XII. Determinismo, creencia en la casualidad y en la superstición.

Consideraciones

Como resultado general de todo lo expuesto puede enunciarse el siguiente principio: Ciertas insuficiencias de nuestros funcionamientos psíquicos -cuyo carácter común determinaremos a continuación más precisamente- y ciertos actos aparentemente inintencionados se demuestran motivados y determinados por motivos desconocidos de la consciencia cuando se los somete a la investigación psicoanalítica.

Para ser incluido en el orden de fenómenos a los que puede aplicarse esta explicación, un funcionamiento psíquico fallido tiene que llenar las condiciones siguientes: a) No exceder de cierta medida fijamente establecida por nuestra estimación y que designamos con los términos «dentro de los límites de lo normal».

b) Poseer el carácter de perturbación momentánea y temporal. Debemos haber ejecutado antes el mismo acto correctamente o sabernos capaces de ejecutarlo así en toda ocasión. Si otras personas nos rectifican al presenciar nuestro acto fallido, debemos admitir la rectificación y reconocer en seguida la incorrección de nuestro propio acto psíquico.

c) Si nos damos cuenta del funcionamiento fallido, no debemos percibir la menor huella de una motivación del mismo, sino que debemos inclinarnos a explicarlo por

«inatención» o como «casualidades».

Quedan, pues, incluidos en este grupo los casos de olvido, los errores cometidos en la exposición de materias que nos son perfectamente conocidas, las equivocaciones en la lectura y las orales y gráficas, los actos de término erróneo y los llamados actos casuales, fenómenos todos de una gran analogía interior. La explicación de todos estos procesos psíquicos tan definidos está ligada con una serie de observaciones que poseen en parte un interés propio.

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A. -No admitir la existencia de representaciones de propósito definido como explicación de una parte de nuestros funcionamientos psíquicos supone desconocer totalmente la amplitud de la determinación en la vida psíquica. El determinismo alcanza aquí, y también en otros sectores, mucho más allá de lo que sospechamos. En 1900 leí un ensayo, publicado por el historiador de literatura R. M. Meyer en el Zeit, en el que se mantenía, ilustrándola con ejemplos, la opinión de que era completamente imposible componer intencionada y arbitrariamente algo falto en absoluto de sentido. Desde hace mucho tiempo sé que no es posible pensar un número ni un nombre con absoluta y total libertad voluntaria. Si se examina una cantidad cualquiera y de cualquier número de cifras, pronunciada con una aparente arbitrariedad y sin relacionarla con nada, se demostrará su estricta determinación, cuya existencia no se creía posible. Explicaré primero un ejemplo de nombre propio «arbitrariamente escogido» y luego otro análogo de una cifra «lanzada al azar».

1) Hallándome ocupado en redactar el historial de una paciente para publicarlo, me detuve a pensar qué nombre le daría a mi relato. La elección parecía fácil, dado el gran campo que para ella se me presentaba. Algunos nombres quedaban desde luego excluidos, entre ellos el verdadero, los pertenecientes a personas de mi familia, Ios cuales no me hubiera agradado usar, y, por último, algunos otros nombres femeninos poco o nada usuales. Era, pues, de esperar, y así lo esperaba yo, que se presentara a mi disposición toda una legión de nombres de mujer. Mas, en vez de esto, no emergió en mi pensamiento más que uno solo: Dora, sin que ningún otro lo acompañase. Entonces me pregunté cuál sería su determinación. ¿Quién se llamaba Dora? Mi primera ocurrencia fue la de que así se llamaba la niñera que estaba al servicio de mi hermana, ocurrencia que en un principio estuve a punto de rechazar como falsa. Pero poseo tanto dominio de mí mismo en estas cuestiones, o tanta práctica en analizar; que conservé con firmeza dicha idea y seguí dándole vueltas.

En seguida recordé un pequeño incidente ocurrido la noche anterior y que me reveló la determinación buscada. Sobre la mesa del comedor de casa de mi hermana había visto una carta dirigida a la señorita Rosa W. Extrañado, pregunté quién de la casa se llamaba así, y se me dijo que el verdadero nombre de la niñera, a la que Ilamaban Dora, era Rosa, pero que al entrar al servicio de mi hermana había tenido que cambiárselo para evitar confusiones, pues mi hermana se Ilamaba también Rosa. Al oír esto había dicho yo compasivamente: «¡Pobre gente! Ni siquiera pueden conservar su nombre.» Como ahora recordaba, permanecí luego un rato en silencio y me abstraje en graves reflexiones, cuyo contenido se sumió después en la oscuridad, pero fácilmente pude luego hacer volver a la consciencia. Cuando al día siguiente comencé a buscar un nombre para una persona que no debía conservar el suyo propio, no se me ocurrió otro que Dora. Esta exclusividad reposaba en una firme conexión del contenido, pues en la historia de mi paciente intervenía con una influencia decisiva la persona de una sirvienta, un ama de llaves.

Este pequeño incidente tuvo años después una inesperada continuación. Al exponer en cátedra la ya publicada historia patológica de la muchacha a quien yo había dado el nombre de Dora, se me ocurrió que una de las dos señoras que acudían a mis conferencias llevaba este mismo nombre, que tantas veces había yo de pronunciar en mis lecciones, ligándolo a las cosas más diversas, y me dirigí a mi joven colega, a la que conocía personalmente, con la excusa de que no había pensado en que se llamaba así, pero que 147

estaba dispuesto a sustituir en mi conferencia dicho nombre por otro. Tenía, pues, que escoger rápidamente otro nombre, y al hacerlo pensé que debía evitar elegir el de la otra oyente y dar de este modo a mis colegas, ya versados en psicoanálisis, un mal ejemplo. Así, pues, me quedé muy satisfecho cuando, como sustitutivo de Dora, se me ocurrió el nombre de Erna, del cual hice uso en la conferencia. Después de ésta me pregunté de dónde provendría tal nombre, y tuve que echarme a reír cuando vi que la posibilidad temida había vencido, por lo menos parcialmente, al escoger el nombre sustitutivo. La otra oyente se llamaba de apellido Lucerna, del cual es Erna una parte.

2) En una carta a un amigo mío le comunicaba que había dado fin a la corrección de mi obra La interpretación de los sueños y que ya no cambiaría nada en ella, «aunque luego resultase que contenía 2.467 erratas». En cuanto escribí esta frase intenté aclarar la aparición de la cifra en ella contenida y añadí a mi carta en calidad de posdata, el pequeño análisis realizado. Lo mejor será copiar aquí dicha posdata, tal y como fue escrita recién verificado el análisis:

«Añadiré brevemente una contribución más a la psicopatología de la vida cotidiana.

Habrás encontrado en mi carta la cifra 2.467, como representativa de una jocosa estimación arbitraria de las erratas que podrán aparecer en la edición de mi Interpretación de los sueños. Quería indicar una gran cantidad cualquiera y se presentó aquélla espontáneamente.

Pero en lo psíquico no existe nada arbitrario ni indeterminado. Por tanto, esperarás, y con todo derecho, que lo inconsciente se haya apresurado en este caso a determinar la cifra que la consciencia había dejado libre. En efecto, pero antes había leído en el periódico que el general E. M., persona que me inspira un determinado interés, había pasado a la reserva con el empleo de inspector general de Artillería.

En la época en que, siendo estudiante de Medicina, cumplía mi servicio militar en calidad de sanitario vino una vez E. M., entonces coronel, al hospital y dijo al médico:

`Tiene usted que curarme en ocho días. Estoy encargado de una misión cuyo resultado espera el emperador.' Desde aquel día me propuse seguir el curso de la carrera de aquel hombre, y he aquí que hoy (1899) ha Ilegado al fin de la misma y pasa a la reserva con el grado antes dicho. Al leer la noticia quise calcular en cuánto tiempo había recorrido este camino y acepté como punto de partida el dato de que cuando le conocí en el hospital era el año 1882. Habían, pues, pasado diecisiete años. Relaté todo esto a mi mujer, la cual observó: Èntonces tú también debías estar ya en el retiro', ante lo que protesté exclamando:

`¡Dios me libre!' Después de esta conversación me puse a escribirte. La anterior cadena de pensamientos continuó, sin embargo, su camino, muy justificadamente por cierto, pues mi cálculo había sido erróneo. Mi memoria me proporciona ahora un firmísimo punto de referencia, consistente en el prerrecuerdo de que celebré, estando arrestado por haberme ausentado sin permiso, mi mayoría de edad; esto es, el día en que cumplí los 24 años. Por tanto, el año de mi servicio militar fue el de 1880, y desde entonces han transcurrido diecinueve años y no diecisiete, como creí primero. Ya tienes aquí el número 24, que forma parte de 2.467. Toma ahora el número de años que tengo hoy: 43; añade 24, y tendrás 67, la segunda parte de la cifra arbitraria. Esto quiere decir que, al oír la pregunta de mi mujer sobre si desearía retirarme yo de la vida activa, me deseé en mi fuero interno veintitrés años de trabajo. Seguramente me irritaba el pensamiento de que en el intervalo durante el cual 148

había seguido el curso de la carrera del coronel M. no había hecho yo, por mi parte, toda la labor que hubiera deseado y, por otro lado, experimentaba una sensación como de triunfo al ver que para él había terminado todo, mientras que yo lo tenía aún ante mí. Podemos, pues, decir con absoluto derecho que ni uno solo de los elementos de la cifra 2.467 carecía de su determinación inconsciente.»

Después de este primer ejemplo de interpretación de una cantidad arbitrariamente elegida en apariencia, he repetido muchas veces igual experimento con idéntico resultado; pero la mayoría de tales casos son de un contenido tan íntimo, que no es posible publicarlo.

3) Por esta misma razón no quiero dejar de exponer aquí un interesantísimo análisis de «cantidad arbitraria», comunicado al doctor Alfred Adler (Viena) por un individuo conocido suyo y perfectamente sano: A. me escribe:

«Anoche me dediqué a leer la Psicopatología de la vida cotidiana, y la hubiera terminado si no me lo hubiera impedido una curiosa incidencia. Al llegar a la parte en que se dice que todo número que con aparente arbitrariedad hacemos surgir de nuestra consciencia tiene una significación bien definida, resolví hacer una prueba de ello. Se me ocurrió el número 1.734. Rápidamente aparecieron las siguientes asociaciones: 1.734 : 17 =

102; 102 : 17 = 6. Después separé el número en 17 y 34. Tengo 34 años y, como ya creo haberle dicho a usted, considero esta edad como el último año de la juventud, lo cual hizo que el día de mi pasado cumpleaños me sintiera grandemente melancólico. Al final de mis 17 años comenzó para mí un bello e interesante período de mi desarrollo espiritual. Tengo el principio de dividir mi vida en períodos de 17 años. ¿Qué significan, pues, las divisiones efectuadas? Mi asociación al número 102 fue el volumen 102 de la Biblioteca Universal Reclam, volumen que contiene la obra de Kotzebue titulada Misantropía y remordimientos.

Mi actual estado psíquico es en realidad de misantropía y remordimiento. El volumen número 6 de la Biblioteca (sé de memoria las obras que corresponden al número de orden de muchos volúmenes) contiene la Culpa, de Müllner. El pensamiento de que por mìculpa' no he llegado a ser todo lo que conforme a mis aptitudes hubiera podido es algo que me atormenta de continuo. La asociación siguiente fue que el volumen número 34 de la Biblioteca Universal contenía una narración del mismo Müllner titulada Der Kaliber. Dividí esta palabra en Ka-liber, y mi primera asociación fue el pensamiento de que en ella se contenían otras dos, Àli' y `Kali' (potasa). Esto me recordó que una vez estaba jugando con mi hijo Ali, niño de seis años, a componer aleluyas y le dije que buscase una palabra que rimase con Ali. No se le ocurrió ninguna, y al pedirme que se la dijese yo, le hice la frase siguiente: «Ali se lava la boca con hipermanganato de potasa (Kali).' Nos reímos los dos mucho de esta ocurrencia, y Ali fue muy bueno aquel día. En estos últimos días me ha disgustado averiguar que mi hijo no ha sido un buen Ali (ka [kein] lieber Ali).

Al llegar a este número me pregunté: `¿Qué obra es la contenida en el número 17 de la Biblioteca Universal?', y no pude recordarla. Sin embargo, estoy seguro de que antes lo sabía perfectamente y, por tanto, tuve que admitir que lo había querido olvidar por algún motivo. Todo esfuerzo para recordarlo fue inútil. Quise seguir leyendo, pero no pude hacerlo más que mecánicamente y sin conseguir enterarme de una sola palabra, pues el tal número 17 continuaba atormentándome. Apagué la luz y seguí buscando. Por fin se me ocurrió que el volumen 17 tenía que contener una obra de Shakespeare. Pero ¿cuál? Se me 149

vino a las mientes Hero y Landro, mas vi en seguida claramente que esta idea era tan sólo un insensato intento de mi voluntad de apartarme del camino. Resolví levantarme de la cama para consultar el catálogo de la B. U. y hallé en él que el volumen 17 contenía el Macbeth. Para mi sorpresa descubrí que, a pesar de haber leído esta obra con igual detenimiento e interés que las demás tragedias shakespearianas, no recordaba casi nada de ella. Las asociaciones fueron tan sólo: asesino, lady Macbeth, hechiceras, `lo bello es feo' y el recuerdo de haber hallado muy bella la traducción que de esta obra hizo Schiller. Sin duda he querido olvidar el Macbeth. Después se me ocurrió aún que 17 y 34 divididos por 17 dan como cocientes 1 y 2, respectivamente. Los números 1 y 2 de la B. U. corresponden al Fausto, de Goethe. Siempre he hallado en mí algo semejante a este personaje.»

Debemos lamentar que la discreción del médico no nos haya permitido penetrar en la profunda significación de esta serie de asociaciones. Adler observa que el sujeto no consiguió realizar la síntesis de su análisis. No nos habrían parecido éstas dignas de comunicarse si en su continuación no surgiese algo que nos da la clave para la comprensión del número 1.734 y de toda la serie de asociaciones:

«Esta mañana me sucedió algo que habla muy en favor de la verdad de la teoría freudiana. Mi mujer, a la que había despertado por la noche cuando me levanté a consultar el catálogo de la Biblioteca Universal, me preguntó qué es lo que había tenido que buscar en aquél a tales horas. Yo le relaté toda la historia, y ella encontró que todo aquello era un embrollo, menos -cosa muy interesante- lo referente a mi aversión hacia el Macbeth. Luego añadió que a ella no se le ocurría nada cuando pensaba en un número, y yo le respondí:

`Vamos a hacer la prueba'. Mi mujer nombró el número 117, y en cuanto lo oí repuse: `17

está en relación con lo que te acabo de contar y, además, recuerda que ayer te dije: Cuando una mujer tiene 82 años y su marido 35, el matrimonio resulta una equivocación irritante.'

Desde días atrás venía yo haciendo rabiar a mi mujer con la broma de que parecía una viejecita de 82 años. 82 + 35 = 117.»

El marido, que no había conseguido determinar su propio número, encontró, en cambio, inmediatamente la solución cuando su mujer le expresó otro, arbitrariamente elegido en apariencia. En realidad, la mujer había hallado con gran acierto de qué complejo provenía el número de su marido y escogió el número propio tomándolo del mismo complejo, que con seguridad era común a ambos, dado que se trataba de la proporción de sus edades respectivas. Ahora nos es ya fácil interpretar el número escogido por el marido.

Como Adler indica, desarrollado, diría lo siguiente: «Para un hombre de treinta y cuatro años, como yo, lo que le conviene es una mujer de diecisiete.»

Con el fin de que no se piense demasiado despectivamente de estos

«entretenimientos», añadiré aquí que, según me ha comunicado hace poco el doctor Adler, el individuo referido se separó de su mujer un año después de la publicación del anterior análisis.

Análogas explicaciones da Adler para el origen de números obsesivos.

4) La elección de los llamados «números favoritos» no deja tampoco de estar en relación con la vida del sujeto y presenta un cierto interés psicológico.

Un señor que reconocía su especial predilección por los números 17 y 19 pudo explicarla después de corta meditación, diciendo que a los diecisiete años fue cuando 150

comenzó su independiente vida universitaria, durante largo tiempo deseada, y que a los diecinueve emprendió su primer viaje importante e hizo poco después de éste su primer descubrimiento científico. La fijación de su predilección por dichos números no se verificó, sin embargo, hasta dos lustros después, cuando aquéllos adquirieron asimismo una relación importante con su vida erótica. También a aquellos números que con aparente arbitrariedad se pronuncian frecuentemente en relación con determinados contextos puede hallárseles, por medio del análisis, un sentido inesperado. Así sucedió a uno de mis clientes, que solía exclamar cuando se hallaba impaciente o disgustado: «Esto te lo he dicho ya diecisiete o treinta y seis veces», y quiso saber si para la aparición constante de dichas cifras de la misma clase existía alguna motivación. En cuanto reflexionó sobre ello se le ocurrió que había nacido el día 27 de un mes y su hermano menor el 26 de otro, y que podía quejarse de que el Destino le había robado muchos bienes vitales para concedérselos a su hermano pequeño. Así, pues, representaba esta parcialidad del Destino restando diez de la fecha de su nacimiento y agregándolos a la de su hermano. «Soy el mayor y, sin embargo, he sido disminuido.»

5) Insisto en estos análisis de ocurrencias de números porque no conozco otra clase de observaciones individuales que demuestren tan claramente la existencia de procesos mentales de tan gran coherencia y que, sin embargo, permanezcan desconocidos para la consciencia, ni ejemplo mejor de análisis en los que no pueda intervenir para nada la cooperación del médico (sugestión), a la que con tanta frecuencia se atribuyen los resultados de otros experimentos psicoanalíticos. Por tanto, comunicaré aquí, con la autorización del interesado, el análisis de una ocurrencia de número de un paciente mío, del cual no tengo necesidad de dar más datos que los de que era el menor de una serie de hermanos y que su padre, al que él quería y admiraba mucho, había muerto siendo él aún un niño. Hallándose en un sereno y alegre estado de ánimo, dejó que se le ocurriese el número 426718 y se preguntó: «Vamos a ver, ¿qué es lo que se me ocurre ante este número? En primer lugar, el siguiente chiste que oí una vez: Cuando se tiene un constipado y se llama al médico, le dura a uno 42 días, y si no se llama al médico ni se ocupa uno de la enfermedad, 6 semanas.» Esto corresponde a las primeras cifras del número 42 = 6 7. Después de esta primera solución no pudo ya mi paciente seguir adelante, y yo le ayudé llamándole la atención sobre el hecho de que en el número de seis cifras por él escogido existían los ocho primeros números, a excepción del 3 y del 5. Entonces halló en seguida la continuación del análisis. «Somos -dijo- 7 hermanos, yo el más pequeño de todos. El número 3 corresponde en esta serie a mi hermana A., y el 5 a mi hermano L. Ambos se gozaban en hacerme rabiar cuando todos éramos niños, y por entonces acostumbraba yo rogar a Dios, todas las noches, que quitase la vida a mis dos atormentadores. En el caso actual me parece haber realizado este deseo por mí mismo. En efecto, 3 y 5, el perverso hermano y la odiada hermana, han desaparecido.» «Entonces -observé yo-, si el número por usted expresado quiere significar la serie de hermanos, ¿a qué viene el 18 que aparece al final? Ustedes no son más que 7.»

«He pensado muchas veces -me replicó mi paciente- que si mi padre hubiera vivido más tiempo, no hubiera sido yo el menor de mis hermanos. Si hubiese nacido uno más, hubiéramos sido 8, y yo hubiera tenido detrás de mí un hermanito con quien poder hacer de hermano mayor.»

Con esto quedó explicado el número que se le había ocurrido; pero nos quedaba todavía que reconstituir la conexión entre la primera y la segunda parte del análisis, cosa 151

que nos fue fácil partiendo de la condición necesaria a las últimas cifras; esto es, que el padre hubiera vivido más tiempo; 42 = 67 significaba la burla contra los médicos que no habían podido impedir la muerte del padre, y, por tanto, expresaba de esta forma el deseo de que el padre hubiese continuado viviendo. El número total correspondía, en realidad, a la realización de sus dos deseos infantiles relativos a sus círculo familiar: la muerte de los dos perversos hermanos y el nacimiento de un hermanito, deseos que pueden concretarse en la frase siguiente: «¡Cuánto mejor sería que hubieran muerto mis dos hermanos en lugar de mi querido padre!».

6) Un pequeño ejemplo que me ha sido comunicado por uno de mis corresponsales.

El jefe de Telégrafos de L. me escribió que su hijo, un muchacho de dieciocho años y medio, que deseaba estudiar Medicina, se ocupa ya de la Psicopatología de la vida cotidiana, e intentaba convencer a sus padres de la verdad de mis teorías. Doy aquí uno de sus intentos, sin juzgar la discusión que hace del caso:

«Mi hijo hablaba con mi mujer de lo denominado casual y le explicaba que le sería imposible citar una sola poesía o un solo número que puediese considerarse que se le había ocurrido por completo casualmente. Sobre esto se desarrolló la conversación que sigue: El hijo. -Dime un número cualquiera.

La madre. -79.

-¿Qué se te ocurre en relación con él?

-Pienso en un precioso sombrero que vi ayer.

-¿Cuánto

costaba?

-158

marcos.

-Ahí lo tenemos: 158 : 2 = 79. Te pareció muy caro el sombrero y pensaste seguramente: `Si costase la mitad, me lo compraría.'

Con esta opinión de mi hijo alegué, en primer lugar, la objeción de que las señoras no suelen estar muy fuertes en matemáticas y que lo más seguro era que su madre no había visto claramente que 79 era la mitad de 158, deduciéndose de esto que su teoría suponía que lo subconsciente calculaba mejor que la consciencia normal. Mi hijo me respondió:

`Nada de eso. Aun concediendo que mamá no haya hecho el cálculo de 158 : 2 = 79, puede muy bien haber visto en algún lado esta igualdad o también haberse ocupado en sueños del sombrero y haberse dicho: `¡Cuán caro sería, aunque no costase más que la mitad!'»

7) De la obra de Jones, tantas veces citada (pág. 478), tomo el siguiente análisis de un número: Un conocido del autor dijo al azar el número 986 y le desafió a que lo refiriera a un pensamiento suyo. «La primera asociación del sujeto fue el recuerdo de un chiste que hacía ya mucho tiempo había olvidado. Seis años antes, en el día más caluroso del verano, había dado un periódico la noticia de que el termómetro había alcanzado 986º Fahrenheit, grotesca exageración de la cifra real de 98º 6. Durante esta conversación nos hallábamos sentados ante una chimenea en la que ardía gran fuego, del que el sujeto se había retirado, expresando luego, no sin razón, que el calor que sentía era lo que le había hecho recordar la anécdota referida. Sin embargo, yo no me di por satisfecho tan fácilmente y pedí que me explicase cómo aquel recuerdo había quedado tan fuertemente impreso en él. Entonces me dijo que la chistosa errata le había hecho reír de tal manera, que no podía dejar de divertirle aún cada vez que la recordaba. Mas como yo no encontraba que el error fuese en realidad tan gracioso, me confirmé cada vez más en mi sospecha de que detrás de todo aquello había 152

algún sentido oculto. Su siguiente pensamiento fue el de que la representación del calor había sido siempre muy importante para él. El calor era lo más importante del mundo, la fuente de toda la vida, etc. Tal entusiasmo en un joven tímido en general no dejó de parecerme sospechoso, y le rogué que continuase sus asociaciones. La primera de éstas se refirió a la chimenea de una fábrica que él veía desde la ventana de su alcoba. Por las noches acostumbraba fijar su vista en ella, meditando en la lamentable pérdida de energía que suponía el no haber medio de utilizar el calor que con el humo y las chispas que por ella salían se desperdiciaba. Calor, fuego, fuente de vida, energía perdida al salir por un tubo: no era difícil adivinar por estas asociaciones que la representación `calor y fuego'

estaba ligada en él con la representación del amor, como sucede habitualmente en el pensamiento simbólico, y que su ocurrencia numérica había sido motivada por un fuerte complejo de masturbación.»

Aquellos que quieran adquirir un conocimiento preciso de cómo se elabora en el pensamiento inconsciente el material numérico, pueden consultar el trabajo de C. G. Jung titulado Contribuciones al conocimiento de los sueños de números (Zentralblatt für Psychoanalyse, I, 1912) y otro de E. Jones: Unconscious manipulations of numbers (Íbid., II, 5, 1912).

En análisis de este género personales me han llamado especialmente la atención dos hechos: primero, la seguridad de sonámbulo, con lo cual voy derecho siempre al fin desconocido para mí, sumiéndome en una reflexión matemática que llega de repente al número buscado, y la rapidez con la que se verifica toda la labor subsiguiente; y segundo, el hecho de que los números se presenten con tan gran facilidad a la disposición de mi pensamiento inconsciente, siendo como soy un desastroso matemático y costándome las mayores dificultades poder recordar conscientemente fechas, números de casas y datos análogos. Además en estas operaciones mentales inconscientes con cifras encuentro en mí una tendencia a la superstición, cuyo origen ha permanecido durante largo tiempo desconocido para mí.

No ha de sorprendernos hallar que no sólo las ocurrencias espontáneas de números, sino también las de palabras de otro orden, se demuestran al ser sometidas al análisis como perfectamente determinadas.

8) Jung nos presenta un precioso ejemplo de derivación de una palabra obsesiva (Diagnost. Assoziationsstudien, IV, página 215, 1906: «Una señora me relató que desde hacía algunos días se le venía constantemente a la boca la palabra Taganrog, sin que tuviese la menor idea de cuál podría ser la causa de esta obsesión. A mi pregunta sobre qué sucesos importantes le habían acaecido y qué deseos reprimidos había tenido en los días anteriores, respondió, después de vacilar un poco, que le hubiera gustado mucho comprarse una bata de levantarse (Morgenrock), pero que su marido no parecía muy inclinado a satisfacerla.

Morgenrock (bata de levantarse) y Taganrog tienen no sólo una semejanza de sonido, sino también, en parte, de sentido. (Morgen-mañana, Tag-día, Rock-traje.) La determinación de la forma rusa Taganrog provenía de que la señora había conocido por aquellos días a una persona residente en dicha ciudad eslava.»

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9) Al doctor E. Hitschmann debo la solución de otro caso, en el cual un verso se presenta espontáneamente en la memoria del sujeto siempre que éste pasaba por determinado lugar geográfico y sin que apareciesen visibles su origen y sus relaciones.

Relato del señor E., doctor en Derecho: «Hace seis años iba yo desde Biarritz a San Sebastián. La línea férrea pasa sobre el Bidasoa, que en aquel sitio constituye la frontera entre Francia y España. Desde el puente que atraviesa dicho río se goza de una preciosa vista. A un lado, un amplio valle que termina en los Pirineos, y al otro, el mar. Era un bello y claro día estival todo lleno de luz y de sol, y yo me hallaba en viaje de vacaciones, muy contento de ir a visitar España. En este lugar y esta situación se me ocurrieron de repente los siguientes versos: Pero el alma está ya libre, -flotando en un mar de luz.

Recuerdo que pensé entonces de dónde procederían tales versos, sin serme posible averiguarlo. Dado su ritmo, tenían aquellas frases que tomar parte de una poesía, pero el resto de ésta y hasta el título y autor habían desaparecido por completo de mi memoria.

También creo que después, habiendo vuelto a recordarlos repetidas veces, pregunté sobre ellos a diversas personas, sin que nadie me sacase de dudas.

El año pasado volví a recorrer igual camino a mi regreso de otro viaje por España.

Era noche cerrada y oscura y estaba lloviendo. Miré por la ventanilla para ver si estábamos ya cerca de la frontera y me di cuenta de que nos hallábamos en el puente sobre el Bidasoa.

Inmediatamente volvieron a emerger en mi memoria los versos mencionados, sin que tampoco pudiera acordarme de su origen.

Varios meses después cogí en casa un tomo de poesías de Uhland, y al abrirlo se presentaron ante mi vista los versos Pero mi alma está ya libre, -flotando en un mar de luz, que constituyen el final de una composición titulada El peregrino. Leí ésta y recordé muy oscuramente haberla conocido muchos años atrás. El lugar de la acción es España, y ésta me pareció ser la única que el verso recordado tenía con el lugar en que había emergido en mi memoria. No me quedé muy satisfecho con tal descubrimiento y seguí hojeando el libro.

Los versos Pero el alma está ya libre, etc., eran los últimos de una página, y al dar la vuelta a la hoja encontré que la poesía que comenzaba en la página siguiente se titulaba El puente del Bidasoa.

Quiero observar aún que el contenido de esta poesía me pareció todavía más desconocido que el de la primera, y que las palabras con que comienza son las siguientes: Sobre el puente del Bidasoa está en pie un anciano santo, bendiciendo a su derecha las montañas españolas y a su izquierda los valles franceses.»

B. -Esta comprensión de la determinación de nombres y números elegidos arbitrariamente en apariencia puede, quizá, contribuir al esclarecimiento de otro problema.

Conocido es que gran número de personas alega, en contra de la afirmación de un absoluto determinismo psíquico, su intenso sentimiento de convicción de la existencia de la voluntad libre. Esta convicción sentimental no es incompatible con la creencia en el determinismo.

Como todos los sentimientos normales, tiene que estar justificada por algo. Pero, por lo que yo he podido observar, no se manifiesta en las grandes e importantes decisiones, en las cuales se tiene más bien la sensación de una coacción psíquica y se justifica uno con ella.

(«Me es imposible hacer otra cosa.») En cambio, en las resoluciones triviales e indiferentes se siente uno seguro de haber podido obrar lo mismo de otra manera; esto es, de haber 154

obrado con libre voluntad no motivada. Después de nuestros análisis no hace falta discutir el derecho al sentimiento de convicción de la existencia del libre albedrío. Si distinguimos la motivación consciente de la motivación inconsciente, este sentimiento de convicción consciente no se extiende a todas nuestras decisiones motoras. De minimis non curat lex.

Pero lo que por este lado queda libre recibe su motivación por el otro, por lo inconsciente, y de este modo queda conseguida, sin solución alguna de continuidad, la determinación en el reino psíquico.

C. -Aunque el conocimiento de la motivación de los rendimientos fallidos antes descritos debe escapar por completo al pensamiento consciente, sería, sin embargo, de desear que se descubriese una prueba psíquica de la existencia de la misma, y, en realidad, por razones que se nos revelan conforme vamos penetrando en el conocimiento de lo inconsciente, parece probable que tales pruebas puedan hallarse en algún lado. En dos lugares pueden señalarse, en efecto, determinados fenómenos que parecen corresponder a un conocimiento inconsciente y, por tanto, desplazado de dicha motivación.

a) Un rasgo singular y generalmente observado de la conducta de los paranoicos es el de interpretar y utilizar como base de subsiguientes deducciones, dándoles gran importancia, los pequeños y triviales detalles que observan en la conducta de los demás, detalles a los que los normales ni siquiera prestamos atención. El último paranoico que he tratado dedujo que existía determinada confabulación entre todos los que le rodeaban por haber visto al salir de viaje que toda la gente que quedaba en la estación al partir el tren hacía un mismo o parecido gesto con la mano. Otro observó la manera que la gente tiene de andar por la calle, llevar el bastón, etc.

La categoría de lo accidental, de lo necesitado de motivaciones, en la que el individuo normal incluye parte de sus propias actividades psíquicas y de sus rendimientos fallidos, es rechazada por el paranoico con relación a las manifestaciones psíquicas de los demás. Todo lo que en los demás observa es significativo e interpretable. Mas ¿cómo llega a considerarlo así? Probablemente aquí, como en otros muchos casos análogos, proyecta en la vida psíquica de los demás lo que en la suya existe inconscientemente. En la paranoia se hacen conscientes muchas cosas que en los individuos normales o en los neuróticos permanecen en lo inconsciente, y cuya existencia en este sistema sólo por medio de psicoanálisis llega a revelarse. Así, pues, el paranoico tiene aquí razón en cierto sentido.

Percibe algo que escapa al individuo normal, ve más claramente que un hombre de capacidad intelectual normal, pero el desplazamiento de lo así percibido en otros anula el valor del conocimiento adquirido. Confío en que no se esperará de mí que justifique aquí todas y cada una de las interpretaciones paranoicas. Pero sí haré observar que este principio de justificación que concedemos a las paranoicas en nuestra concepción de los actos casuales nos facilitará la comprensión psicológica de la convicción que en el paranoico se liga a estas sus interpretaciones. En ellas hay realmente algo de verdad, nuestros errores de juicio, que no son calificados de patológicos, adquieren de igual manera su sentimiento de convicción. Este sentimiento aparece justificado con respecto a determinado trozo del proceso mental erróneo o a la fuente de que proviene, y lo extendemos nosotros luego al contexto restante.

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b) Los fenómenos de la superstición nos dan otras indicaciones sobre el conocimiento desplazado e inconsciente de la motivación de los funcionamientos casuales y fallidos. Trataré de exponer claramente mi opinión sobre estas cuestiones relatando un sencillo suceso que constituye para mí el punto de partida de estas reflexiones.

Al volver de mis vacaciones veraniegas, mis pensamientos se dirigieron en seguida hacia los pacientes que habían de ocupar mi actividad durante el año de trabajo que para mí empezaba. Mi primera visita fue a una anciana señora, a la cual venía viendo dos veces al día desde años atrás, para prestarle cada una de ellas iguales atenciones profesionales. Esta monotonía de mi labor había sido aprovechada con gran frecuencia por mis pensamientos inconscientes para hallar un medio de exteriorizarse, tanto durante el camino hacia casa de la anciana paciente como estando prestándole mi asistencia. Como la referida señora había llegado a los noventa años, podía yo preguntarme al principio de cada temporada si llegaría aún con vida al final de ella. El día en que me sucedió lo que aquí quiero relatar me hallaba falto de tiempo y tomé un coche para dirigirme a casa de mi cliente. Todos los cocheros de la parada que hay frente a mi casa conocen ya las señas de la anciana señora por haberme llevado a su domicilio repetidas veces, mas aquel día sucedió que el que me llevó se equivocó y detuvo su coche en una casa del mismo número, pero situada en una próxima calle, paralela a la verdadera. Advertí el error y reproché su descuido al cochero, el cual se disculpó un tanto confuso. ¿Debería tener alguna significación aquel hecho de conducirme el coche a una casa en la cual no vivía la anciana paciente? Para mí, ninguna; pero si yo fuese supersticioso hubiera visto en este suceso un aviso del Destino de que aquel año iba a ser el último de la señora. Gran número de presagios conservados en la Historia no se muestran fundados en un mejor simbolismo. Sin embargo, yo considero este incidente como una simple casualidad, sin más significado.

El caso sería muy distinto si hubiera hecho el camino a pie y «sumido en mis pensamientos» o, «distraído», hubiera ido a parar a una calle distinta de la verdadera. Esto no lo denominaría yo de ninguna manera «casualidad», sino que lo consideraría como un acto llevado a cabo con intención inconsciente y necesitado de interpretación. Mi explicación de este error de dirección sería la de que esperaba no encontrar ya próximamente en su casa a la anciana señora.

Así, pues, me diferencio de un supersticioso en lo siguiente: No creo que un suceso en el que toma parte mi vida psíquica me pueda revelar la futura conformación de la realidad, pero sí que una manifestación inintencional de mi propia vida psíquica me descubre algo oculto que pertenece también exclusivamente a ella.

Creo en accidentes casuales exteriores (reales), pero no en una casualidad interior (psíquica). Por lo contrario, el supersticioso ignora en absoluto la motivación de sus actos casuales y funcionamientos fallidos y cree en la existencia de casualidades psíquicas, estando, por tanto, inclinado a atribuir al accidente exterior una significación que se manifestará más tarde en una realidad y a ver en lo casual un medio de exteriorización de algo exterior a él, pero que permanece oculto a sus ojos. La diferencia entre el supersticioso y yo se manifiesta en dos cosas. Primeramente, el supersticioso proyecta hacia el exterior una motivación que yo busco en el interior, y en segundo lugar, interpreta el accidente por un suceso real que yo reduzco a un pensamiento. Pero en el supersticioso el elemento oculto corresponde a lo que en mí es lo inconsciente, y a ambos nos es común el impulso a no dejar pasar lo casual como tal, sino a interpretarlo.

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Admito, pues, que de este desconocimiento consciente y conocimiento inconsciente de la motivación de las casualidades psíquicas sea una de las raíces psíquicas de la superstición. El supersticioso, por ignorar la motivación de los propios actos casuales y porque el hecho de esta motivación lucha por ocupar un lugar en su reconocimiento, se ve obligado a transportarla, por medio de un desplazamiento, al mundo exterior. Si esta conexión existe, no estará seguramente limitada a ese caso aislado. Creo, en efecto, que gran parte de aquella concepción mitológica del mundo que perdura aún en la entraña de las religiones más modernas no es otra cosa que psicología proyectada en el mundo exterior.

La oscura percepción (podríamos decir percepción endopsíquica) de los factores psíquicos y relaciones de lo inconsciente se refleja -es difícil expresarlo de otro modo y tenemos que apoyarnos para hacerlo en las analogías que esta cuestión presenta con la paranoia-, se refleja, decíamos, en la construcción de una realidad sobrenatural que debe ser vuelta a transformar por la ciencia en psicología de lo inconsciente. Podríamos, pues, atrevernos de este modo, o sea transformando la metafísica en metapsicología, a solucionar los mitos del Paraíso, del Pecado original, de Dios, del Bien y del Mal, de la inmortalidad, etc. La diferencia existente entre el desplazamiento del supersticioso y el del paranoico es menor de lo que a primera vista parece. Cuando los hombres comenzaron a pensar se hallaron, indudablemente, compelidos a interpretar antropomórficamente el mundo exterior como una pluralidad de personalidades de su propia imagen. Por tanto, las casualidades, a las que daban una interpretación supersticiosa, eran para ellos actos y manifestaciones de personas, y, en consecuencia, se conducían como los paranoicos, que sacan deducciones y conclusiones de los signos insignificantes que observan en los demás, y como los individuos sanos, que utilizan muy justificadamente, como fundamento de su estimación del carácter de sus semejantes, los actos casuales e inintencionados que en ellos observan.

Nuestra moderna concepción del mundo, científica pero aún no definitivamente fijada ni mucho menos, es lo que hace que la superstición nos parezca tan fuera de lugar en la actualidad. En la concepción del mundo que se tenía en tiempos y por pueblos precientíficos, la superstición estaba justificada y era lógica.

El romano que al observar en su camino un vuelo de pájaros, que constituía mal presagio, abandonaba una importante empresa, tenía una relativa razón de hacerlo así, pues obraba conforme a sus principios. Pero cuando abandonaba la empresa por haber tropezado en el umbral de su casa (Un romain retournerait) se mostraba muy superior a nosotros los descreídos y mucho mejor psicólogo de lo que nos esforzamos en llegar a ser, pues dicho tropezón debía revelarle la existencia de una duda, de una contracorriente interior cuya fuerza era suficiente para burlar el poder de su propósito consciente en el momento de iniciar su ejecución. No se puede estar seguro de un éxito completo más que cuando todas las fuerzas psíquicas tienden de consumo hacia el fin propuesto. ¿Qué es lo que responde el Guillermo Tell, de Schiller, que tanto tiempo ha dudado antes de tirar a la manzana colocada sobre la cabeza de su hijo, cuando el bailío le pregunta para qué ha guardado en el seno otra flecha?

-«Con esta flecha os hubiera traspasado si con la otra hubiera herido a mi hijo. Y a vos, creedme, no os habría errado.»

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D. -[Capítulo agregado en 1907.] Todo aquel que haya tenido ocasión de investigar por los medios psicoanalíticos los ocultos movimientos psíquicos de los hombres, podrá exponer muchas cosas nuevas sobre la calidad de los motivos inconscientes que se manifiestan en la superstición. En los individuos nerviosos que padecen ideas y estados obsesivos, y que son con mucha frecuencia personas de claro entendimiento, es en los que con mayor claridad se ve que la superstición es originada por impulsos hostiles y crueles reprimidos. La superstición es en gran parte un temor de desgracias futuras, y aquellas personas que frecuentemente desean mal a otras, pero que a consecuencia de una educación orientada hacia la bondad han reprimido tales deseos, rechazándolos hasta lo inconsciente, están especialmente próximas al temor de que como castigo a dicha maldad inconsciente les acaezca alguna desgracia que caiga sobre ellos viniendo de la realidad exterior.

Convenimos en que con estas consideraciones no hemos agotado, ni mucho menos, la psicología de la superstición; pero, por otro lado, no queremos dejar de examinar la cuestión de si ha de negarse siempre que la superstición tenga raíces reales y que existan presentimientos, sueños proféticos, experiencias telepáticas, manifestaciones de fuerzas sobrenaturales, etc. Nada más lejos de mí que rechazar, desde luego, y sin formación de causa, estos fenómenos, sobre los cuales existen tantas y tan penetrantes observaciones de hombres de alta intelectualidad y que deben, desde luego, seguir siendo objeto de investigación. Es de esperar que algunas de estas observaciones lleguen a ser totalmente aclaradas por medio de nuestro paciente conocimiento de los procesos psíquicos inconscientes y sin obligarnos a una transformación fundamental de nuestras concepciones actuales. Si llegaran a demostrarse otros fenómenos (por ejemplo, los afirmados por los espiritistas), emprenderíamos las modificaciones de nuestras «leyes» exigidas por las nuevas experiencias, sin que ello trajera consigo para nosotros una confusión en las relaciones de los objetos en el mundo.

Dentro de los límites de estas consideraciones no me es posible contestar a todas las interrogaciones que sobre esta materia se acumulan más que subjetivamente, esto es, conforme a mi experiencia personal. He de confesar que, por desgracia, pertenezco a aquellos indignos individuos a cuyos ojos ocultan los espíritus su actividad y de los cuales se aparta lo sobrenatural, de manera que jamás me ha sucedido nada que haya hecho surgir en mí la fe en lo maravilloso. Como todos los hombres, he tenido presentimientos y me han sucedido desgracias; pero nunca han correspondido éstas a aquéllos. Mis presentimientos no se han realizado, y las desgracias han llegado a mí sin anunciarse. En la época en que, siendo muy joven, vivía en una ciudad extranjera, me sucedió oír varias veces mi nombre pronunciado por una querida voz inconfundible, y siempre apunté el momento en que sufría tal alucinación para preguntar a mis familiares ausentes lo que en dicho momento les había ocurrido. Nunca coincidió mi alucinación con ningún suceso. En cambio, posteriormente estuve en una ocasión prestando asistencia a mis pacientes con absoluta tranquilidad y sin sospecha alguna, mientras mi hijo se hallaba en peligro de muerte a causa de una hemorragia. Tampoco ninguno de los presentimientos que me han sido relatados por mis pacientes ha podido nunca llegar a conseguir mi reconocimiento como fenómeno real.

La creencia en los sueños proféticos cuenta con gran número de adeptos por el hecho de que encuentra un fundamento en que determinadas cosas suceden en la realidad futura tal y como el deseo las ha construido en el sueño. Mas esto tiene poco de 158

maravilloso, y siempre entre el sueño y su realización aparecen grandes diferencias que la credulidad del sujeto suele no tomar en consideración. Una paciente mía, persona muy inteligente y sincera, me procuró una vez ocasión de analizar con toda precisión un sueño suyo que justificadamente podía calificarse de profético. Había soñado encontrar en determinada calle y frente a determinada tienda a su médico de cabecera y antiguo amigo de su casa, y a la mañana siguiente, yendo por el centro de la ciudad, le encontró realmente en el sitio preciso en el que le había visto en sueños. Debo hacer constar que este maravilloso encuentro no revistió luego significación importante ninguna, pues no resultaron de él consecuencias apreciables, y que, por tanto, no puede quedar justificado como una señal de acontecimientos futuros.

Un cuidadoso examen demostró que no existía prueba alguna de que la señora hubiese recordado dicho sueño durante la mañana siguiente a la noche en la que afirmaba haberlo tenido, esto es, antes de salir a la calle y verificarse el encuentro real. Tampoco puedo alegar nada contrario a mi concepción del suceso, que quitaba a éste todo aspecto maravilloso y lo dejaba reducido a un interesantísimo problema psicológico. Para mí lo sucedido era que, habiendo salido la señora por la mañana y encontrado en una calle y ante una tienda a su antiguo médico y amigo, había adquirido en el momento de verle la convicción de haber tenido la noche anterior un sueño en el que se encontraba a la misma persona y en aquel mismo sitio. El análisis pudo después indicar con gran verosimilitud cómo la señora había podido llegar a adquirir tal convicción. Un encuentro en un sitio determinado y después de una espera más o menos larga constituye una cita. El antiguo médico de la casa hizo surgir en la señora el recuerdo de tiempos pasados, en los que sus encuentros con una tercera persona, amiga también del médico, eran algo muy importante para ella. Sus relaciones con dicha persona no se habían interrumpido todavía, y el día anterior al pretendido sueño la había estado esperando sin que acudiera. Si me fuera posible comunicar aquí más detalladamente todo lo que a este caso se refiere, me sería muy fácil demostrar que la ilusión del sueño profético que surgió en la señora al ver a su médico y amigo de los pasados tiempos era equivalente a la siguiente exclamación: «¡Ay doctor! Me recuerda usted ahora aquellos tiempos en que nunca esperaba en vano la llegada de N.

cuando nos habíamos dado una cita.»

En mí mismo he observado un sencillo ejemplo fácilmente interpretable de aquellos

«singulares encuentros» en los que nos hallamos de pronto ante la persona que precisamente ocupaba nuestros pensamientos, ejemplo que constituye un buen modelo de esos y análogos casos. Pocos días después de serme otorgado el título de profesor, el cual da gran autoridad aun en los países de régimen monárquico, se entregaron mis pensamientos, mientras iba dando un paseo por las calles de la ciudad, a una infantil fantasía vengativa dirigida contra determinado matrimonio que meses antes me había llamado para asistir a una hija suya en la que se había presentado una curiosa obsesión después de un sueño que había tenido. Yo me tomé gran interés por aquel caso, cuya curación creía posible llegar a obtener; pero los padres rechazaron el tratamiento que propuse, dándome a entender su propósito de dirigirse a una autoridad médica extranjera que aplicaba un procedimiento curativo basado en el hipnotismo. Mi fantasía suponía que los padres, después del completo fracaso de este método, me rogaban volviese a asistir a su hija, manifestándome que tenían absoluta confianza en mí, etc. Yo les respondí: «Sí; ahora que me han nombrado profesor, tienen ustedes confianza en mí. Pero el título no puede 159

haber cambiado mis aptitudes, y si antes no les servía a ustedes, también pueden pasarse sin mí ahora.» Al llegar a este punto quedó mi fantasía interrumpida por el saludo: «Adiós, señor profesor», que en voz alta me fue dirigido, y al alzar la vista vi que se cruzaba conmigo el matrimonio del cual acababa de tomar ideal venganza rechazando su ruego de volver a encargarme de la curación de su hija. La apariencia sobrenatural de este encuentro desapareció en cuanto comencé a reflexionar sobre él.

Iba yo por una calle muy ancha, recta y casi desierta, y había visto con una rápida ojeada al corpulento matrimonio cuando aún me hallaba a veinte pasos de él; pero por aquellos motivos afectivos, que luego desarrollaron su influencia en mi fantasía vengativa, aparentemente espontánea, había rechazado -según sucede con las alucinaciones negativas-dicha percepción.

Otto Rank publicó en la Zentralblatt für Psychoanalyse, II, 5, 1912, la siguiente

«Solución de un supuesto presentimiento»:

«Hace algún tiempo viví una extraña variante de aquellas `coincidencias singulares'

en las que se encuentra uno a la persona en la que en aquel preciso momento iba pensando.

Días antes de Navidad me dirigía al Banco Austro-Húngaro para obtener en él diez monedas de plata de nuevo cuño, destinadas a determinados regalos que pensaba hacer con motivo de las próximas fiestas. Sumido en ambiciosas fantasías, en las que comparaba mis escasos medios económicos con las enormes sumas acumuladas en el Banco, entré en la estrecha calle en que aquél se halla situado. Ante la puerta del edificio bancario, por la que entraba y salía mucha gente, se hallaba parado un automóvil. Lo que yo vengo a hacer aquí

-pensé- no dará mucho trabajo a los empleados. No tengo más que sacar el billete y decir:

`Háganme el favor de darme oro.' En el acto me di cuenta de mi error -lo que yo quería obtener era plata- y desperté a mi fantasía. Me encontraba a pocos pasos de la entrada, y de repente vi venir hacia mí a un joven, al que me pareció reconocer, pero cuya personalidad no pude fijar al pronto a causa de la miopía. Cuando llegó a mi lado vi que era un condiscípulo de mi hermano, apellidado Gold, que a su vez tenía un hermano, conocido escritor, con cuya ayuda había yo contado al principio de mi carrera literaria. Estas esperanzas no se habían realizado, y con ellas había desaparecido también el éxito económico que ocupaba mi fantasía durante mi camino hacia el Banco. Debía, pues, abstraído en mis fantasías, haber percibido la proximidad del señor Gold, percepción que en mi consciencia, ocupada en un sueño referente al éxito económico, se transformó en mi resolución de demandar al cajero oro en vez de plata, metal menos valioso. Por otro lado, el hecho paradójico de que mi inconsciente pudiera recibir un objeto antes que éste fuera reconocido por mis ojos queda explicado en parte por làdisposición al complejo'

(Komplexbereitschaft), de que habla Bleuler, la cual se hallaba dirigida hacia la cuestión económica y guió desde un principio mis pasos, a pesar de mi mejor conocimiento, a aquel edificio, en donde únicamente se cambia oro y papel moneda.»

(*) A la categoría de lo maravilloso y siniestro pertenece también la peculiar sensación que se experimenta en algunos momentos y situaciones de haber vivido ya aquello mismo otra vez, de haberse encontrado antes en idéntica situación, pero sin que consigamos, por mucho que en ello nos esforcemos, recordar claramente tales experiencias y situaciones anteriores. Sé que al designar con el nombre de «sensación» aquello que se 160

manifiesta en nosotros en tales momentos no hago más que emplear el impreciso lenguaje vulgar, pues de lo que se trata es de un juicio, y, en realidad, de un juicio de reconocimiento; pero estos casos tienen, no obstante, un carácter peculiarísimo, y no debemos olvidar que en ellos nunca logramos recordar lo que queremos. No sé si este fenómeno de déjà-vu ha sido considerado seriamente como una prueba de una anterior existencia psíquica del individuo; lo cierto es que los psicólogos le han dedicado su interés y han intentado llegar a la solución del problema que plantea por los más diversos caminos especulativos. Ninguna de las hipótesis explicativas expuestas hasta el día me parece acertada, pues en ninguna de ellas se toma en cuenta algo más que las manifestaciones que acompañan al fenómeno y las condiciones que lo favorecen. Aquellos procesos psíquicos que, según mis observaciones, deben considerarse como los únicos responsables para una explicación de lo déjà-vu, esto es, las fantasías inconscientes, han sido y son aún hoy en día descuidadas por los psicólogos.

En mi opinión, es un error calificar de ilusión la sensación de «haber vivido ya una cosa». Por lo contrario, nos hallamos en tales momentos ante algo que en realidad se ha vivido ya, pero que no puede ser recordado conscientemente, porque no fue jamás consciente. En concreto: la sensación de déjà-vu corresponde al recuerdo de una fantasía inconsciente. Existen fantasías inconscientes (o sueños diurnos), lo mismo que análogas creaciones conscientes que todos conocemos por experiencia propia.

Reconozco que esta cuestión sería digna de un estudio detenidísimo; pero no quiero exponer aquí más que el análisis de un caso de déjà-vu, en el cual la sensación correspondiente se significó por una especial intensidad y duración. Una señora de treinta y siete años afirmaba recordar clarísimamente que cuando tenía doce hizo una primera visita a unas condiscípulas suyas que vivían en el campo, y al entrar en el jardín de la casa en la que aquéllas habitaban experimentó en el acto la sensación de haber estado allí otra vez.

Esta sensación se repitió al entrar en las habitaciones de la casa, y de tal manera, que le parecía saber de antemano qué cuarto era el contiguo a aquel en que se hallaba, qué panorama se divisaba desde sus ventanas, etc. Sin embargo, podía rechazarse con absoluta seguridad, y así lo confirmaron sus padres cuando les preguntó sobre ello, la sospecha de que esta sensación de reconocimiento estuviese justificada por otra visita que hubiese hecho a dicha casa en su primera infancia. La señora que me comunicaba este caso no le había buscado una explicación psicológica, sino que había visto en dicha sensación una señal profética de la importancia que aquellas amigas suyas habían de adquirir en lo futuro para su vida sentimental. La apreciación de las circunstancias en las cuales surgió en ella el fenómeno referido nos indica el camino hacia otra distinta concepción del mismo. Cuando decidió visitar a sus condiscípulas sabía ya que el único hermano de éstas se hallaba gravemente enfermo. Durante su visita tuvo ocasión de verle, y al comprobar su mal aspecto pensó que no tardaría mucho en morir. Esto coincidía con el hecho de que meses antes había sufrido su propio hermano una grave infección diftérica, durante la cual fue ella alejada de la casa de sus padres para evitar el contagio y estuvo viviendo en la de un cercano pariente. Creía recordar que su hermano, ya curado, la había acompañado en su visita a sus condiscípulas, y hasta que aquélla era la primera salida duradera que el convaleciente había hecho después de su enfermedad; mas este recuerdo se presentaba en ella singularmente impreciso, mientras que todos los demás detalles del suceso, y en especial del traje que ella llevaba aquel día, aparecían con la mayor claridad ante sus ojos.

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Para el perito en estas cuestiones no resulta nada difícil deducir de estos signos que en la muchacha desempeñaba por entonces un importantísimo papel la esperanza de que su hermano muriera, sentimiento que o no llegó jamás a hacerse consciente o fue enérgicamente reprimido después de la curación de aquél. Si el hermano no hubiese curado, la muchacha hubiera tenido que llevar otro vestido, esto es, un vestido de luto. En casa de sus amigas se halló con una análoga situación, o sea que el único hermano estaba en peligro de morir en breve, cosa que en efecto sucedió. La muchacha debió de recordar conscientemente que hacía pocos meses se había ella encontrado en situación análoga; pero en vez de recordar esto, que se hallaba inhibido por la represión llevada a cabo, transportó la sensación de recordar sobre la localidad, el jardín y la casa, y cayó en fausse reconnaissance de haber ya visto todo aquello otra vez. Del hecho de la represión podemos deducir que la esperanza que había abrigado de que su hermano muriera no estaba muy lejos de poseer el carácter de una fantasía-deseo. Muerto su hermano, quedaría ella como hija única. En la neurosis que padeció más tarde sufrió intensamente bajo el miedo de perder a sus padres, detrás del cual el análisis pudo descubrir, como de costumbre, el deseo inconsciente de igual contenido.

Siempre me ha sido posible derivar en análoga forma mis pasajeras experiencias personales de déjà-vu de la constelación emocional del momento. Estos casos de déjà-vu podían definirse como: «una ocasión más para tener fantasías de la vida despierta (inconscientes e ignoradas) formadas dentro de mí en la actualidad o en el pasado y que respondían al deseo de ver mejorar la situación».

Esta explicación del fenómeno de déjà-vu no ha sido apreciada hasta ahora más que por un solo observador, el doctor Ferenczi, a quien tantas y tan valiosas aportaciones debe la tercera edición de este libro, y que me escribe lo siguiente: «Las observaciones que tanto en mí mismo como en otras personas he verificado me han llevado a la convicción de que el inexplicable sentimiento de «haber vivido o visto ya una cosa» puede referirse a fantasías inconscientes que nos son recordadas conscientemente en una situación actual. En una de mis pacientes parecía a primera vista que este fenómeno seguía un proceso diferente; pero en realidad era el mismo. Dicho sentimiento surgía en ella con gran frecuencia, mas demostrando proceder siempre de un trozo olvidado (reprimido) de un sueño de la noche anterior. Parece, por tanto, que el fenómeno de déjà-vu puede proceder no sólo de sueños diurnos, sino también de sueños nocturnos.» (Posteriormente he sabido que Grasset dio en 1904 una explicación de este fenómeno muy cercana a la mía.) En breve ensayo publicado en 1913 he descrito otro fenómeno muy análogo al de déjà-vu. Es el de déjà raconté, la ilusión de haber relatado ya algo, ilusión particularmente interesante cuando surge durante el tratamiento psicoanalítico. El paciente afirma entonces, dando muestras de la mayor seguridad subjetiva, haber relatado ya un determinado recuerdo. Pero el médico está seguro de lo contrario, y por lo general logra convencer al paciente de su error. La explicación de esta interesante falla funcional es probablemente la de que el sujeto ha tenido el propósito de comunicar el recuerdo de que se trata, pero no lo ha realizado, y sustituye luego el recuerdo de dicho propósito por el de su realización.

Análoga forma y probablemente igual mecanismo muestran los «actos fallidos supuestos» de que nos habla Ferenczi. El sujeto cree haber olvidado, extraviado o perdido algo -un objeto-; pero comprueba al punto que nada de ello ha sucedido. Por ejemplo, una 162

paciente que acaba de salir del gabinete de consultas vuelve a entrar en seguida, alegando haberse dejado el paraguas…, que en realidad trae en la mano. Existía, pues, en la sujeto el impulso a cometer tal acto fallido, y este impulso bastó para sustituir la realización del mismo, siendo este último detalle lo único en que tales «actos fallidos supuestos» se diferencia de los verdaderos.

E. -Uno de mis colegas, persona de amplia cultura filosófica, al que recientemente tuve ocasión de exponer algunos ejemplos de olvido de nombres con sus análisis correspondientes, se apresuró a responderme: «Sí; todo eso es muy bonito; pero en mí el olvido de nombres se manifiesta de otra manera.» Estas cuestiones no pueden nunca juzgarse con tal ligereza. No creo que mi colega hubiera pensado jamás en someter a un análisis cualquier olvido de nombre y, por tanto, no podía decir en qué difería en él el proceso de tales olvidos del que mostraban los ejemplos por mí expuestos. Pero su observación toca, sin embargo, un problema que muchos estarán inclinados a colocar en primer término. La solución de los actos fallidos y actos casuales que aquí damos, ¿puede aplicarse en general o sólo en casos particulares? Y si lo que sucede es esto último, ¿cuáles son las condiciones en las cuales puede aplicarse a la explicación de los otros fenómenos?

Mi experiencia no es suficiente para permitirme contestar a esta pregunta. Mas lo que sí puedo hacer es advertir que no se deben creer escasas las ocasiones en que aparece en dichos fenómenos las conexiones por nosotros señaladas, pues siempre que he hecho la prueba en mí mismo o en mis pacientes se han manifestado aquéllas con toda evidencia, como puede verse en los ejemplos expuestos, o, por lo menos, han aparecido vigorosas razones para sospechar su existencia. No es de admirar que no todas las veces se consiga hallar el oculto sentido de los actos sintomáticos, pues hay que tener en cuenta que la magnitud de las resistencias interiores que se oponen a la solución debe considerarse como un factor decisivo. Tampoco es siempre posible interpretar todos y cada uno de los sueños propios o de los pacientes; mas para confirmar la validez general de la teoría es suficiente que nos permita penetrar algo en las asociaciones ocultas. El sueño que se muestra refractario a un intento de solución, realizado al día siguiente de su aparición, se deja con frecuencia arrancar su secreto una semana o un mes después, cuando una transformación real, surgida en el intervalo, ha debilitado los factores psíquicos, que luchan unos contra otros. Esto mismo debe también tenerse en cuenta en la solución de los actos fallidos y sintomáticos. El ejemplo de equivocación en la lectura En tonel por Europa, expuesto en el capítulo VI, me permitió demostrar cómo un síntoma, al principio ininterpretable, llega a ser accesible al análisis cuando nuestro interés real respecto a los pensamientos reprimidos se ha debilitado. Mientras existió la posibilidad de que mi hermano alcanzase antes que yo el envidiable título, se resistió la referida equivocación en la lectura a todos los esfuerzos analíticos; mas en cuanto se demostró lo improbable de la temida preferencia, se iluminó ante mí el camino que había de conducirme hasta la solución del error.

Sería, por tanto, desacertado afirmar que todos aquellos casos que se resisten al análisis son efectos de mecanismos diferentes al mecanismo psíquico aquí demostrado.

Para admitir tal afirmación harían falta otras pruebas y no solamente las puramente negativas. La general disposición de los individuos de salud normal a creer en otra distinta explicación de los actos fallidos y sintomáticos carece también de toda fuerza probatoria, y no es, naturalmente, más que una manifestación de las mismas fuerzas psíquicas, que han 163

establecido el misterio y que se cuidan asimismo de mantenerlo, resistiéndose a su revelación.

Por otra parte, no debemos dejar de tener en cuenta que los pensamientos y sentimientos reprimidos no crean por sí mismos su exteriorización en forma de actos sintomáticos y fallidos. La posibilidad técnica de tal desliz de las inervaciones tiene que darse independientemente de ellos, y entonces es aprovechada por la intención de lo reprimido de llegar a una exteriorización consciente. En el caso de los rendimientos fallidos lingüísticos se ha intentado en penetrantes investigaciones, llevadas a cabo por filósofos y filólogos, fijar las relaciones estructurales y funcionales que se ponen al servicio de la referida intención. Si en las condiciones determinantes de los actos fallidos y sintomáticos consideramos separadamente el motivo inconsciente y las relaciones fisiológicas y psicofísicas que en su auxilio acuden, quedará en pie la cuestión de si dentro de los límites de la salud normal pueden o no existir otros factores que, al igual y en sustitución del motivo inconsciente, sean susceptibles de originar, valiéndose de estas relaciones, los actos sintomáticos y fallidos. Pero no es a mí a quien compete resolver este problema. No es tampoco mi intención exagerar las diferencias, ya de por sí harto grandes, entre la concepción vulgar de los rendimientos fallidos y su concepción psicoanalítica. Por el contrario, quisiera señalar algunos casos en los que dichas diferencias aparecen muy reducidas. La interpretación de los ejemplos más sencillos y menos singulares de equivocaciones orales y gráficas, que no pasan de ser una confusión de dos palabras en una o una omisión de letras o palabras, carece de toda complicación. Desde el punto de vista psicoanalítico hay que afirmar que en estos casos se ha anunciado una perturbación de la intención; pero no se puede señalar de dónde procede dicha perturbación ni cuáles fueran sus intenciones. Lo único que logró fue dar cuenta de su existencia. En estos mismo casos se ve también actuar, cosa que nunca hemos discutido, la ayuda prestada al rendimiento fallido por relaciones de valores fonéticos y asociaciones psicológicas próximas. Pero, de todos modos, es una natural conducta científica el juzgar tales casos rudimentarios de equivocaciones orales o gráficas conforme a otros más importantes y significativos, cuya investigación nos ha dado tan inequívocas conclusiones sobre la causa de los rendimientos fallidos.

F. -Desde la discusión de las equivocaciones orales nos hemos contentado con demostrar que los rendimientos fallidos poseen una motivación oculta y con abrirnos camino, por medio del psicoanálisis, hasta el conocimiento de dicha motivación. La naturaleza general y las peculiaridades de los factores psíquicos que se exteriorizan en los rendimientos fallidos no han sido hasta aquí objeto de nuestras consideraciones o, por lo menos, no hemos tratado de definirlas ni de investigar sus leyes. Tampoco intentaremos ahora llevar a cabo una elucidación fundamental de esta cuestión, pues los primeros pasos que por este camino diéramos nos demostrarían que atacando el asunto por otro lado nos sería más fácil penetrar en este campo. Sobre este punto podemos plantear varias cuestiones que quiero citar aquí en el orden en que se presentan: 1ª ¿Cuál es el contenido y origen de los pensamientos y sentimientos que se revelan por medio de los actos fallidos y casuales?

2ª ¿Cuáles son las condiciones que fuerzan a un pensamiento o un sentimiento a servirse de tales ocurrencias como medio de expresión y los ponen en situación de hacerlo así? 3ª

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¿Puede demostrarse la existencia de asociaciones constantes y definidas entre el carácter de los rendimientos fallidos y las cualidades de lo que por medio de ellos se exterioriza?

Comenzaré por reunir y aportar algún material para la respuesta a la última de las anteriores interrogaciones. En la discusión de los ejemplos de equivocación oral hemos encontrado que era necesario ir más allá del contenido del discurso que se tenía intención de expresar y hemos tenido que buscar la causa de la perturbación del discurso fuera de la intención. Esta causa aparecía claramente en una serie de datos y era conocida de la consciencia del orador. En los ejemplos aparentemente más sencillos y transparentes era una segunda concepción del pensamiento que se tenía intención de expresar la que perturbaba la expresión de éste, sin que fuera posible decir por qué había sucumbido la una y emergido victoriosamente la otra (contaminación, según Meringer y Mayer). En el segundo grupo de casos sucumbía una de las concepciones a un motivo que, sin embargo, no tenía fuerza suficiente para hacerla desaparecer por completo (ejemplo Vorschwein).

También en este caso era claramente consciente la concepción retenida. Únicamente del tercer grupo es del que puede afirmarse sin reserva alguna que en él era diferente el pensamiento perturbador del que se tenía intención de expresar, y, naturalmente, puede establecerse una distinción esencial. El pensamiento perturbador, o está ligado con el perturbado por asociaciones de ideas (perturbación por contradicción interior), o es sustancialmente extraño a él, y la palabra perturbada se halla ligada al pensamiento perturbador, con frecuencia inconsciente, por una sorprendente y singular asociación externa. En los ejemplos expuestos de psicoanálisis verificados por mí se halla el discurso entero bajo la influencia de pensamientos entrados simultáneamente en actividad, pero totalmente inconscientes, que o se revelan por la misma perturbación (ejemplo: serpiente de cascabel -Cleopatra-), o exteriorizan una influencia indirecta, haciendo posible que los trozos aislados del discurso que conscientemente se tiene intención de expresar se perturben unos a otros, como sucede con el ejemplo naspirar por la ariz, en el cual se ocultaba detrás de la equivocación el nombre de la calle de Hasenauer y reminiscencias referentes a una francesa. Los pensamientos retenidos o inconscientes de los que parte la perturbación del discurso son de muy diverso origen. Así, pues, por este lado no se descubre ninguna posible generalización.

El examen comparativo de las equivocaciones en la lectura y escritura nos conduce a los mismos resultados. Casos aislados parecen, como en las equivocaciones orales, no deber su origen más que a un proceso de condensación carente de amplios motivos (ejemplo: «el man… pone cara ridícula», etc.). Sin embargo, nos satisfaría saber si no es indispensable el cumplimiento de condiciones especiales para que tenga lugar tal condensación, que es un funcionamiento regular en el proceso del sueño y fallido en el del pensamiento despierto. Mas de los ejemplos no puede deducirse nada de esto. No obstante, tampoco deduciría yo de ella la no existencia de condiciones distintas del relajamiento de la atención consciente, pues sé, por otras cuestiones, que precisamente los actos automáticos se distinguen por su corrección y seguridad. Prefiero hacer resaltar el hecho de que aquí, como frecuentemente sucede en la biología, son las relaciones normales o aproximadas a lo normal objeto menos favorable a la investigación que las patológicas. Aquello que en la explicación de estas sencillas perturbaciones permanece aún oscuro, espero quedará aclarado por la de perturbaciones más graves.

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Tampoco en las equivocaciones en la lectura y la escritura faltan ejemplos que dejan observar una lejana y complicada motivación. En tonel por Europa es una perturbación de la lectura que se explica por la influencia de un pensamiento remoto y sustancialmente extraño, originado por un sentimiento reprimido de celos y ambición, sentimiento que utiliza el «cambio» de la palabra «transporte» (Beförderung) para su asociación con el tema indiferente e inocente que había de ser leído. En el caso Burckhardt es en sí unàpalabra-conmutador'.

Es indudable que las perturbaciones de las funciones orales se producen con mayor facilidad y exigen un menor esfuerzo de las fuerzas perturbadoras que las de los demás rendimientos psíquicos.

A otro terreno diferente nos lleva el examen del olvido propiamente dicho; esto es, del olvido de sucesos pasados, que debemos distinguir del olvido temporal de nombres propios, palabras extranjeras, series de palabras y propósitos expuestos en los primeros capítulos de este libro. Las condiciones fundamentales del proceso normal del olvido nos son desconocidas. En él notamos que no hemos olvidado todo lo que creíamos. Nuestra explicación se refiere únicamente a aquellos casos en los cuales el olvido nos produce asombro por infringir la regla de que lo que se olvida es lo indiferente y, en cambio, lo importante es conservado por la memoria. El análisis de aquellos olvidos que nos parecen exigir una especial explicación da siempre como motivo del olvido una repugnancia a recordar lo que puede despertar en nosotros sensaciones penosas. Llegamos a la sospecha de que este motivo lucha universalmente por exteriorizarse en la vida psíquica, pero que su manifestación regular es impedida por otras fuerzas que actúan en contra. La amplitud y la significación de esta repugnancia a recordar parecen ser dignas del más cuidadoso examen psicológico. El problema de qué condiciones especiales son las que hacen posible el olvido en cada caso no encuentra tampoco su solución en esta más amplia asociación.

En el olvido de propósitos aparece en primer término otro factor. Aquel conflicto que en la represión de lo penoso de recordar no hacemos más que sospechar se hace aquí tangible, y en los análisis se descubre regularmente una repugnancia que se opone al propósito sin hacerlo cesar. Como en rendimientos fallidos, anteriormente discutidos, se observan aquí dos tipos del proceso psíquico: en uno la repugnancia se dirige directamente contra el propósito (en intenciones de alguna consecuencia), y en el otro es dicha repugnancia sustancialmente extraña al propósito y establece su conexión con él por medio de una asociación externa (en propósitos casi indiferentes).

El mismo conflicto rige los fenómenos de los actos de término erróneo o torpezas.

El impulso que se manifiesta en la perturbación del acto es muchas veces un impulso contrario a éste; pero aún con mayor frecuencia es un impulso totalmente extraño a él y que no hace más que aprovechar la ocasión de llegar a manifestarse en la ejecución del acto por una perturbación del mismo. Los casos en los que la perturbación resulta de una contradicción interior son los más significativos y conciernen a las más importantes actividades.

El conflicto interno pasa a segundo término en los actos sintomáticos o casuales.

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Estas manifestaciones motoras, poco estimadas o totalmente despreciadas por la consciencia, sirven de expresión a numerosos y diversos sentimientos inconscientes o retenidos. En su mayor parte representan simbólicamente fantasías o deseos.

Podemos contestar a la primera de las interrogaciones expuestas, o sea a la de cuál es el origen de los pensamientos y sentimientos que se exteriorizan en los rendimientos fallidos, haciendo observar que en una serie de casos puede verse inequívocamente el origen de los pensamientos perturbadores en sentimientos reprimidos de la vida psíquica.

Sentimientos e impulsos egoístas, celosos y hostiles, sobre los cuales gravita el peso de la educación moral, utilizan en las personas sanas el camino de los rendimientos fallidos para manifestar de cualquier modo su poder innegable, pero no reconocido por superiores instancias psíquicas. El dejar ocurrir estos actos fallidos y casuales corresponde, en gran parte, a una cómoda tolerancia de lo inmoral. Entre estos sentimientos reprimidos desempeñan un importante papel las diversas corrientes sexuales.

El que estas corrientes sexuales aparezcan tan raras veces entre los pensamientos revelados por el análisis en los ejemplos expuestos en este libro débese tan sólo a que como los ejemplos que he sometido aquí al análisis procedían, en su mayor parte, de mi propia vida psíquica, la selección efectuada tenía que ser parcial desde el primer momento, dado que tenía que existir en mí una tendencia a excluir todo material sexual.

Otras veces parecen ser inocentes objeciones y consideraciones lo que constituye el origen de los pensamientos perturbadores.

Llegamos ahora a la respuesta a la segunda interrogación: ¿cuáles son las condiciones psicológicas responsables de que un pensamiento no pueda manifestarse en forma completa, sino que tenga que buscar su exteriorización de un modo parasitario, como modificación y perturbación de otro? De los más singulares casos de actos fallidos puede deducirse fácilmente que tales condiciones deben buscarse en relación con el grado de capacidad de devenir consciente del material «reprimido», esto es, con su más o menos firme carácter de tal. Mas el examen de la serie de ejemplos expuestos no nos da más que muy imprecisas indicaciones para la fijación de este carácter. La tendencia a dejar de lado algo que nos roba tiempo y la creencia de que el referido pensamiento no pertenece propiamente a la materia de que se tiene intención de tratar parecen desempeñar, como motivos para la represión de un pensamiento destinado después a manifestarse por medio de la perturbación de otro, el mismo papel que la condenación moral de un rebelde sentimiento emocional o que el origen de cadenas de pensamientos totalmente inconscientes. Por este camino no es posible llegar a una visión de la naturaleza general de la condicionalidad de los rendimientos fallidos y casuales.

Un único hecho importante nos es dado por esta investigación: cuanto más inocente es la motivación del rendimiento fallido y cuanto menos desagradable y, por tanto, menos incapaz de devenir consciente es el pensamiento que en aquél logra exteriorizarse, tanto más fácil se presenta la solución del fenómeno cuando dirigimos nuestra atención sobre él.

Los más sencillos casos de olvido se notan en seguida y se corrigen en el acto. En los casos en que se trata de una motivación por sentimientos realmente reprimidos, la solución requiere un cuidadoso análisis que a veces puede tropezar también con dificultades y hasta fracasar.

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Está, pues, justificado el tomar el resultado de esta última investigación como una señal de que la explicación satisfactoria de las determinantes psicológicas de los actos fallidos y casuales debe buscarse por otros caminos y en otros lados. El lector indulgente no habrá, pues, de ver en esta discusión más que el examen de las superficies de fractura de una parte de la cuestión, extraída un tanto artificialmente de una más amplia totalidad.

G. -Con algunas palabras indicaremos, por lo menos, la dirección en que debemos buscar esta más amplia totalidad. El mecanismo de los actos fallidos y casuales, tal y como nos lo ha enseñado la aplicación del análisis, muestra en los puntos más esenciales una coincidencia con el mecanismo de la formación de los sueños, discutido por mí en el capítulo titulado «La elaboración del sueño», de mi libro sobre la interpretación de los fenómenos oníricos. En uno y otro lado pueden hallarse las condensaciones y las formaciones transaccionales (contaminaciones), siendo, además, la situación idéntica: pensamientos inconscientes que por desusados caminos y asociaciones externas llegan a manifestarse como modificaciones de otros pensamientos. Las incongruencias, absurdos y errores del contenido del sueño, a consecuencia de las cuales apenas si se puede reconocer el fenómeno onírico como producto de un funcionamiento psíquico, se originan del mismo modo -aunque con más libre utilización de los medios existentes- que los comunes errores de nuestra vida cotidiana. Aquí, como allí, se explica la apariencia de la función incorrecta por la peculiar interferencia de dos o más funcionamientos correctos. De este encuentro puede deducirse una importante conclusión: el peculiar modo de laborar, cuyo rendimiento más singular reconocemos en el contenido del sueño, no debe achacarse al estado durmiente de la vida psíquica, poseyendo como poseemos en los actos fallidos tantas pruebas de su actividad durante la vida despierta. La misma conexión nos prohíbe también considerar como determinantes de estos procesos psíquicos que nos parecen anormales y extraños un profundo relajamiento de la actividad psíquica o patológicos estados de la función.

Llegamos a un acertado juicio de la extraña labor psíquica, que permite originarse tanto el funcionamiento fallido como las imágenes oníricas cuando observamos que los síntomas neuróticos, especialmente las formaciones psíquicas de la histeria y de la neurosis, repiten en su mecanismo todos los rasgos esenciales de este modo de laborar. En este punto deberá, pues, comenzar la continuación de nuestras investigaciones. Para nosotros tiene, sin embargo, todavía un especial interés considerar los actos fallidos, casuales y sintomáticos a la luz de esta última analogía. Si los comparamos con los rendimientos de los psiconeuróticos y con los síntomas neuróticos, aumentarán los fundamentos de dos afirmaciones que repetidas veces se han expuesto, esto es, que el límite entre la normalidad y la anormalidad nerviosa es indistinto y que todos somos un poco nerviosos.

Fuera de toda experiencia médica pueden señalarse diversos tipos de tal nerviosidad simplemente indicada -de las formes frustes de la neurosis-, casos en los cuales no aparecen sino muy pocos síntomas o aparecen éstos muy raras veces y sin violencia ninguna, debiendo, por tanto, atribuirse la atenuación a la cantidad, intensidad y extensión temporal de los fenómenos patológicos. Puede así suceder que precisamente el tipo que constituye la más frecuente transición entre salud y enfermedad sea el que no se descubra nunca. El tipo que hemos examinado, y cuyas manifestaciones patológicas son los actos fallidos y sintomáticos, se caracteriza por el hecho de que los síntomas son trasladados a los 168

funcionamientos psíquicos de menor importancia, mientras que todo aquello que puede pretender un más alto valor psíquico sigue su marcha regular, sin sufrir perturbación alguna. La inversa disposición de los síntomas, esto es, su emergencia en los funcionamientos o rendimientos individuales y sociales de importancia, perturbando la alimentación, las relaciones sexuales, el trabajo profesional y la vida social, corresponde a los casos graves de neurosis y caracteriza a éstos mejor que la multiformidad o violencia de las manifestaciones patológicas.

El carácter común a los casos benignos y a los graves, carácter del cual participan también los actos fallidos y casuales, yace en la posibilidad de referir los fenómenos a un material psíquico incompletamente reprimido, que es rechazado por la consciencia, pero al que no se ha despojado de toda capacidad de exteriorizarse.

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