CAPÍTULO VII

A comienzos de aquel invierno, Frédéric y Deslauriers charlaban al amor de la lumbre, una vez más reconciliados, por la fatalidad de su naturaleza que les obligaba siempre a reencontrarse y a quererse bien.

El uno explicó someramente su ruptura con la señora Dambreuse, la cual había vuelto a casarse, esta vez con un inglés.

El otro, sin decir cómo se había casado con la señorita Roque, contó que, un buen día, su mujer se había fugado con un cantante. Para liberarse un poco del ridículo, había actuado en el cargo de prefecto con exceso de celo gubernamental. Lo habían destituido. Después, había sido jefe de colonización en Argelia, secretario de un bajá, gerente de un periódico, agente de publicidad, y por fin se había empleado en lo contencioso en una compañía industrial.

Por su parte, Frédéric se había comido los dos tercios de su fortuna y vivía como un pequeño burgués.

Luego se informaron mutuamente de sus amigos.

Martinon era actualmente senador.

Hussonnet ocupaba un puesto importante, desde el cual controlaba todos los teatros y toda la prensa.

Cisy, metido en religión y padre de ocho hijos, vivía en el castillo de sus abuelos.

Pellerin, después de haberse entregado al fourierismo, a la homeopatía, al espiritismo, al arte gótico y a la pintura humanitaria, se había hecho fotógrafo; y en todas las paredes de París se le veía representado en traje negro con un cuerpo minúsculo y un enorme cabezón.

—¿Y tu íntimo Sénécal?

—Le he perdido la pista. No sé nada de él. Y tú, ¿qué es de tu gran pasión, Mme. Arnoux?

—Debe de estar en Roma con su hijo, teniente de cazadores.

—¿Y su marido?

—Murió el año pasado.

—¡Vaya! —dijo el abogado.

Luego, dándose un golpe en la frente:

—A propósito, el otro día, en una tienda, encontré a aquella brava Mariscala, que llevaba de la mano a un niño que ha adoptado. Está viuda de un tal Oudry, y ahora muy gruesa, enorme. ¡Qué decadencia! Ella, que tenía un talle tan delgado.

Deslauriers no ocultó que se había aprovechado de su desesperación para comprobarlo personalmente.

—Como, por otra parte, tú me habías autorizado.

Esta confesión era una compensación al silencio que él seguía guardando en relación con su tentativa con Mme Arnoux. Frédéric la hubiese perdonado, puesto que no había tenido éxito.

Aunque un poco molesto por el descubrimiento, aparentó reírse de él y la idea de la Mariscala le llevó a la de la Vatnaz.

Deslauriers no la había visto más, como tampoco a muchas otras que iban por casa de Arnoux; pero se acordaba perfectamente de Regimbart.

—¿Vive todavía?

—Apenas. Todas las noches, regularmente, desde la calle Grammont hasta la calle Montmartre, se arrastra, pasea, pasa delante de los cafés, debilitado, doblado en dos, acabado, un espectro.

—Bueno. ¿Y Compain?

Frédéric dio un grito de alegría, y pidió al ex delegado del Gobierno Provisional que le explicara el misterio de la cabeza de ternera.

Es una importación inglesa. Para parodiar la ceremonia que los realistas celebraban el 30 de enero, unos independientes fundaron un banquete anual en el que se comían cabezas de ternera, y se bebía vino tinto en cráneos de ternera, brindando por el exterminio de los Estuardo. Después de Termidor, unos terroristas organizaron una cofradía muy semejante, lo cual demuestra que la tontería es fecunda.

—Me pareces muy calmado de la política.

—Es la edad —dijo el abogado.

E hicieron un resumen de sus vidas.

Ambos habían fracasado, el que había soñado con el amor, y el que había soñado con el poder. ¿Cuál era la razón de este fracaso?

—Quizás el no haberse trazado una línea recta —dijo Frédéric.

—Eso puede valer para ti. Yo, por el contrario, he pecado de exceso de rectitud, sin tener en cuenta mil cosas secundarias más importantes que todo. Yo he tenido demasiada lógica y tú demasiado sentimiento.

Después echaron la culpa a la suerte, a las circunstancias, a la época en que habían nacido.

Frédéric replicó:

—No es esto lo que pensábamos ser antaño en Sens, cuando tú querías escribir una historia crítica de la filosofía, y yo una gran novela medieval sobre Nogent, cuyo tema había encontrado en Froissart: Cómo micer Brokars de Fénestranges y el obispo de Troyes atacaron a micer Eustaquio de Ambrecicourt. ¿Te acuerdas?

Y, resucitando sus respectivos años jóvenes, a cada frase se decían:

—¿Te acuerdas?

Volvían a ver el patio del colegio, la capilla, la sala de visitas, la sala de armas en la planta baja, figuras de vigilantes y de alumnos, uno llamado Angelmarre, de Versalles, que se hacía trabillas de viejas botas; el señor Mirbal y sus bigotes rojos; los dos profesores de dibujo lineal y de dibujo artístico, Varaud y Suriret, siempre discutiendo, y al Polaco, el compatriota de Copérnico, con su sistema planetario de cartón, astrónomo ambulante cuya demostración pagaban con una comida en el refectorio; después una tremenda juerga en el paseo, las primeras pipas que fumaron, los repartos de premios, la alegría de las vacaciones.

Fue durante las de 1837 cuando habían estado en casa de la Turca.

Llamaban así a una mujer cuyo verdadero nombre era Zoraida Turc; y muchas personas creían que era musulmana, una turca, lo cual aumentaba el encanto de su establecimiento, situado a la orilla del río, detrás de la muralla; incluso en pleno verano había sombra en torno a la casa, que se reconocía por una pecera de peces rojos junto a una maceta de reseda sobre una ventana. Unas señoritas, en blusa blanca, con colorete en las mejillas y largos pendientes, golpeaban en los cristales cuando se pasaba delante, y por la noche, en el umbral de la puerta canturreaban suavemente con una voz ronca.

Aquel lugar de perdición proyectaba un destello fantástico en todo el distrito. Lo designaban con perífrasis: «El lugar que sabéis —cierta calle— debajo de los puentes». Las campesinas de los alrededores le temblaban por sus maridos, las burguesas le temían por sus criadas, porque habían sorprendido allí a la cocinera del señor subprefecto; y, desde luego, era la obsesión de todos los adolescentes.

Pues bien, un domingo, mientras la gente estaba en los oficios de vísperas, Frédéric y Deslauriers, después de haberse arreglado el pelo, cogieron flores en el jardín de la señora Moreau, luego salieron por la puerta que daba al campo, y, dando un gran rodeo por las viñas, volvieron por la Pêcherie y se colaron en casa de la Turca, sin soltar de la mano sus ramos de flores.

Frédéric presentó el suyo, como un enamorado a su novia. Pero el calor que hacía, el temor a lo desconocido, una especie de remordimiento, hasta el placer de ver todas juntas a tantas mujeres a su disposición, lo emocionaron de tal manera que se quedó muy pálido, sin moverse y sin decir palabra. Todas se reían, disfrutando al verle en aquella situación embarazosa; creyendo que se burlaban de él, se escapó; y, como Frédéric era el que tenía el dinero, Deslauriers se vio obligado a seguirle.

Los vieron salir. Esto originó un escándalo que se seguía comentando tres años después.

Se lo contaron el uno al otro con pelos y señales, cada uno completando los recuerdos del otro.

—Aquella fue la mejor aventura que corrimos —dijo Frédéric.

—Sí, quizá sí, aquella fue la mejor aventura que corrimos —dijo Deslauriers.

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