a llevárselas.

Pellerin llegó rápidamente, queriendo borrar con este celo el recuerdo de su comportamiento anterior. Al principio dijo:

—¡Pobre angelito!, ¡Ah! ¡Dios mío!, ¡qué desgracia!

Pero, poco a poco, pudo más el artista, declaró que no se podía hacer nada con aquellos ojos ennegrecidos, aquella cara lívida, que era una verdadera naturaleza muerta; que hacía falta mucho talento; y murmuraba:

—¡Oh!, no es tan fácil, no es tan fácil.

—Con tal de que se le parezca —objetó Rosanette.

—Me río yo de la semejanza. Abajo el realismo. Es el espíritu lo que se pinta. ¡Déjenme! Voy a tratar de figurarme cómo debía de ser.

Estuvo reflexionando, con la frente apoyada en la mano izquierda y el codo en la derecha; después, de pronto:

—¡Tengo una idea!, ¡un dibujo al pastel! Con medias tintas coloreadas, trazadas casi lisas, se puede obtener un bello modelo, sólo algo que se le acerque.

Mandó a la doncella a buscar su caja; después, con los pies apoyados en una silla y teniendo otra al lado, empezó a hacer grandes trazos, tan tranquilo como si tuviese delante un modelo de yeso. Ensalzaba los pequeños cuadros de San Juan de Correggio, la infanta Rosa de Velázquez, las carnes lechosas de Reynolds, la distinción de Lawrence, y sobre todo el niño de largos cabellos que está sobre las rodillas de lady Glower.

—Además, ¿hay algo más encantador que aquellos monigotes? El prototipo de lo sublime (Rafael lo ha demostrado con sus madonas) es quizás una madre con su niño.

Rosanette, que sentía que se ahogaba, salió; y Pellerin cambió al instante de conversación:

—Bueno, y Arnoux, ¿sabe lo que pasa?

—No. ¿Qué?

—Aquello tenía que teminar así, por lo demás.

—Pero, ¿cómo?

—Quizás esté ahora… Perdón.

El artista se levantó para elevar un poco la cabeza del pequeño cadáver.

—Decía usted… —replicó Frédéric.

Y Pellerin, al tiempo que guiñaba el ojo para tomar mejor las medidas:

—Decía que nuestro amigo Arnoux probablemente esté a estas horas en chirona.

Después, con aire de satisfacción:

—Mire aquí un poco. ¿Es esto?

—Sí, muy bien. ¿Pero Arnoux?

Pellerin dejó su lápiz.

—Según he creído entender, está denunciado por un tal Mignot, un amigo íntimo de Regimbart, una buena cabeza, ése, ¿eh? ¡Qué idiota! Figúrese que un día…

—No se trata de Regimbart, ¡eh!

—En efecto. Arnoux, ayer por la tarde, tenía que reunir doce mil francos; si no, estaba perdido.

—¡Oh!, quizás está exagerando —dijo Frédéric.

—¡En absoluto! La cosa me parecía grave, muy grave.

En aquel momento apareció Rosanette con manchas rojas bajo los párpados, ardientes como capas de maquillaje. Se acercó al dibujo y se quedó mirando. Pellerin hizo señas de que callase por culpa de ella. Frédéric, sin darse cuenta:

—Sin embargo, no puedo creer…

—Le repito que lo encontré ayer —dijo el artista— a las siete de la tarde, en la calle Jacob. Tenía incluso su pasaporte, por si acaso; y hablaba de embarcarse en El Havre, él y toda su familia.

—¡Cómo! ¿Con su mujer?

—¡Sin duda! Es muy buen padre de familia para vivir completamente solo.

—¿Está usted seguro de esto?

—¡Pues claro! ¿Dónde quiere usted que haya encontrado doce mil francos?

Frédéric dio dos o tres vueltas por la habitación. Estaba jadeante, se mordía los labios, después cogió el sombrero.

—¿A dónde vas? —dijo Rosanette.

Él no respondió, y desapareció.

Share on Twitter Share on Facebook