II. Equivocaciones en la escritura.

1) En una hoja de papel que contenía principalmente notas diarias de interés profesional encontré con sorpresa la fecha equivocada, «Jueves, 20 octubre», escrita en vez de la verdadera, que correspondía al mismo día del mes de septiembre. No es difícil explicar esta anticipación como expresión de un deseo. En efecto, días antes había regresado con nuevas fuerzas de mi viaje de vacaciones y me sentía dispuesto a reanudar mi actividad médica, pero el número de pacientes era aún pequeño. A mi llegada había hallado una carta, en la que un enfermo anunciaba su visita para el día 20 de octubre. Al escribir la fecha del mismo día del mes de septiembre debí de pensar: «Ya podía estar aquí X. ¡Qué lástima tener que perder un mes entero!», y con esta idea anticipé la fecha. Como el pensamiento perturbador no podía calificarse en este caso de desagradable, hallé sin dificultad la explicación de mi error en cuanto me di cuenta de él. Al otoño siguiente cometí de nuevo un error análogo y similarmente motivado. E. Jones ha estudiado estos casos de equivocación en la escritura de las fechas, hallándolos, en su mayoría, dependientes de un motivo.

2) Habiendo recibido las pruebas de mi contribución a la Memoria anual sobre Neurología y Psiquiatría, me dediqué con especial cuidado a revisar los nombres de los autores extranjeros citados en mi trabajo, nombres que por pertenecer a personas de diversas nacionalidades presentan siempre alguna dificultad para los cajistas. En efecto, hallé varias erratas de esta clase, que tuve que corregir; pero lo curioso fue que el cajista había rectificado, en cambio, en las pruebas un nombre que yo había escrito erróneamente en las cuartillas. En mi artículo alababa yo el trabajo del tocólogo Burckhard sobre la influencia del nacimiento en el origen de la parálisis infantil, y al escribir dicho nombre me había equivocado y había escrito Buckrhard, error que el cajista corrigió, componiendo el nombre correctamente. Mi equivocación no provenía de que yo abrigase contra el tocólogo una enemistad que me hubiera hecho desfigurar su nombre al escribirlo; pero era el caso que su mismo apellido lo llevaba también un escritor vienés que me había irritado con una crítica poco comprensiva de mi Interpretación de los sueños, y de este modo, lo sucedido fue como si al escribir el apellido Burckhard con el que quería designar al tocólogo, hubiera pensado algo desagradable del otro escritor de igual apellido, cometiendo entonces el error que desfiguró aquél, acto que, como ya indicamos antes, significa desprecio hacia la persona correspondiente.

3) Esta afirmación aparece confirmada y robustecida por una autoobservación, en la que A. J. Storfer expone con franqueza digna de encomio los motivos que le hicieron recordar inexactamente primero y escribir luego, desfigurándolo, el nombre de un supuesto émulo científico (Internationale Zeitschrift für Psychoanalyse, II, 1914):

«UNA OBSTINADA DESFIGURACIÓN DE UN NOMBRE»:

«En diciembre de 1910 vi en el escaparate de una librería de Zurich el entonces reciente libro del doctor Eduard Hitschmann sobre la teoría freudiana de las neurosis. Por aquellos días trabajaba yo precisamente en una conferencia, que debía pronunciar en una sociedad científica, sobre la Psicología de Freud. En la ya escrita introducción a mi conferencia hablaba yo del desarrollo histórico de la Psicología freudiana, observando que por tener ésta su punto de partida en investigaciones de carácter práctico, se hacía muy difícil exponer en un breve resumen sus líneas fundamentales, no habiendo hasta el momento nadie que hubiese emprendido tal tarea. Al ver aquel libro, de autor hasta entonces desconocido para mí, no pensé al principio comprarlo, y cuando días después decidí lo contrario, el libro no estaba ya en el escaparate. Al dar en la tienda el título de la obra recién publicada nombré como autor al doctor Eduard Hartmann. El librero me corrigió, diciendo: `Querrá usted decir Hitschmann', y me trajo el libro deseado.

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»El motivo inconsciente del rendimiento fallido era fácil de descubrir: Yo contaba ya, en cierto modo, con hacerme un mérito de haber resumido antes que nadie las líneas fundamentales de la teoría psicoanalítica, y, por tanto, había visto con enfado y envidia la aparición del libro de Hitschmann, que disminuía mis merecimientos. La deformación del nombre de su autor constituía, pues, conforme a las teorías sustentadas en la Psicopatología de la vida cotidiana, un acto de hostilidad inconsciente. Con esta explicación me di entonces por satisfecho.

»Semanas después anoté por escrito las circunstancias del rendimiento fallido relatado, y al hacerlo se me ocurrió pensar en cuál sería la razón de haber transformado el nombre de Eduard Hitschmann precisamente en Eduard Hartmann. ¿Habría sido tan sólo la semejanza entre ambos nombres la que me había hecho escoger como sustitutivo el del renombrado filósofo? Mi primera asociación fue el recuerdo de que el profesor Hugo Meltzl, apasionado admirador de Schopenhauer, había dicho un día lo siguiente: Èduard von Hartmann es Schopenhauer desfigurado, Schopenhauer, vuelto hacia la izquierda'. Así, pues, la tendencia afectiva que había determinado la imagen sustitutiva del nombre olvidado era ésta: Èl tal Hitschmann y su exposición compendiada de las teorías de Freud no deben de ser nada que valga la pena. Hitschmann debe de ser, con respecto a Freud, lo que Hartmann con respecto a Schopenhauer.''

»Al cabo de seis meses cayó ante mi vista la hoja en que había anotado este caso de olvido determinado y acompañado de recuerdo sustitutivo, y al leerla observé que nuevamente había desfigurado en mi relato el nombre de Hitschmann, escribiendo Hintschmann.»

4) He aquí otro caso de equivocación en la escritura, aparentemente grave, y que pudiera ser también incluido entre los casos de «actos de término erróneo» (Vergreifen):

«En una ocasión me proponía sacar de la Caja Postal de Ahorros la cantidad de 300

coronas, que deseaba enviar a un pariente mío, residente fuera de Viena, para hacer posible emprender una cura de aguas prescrita por su médico. Al ocuparme de este asunto vi que mi cuenta corriente ascendía a 4.380 coronas, y decidí dejarla reducida a 4.000, cantidad redonda que debía permanecer intacta en calidad de reserva para futuras contingencias.

Después de extender el cheque en forma regular y haber cortado en la libreta los cupones correspondientes a la cantidad deseada, me di cuenta de que había solicitado extraer de la Caja de Ahorros no 380 coronas, como quería sino exactamente 438, y quedé asustado de la poca seguridad con que ejecutaba mis propios actos. En seguida reconocí lo injustificado de mi miedo pues mi error no me hubiera hecho más pobre de lo que era antes de él. Pero hube de reflexionar un rato con objeto de descubrir la influencia que había modificado mi primera intención, sin advertir antes de ello a mi consciencia. Al principio me dirigí por caminos equivocados. Sustraje 380 coronas de 438 y me quedé sin saber qué hacer de la diferencia obtenida. Mas al fin caí en la verdadera conexión: ¡438 era el diez por ciento de 4.380, total de mi cuenta corriente! ¡Y el diez por ciento es el descuento que hacen los libreros! Recordé que días antes había buscado en mi biblioteca, y reunido aparte, una cantidad de obras de Medicina que habían perdido su interés para mí con objeto de ofrecérselas al librero, precisamente por 300 coronas. El librero encontró demasiado elevado el precio y quedó en darme algunos días después su definitiva respuesta. En caso de aceptar el precio pedido, me habría reembolsado la suma que yo tenía que enviar a mi enfermo pariente. No cabía, pues, dudar de que en el fondo lamentaba tener que disponer de 75

aquella suma en favor de otro. La emoción que experimenté al darme cuenta de mi error queda mejor explicada ahora, interpretándola como un temor de arruinarme con tales gastos. Pero ambas cosas, el disgusto de tener que enviar la cantidad y el miedo a arruinarme con él ligado, eran completamente extrañas a mi consciencia. No sentí la menor huella de disgusto al prometer enviar dicha suma y hubiera encontrado risible la motivación del mismo. Nunca me hubiera creído capaz de abrigar tales sentimientos si mi costumbre de someter a los pacientes al análisis psíquico no me hubiera familiarizado hasta cierto punto con los elementos reprimidos de la vida anímica, y si, además, no hubiera tenido días antes un sueño que reclamaba igual interpretación».

5) El caso que va a continuación y cuya autenticidad puedo garantizar, está tomado de una comunicación de W. Stekel:

«En la redacción de un difundido semanario ocurrió recientemente un increíble caso de equivocación en la escritura y en la lectura. La dirección de dicho semanario había sido tachada dèvendida', y se trataba de contestar en un artículo rechazando con indignación el insultante calificativo. El redactor jefe y el autor de dicho artículo leyeron éste repetidas veces, tanto en las cuartillas como en las pruebas, y ambos quedaron satisfechos. De repente llegó a su presencia el corrector, haciéndoles notar una pequeña errata que se les había escapado a todos. En el artículo se leía con toda claridad lo siguiente: `Nuestros lectores testimoniarán que nosotros hemos defendido siempre interesadamente el bien general.' Como es lógico, lo que allí se había querido decir era desinteresadamente. Pero los verdaderos pensamientos se abrieron camino a través del patético discurso.»

6) Una lectora del Pester Lloyd, la señora Kata Levy, de Budapest, observó un caso similar de sinceridad involuntaria en una afirmación de un telegrama de Viena publicado por dicho periódico el 11 de octubre de 1918.

Decía así: «A causa de la absoluta confianza que durante toda la guerra ha reinado entre nosotros y nuestros aliados alemanes, debe suponerse como cosa indudable que ambas potencias obrarán conjuntamente en todas las ocasiones y, por tanto, es ocioso añadir que también en esta fase de la guerra laboran de imperfecto acuerdo los Cuerpos diplomáticos de ambos países.»

Pocas semanas después se pudo hablar con más libertad de dicha «absoluta confianza», sin tener que recurrir a las equivocaciones en la escritura o en la composición.

7) Un americano que había venido a Europa, dejando en su país a su mujer, después de algunos disgustos conyugales, creyó llegada, en un determinado momento, la ocasión de reconciliarse con ella y la invitó a atravesar el Océano y venir a su lado. «Estaría muy bien

-le escribió- que pudieras hacer la travesía en el Mauritania, como yo la hice.» Al releer la carta rompió el pliego en que iba la frase anterior y lo escribió de nuevo, no queriendo que su mujer viera la corrección que le había sido necesario efectuar en el nombre del barco. La primera vez había escrito Lusitania.

Este lapsus calami no necesita explicación y puede interpretarse en el acto. Pero cabe añadir lo siguiente: la mujer del americano había ido a Europa por primera vez a raíz de la muerte de su única hermana, y si no me equivoco, el Mauritania es el buque gemelo del Lusitania, perdido durante la guerra. (Agregado en 1920.) 76

8) Un médico examinó a un niño y puso una receta en cuya composición entraba alcohol. Mientras redactaba su prescripción, la madre del niño hubo de fatigarle con preguntas ociosas. El médico se propuso interiormente no molestarse por tal inoportunidad, consiguiéndolo, en efecto, pero se equivocó al escribir, y puso, en lugar de alcohol, achol (aproximadamente, «nada de cólera»). (Agregado en 1910.) 9) A causa de la semejanza en el contenido, añadiré aquí un caso observado por E.

Jones en su colega A. A. Brill. Este último, que es abstemio, bebió un día un poco de vino, obligado por las obstinadas instancias de un amigo. A la mañana siguiente un violento dolor de cabeza le dio motivo para lamentar el haber cedido. En aquellos instantes tuvo que escribir el nombre de una paciente llamada Ethel, y en lugar de esto escribió Ethyl (Etil-alcohol). A ello coadyuvó el hecho de que la aludida paciente acostumbraba beber más de lo que le hubiera convenido.

10) Dado que una equivocación de un médico al escribir una receta posee una importancia que sobrepasa el general valor práctico de los funcionamientos fallidos, transcribiré aquí con todo detalle el único análisis publicado hasta el día de tal error en la escritura (Internationale Zeitschrift f. Psychoanalyse, I, 1913): UN CASO REPETIDO DE EQUIVOCACIÓN EN LA ESCRITURA DE UNA RECETA DOCTOR EDUARD HITSCHMANN

«Un colega me contó un día que en el transcurso de varios años le había sucedido repetidas veces equivocarse al prescribir un determinado medicamento a pacientes femeninas de edad ya madura. En dos casos recetó una dosis diez veces mayor de la que se proponía, y después, al darse repentina cuenta de su error, tuvo que regresar (lleno de temor de haber perjudicado a las pacientes y de atraer sobre sí mismo graves complicaciones) al lugar donde había dejado las recetas, para pedir que se las devolvieran. Este raro acto sintomático (Symptomhandlung) merece ser detenidamente observado, exponiendo por separado y con todo detalle las diversas ocasiones en que se manifestó.

Primer caso. El referido médico recetó a una mujer, situada ya en el umbral de la ancianidad, supositorios de belladona diez veces más fuertes de lo que se proponía.

Después abandonó la clínica, y cerca de una hora más tarde, cuando estaba ya en su casa almorzando y leyendo el periódico, se dio de repente cuenta de su error. Sobrecogido, corrió a la clínica para preguntar las señas de la paciente, y luego a casa de ésta, situada en un barrio apartado. Por fin encontró a la mujer, que aún no había hecho uso de la receta, y logró que se la devolviera, regresando a su casa tranquilo y satisfecho. Como disculpa ante sí mismo alegó, no sin razón, que mientras estaba escribiendo la receta, el jefe de la ambulancia, persona muy habladora, estuvo detrás de él mirando lo que escribía, por encima de su hombro, y molestándole.

Segundo caso. El mismo médico tuvo un día que dejar su consulta, arrancándose del lado de una bella y coqueta paciente, para ir a visitar a una solterona vieja, a cuya casa se dirigió en automóvil, pues le urgía terminar pronto su visita para reunirse luego secretamente, a una hora determinada, con una muchacha joven, a la que amaba. También 77

en esta visita a la anciana paciente recetó belladona contra igual padecimiento que el del caso anterior, y también cometió el error de prescribir una composición diez veces más fuerte. La enferma le habló durante la visita de algunas cosas interesantes sin relación con su enfermedad; pero el médico dejó advertir su impaciencia, aunque negándola con corteses palabras, y se retiró con tiempo más que sobrado para acudir a su amorosa cita. Cerca de doce horas después, hacia las siete de la mañana, se dio cuenta, al despertar, del error cometido y, lleno de sobresalto, envió un recado a casa de la paciente, con la esperanza de que no hubiera aún enviado la receta al farmacéutico y se la devolviera para revisarla. En efecto, recibió la receta, pero ésta había sido ya servida. Con cierta resignación estoica y el optimismo que da la experiencia fue entonces a la farmacia, donde el encargado le tranquilizó, diciendo que, naturalmente (¿quizá también por un descuido?), había aminorado mucho la dosis prescrita en la receta al servir el medicamento.

Tercer caso. El mismo médico quiso recetar a una anciana tía suya, hermana de su madre, una mezcla de Tinct. belladonnae y Tinct. Opii, en dosis inofensivas. La criada llevó en seguida la receta a la botica. Poco tiempo después recordó el médico que había escrito «extract» en vez de «tinctura», y a los pocos momentos le telefoneó el farmacéutico interpelándole sobre este error. El médico se disculpó con la mentida excusa de que no había acabado de escribir la receta y, habiéndola dejado sobre la mesa, la había cogido la criada sin estar terminada.

Las singulares coincidencias que presentan estos tres casos de error en la escritura de una receta consisten en que, hasta hoy, no le ha sucedido esto al referido médico más que con un único medicamento, tratándose de pacientes femeninas de edad avanzada y siendo siempre demasiado fuerte la dosis prescrita. Un corto análisis reveló que el carácter de las relaciones familiares entre el médico y su madre tenía que ser de una importancia decisiva en este caso. Uno de sus recuerdos durante el análisis fue el de haber prescrito -

probablemente antes de estos actos sintomáticos- a su también anciana madre la misma receta, y, por cierto, en una dosis de 0,03, a pesar de que la usual de 0,02 era la que él acostumbraba prescribir, pensando con tal aumento curarla más radicalmente. El enérgico medicamento produjo en la enferma, cuyo estado era delicado, una fuerte reacción, acompañada de manifestaciones congestivas y desagradable sequedad de garganta. La enferma se quejó de ello, aludiendo, medio en serio, medio en broma, al peligro de los remedios prescritos por su hijo. Ya en otras ocasiones había rechazado la madre, hija también de un médico, los medicamentos recetados por su hijo, haciendo semihumorísticas observaciones sobre una posibilidad de envenenamiento.

De lo que por el análisis se pudo deducir sobre las relaciones familiares entre el médico y su madre resulta que el amor filial del primero era puramente instintivo y que la estimación espiritual en que tenía a su madre y su respeto hacia ella no eran ciertamente exagerados. El tener que habitar en la misma casa con su madre y su hermano, un año menor que él, constituía para el médico una coacción de su libertad erótica, y nuestra experiencia psicoanalítica nos ha demostrado la influencia de este sentimiento de coacción en la vida íntima del individuo.

El médico aceptó el análisis, regularmente satisfecho de la explicación que daba a sus errores, y añadió sonriendo que la palabra «belladona» (bella mujer) podía tener 78

también un inconsciente significado erótico. También él había usado en alguna ocasión anterior dicho medicamento.»

No creo nada aventurado afirmar que tales graves rendimientos fallidos siguen idénticos caminos que los otros, más inofensivos, antes analizados.

11) El siguiente lapsus calami, comunicado por S. Ferenczi, puede incluirse entre los más inocentes e interpretarse simplemente como un rendimiento fallido producido por condensación motivada por impaciencia (compárese con la equivocación oral «el man…», capítulo 5), mientras un análisis más profundo no demuestre la existencia de un elemento perturbador más vigoroso.

«Queriendo escribir: Aquí viene bien la anécdota (Anekdote)…, escribí esta última palabra en la siguiente forma: Anektode. En efecto, la anécdota a que yo me refería era la de un gitano condenado a muerte (zu Tode verurteilt), que solicitó como última gracia el escoger por sí mismo el árbol del que habían de ahorcarle y, como es natural, no encontró, a pesar de buscarlo con afán, ninguno que le pareciera bien.»

12) Otras veces, contrastando con el inofensivo caso anterior, puede una insignificante errata revelar un peligroso sentido que se quiere mantener secreto. Así, en el siguiente ejemplo, que se nos comunica anónimamente:

«Al final de una carta escribí las palabras: `Salude usted cordialmente a su esposa y a su hijo (ihren Sohn).' En el momento de cerrar el sobre noté haber cometido el error de escribir la palabra ìhren' con minúscula, con lo cual el sentido de la frase era el siguiente:

`Salude usted a su esposa y a su hijo (de ella).' Claro es que corregí la errata antes de enviar la carta. Al regresar de mi última visita a esta familia, la señora que me acompañaba me hizo notar que el hijo se parecía muchísimo a un íntimo amigo de la casa, el cual debía ser, sin duda, su verdadero padre.»

13) Una señora escribía a su hermana dándole la enhorabuena por su instalación en una nueva casa, más cómoda y espaciosa que la que antes ocupaba. Una amiga que se hallaba presente observó que la señora había puesto a su carta una dirección equivocada, y ni siquiera la de la casa que la hermana acababa de abandonar, sino la otra en la que había vivido a raíz de casarse y había dejado hacía ya mucho tiempo. Advirtió a su amiga el error, y ésta tuvo que confesarlo, diciendo: «Tiene usted razón; pero ¿cómo es posible que me haya equivocado de tal modo? ¿Y por qué?» La amiga opinó: «Seguramente es que le envidia usted la casa cómoda y amplia a que ahora se traslada ella, mientras que usted tiene que seguir viviendo en una menos espaciosa. Ese sentimiento es el que le hace a usted mudar a su hermana a su primera casa, en la que también carecía de comodidades.» «Sí que la envidio», confesó sinceramente la señora, y añadió: «¡Qué fastidio que en estas cosas tenga una siempre tan vulgares sentimientos, a pesar de una misma!» (Agregado en 1910).

14) E. Jones comunica el siguiente ejemplo de equivocaciones en la escritura, observado por A. A. Brill: Un paciente dirigió al doctor Brill una carta, en la que se esforzaba en achacar su nerviosidad a los cuidados y a la tensión espiritual que le producía la marcha de sus negocios ante la crisis por la que atravesaba el mercado algodonero. En dicha carta se leía lo siguiente: …my trouble is all due to that damned frigid «wave»

(literalmente: «… toda mi perturbación es debida a esta maldita ola frígida.» La expresión

«ola frígida» designa la «ola de baja» que había invadido el mercado del algodón). Pero el 79

paciente, al escribir la frase citada, escribió wife (mujer), en vez de wave (ola). En realidad, abrigaba en su corazón amargos reproches contra su mujer, motivados por su frigidez conyugal y su esterilidad, y no se hallaba muy lejos de reconocer que la privación que este estado de cosas le imponía era culpable en mucha parte de la enfermedad que le aquejaba.

15) El doctor R. Wagner comunica la siguiente autoobservación en la Zentralblatt für Psychoanalyse, I, 12 (1911):

«Al releer un antiguo cuaderno de apuntes universitarios hallé que la rapidez que es necesario desarrollar para tomar las notas siguiendo la explicación del profesor me había hecho cometer un pequeño lapsus. En vez de Epithel (epitelio), había escrito Edithel, diminutivo de un nombre femenino. El análisis retrospectivo de este caso es en extremo sencillo. Por la época en que cometí la equivocación mi amistad con la muchacha que llevaba dicho nombre era muy superficial y hasta mucho tiempo después no se convirtió en íntima. Mi error constituye, pues, una excelente prueba de la emergencia de una amorosa inclinación inconsciente en una época en la que yo mismo no tenía aún la menor idea de ella. Los sentimientos que acompañaban a mi error se manifiestan en la forma de diminutivo que cogió para exteriorizarse.»

16) La señora del doctor Von Hug-Hellmuth relata en su contribución al capítulo

«Equivocaciones en la escritura y en la lectura» (Zentralblatt für Psychoanalyse, II, 5

(1912), el siguiente caso:

«Un médico prescribió a una paciente àgua de levítico', en vez de àgua de Levico'.

Este error, que dio pie al farmacéutico para hacer algunas observaciones impertinentes, puede ser interpretado más benignamente, investigando sus determinantes inconscientes y no negando a éstos, a priori, una cierta verosimilitud, aunque no sean más que hipótesis subjetivas de una persona lejana a dicho médico. Este poseía una numerosa clientela, a pesar de la rudeza con que solía sermonear (leer los Levitas) a sus pacientes, reprochándoles su irracional régimen de alimentación, y su casa se llenaba durante las horas de consulta. Esta aglomeración justificaba el deseo de que sus clientes, una vez terminado el examen, se vistiesen lo más rápidamente posible; vite, vite (francés; de prisa, de prisa).

Si no recuerdo mal, la mujer del médico era de origen francés, circunstancia que justifica mi atrevida hipótesis de que para expresar el deseo antedicho usara aquél palabras pertenecientes a tal idioma. Aparte de esto, es costumbre de muchas personas el usar locuciones extranjeras en algunos casos. Mi padre solía invitarnos a andar de prisa, cuando de niños nos sacaba a paseo, con las frases: Avanti, gioventù, o Marchez au pas, y un médico, ya entrado en años, que me asistió en una enfermedad de garganta, exclamaba siempre: «Piano, piano», para tratar de refrenar mis rápidos movimientos. Así, pues, me parece muy probable que el médico citado tuviera esta costumbre de decir vite, vite para dar prisa a sus clientes, y de este modo se equivocase al poner la receta, escribiendo levítico en vez de levico.»

En este mismo trabajo publica su autora algunas equivocaciones más, cometidas en su juventud (fracés por francés). Errónea escritura del nombre «Karl».

17) A la amable comunicación del señor J. G., de quien ya hemos citado algunos ejemplos por él observados, debo el siguiente relato de un caso que coincide con un conocido chiste, pero en el que hay que rechazar toda intención preconcebida de burla: 80

«Hallándome en un sanatorio, en curación de una enfermedad pulmonar, recibí la sensible noticia de que un próximo pariente mío había contraído el mismo mal de que yo padecía.

En una carta le aconsejé que fuera a consultar con un especialista, un conocido médico, que era el mismo que a mí me asistía y de cuya autoridad científica me hallaba plenamente convencido, teniendo, por otra parte, alguna queja de su escasa amabilidad, pues poco tiempo antes me había negado un certificado que era para mí de la mayor importancia.

En su respuesta me llamó la atención mi pariente sobre una errata contenida en mi carta; errata que, siéndome conocida su causa, me divirtió extraordinariamente.

El párrafo de mi carta era como sigue: «… además, te aconsejo que, sin más tardar, vayas a insultar al doctor X.» Como es natural, lo que yo había querido decir era consultar.»

18) Es evidente que las omisiones en la escritura deben ser juzgadas de la misma manera que las equivocaciones en la misma. En la Zentralblatt für Psychoanalyse, I, 12

(1911), comunicó el doctor en Derecho, B. Dattner, un curioso ejemplo de «error histórico». En uno de los artículos de la ley sobre obligaciones financieras de Austria y Hungría, modificadas en 1867, con motivo del acuerdo entre ambos países sobre esta cuestión, fue omitida en la traducción húngara la palabra efectivo. Dattner cree verosímil que el deseo de los miembros húngaros que tomaron parte en la redacción de ley, de conceder a Austria la menor cantidad de ventajas posible, no dejó de influir en la omisión cometida.

Existen también poderosas razones para admitir que las repeticiones de una misma palabra, tan frecuentes al escribir y al copiar, perseveraciones, tienen también su significación. Cuando el que escribe repite una palabra, demuestra con ello que le ha sido difícil continuar después de haberla escrito la primera vez, por pensar que en aquel punto hubiera podido agregar cosas que determinadas razones le hacen omitir o por otra causa análoga. La «perseveración» en la copia parece sustituir a la expresión de un «también yo»

del copista. En largos informes de médicos forenses que he tenido que leer he hallado, en determinados párrafos, repetidas «perseveraciones» del copista, susceptibles de interpretarse como un desahogo de éste, que, cansado de su papel impersonal, hubiera querido añadir al informe una glosa particular, diciendo: «Exactamente el caso mío» o

«Esto es precisamente lo que me sucede».

19) No existe tampoco inconveniente en considerar las erratas de imprenta como

«equivocaciones en la escritura» cometidas por el cajista y aceptar también su dependencia de un motivo. No he intentado nunca hacer una reunión sistemática de tales errores, colección que hubiera sido muy instructiva y divertida. Jones ha dedicado en su ya citada obra un capítulo a estas erratas de imprenta. Las desfiguraciones de los telegramas pueden ser interpretadas asimismo algunas veces como errores en la escritura cometidos por los telegrafistas. Durante las vacaciones veraniegas recibí un telegrama de mi casa editorial, cuyo texto me fue al principio ininteligible. Decía así:

«Recibido provisiones (Vorräte), urge invitación (Einladung). -X.»

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La solución de esta adivinanza me fue dada por el nombre X., incluido en ella; X. es el autor de una obra a la que yo debía poner una introducción (Einleitung), la cual se convirtió en invitación (Einladung) en el telegrama. Por otra parte, recordé que días antes había enviado a la casa editorial un prólogo (Vorrede) para otro libro, prólogo que el telegrafista había transformado en provisiones (Vorräte). Así, pues, el texto real del telegrama debía ser el siguiente:

«Recibido prólogo, urge introducción. -X.»

Debemos admitir que la transformación fue causada por el «complejo de hambre»

del telegrafista, bajo cuya influencia quedó establecida, además, entre los dos trozos de la frase, una conexión más íntima de lo que el expedidor del telegrama se proponía. H.

Silberer señala la posibilidad de erratas tendenciosas (1922).

20) Otros varios autores han señalado erratas de imprenta a las que nos se puede negar una tendencia determinada. Así, la comunicación por J. Storfer en la Zentralblatt für Psychoanalyse (II, 1914, y III, 1915), y que transcribimos a continuación:

«UNA ERRATA POLÍTICA. -En el periódico März del 25 de abril de este año encontramos una errata de esta clase. En una carta dirigida al periódico desde Argyrokastron se consignan ciertas manifestaciones de Zographos, jefe de los epirotas rebeldes de Albania (o, si se quiere, presidente de la Regencia independiente del Epiro).

Entre otras cosas, dice dicha carta: `Créame usted: un Epiro autónomo sería algo de gran importancia para los intereses del príncipe de Wied. Sobre él podría el príncipe caerse (errata: sich stürzen = caerse, por sich stützen = apoyarse).' Que el aceptar el apoyo (Stütze) que los epirotas ofrecen traería consigo su caída (Sturz), es cosa que de sobra sabe el príncipe de Albania, sin que se lo indiquen con tan fatales erratas.»

21) Hace poco leí yo mismo, en uno de nuestros periódicos vieneses, un artículo cuyo título, «La Bucovina bajo el dominio rumano», era, por lo menos, muy prematuro, pues en aquella fecha aún no habían declarado los rumanos su hostilidad hacia nosotros. El contenido del artículo demostraba, indudablemente, que en el título se había puesto, por equivocación, rumano en vez de ruso; pero lo anunciado en él no debió parecer a nadie muy inverosímil, cuando ni en la censura misma fue advertida la errata.

Wundt da una interesante razón para el hecho, fácilmente comprobable, de que nos equivocamos con mucha mayor facilidad al escribir que al hablar (l.c., página 374): En el curso de la oración normal la función inhibitoria de la voluntad se halla constantemente ocupada en manejar la armonía entre el curso de las representaciones y los movimientos de articulación. En cambio, cuando, como sucede en la escritura, el movimiento de expresión subsiguiente a las representaciones se retrasa por causas mecánicas, se producen con gran facilidad tales anticipaciones.

La observación de las condiciones que determinan la producción de las equivocaciones en la lectura da lugar a una duda que no quiero dejar de mencionar, pues, a mi juicio, puede constituir el punto de partida de fructuosas investigaciones. Todo el mundo sabe que en la lectura en voz alta la atención del lector queda frecuentemente desviada del texto y orientada hacia cuestiones personales. Consecuencia de esta fuga de la atención es 82

que el lector no sabe dar cuenta de lo que ha leído cuando se le pregunta por ello, interrumpiéndole en la lectura. Ha leído automáticamente, y, sin embargo, ha leído, casi siempre, sin equivocarse. No creo que en estas condiciones se multipliquen los errores de una manera notable. Estamos acostumbrados a admitir el hecho de que toda una serie de funciones se realizan con mayor exactitud cuando las llevamos a cabo automáticamente; esto es, cuando van acompañadas de una atención apenas consciente. De esto parece deducirse que las condiciones de la atención en las equivocaciones al hablar, leer y escribir deben determinarse de manera distinta de la de Wundt (ausencia o negligencia de la atención). Los ejemplos que hemos sometido al análisis no nos han dado realmente el derecho de aceptar una disminución cuantitativa de dicha facultad. En ellos encontramos, lo que quizá no es lo mismo, una perturbación de la misma, producida por un pensamiento extraño.

(Adición de 1919): Entre las equivocaciones de la escritura y los olvidos debe incluirse el caso de que alguien omita el colocar su firma en cualquier carta o documento.

Un cheque no firmado supone lo mismo que un cheque olvidado. Para exponer la interpretación de un olvido similar, quiero transcribir aquí un análisis, verificado por el doctor H. Sachs, de una situación de esta clase, incluida en una novela: La novela The Island Pharisees, de John Galsworthy, nos ofrece un ejemplo muy instructivo y transparente de la seguridad con que los poetas saben utilizar el mecanismo de los actos fallidos y sintomáticos según su sentido psicoanalítico. La acción principal de la novela está constituida por las vacilaciones de un joven de la clase media acaudalada, entre un profundo sentimiento de comunidad social y las conveniencias sociales de su clase.

En el capítulo XXVII se describe la manera de reaccionar del protagonista ante una carta de un joven vagabundo al que, atraído por su original concepción de la vida, ha prestado ya auxilio alguna vez. La carta no contiene una petición directa de dinero, pero sí el relato de una apuradísima situación, que no puede ser interpretado en otra forma. El destinatario rechaza primero la idea de arrojar su dinero al incorregible en vez de reservarlo a establecimientos benéficos: «Extender una mano auxiliadora, un trozo de uno mismo; hacer un signo de camaradería a nuestro prójimo sin propósito ni fin alguno y tan sólo porque le vemos en mala situación, ¡qué locura sentimental! Alguna vez se ha de poner un término.» Pero mientras murmuraba estas conclusiones sintió cómo su sinceridad se alzaba contra él, diciéndole: «¡Farsante! Quieres conservar tu dinero. Eso es todo.»

Después de estas dudas, escribe una amable carta al vagabundo, y termina con las palabras: «Le incluyo un cheque. Sinceramente suyo, Richard Shelton.»

«Antes de extender el cheque, distrajo su atención una polilla que revoloteaba alrededor de la llama de la vela. Se levantó para atraparla y soltarla fuera, y al hacerlo olvidó que no había metido el cheque con la carta.» Esta va, tal como estaba, al correo.

Pero el olvido está aún más sutilmente motivado que por la victoria final de la tendencia egoísta de ahorrarse el dinero, que al principio parecía vencida.

Shelton se siente aislado en la residencia campestre de sus futuros suegros y entre su novia, la familia de ésta y sus invitados. Por medio de su acto fallido se indica que el joven desea la presencia de su protegido, que, por su pasado y su concepción de la vida, constituye el extremo contrario a las personas que le rodean, cortadas todas ellas por el 83

mismo irreprochable patrón de las conveniencias sociales. En efecto, el vagabundo, que sin auxilio no puede mantenerse en el puesto en que se hallaba, llega unos días después, solicitando la explicación de la ausencia del anunciado cheque.

«Sigmund Freud: Obras Completas», en «Freud total» 1.0 (versión electrónica)

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