CAPÍTULO VI

Viajó.

Conoció la melancolía de los paquebotes, los fríos amaneceres bajo la tienda, los mareos de los paisajes y de las ruinas, la amargura de las amistades truncadas.

Regresó.

Trató gente, y tuvo otros amores todavía. Pero el recuerdo continuo del primero se los hacía insípidos; y además la vehemencia del deseo, la flor misma de la sensación se había perdido. Sus ambiciones intelectuales también habían disminuido. Pasaron años; y seguía soportando la ociosidad de su inteligencia y la inercia de su corazón.

Hacia fines de marzo de 1867, a la caída de la tarde, cuando estaba solo en su gabinete, entró una mujer.

—¡Madame Arnoux!

—¡Frédéric!

Ella lo tomó de las manos, lo llevó suavemente hacia la ventana, y lo observaba sin dejar de repetir:

—¡Es él! ¡Pues es él!

En la penumbra del crepúsculo, él no veía más que sus ojos bajo el velo de encaje negro que cubría su cara.

Después de haber depositado en la orilla de la chimenea una pequeña cartera de terciopelo granate, se sentó. Los dos permanecieron sin poder hablar, sonriéndose el uno al otro.

Por fin, él le hizo una serie de preguntas sobre ella y su marido.

Vivían en lo más apartado de la Bretaña, para gastar menos y poder pagar sus deudas. Arnoux, casi siempre enfermo, ahora parecía un viejo. Su hija estaba casada en Burdeos, y su hijo, en un destacamento militar en Mostaganem. Después ella alzó la mirada:

—Pero vuelvo a verte. Soy feliz.

Él no se olvidó de decirle que, cuando supo de su catástrofe, había acudido a su casa.

—Lo sabía.

—¿Cómo?

Ella lo había visto en el patio y se había escondido.

—¿Por qué?

Entonces, con voz temblorosa, y entrecortada (con largas pausas de silencio entre sus palabras):

—Tenía miedo. Sí… miedo de usted… de mí.

Ante esta revelación sintió como un estremecimiento de voluptuosidad. Su corazón latía con fuerza. Ella continuó:

—Perdóneme por no haber venido antes —y señalando la pequeña cartera granate cubierta de palmas de oro—: La he bordado para usted, expresamente. Contiene la cantidad de la que debían responder los terrenos de Belleville.

1 Mostaganem: Puerto de Argelia. En 1830 los franceses comenzaron la conquista de Argelia.

Frédéric le dio las gracias por su regalo, al tiempo que le reprochaba el haberse tomado aquella molestia.

—No. No es por esto por lo que he venido. Tenía interés en hacer esta visita, después regresaré allá… allá.

Y le habló del lugar donde vivía.

Era una casa baja, de un solo piso, con un huerto lleno de bojes enormes y una doble avenida de castaños que subían hasta lo alto de la colina desde donde se ve el mar.

—Me voy a sentar allí, en un banco, al que he bautizado: el banco Frédéric.

Después se puso a examinar los muebles, las figuritas, los cuadros, ávidamente, para llevarlos a su memoria. El retrato de la Mariscala estaba medio tapado por una cortina. Pero los oros y los blancos, que se destacaban en medio de la oscuridad, le atrajeron.

—Me parece que conozco a esa mujer.

—¡Imposible! —dijo Frédéric—. Es una vieja pintura italiana.

Ella confesó que deseaba dar una vuelta por las calles cogida de su brazo.

Salieron.

El resplandor de las tiendas iluminaba, a intervalos, su perfil pálido; luego la sombra volvía a envolverlo; y en medio de los coches, de la gente y el ruido, caminaban sin pensar más que en sí mismos, sin oír nada, como los que caminan juntos por el campo sobre un lecho de hojas caídas.

Recordaron sus días pasados, las cenas de la época de El Arte Industrial, las manías de Arnoux, su manera de estirar las puntas de su cuello postizo, de embadurnarse de cosmético los bigotes, de otras cosas más íntimas y más profundas. ¡Qué encanto sintió la primera vez que la oyó cantar! ¡Qué hermosa estaba el día de su fiesta, en Saint-Cloud! Le recordó el pequeño jardín de Auteuil, las noches en el teatro, un encuentro en el bulevar, antiguos criados, su sirviente negra.

Ella se asombraba de su memoria. Entretanto le dijo:

—A veces, sus palabras me llegan como un eco lejano, como el sonido de una campana, traído por el viento; y me parece que usted está allí, cuando leo pasajes de amor en los libros.

—Todo lo que en ellos se tacha de exagerado, usted me lo ha hecho sentir —dijo Frédéric—. Comprendo a Werther a quien no desagradaban las rebanadas de pan con mantequilla de Charlotte.

—Mi pobre amigo querido.

Lanzó un suspiro; y, después de un largo silencio:

—No importa, podremos decir que nos hemos querido mucho.

—Sin poseernos, sin embargo.

—Quizas es mejor —replicó ella.

—No, no. ¡Qué felices habríamos sido!

—¡Oh!, ya lo creo, con un amor como el suyo.

Y tenía que ser muy fuerte para durar después de una separación tan larga.

Frédéric le preguntó cómo lo había descubierto.

—Fue una tarde que usted me besó la muñeca entre el guante y el puño. Yo me dije: «Pero si es que me quiere… me quiere». Sin embargo, tenía miedo de saberlo con certeza. Su reserva era tan encantadora que gozaba con ella como si fuese un homenaje involuntario y continuado.

Él no echó nada de menos. Sus sufrimientos de antaño estaban bien pagados.

Cuando regresaron, Mme. Arnoux se quitó el sombrero. La lámpara, colocada sobre una consola, iluminó su pelo blanco. Fue como un golpe en todo el pecho.

Para ocultar esta decepción, se arrodilló delante de ella, y, cogiéndole las manos, se puso a decirle ternuras.

—Su persona, sus menores movimientos me parecían tener en el mundo una importancia extrahumana. Mi corazón, como polvo, se levantaba, seguía sus pasos. Usted me hacía el efecto de un claro de luna en una noche de verano, cuando todo es perfume, sombras suaves, blancuras, infinito; y las delicias de la carne y del alma contenidas en su nombre, que me repetía, tratando de besarlo con mis labios. No imaginaba nada más allá. Era Mme. Arnoux tal como usted era, con muchos niños, tierna, seria, deslumbrante de hermosura, y tan buena. Aquella imagen borraba todas las demás. Pero es que ni siquiera pensaba en otras. ¿Pero es que podía pensar en otra cosa teniendo siempre en el fondo de mí mismo la música de su voz y el brillo de sus ojos?

Ella aceptaba extasiada estas confesiones apasionadas dedicadas a la mujer que ya no era. Frédéric, embriagándose con estas palabras, llegaba a veces a creer lo que decía. Mme. Arnoux, de espaldas a la luz, se inclinaba hacia él. Sentía en su frente la caricia de su aliento, a través de sus ropas el contacto indeciso de todo su cuerpo. Se estrecharon las manos; la punta de su botín le salía un poco debajo del vestido, y él le dijo casi desfallecido:

—Ver su pie me trastorna.

Un movimiento de pudor la hizo levantarse. Después, inmóvil, y con la entonación singular de los sonámbulos:

—A mi edad, él, Frédéric… Nadie ha sido amada como yo. No. No. ¿De qué sirve ser joven? Yo me río de todo eso, las desprecio a todas las que vienen aquí.

—¡Oh!, apenas vienen —replicó él con complacencia.

La cara de Mme. Arnoux desbordó de alegría, y quiso saber si Frédéric se casaría.

Él le juró que no.

—¿De veras? ¿Por qué?

—Por usted —dijo Frédéric estrechándola en sus brazos.

Ella seguía allí, el talle hacia atrás, la boca entreabierta, los ojos mirando hacia arriba. De pronto, lo rechazó con un gesto de desesperación; y, como él le suplicara una respuesta, ella le dijo en voz baja:

—Hubiera querido hacerle feliz.

Frédéric sospechó que Mme. Arnoux había venido a ofrecerse; y él se sentía de nuevo preso de un deseo más fuerte que nunca, furioso, implacable. Sin embargo, sentía algo inefable, una repulsa y como el terror de un incesto. Otro temor le detuvo, el de sentir hastío después. Además, qué problemas se le plantearían, y a la vez por prudencia y para no degradar su ideal, dio media vuelta y se puso a hacer un cigarrillo.

Ella lo contemplaba, toda asombrada.

—¡Qué delicado es usted! No he visto otro igual.

Dieron las once.

—¡Ya! —dijo ella—; al cuarto me voy.

Se volvió a sentar; pero observaba el péndulo, y él continuaba caminando y fumando. No encontraban qué decirse. Hay un momento, en las separaciones, en que la persona amada ya no está con nosotros. Por fin, la aguja del reloj había marcado ya los veinticinco minutos, y la señora, lentamente, cogió su sombrero por las cintas.

—Adiós, amigo mío, mi querido amigo. Ya no volveremos a vernos. Éste era mi último gesto de mujer. Mi alma no le abandonará jamás. Que el cielo le bendiga.

Y lo besó en la frente como una madre.

Pero parecía buscar algo, y le pidió unas tijeras.

Soltó su pelo; todos sus cabellos quedaron sueltos sobre sus hombros.

Se cortó, brutalmente, por la raíz, un largo mechón.

—¡Consérvelos!, adiós.

Cuando salió, Frédéric abrió la ventana. Mme. Arnoux, en la acera, hizo señas a un coche que pasaba. Se metió dentro. El coche desapareció.

Y no hubo más.

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