CAPÍTULO III

Cuando se le pasó el entusiasmo por los guardias móviles, Rosanette se volvió más encantadora que nunca, y Frédéric, sin darse cuenta, tomó la costumbre de vivir en casa de ella.

Lo mejor de la jornada era la mañana, en la terraza. En chambra de batista y en pantuflas, sin medias, iba y venía alrededor de él, limpiaba la jaula de los canarios, cambiaba el agua a los peces rojos y se entretenía en trabajos de jardinería con una badila en la caja llena de tierra, de donde salía un emparrado de capuchinas que cubría la pared. Después, de codos en el balcón, miraban juntos los coches, los transeúntes; y se calentaban al sol, hacían proyectos para la velada. Él se ausentaba dos horas a lo sumo; luego iban a un teatro cualquiera al proscenio; y Rosanette, con un gran ramo de flores en mano, escuchaba la orquesta, mientras que Frédéric le contaba al oído cosas joviales o galantes. Otras veces tomaban una calesa que los llevaba al bosque de Bolonia; se paseaban hasta tarde, hasta medianoche. Por fin, regresaban por el Arco del Triunfo y la gran avenida, aspirando el aire, con las estrellas sobre sus cabezas, y todos los faroles de gas encendidos alineados hasta el fondo ofreciendo una perspectiva como un doble cordón de perlas luminosas.

Frédéric la esperaba siempre que iban a salir; ella tardaba mucho en enlazar alrededor de su barbilla las dos cintas de su capucha; y se sonreía a sí misma ante el espejo del armario. Después lo cogía del brazo y forzándole a contemplarse junto a ella:

—¡Qué buena pareja hacemos! ¡Ah! ¡pobre amor, te comería!

Ahora él se había convertido en cosa suya, en una propiedad suya. Ella tenía en su cara como un continuo reflejo de él, al mismo tiempo que sus maneras se habían vuelto más lánguidas, sus formas más redondas; Frédéric la encontraba cambiada, aunque no habría sabido decir de qué manera.

Un día le contó, como noticia importante, que el señor Arnoux acababa de montar una tienda de ropa blanca a una antigua obrera de su fábrica; él iba allí todas las tardes, «gastaba mucho; sin ir más lejos, la otra semana le había regalado todos los muebles de palisandro».

—¿Cómo lo sabes? —dijo Frédéric.

—Lo sé de buena tinta.

Delphine, ejecutando sus órdenes, había ido a informarse. Debía de querer mucho a Arnoux para ocuparse tanto de él. Frédéric se limitó a contestarle:

—¿Qué te importa eso?

Rosanette se sorprendió al oír la pregunta.

—Es que ese canalla me debe dinero. ¿No es abominable ver cómo sostiene a unas bribonas?

Después, con una expresión de odio satisfecho:

—Hay que decir que ella se burla bien de él. Tiene otros tres amigos. ¡Mejor!, ¡y que le coma hasta el último céntimo, me alegraré!

Arnoux, en efecto, se dejaba explotar por la Bordelesa, con toda la indulgencia de los amores seniles.

La fábrica ya no marchaba; el conjunto de sus negocios estaba en una situación lastimosa; de modo que, para ponerlos a flote, pensó primeramente en abrir un café cantante en el que sólo se cantarían canciones patrióticas; con una subvención del Ministerio, el negocio se habría convertido a la vez en un foco de propaganda y en una fuente de ingresos. Como la dirección del poder había cambiado, esto era una cosa imposible. Ahora soñaba con una gran sombrerería militar. Le faltaban los fondos para empezar.

No era más feliz su vida familiar. Mme. Arnoux se mostraba menos cariñosa con él, a veces incluso un poco áspera. Berta se ponía siempre de parte de su padre. Esto aumentaba las desavenencias, y el ambiente de la casa se hacía insoportable. A menudo salía por la mañana, pasaba el día dando muchas vueltas, para aturdirse, después cenaba en cualquier taberna de pueblo, donde se entregaba a sus reflexiones.

La ausencia prolongada de Frédéric alteraba sus hábitos. Por eso, una tarde se presentó en su casa, le suplicó que fuese a verla como antes y obtuvo su promesa.

Frédéric no se atrevía a volver a casa de Mme. Arnoux. Creía haberla traicionado. Pero éste era un comportamiento muy cobarde. Cada vez tenía menos disculpas. ¡Habría que acabar con esto! Y una tarde se puso en camino.

Como llovía, apenas había entrado en el pasaje Jouffroy, a la luz de los escaparates se le acercó un hombre bajo y gordo con gorra de visera. Frédéric reconoció fácilmente a Compain, el orador que había provocado tantas risas en el club con su moción. Se apoyaba en el brazo de un individuo tocado con un gorro rojo de zuavo, el labio superior muy grueso, el color amarillo como una naranja, la mandíbula cubierta con una barba corta, y que le contemplaba con unos grandes ojos brillando de admiración.

Compain, sin duda, estaba orgulloso de él, pues dijo:

—Le presento a este buen mozo. Es un amigo mío, zapatero, un patriota. ¿Tomamos algo?

Frédéric, después de haberle dado las gracias, empezó inmediatamente a tronar contra la propuesta Rateau, una maniobra de los aristócratas. Para terminar con ella, había que volver a empezar como en el 93. Después, preguntó por Regimbart y por algunos otros, también famosos, como un tal Deslauriers, comprometido en el asunto de las carabinas interceptadas últimamente en Troyes. Todo esto era nuevo para Frédéric. Compain no sabía nada más del asunto. Lo dejó diciendo:

—Hasta pronto, ¿verdad?, pues también usted forma parte.

—¿De qué?

—De la cabeza de ternera.

—¿Qué cabeza de ternera?

—¡Ah!, ¡farsante! —replicó Compain, dándole una palmadita en el vientre.

Y los dos terroristas se metieron en un café.

Diez minutos después, Frédéric no pensaba ya en Deslauriers. Estaba parado en la acera de la calle Paradis, delante de una casa; y miraba en el segundo piso, detrás de las cortinas, el resplandor de una lámpara.

Por fin, subió la escalera.

—¿Está Arnoux?

La doncella respondió:

—No. Pero no importa, pase.

Y abriendo bruscamente una puerta:

—Señora, es el señor Moreau.

Se levantó más pálida que el cuello de su vestido. Temblaba.

—¿A qué se debe el honor… de una visita… tan imprevista?

—A nada. Al placer de volver a ver a los antiguos amigos.

Y, al tiempo, se sentaba:

—¿Cómo va el buen amigo Arnoux?

—Perfectamente. Ha salido.

—¡Ah!, comprendo, sigue con sus viejas costumbres de la noche; un poco de distracción.

—¿Por qué no? Después de una jornada de cuentas, la cabeza necesita descanso.

Elogió a su marido como gran trabajador. Este elogio irritó a Frédéric; y, señalando un trozo de tela negra con trencillas azules que ella tenía sobre sus rodillas:

—¿Qué está haciendo ahí?

—Arreglando una chaqueta para mi hija.

—A propósito, no la veo, ¿dónde está?

—En un internado —replicó Mme. Arnoux.

Las lágrimas le vinieron a los ojos; las aguantaba pasando rápidamente la aguja. Él había cogido para disimular un número de L’Ilustration, que estaba sobre la mesa, cerca de ella.

—Estas caricaturas de Cham son muy raras, ¿verdad?

—Sí.

Después volvieron a quedarse callados.

Una racha de viento sacudió de pronto los cristales.

—¡Qué tiempo! —dijo Frédéric.

—En efecto, es muy amable por su parte haber venido con esta horrible lluvia.

—¡Oh! No me preocupa lo más mínimo. No soy de esas personas a quienes el mal tiempo les sirve de pretexto para no acudir a sus citas.

—¿Qué citas? —preguntó ella ingenuamente.

—¿No se acuerda?

Presa de un temblor, bajó la cabeza.

Frédéric le puso suavemente la mano sobre el brazo.

—Le aseguro que me ha hecho sufrir mucho.

Y continuó con una especie de lamento en la voz:

—Pero temía por mi hijo.

Y le contó la enfermedad del pequeño Eugène y todas las angustias de aquella jornada.

—Gracias, gracias. Ahora ya no dudo. La amo como siempre.

—No, no es cierto.

—¿Por qué?

Lo miró fijamente.

—Se olvida de la otra. Aquella que acompañaba en las carreras. La mujer del retrato que usted tiene, su amante.

—Bueno, sí —exclamó Frédéric—. No niego nada. Soy un miserable. Escúcheme.

Si había tomado a Rosanette, era por desesperación, como quien se suicida. Por lo demás, él la había hecho muy desgraciada para vengarse con ella de su propia vergüenza.

—¡Qué suplicio! ¿Usted no entiende?

Mme. Arnoux volvió su hermosa cara tendiéndole la mano; y cerraron los ojos, absortos en una embriaguez que era como un arrullo suave e infinito. Después quedaron contemplándose, frente a frente, uno cerca de la otra.

—¿Podría usted creer que ya no la amaba?

Ella respondió en voz baja, llena de caricias:

—No. A pesar de todo, sentía en el fondo de mi corazón que era imposible y que un día el obstáculo que nos separaba se desvanecería.

—Yo también, y me moría de deseos de volver a verla.

—Una vez —replicó ella— en el Palais Royal pasé a su lado.

—¿De veras?

Y él le contó lo feliz que había sido al encontrarla de nuevo en casa de los Dambreuse.

—Pero cómo la detestaba aquella noche, al salir de allí.

—¡Pobre chico!

—Mi vida es tan triste.

—Y la mía… Si sólo fueran las penas, las preocupaciones, las humillaciones, todo lo que paso como esposa y como madre, puesto que hay que morir, no me quejaría; lo más espantoso es mi soledad, sin nadie…

—Pero estoy aquí, yo.

—¡Oh!, sí.

Un sollozo de ternura la había sacudido. Sus brazos se abrieron; y se estrecharon, de pie, en un prolongado beso.

Se oyó crujir el piso. Cerca de ellos había una mujer, Rosanette. Mme. Arnoux la había reconocido; y la miraba con sus dos ojos desmesuradamente abiertos, llenos de sorpresa y de indignación. Por fin, Rosanette dijo:

—Vengo a hablar de negocios con el señor Arnoux.

—No está, ya lo ve usted.

—¡Ah! ¡es verdad! —replicó la Mariscala—. Tenía razón la muchacha. Mil perdones.

Y, volviéndose a Frédéric: —¡Ah!, ¿estás tú aquí?

Este tuteo delante de ella hizo enrojecer a Mme. Arnoux, como una bofetada en plena cara.

—Le repito que no está aquí.

Entonces la Mariscala, que miraba a un lado y a otro, dijo tranquilamente:

—¿Regresamos a casa? Tengo un coche abajo.

Frédéric fingió no oír.

—¡Vamos, ven!

—¡Ah! ¡sí!, es una buena ocasión. ¡Váyase!, ¡váyase! —dijo Mme. Arnoux.

Salieron. La señora se asomó al pasamanos para seguirlos con la mirada; y una risa aguda desgarrada cayó sobre ellos desde lo alto de la escalera. Frédéric empujó a Rosanette para entrar en el coche, se sentó en frente de ella, y durante todo el camino no dijo palabra.

Aquella infamia que le alcanzaba de rebote él mismo la había provocado. Sentía, a la vez, la vergüenza de una humillación aplastante y la pena de una felicidad que se había hecho irrevocablemente imposible cuando, por fin, estaba a punto de alcanzarla, y todo por culpa de aquella mujerzuela, de aquella ramera. La habría estrangulado; él sentía ahogarse. Ya en casa, tiró el sombrero sobre un mueble, se arrancó la corbata.

—¡Vaya! ¡Muy bonito lo que acabas de hacer, confiésalo!

Rosanette se plantó orgullosamente delante de él.

—Bueno, después de todo, ¿dónde está el mal?

—¡Pero cómo! ¿Me estás espiando?

—¿Tengo yo la culpa? ¿Por qué vas a divertirte a casa de mujeres honestas?

—¡No tiene importancia! ¡No quiero que las insultes!

—¿En qué la he insultado?

No encontró nada que responder; y en tono más rencoroso:

—Pero, la otra vez, en el Champ de Mars…

—¡Nos estás aburriendo con tus antiguos amores!

—¡Miserable!

Levantó el puño.

—¡No me mates! ¡Estoy encinta!

Frédéric retrocedió.

—¡Mientes!

—¡Pues mírame!

Tomó un candelera y acercándose la llama a la cara:

—¿Entiendes de esto?

Había manchitas amarillas sobre su piel, que estaba extrañamente hinchada. Frédéric no negó la evidencia. Fue a abrir la ventana, dio unos pasos a lo largo y a lo ancho, después se dejó caer en un sillón.

Este acontecimiento era una calamidad, que en primer lugar aplazaba la ruptura entre ellos, y además transtornaba todos sus proyectos. La idea de ser padre, por otra parte, le parecía grotesca, inadmisible. Pero, ¿por qué? ¡Si en lugar de la Mariscala…! Y se sumió en un sueño tan profundo que tuvo una especie de alucinación. Veía allí, sobre la alfombra, delante de la chimenea, a una niña. Se parecía a Mme. Arnoux y un poco también a él; morena y blanca, de ojos negros, cejas grandes, un lacito rosa en su pelo ensortijado. ¡Oh!, ¡cuánto la habría querido! Y le parecía oír su voz: «¡Papá! ¡Papá!».

Rosanette, que acababa de desnudarse, se acercó a él, vio una lágrima en sus ojos, y le besó en la frente, gravemente. Él se levantó diciendo:

—¡Pues claro que no mataremos a este crío!

Entonces ella estuvo muy charlatana. Sería un chico, desde luego. Se llamaría Frédéric. Había que empezar a hacerle el equipo; y, al verla tan feliz, le dio lástima. Como ahora no sentía ninguna cólera, quiso saber por qué, hacía poco, había actuado de aquella manera.

Es que la señorita Vatnaz le había enviado aquel mismo día un pagaré vencido hacía mucho tiempo; y había corrido a casa de Arnoux a buscar dinero.

—Te lo hubiera dado yo —dijo Frédéric.

—Era más sencillo coger allí lo que me pertenece, y devolver al otro sus mil francos.

—Al menos, ¿es eso todo lo que debes?

Ella respondió:

—De verdad.

Al día siguiente, a las nueve de la noche (hora indicada por el portero), Frédéric fue a casa de la señorita Vatnaz.

En la antesala tropezó con los muebles amontonados. Pero le guiaba un ruido de voces y de música. Abrió una puerta y se encontró en medio de un sarao. De pie, delante del piano, tocado por una señorita de lentes, Delmar, serio como un pontífice, declamaba una poesía humanitaria sobre la prostitución; y su voz resonaba, cubierta por los acordes del piano. Una fila de mujeres a lo largo de la pared, casi todas vestidas de oscuro, sin cuellos ni puños. Cinco o seis hombres, todos ellos pensativos, estaban esparcidos por la sala sentados en sillas. Sentado en un sillón estaba un antiguo fabulista, una auténtica ruina; y el olor acre de las dos lámparas se mezclaba con el aroma del chocolate que llenaba las tazas amontonadas sobre la mesa de juego.

La señorita Vatnaz, con un echarpe oriental alrededor de la cintura, estaba en un rincón de la chimenea. Dussardier se hallaba en el otro extremo, en frente; parecía estar un poco violento por su postura. Por otra parte, aquel ambiente artístico le asustaba.

¿La Vatnaz había terminado con Delmar?, quizás no. De cualquier manera, parecía celosa del bravo dependiente; y como Frédéric le hubiese dicho que quería hablar con ella un momento, le hizo señas de que pasara con ella a su habitación. Pagados los mil francos billete a billete, ella pidió, además, los intereses.

—Eso no vale la pena —dijo Dussardier.

—¡Tú cállate!

Esta cobardía de un hombre tan valiente agradó a Frédéric como una justificación de la suya. Recuperó el pagaré y no volvió a hablar nunca más del escándalo en casa de Mme. Arnoux. Pero, desde entonces, todos los defectos de la Mariscala le saltaron a la vista.

Tenía un mal gusto irremediable, una pereza incomprensible, una ignorancia de salvaje, al extremo de llegar a considerar como muy célebre al doctor Desrogis; y estaba orgullosa de recibirlo, a él y a su esposa, porque eran «personas casadas». Instruía pedantemente sobre las cosas de la vida a la señorita Irma, una pobre criatura que tenía una vocecita fina y como protector a un señor muy bien, que había sido empleado de aduanas y era un habilísimo jugador de cartas; Rosanette le llamaba «mi gran lulú». Frédéric tampoco podía soportar la repetición de sus frases tontas tales como: «¡Es una broma!», «¡Vete a paseo!», «nunca se ha podido saber», etc.; y se empeñaba en quitar el polvo por la mañana a sus figuritas con un par de viejos guantes blancos. Pero lo que más le rebelaba era la manera de tratar a su muchacha, a quien le pagaba siempre con retraso y que incluso le prestaba dinero. Los días que arreglaban cuentas reñían como dos verduleras, después se reconciliaban con grandes abrazos. La convivencia de los dos a solas se hacía triste. Fue un alivio para él cuando se reanudaron las veladas de la señora Dambreuse. Ella, al menos, le divertía. Conocía las intrigas mundanas, los cambios de embajadores, el personal de las modistas; y si se le escapaban algunos tópicos era en una fórmula tan aceptada, que su frase podía pasar por una condescendencia o por una ironía. Había que verla en medio de veinte personas que conversaban, sin olvidar a ninguna, sugiriendo las respuestas que ella quería, evitando las peligrosas. Las cosas más sencillas, contadas por ella, se convertían en confidencias; la menor de sus sonrisas hacía soñar; en suma, su encanto era como el perfume exquisito que se ponía habitualmente, complejo e indefinible. Frédéric, en su compañía, experimentaba cada vez el placer de un descubrimiento; y, sin embargo, la encontraba siempre con la misma serenidad, semejante al resplandor de las aguas limpias. Pero ¿por qué tenía unos modales tan fríos con su sobrina? Incluso, por momentos, le dirigía unas miradas extrañas.

Cuando se habló de matrimonio, había objetado al señor Dambreuse la salud de la «querida hija», y la había llevado enseguida a los baños de Balaruc. A su regreso habían surgido nuevos pretextos: el joven no tenía posición, su gran amor no parecía serio, no se arriesgaba nada con esperar. Martinon había respondido que esperaría. Su conducta fue sublime. Ensalzó a Frédéric. Hizo más: le informó sobre la manera de agradar a la señora Dambreuse, dejando incluso entrever que conocía, a través de la sobrina, los sentimientos de la tía.

En cuanto al señor Dambreuse, lejos de mostrar celos, rodeaba de atenciones a su joven amigo, le consultaba sobre diversos asuntos, se preocupaba incluso de su porvenir, hasta el punto que un día, cuando hablaban del tío Roque, le dijo al oído con aire comprensivo:

—Ha hecho usted bien.

Y Cécile, miss Johnson, los criados, el portero no había nadie que no se mostrase encantador con él en aquella casa. Todas las noches iba allí, dejando sola a Rosanette. Su futura maternidad la volvía más seria, incluso un poco triste, como si estuviese atormentada por preocupaciones. A todas las preguntas contestaba:

—Te equivocas. Me encuentro bien.

Eran cinco los pagarés que había firmado en su momento; y, como no se había atrevido a decírselo a Frédéric, después del pago del primero, volvió a casa de Arnoux, el cual le había prometido, por escrito, un tercio de sus ganancias en el alumbrado de gas de las ciudades del Languedoc, un magnífico negocio, recomendándole que no se sirviese de esta carta antes de la asamblea de los accionistas; asamblea que venía siendo aplazada de una semana para otra.

Entretanto, la Mariscala necesitaba dinero. Se habría muerto antes que pedírselo a Frédéric. No quería nada con él. Esto habría deteriorado sus relaciones amorosas. No regateaba nada en los gastos de casa; pero el alquiler mensual de un cochecito y otros sacrificios indispensables desde que frecuentaban a los Dambreuse no le permitían hacer más por su amante. Dos o tres veces, al volver a casa en horas desacostumbradas, creyó ver espaldas masculinas desaparecer entre las puertas; y ella salía a menudo sin querer decirle a dónde iba. Frédéric no quiso profundizar más en el asunto. Uno de aquellos días tomaría una decisión definitiva. Soñaba con otra vida, que sería más noble y más divertida. Semejante ideal le hacía ser indulgente con las reuniones del palacio Dambreuse.

Era una sucursal íntima de la calle de Poitiers. Allí encontró al gran M. A., al ilustre B, al profundo C., al elocuente Z., al inmenso Y, a los grandes líderes del centro izquierda, a los paladines de la derecha, a los burgraves del justo medio, a los eternos tipos de la comedia. Se quedó estupefacto con su execrable lenguaje, sus mezquindades, sus rencores, su mala fe; todas aquellas gentes que habían votado la Constitución ahora se esforzaban por demolerla; y se agitaban mucho, lanzaban manifiestos, panfletos, biografías; la de Fumichon, escrita por Hussonnet, resultó una obra maestra. Nonancourt se ocupaba de la propaganda en el campo, el señor de Grémonville trabajaba el clero, Martinon tenía contactos con jóvenes burgueses. Cada cual, incluso Cisy en persona, ayudó según sus medios. Pensando ahora en las cosas serias, el vizconde se pasaba todo el día de un lado para otro, en su cabriolé, trabajando para el partido.

El señor Dambreuse, como un barómetro, expresaba constantemente su última variación. No se hablaba de Lamartine sin que citase esta frase de un hombre del pueblo: ¡Basta de lira!. Cavaignac, a sus ojos, ya no era más que un traidor. El presidente, a quien había admirado durante tres meses, comenzaba a perder su estima y ya no le veía la energía necesaria; y, como le seguía haciendo falta un salvador, desde el asunto del Conservatorio, su agradecimiento era para Changarnier: «Gracias a Dios, Changarnier… Esperemos que Changarnier… ¡Oh! No hay que tener miedo mientras que Changarnier…».

Por encima de todo exaltaban al señor Thiers por su libro contra el socialismo, en el que se había mostrado tan gran pensador como escritor. Se reían enormemente de Pierre Leroux, que citaba en la Cámara pasajes de los filósofos. Se hacían bromas sobre la cola falansteriana. Iban a aplaudir la Feria de las ideas; y comparaban a los autores con Aristófanes. Frédéric fue allí, como los demás.

La palabrería política y la buena mesa embotaban su moralidad. Por mediocres que le parecieran aquellos personajes, estaba orgulloso de conocerlos e interiormente deseaba ser considerado por los burgueses. Una amante como la señora Dambreuse le daría categoría.

Se puso a hacer todo lo necesario.

Se tropezaba con ella en el paseo, en el teatro no se olvidaba nunca de ir a saludarla a su palco; y, sabiendo las horas en que iba a la iglesia, se colocaba detrás de un pilar en actitud melancólica. Para noticias sobre curiosidades, informaciones sobre un concierto, préstamos de libros o de revistas había un continuo intercambio de pequeños billetes. Además de su visita de la noche, a veces le hacía otra al caer la tarde; y para él era una gradación de goces pasar sucesivamente por la puerta principal, por el patio, por la antesala, por los dos salones; por fin, llegaba a su gabinete, discreto como una tumba, tibio como una alcoba, donde tropezaba con el acolchado de los muebles entre tanta variedad de objetos esparcidos por todas partes: costureros, pantallas, copas y platos de laca, de concha, de marfil, de malaquita, bagatelas, que se renovaban frecuentemente. Las había sencillas: tres cantos rodados de Etretar que servían de pisapapeles, un gorro de frisona colgado de un biombo chino; todas estas cosas se armonizaban sin embargo; incluso sorprendía la nobleza del conjunto, que tal vez dependía de la altura del techo, de la riqueza de las cortinas y de las grandes cenefas de seda que flotaban sobre los pies dorados de los taburetes.

Ella estaba sentada casi siempre en un pequeño canapé cerca del macetero que adornaba el hueco de la ventana. Sentado en el borde de un gran puf de ruedecitas, le hacía los cumplidos que encontraba más apropiados; y ella le miraba con la cabeza un poco inclinada y una sonrisa en los labios.

Él le leía páginas de poesía, poniendo en ello toda su alma, para emocionarla y para hacerse admirar. Ella lo interrumpía para un comentario denigrante o una observación práctica; y la conversación venía a recaer invariablemente sobre la eterna cuestión del Amor. Se preguntaban sobre sus orígenes, si las mujeres lo sentían de forma más profunda que los hombres, cuáles eran sus diferencias al respecto. Frédéric trataba de dar su opinión, evitando a la vez la grosería y la insulsez. Aquello se convertía en una especie de lucha, agradable en algunos momentos, pesada en otros.

Cuando estaba a su lado, él no sentía aquel arrebato de todo su ser que le llevaba hacia Mme. Arnoux, ni el alegre desorden en que le había puesto al principio Rosanette. Pero la deseaba como una cosa anormal y difícil, porque era noble, porque era rica, porque era devota, figurándose que tenía delicadezas de sentimiento, raras como sus encajes, con amuletos sobre la piel y pudores en la depravación.

Él se sirvió de su viejo amor. Le contó, como si estuviese inspirado por ella, todo lo que Mme. Arnoux le había hecho sentir en otro tiempo, sus momentos de languidez, sus aprensiones, sus sueños. Ella acogía todo esto como una persona acostumbrada a estas cosas; sin rechazarlo formalmente, no cedía nada; y no llegaba a seducirla como tampoco Martinon a casarse. Para terminar con el pretendiente de su sobrina, ella llegó a acusarle de que sólo buscaba el dinero y pidió a su marido que lo pusiese a prueba. El señor Dambreuse hizo saber al joven que Cécile, huérfana de padres pobres, no tenía dote ni «expectativas».

Martinon, o porque creyese que no era cierto o porque estuviese ya muy comprometido para volverse atrás, o por una de esas terquedades de idiota que son actos de genio, respondió que el patrimonio que él tenía, quince mil libras de renta, les bastaría. Este desinterés imprevisto impresionó al banquero. Le prometió ponerle una fianza de recaudador, comprometiéndose a conseguir la plaza; y, en el mes de mayo de 1850, Martinon se casó con la señorita Cécile. No hubo baile. Los recién casados salieron la misma tarde para Italia. Al día siguiente, Frédéric fue a hacer una visita a la señora Dambreuse. La encontró más pálida que de costumbre. Ella le contradijo en dos o tres temas sin importancia. Por lo demás, los hombres eran todos unos egoístas.

Los había, sin embargo, sacrificados, aunque sólo fuera él.

—¡Ah, bah!, ¡como los demás!

Sus párpados estaban rojos; estaba llorando. Después, esforzándose en sonreír:

—Dispénseme. Estoy equivocada. Es una idea triste que se me ha ocurrido.

Frédéric no comprendía nada.

«No tiene importancia. Es menos fuerte de lo que yo creía», pensó él.

La señora tocó para que le llevaran un vaso de agua, bebió un sorbo, después se quejó de lo mal servida que estaba. Para distraerla, él se ofreció como criado, asegurando que era capaz de servir la mesa, de quitar el polvo a los muebles, de anunciar las visitas, de servirle, en fin, de ayuda de cámara o más bien de botones, aunque estuviesen ya pasados de moda. Le habría gustado ir de pie en la parte de atrás de su carroza con un sombrero de pluma de gallo.

—¡Y con qué majestad la seguiría a pie, llevando un perrito en el brazo!

—Lo veo a usted animado —dijo la señora Dambreuse.

«Pero ¿no era una locura —replicó él— tomarlo todo en serio? Ya había bastantes miserias sin andar buscando más. No había nada por lo que valiese la pena sufrir». La señora Dambreuse arqueó las cejas en un gesto de vaga aprobación.

Esta coincidencia de sentimientos empujó a Frédéric a una audacia mayor. Los desengaños sufridos anteriormente le hacían, después de todo, ver ahora más claro. Continuó:

—Nuestros abuelos vivían mejor. ¿Por qué no obedecer a nuestros impulsos? El amor, después de todo, no era en sí una cosa tan importante.

—Pero lo que usted está diciendo es inmoral.

Se había vuelto a sentar en el sofá. Él se sentó al borde, rozándole casi los pies.

—¿No comprende que hablo en broma? Pues, para agradar a las mujeres, hay que alardear de una indiferencia de bufón o de los arrebatos de la tragedia. Ellas se burlan de nosotros cuando les decimos sencillamente que las queremos. Yo encuentro que las hipérboles que las divierten son una profanación del amor verdadero; de modo que uno no sabe ya cómo expresarlo, sobre todo anté aquellas… que tienen… mucho talento.

Ella lo observaba con los ojos medio cerrados. Frédéric bajaba la voz y acercándose a su cara:

—Sí, usted me da miedo. ¿O tal vez la ofendo?… ¡Perdón! Retiro mis palabras. No es culpa mía. ¡Es usted tan hermosa!

La señora Dambreuse cerró los ojos, y él se sorprendió de una victoria tan fácil. Los grandes árboles del jardín que temblaban suavemente se quedaron inmóviles. Unas nubes quietas surcaban el cielo con largas franjas rojas, y hubo como un paro general de todo el universo. Entonces confusamente volvieron a su mente tardes como aquélla, silencios parecidos. ¿Dónde era esto?…

Se puso de rodillas, le cogió la mano y le juró amor eterno. Después, cuando se iba, ella lo reclamó con una seña y le dijo muy bajito:

—Vuelva para la cena. Estaremos solos.

Bajando la escalera, Frédéric se sentía otro hombre, le parecía sentir a su alrededor la temperatura perfumada y artificial de los invernaderos y que entraba definitivamente en el mundo superior de los adulterios aristocráticos y de las altas intrigas. Para ocupar en él el primer puesto bastaba una mujer como aquélla. Ávida, sin duda, de poder y de acción, y casada con un hombre mediocre a quien había sido prodigiosamente útil, deseaba a alguien fuerte que dominase. Ahora nada era imposible para él. Era capaz de hacer doscientas leguas a caballo, de trabajar durante varias noches seguidas, sin cansarse; el corazón le desbordaba de orgullo.

Por la acera, delante de él, cubierto con un viejo abrigo, caminaba un hombre con la cabeza baja, y con tal aire de abatimiento, que Frédéric se volvió para verlo. El otro levantó la cabeza. Era Deslauriers. Dudaba. Frédéric le saltó al cuello.

—¡Pero cómo! ¿Eres tú, mi viejo amigo?

Y lo llevó a su casa, haciéndole muchas preguntas a la vez.

El ex delegado de Ledru-Rollin empezó por contarle las fatigas que había pasado. Como predicaba la fraternidad a los conservadores y el respeto a las leyes a los socialistas, los unos le habían disparado con fusil mientras los otros le habían preparado la cuerda para colgarlo. Después de junio lo habían destituido brutalmente. Se había metido en un complot, el de las armas capturadas en Troyes. Lo habían soltado por falta de pruebas. Después el comité de acción lo había enviado a Londres, donde, en un banquete, se había liado a bofetadas con sus correligionarios. De vuelta a París…

—¿Por qué no has venido a mi casa?

—Nunca estabas. Tu guarda tenía un aire misterioso, yo no sabía qué pensar; y además no quería volver a presentarme como un vencido.

Había llamado a las puertas de la Democracia, ofreciéndose a servirla con la pluma, con la palabra, con la acción; en todos los sitios lo habían rechazado; desconfiaban de él; y había vendido su reloj, su biblioteca, su ropa.

—¡Mejor hubiera sido reventar sobre los pontones de Belle Îsle con Sénécal!

Frédéric, que se estaba arreglando la corbata, no pareció muy conmovido por la noticia.

—¡Ah!, ¿está deportado el amigo Sénécal?

Deslauriers, echando una ojeada llena de envidia a las paredes:

—No todo el mundo tiene tu suerte.

—Discúlpame —dijo Frédéric, sin fijarse en la alusión—, pero ceno fuera. Te van a preparar de comer; pide lo que quieras. Puedes incluso acostarte en mi cama.

Ante una cordialidad tan completa, la amargura de Deslauriers desapareció.

—¿Tu cama? Pero… sería mucho abusar.

—Pues no; tengo otras.

—¡Ah!, ¡muy bien! —replicó el abogado riendo—. ¿Dónde vas a cenar?

—En casa de la señora Dambreuse.

—¿Es que… por casualidad… sería…?

—Eres demasiado curioso —dijo Frédéric con una sonrisa que confirmaba aquella suposición.

Después, consultando el reloj, se volvió a sentar.

—Es así, y no hay que desesperar, viejo defensor del pueblo.

—¡Por Dios! Que otros se ocupen de eso.

El abogado detestaba a los obreros, porque le habían planteado problemas en su provincia, un distrito minero. Cada pozo de extracción había nombrado un gobierno provisional que le intimaba con órdenes.

—Por lo demás, hay que decir que se comportaron muy bien en todas partes: en Lyon, en Lille, en El Havre, en París. Pues, a ejemplo de los fabricantes que querrían excluir los productos extranjeros, estos señores reclaman la expulsión de los trabajadores ingleses, alemanes, belgas y saboyanos. En cuanto a su inteligencia, ¿de qué han servido, bajo la Restauración, sus famosos gremios? En 1830 entraron en la guardia nacional, sin tener siquiera el buen sentido de controlarla. ¿No han vuelto a aparecer, inmediatamente después del 48, los gremios con sus propios estandartes? Llegaron incluso a pedir representantes del pueblo para ellos, que hablasen sólo por ellos. Igual que los diputados de la remolacha que sólo se preocupaban de la remolacha. ¡Ah!, ya estoy harto de esos tipos, que se arrodillan por turno ante el patíbulo de Robespierre, las botas del Emperador, el paraguas de Luis Felipe, gentuza, eternamente adicta a quien le echa un pedazo de pan en la boca. Se sigue gritando contra la venalidad de Talleyrand y de Mirabeau; pero el mozo de cuerda vendería la patria por cincuenta céntimos, si le permitieran subir su servicio a tres francos. ¡Ah! ¡Qué equivocación! Hubiéramos debido poner fuego en las cuatro esquinas de Europa.

Federico le respondió:

—¡Faltaba la chispa! Erais todos unos pequeños burgueses y en el mejor de los casos unos pedantes. En cuanto a los obreros, tienen razones para quejarse; pues si exceptuamos un millón de la lista civil, concesión que habéis hecho con la más servil de las adulaciones, no les habéis dado más que bellas palabras. La cartilla de ahorros sigue en poder del patrón, y el asalariado, incluso ante la justicia, sigue siendo inferior a su amo, puesto que su palabra no cuenta nada. En fin, la República me parece vieja. ¿Quién sabe? Tal vez, el proceso no es realizable más que por una aristocracia o por un sólo hombre. La iniciativa viene siempre de arriba. El pueblo es menor, digan lo que digan.

—Quizás es verdad —dijo Deslauriers.

Según Frédéric, la gran masa de los ciudadanos no aspiraba más que al descanso (él había aprendido mucho en las veladas de los Dambreuse) y todas las posibilidades estaban a favor de los conservadores. Aquel partido, sin embargo, necesitaba hombres nuevos.

—Si tú te presentaras, estoy seguro…

No terminó la frase. Deslauriers comprendió, se pasó las manos sobre la frente; luego, de pronto:

—¡Pero tú! Nada te lo impide. ¿Por qué no podías ser diputado?

A consecuencia de una doble elección, en el Aube había una candidatura vacante. El señor Dambreuse, reelegido para la legislativa, pertenecía a otro distrito. «¿Quieres que yo me ocupe de ello?». Conocía a muchos taberneros, maestros, médicos, oficiales de notaría y a sus patronos.

—Además, a los paisanos se les hace creer lo que se quiere.

Frédéric sentía avivarse su ambición.

Deslauriers añadió:

—Lo que deberías hacer es encontrarme un puesto en París.

—¡Oh!, eso no será difícil por medio del señor Dambreuse.

—Hablando de hullas —replicó el abogado—, ¿qué es de su gran sociedad? Un empleo de esta clase es lo que me convendría, y les sería útil, sin perder mi independencia.

Frédéric prometió acompañarle a casa del banquero antes de tres días.

La cena a solas con la señora Dambreuse fue una cosa exquisita.

Ella sonreía en frente de él, en la otra cabecera de la mesa, por encima de una canastilla de flores, a la luz de la lámpara colgada del techo; y, como la ventana estaba abierta, se veían las estrellas. Hablaron muy poco, desconfiando, tal vez, de sí mismos, pero cuando los criados volvían la espalda se enviaban un beso a flor de labios. Él le habló del proyecto de su candidatura. A ella le pareció bien e incluso se comprometió a obtener el apoyo del señor Dambreuse.

De noche se presentaron algunos amigos para felicitarla y al mismo tiempo compadecerla: ¡debía de estar tan triste sin tener ya la compañía de su sobrina! Por otra parte, los recién casados hacían muy bien en salir de viaje; después venían los impedimentos, los niños. Pero Italia no respondía a la idea que se tenía de ella. Además, ellos estaban en la edad de las ilusiones; y luego la luna de miel lo embellece todo. Al final sólo quedaron el señor de Grémonville y Frédéric. El diplomático no quería irse. Por fin, a media noche se levantó. La señora Dambreuse hizo señas a Frédéric de que saliese con él y le agradeció esta obediencia con un apretón de manos más suave que todos los demás.

La Mariscala, al verlo, lanzó un grito de alegría. Llevaba cinco horas esperándolo. Frédéric se disculpó diciéndole que había tenido que hacer una gestión indispensable a favor de Deslauriers. Su cara reflejaba un aire de triunfo, una aureola, que dejó deslumbrada a Rosanette.

—Es quizás por tu traje negro, que te sienta tan bien; pero nunca te he encontrado tan guapo. ¡Qué guapo eres!

En un arrebato de ternura, se juró a sí misma nunca más pertenecer a otro, aunque tuviera que morir de hambre.

Sus bellos ojos húmedos chispeaban con tal pasión que Frédéric la hizo sentarse sobre sus rodillas y se dijo: «¡Qué canalla soy!», congratulándose de su perversidad.

Share on Twitter Share on Facebook