IV. Recuerdos infantiles y recuerdos encubrldores

En un artículo publicado en 1899 en Monatsschrift für Psychiatrie und Neurologie pudimos demostrar el carácter tendencioso de nuestros recuerdos, carácter que se nos reveló en aquellos pertenecientes a un insospechado campo. Partimos entonces del hecho singular de que en los más tempranos recuerdos infantiles de una persona parece haberse conservado, en muchos casos, lo más indiferente y secundario, mientras que frecuentemente, aunque no siempre, se halla que de la memoria del adulto han desaparecido sin dejar huella los recuerdos de otras impresiones importantes, intensas y llenas de afecto, pertenecientes a dicha época infantil. Sabiendo que la memoria realiza una selección entre las impresiones que a ella se ofrecen, podría suponerse que dicha selección se verifica en la 27

infancia conforme a principios totalmente distintos de aquellos otros a los que obedece en la edad de la madurez intelectual. Pero una más penetrante investigación nos evidencia en seguida la inutilidad de tal hipótesis. Los recuerdos infantiles indiferentes deben su existencia a un proceso de desplazamiento y constituyen en la reproducción un sustitutivo de otras impresiones verdaderamente importantes, cuyo recuerdo puede extraerse de ellos por medio del análisis psíquico, pero cuya reproducción directa se halla estorbada por una resistencia. Dado que estos recuerdos infantiles indiferentes deben su conservación no al propio contenido, sino a una relación asociativa del mismo con otro contenido reprimido, creemos que está justificado el nombre de recuerdos encubridores (Deckerinnerungen) con que los designamos.

En el mencionado artículo no hicimos más que rozar, sin agotarlo, el estudio de las numerosas clases de relaciones y significaciones de los recuerdos encubridores. En el ejemplo que allí analizábamos minuciosamente hicimos resaltar en particular una peculiaridad de la relación temporal entre el recuerdo encubridor y el contenido que bajo él queda oculto. El contenido del recuerdo encubridor pertenecía en el caso analizado a los primeros años de la niñez, mientras que las experiencias mentales por él reemplazadas en la memoria (y que permanecían casi inconscientes) correspondían a años muy posteriores de la vida del sujeto. Esta clase de desplazamiento fue denominada por mí retroactivo o regresivo. Quizá con mayor frecuencia se encuentra la relación inversa, siendo una impresión indiferente de la primera infancia la que se fija en la memoria en calidad de recuerdo encubridor, a causa de su asociación con una experiencia anterior, contra cuya reproducción directa se alza una resistencia. En este caso los recuerdos encubridores son progresivos o avanzados. Lo más importante para la memoria se halla aquí cronológicamente detrás del recuerdo encubridor. Por último, puede presentarse también una tercera variedad: la de que el recuerdo encubridor esté asociado a la impresión por él ocultada, no solamente por su contenido, sino también por su contigüidad en el tiempo.

Estos serán recuerdos encubridores simultáneos o contiguos.

El determinar qué parte del contenido de nuestra memoria pertenece a la categoría de recuerdos encubridores y qué papel desempeñan éstos en los diversos procesos mentales neuróticos son problemas de los que no traté en mi artículo ni habré de tratar ahora. Por el momento me limitaré a hacer resaltar la analogía entre el olvido de nombres con recuerdo erróneo y la formación de los recuerdos encubridores.

Al principio las diferencias entre ambos fenómenos aparecen mucho más visibles que sus presuntas analogías. Trátase, en efecto, en uno de ellos de nombres aislados, y en el otro de impresiones completas de sucesos vividos en la realidad exterior o en el pensamiento. En un lado existe una falla manifiesta de la función del recuerdo, y en el otro, un acto positivo de esta función, cuyos caracteres juzgamos singulares. El olvido de nombres no constituye más que una perturbación momentánea -pues el nombre que se acaba de olvidar ha sido reproducido cien veces con exactitud anteriormente y puede volver a serlo poco tiempo después-; en cambio, los recuerdos encubridores son algo que poseemos durante largo tiempo sin que sufran perturbación alguna, dado que los recuerdos infantiles indiferentes parecen poder acompañarnos, sin perderse, a través de un amplio período de nuestra vida. Así, pues, el problema se presenta a primera vista muy diferentemente orientado en ambos casos. En uno es el haber olvidado, y en el otro, el haber retenido lo que excita nuestra curiosidad científica. Mas en cuanto se profundiza un 28

poco en la cuestión se observa que, a pesar de las diferencias que respecto a material psíquico y duración muestran ambos fenómenos, dominan en ellos las coincidencias. Tanto en uno como en otro se trata de una falla del recuerdo; no se reproduce por la memoria lo que de un modo correcto debía reproducirse, sino algo distinto, un sustitutivo. En el olvido de nombres la memoria no deja de suministrarnos un determinado rendimiento, que surge en forma de nombre sustitutivo. La formación del recuerdo encubridor se basa en el olvido y otras impresiones más importantes, y en ambos fenómenos experimentamos una sensación intelectual que nos indica la intervención de una perturbación, siendo este aviso lo que se presenta bajo una forma diferente, según se trate del fenómeno del olvido de nombres o del recuerdo encubridor. En el olvido de nombres, sabemos que los nombres sustitutivos son falsos, y en los recuerdos encubridores nos maravillamos de retenerlos todavía. Cuando el análisis psicológico nos demuestra después que la formación de sustitutivos se ha realizado en ambos casos de la misma manera, o sea por un desplazamiento a lo largo de una asociación superficial, creemos poder decir justificadamente que las diferencias que ambos fenómenos presentan en material, duración y objetivo son circunstancias que hacen más intensa nuestra esperanza de haber hallado algo importante y de un valor general. Esta ley general podría enunciarse diciendo que la falla o la desviación de la función reproductora indica más frecuentemente de lo que se supone la intervención de un factor tendencioso, de un propósito que favorece a uno de los recuerdos mientras se esfuerza en laborar en contra del otro.

El tema de los recuerdos infantiles me parece tan interesante y de tal importancia, que quiero dedicarle aún algunas observaciones que van más allá de los puntos de vista examinados hasta ahora.

¿Hasta qué estadio de la niñez alcanzan los recuerdos? Me son conocidos algunos de los trabajos realizados sobre esta cuestión, entre ellos los de V. y C. Henri y los de Potwin, en los cuales resulta que han aparecido grandes diferencias individuales en los sujetos sometidos a investigación, pues mientras que en algunos el primer recuerdo infantil corresponde a la edad de seis meses, otros no recuerdan nada de su vida anterior a los seis y a veces los ocho años cumplidos. Mas ¿de qué dependen esas diferencias en la conducta de los recuerdos infantiles y cuál es su significado? Para resolver esta cuestión no basta limitarse a reunir el material necesario a la investigación; hay, además, que hacer un estudio minucioso de este material, estudio en el cual tendrá que tomar parte la persona que directamente lo suministre.

Mi opinión es que miramos con demasiada indiferencia el hecho de la amnesia infantil, o sea la pérdida de los recuerdos correspondientes a los primeros años de nuestra vida, y que no nos cuidamos lo bastante de desentrañar el singular problema que dicha amnesia constituye. Olvidamos de cuán altos rendimientos intelectuales y cuán complicadas emociones es capaz un niño de cuatro años, y no nos asombramos como debiéramos de que la memoria de los años posteriores haya conservado generalmente tan poca cosa de estos procesos psíquicos, pues no tenemos en cuenta que existen vigorosas razones para admitir que estas mismas actividades infantiles olvidadas no han desaparecido sin dejar huella en eI desarrollo de la persona, sino que han ejercido una influencia determinante sobre su futura vida. Y, sin embargo, se han olvidado, a pesar de su incomparable eficacia. Este hecho indica la existencia de condiciones especialísimas del 29

recuerdo (referentes a la reproducción consciente) que se han sustraído hasta ahora a nuestro conocimiento. Es muy posible que este olvido de nuestra niñez nos pueda dar la clave para la comprensión de aquellas amnesias que, según nuestros nuevos conocimientos, se encuentran en la base de la formación de todos los síntomas neuróticos.

Entre los recuerdos infantiles que conservamos existen unos que comprendemos con facilidad y otros que nos parecen extraños e ininteligibles. No es difícil corregir en ambas clases de recuerdos algunos errores. Si se someten a un examen analítico los recuerdos que de su infancia ha conservado una persona, puede sentarse fácilmente la conclusión de que no existe ninguna garantía de la exactitud de los mismos. Algunas de las imágenes del recuerdo aparecerán seguramente falseadas, incompletas o desplazadas temporal y espacialmente. Ciertas afirmaciones de las personas sometidas a investigación, como la de que sus primeros recuerdos infantiles corresponden a la época en que ya habían cumplido los dos años, son inaceptables. En el examen analítico se hallan en seguida motivos que explican la desfiguración y el desplazamiento sufridos por los sucesos objeto del recuerdo, pero que demuestran también que estos errores de la memoria no pueden ser atribuidos a una sencilla infidelidad de la misma. Poderosas fuerzas correspondientes a una época posterior de la vida del sujeto han moldeado la capacidad de ser evocadas de nuestras experiencias infantiles, y estas fuerzas son probablemente las mismas que hacen que la comprensión de nuestros años de niñez sea tan difícil para nosotros.

La facultad de recordar de los adultos opera, como es sabido, con un material psíquico muy vario. Unos recuerdan por medio de imágenes visuales, teniendo, por tanto, sus recuerdos un carácter visual, y, en cambio, otros son casi incapaces de reproducir en su memoria el más simple esquema de sus recuerdos. Siguiendo las calificaciones propuestas por Charcot, se denomina a estos últimos sujetos «auditivos» y «motores», en contraposición a los primeros o «visuales». En los sueños desaparecen estas diferencias; todos nuestros sueños son predominantemente visuales. Algo análogo sucede en los recuerdos infantiles, los cuales poseen también carácter plástico visual hasta en aquellas personas cuya memoria carece después de este carácter. La memoria visual conserva, pues, el tipo del recuerdo infantil. Mis más tempranos recuerdos infantiles son en mí los únicos de carácter visual, y se me presentan además como escenas de una gran plasticidad, sólo comparable a la de aquellas que se presentan sobre un escenario. En estas escenas de niñez, demuéstrense luego como verdaderas o falseadas, aparece regularmente la imagen de la propia persona infantil con sus bien definidos contornos y sus vestidos. Esta circunstancia tiene que sorprendernos, pues los adultos «visuales» no ven ya la imagen de su persona en sus recuerdos de sucesos posteriores. Además, es contrario a toda nuestra experiencia el aceptar que la atención del niño esté en sí mismo, en lugar de dirigirse exclusivamente sobre las impresiones exteriores. Diferentes datos nos fuerzan, pues, a suponer que en los denominados primeros recuerdos infantiles no poseemos la verdadera huella mnémica, sino una ulterior elaboración de la misma, elaboración que ha sufrido las influencias de diversas fuerzas psíquicas posteriores. De este modo, los «recuerdos infantiles» del individuo van tomando la significación de «recuerdos encubridores» y adquieren una analogía digna de mención con los recuerdos de la infancia de los pueblos, depositados por éstos en sagas y mitos.

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Aquel que haya sometido a numerosas personas a una exploración psíquica por el método psicoanalítico, habrá reunido en esta labor gran cantidad de ejemplos de recuerdos encubridores de todas clases. Mas la publicación de estos ejemplos queda extraordinariamente dificultada por la naturaleza antes expuesta de las relaciones de los recuerdos infantiles con la vida posterior del individuo. Para estimar una reminiscencia infantil como recuerdo encubridor habría que relacionar muchas veces por entero la historia de la persona correspondiente. Sólo contadas veces es posible, como en el ejemplo que transcribimos a continuación, aislar de una totalidad, para publicarlo, un delimitado recuerdo infantil.

Un hombre de veinticuatro años conserva en su memoria la siguiente imagen de una escena correspondiente a sus cinco años. Se recuerda sentado en una sillita, en el jardín de una residencia veraniega y al lado de su tía, que se esfuerza en hacerle aprender las letras.

El distinguir la m de la n constituía para él una gran dificultad, y pidió a su tía que le dijese cómo podía conocer cuándo se trataba de una y cuándo de la otra. La tía le hizo observar que la m tenía todo un trazo más que la n, un tercer palito. En este caso no se halló motivo alguno para dudar de la autenticidad del recuerdo infantil. Mas su significación no fue descubierta hasta después, cuando se demostró que podía adjudicársele la categoría de representación simbólica de otra curiosidad inquisitiva del niño. En efecto, así como primeramente deseaba saber la diferencia existente entre la m y la n, se esforzó después en averiguar la que había entre los niños y las niñas, y hubiera deseado que la misma persona que le hizo comprender lo primero, esto es, su tía, fuera también la que satisficiera su nueva curiosidad. Al fin acabó por descubrir que la diferencia era en ambos casos análoga, puesto que los niños poseían también todo un trozo más que las niñas, y en la época de este descubrimiento despertó en su memoria el recuerdo de la anterior curiosidad infantil correspondiente.

He aquí otro ejemplo perteneciente a posteriores años infantiles. Un hombre de algo más de cuarenta años y cuya vida erótica había sido muy inhibida, era el mayor de nueve hermanos. En la época del nacimiento de la menor de sus hermanas tenía él ya quince años, y, sin embargo, afirmaba después, con absoluta convicción, que nunca observó en su madre deformación alguna. Ante mi incredulidad, surgió en él el recuerdo de haber visto una vez, teniendo once o doce años, cómo su madre se desceñía apresuradamente el vestido ante un espejo. A esto añadió espontáneamente que su madre acababa de regresar de la calle y se había visto atacada por inesperados dolores. El desceñimiento (Aufbinden) del vestido es un recuerdo encubridor sustitutivo del parto (Entbindung). En otros varios casos volveremos a hallar tales «puentes de palabras».

Quisiera mostrar ahora, con un único ejemplo, cómo por medio del procedimiento analítico puede adquirir sentido un recuerdo infantil que anteriormente parecía no poseer ninguno. Cuando habiendo cumplido ya cuarenta y tres años, comencé a dirigir mi interés hacia los restos de recuerdos de mi infancia que aún conservaba, recordé una escena que desde largo tiempo atrás -yo creía que desde siempre- venía acudiendo a mi consciencia de cuando en cuando, escena que, según fuertes indicios, debía situarse cronológicamente antes de haber cumplido yo los tres años. En mi recuerdo me veía yo, rogando y llorando, ante un cajón cuya tapa mantenía abierta mi hermanastro, que era unos veinte años mayor 31

que yo. Hallándonos así, entraba en el cuarto, aparentemente de regreso de la calle, mi madre, a la que yo hallaba bella y esbelta de un modo extraordinario.

Con estas palabras había yo resumido la escena que tan plásticamente veía en mi recuerdo, pero con la que no me era posible construir nada. Si mi hermanastro quería abrir o cerrar el cajón -en la primera traducción de la imagen era éste un armario-, por qué lloraba yo y qué relación tenía con todo ello la llegada de mi madre, eran cosas que se me presentaban con gran oscuridad. Estuve, pues, tentado de contenerme con la explicación de que, sin duda, se trataba del recuerdo de una burla de mi hermanastro para hacerme rabiar, interrumpida por la llegada de mi madre. Esta errónea interpretación de una escena infantil conservada en nuestra memoria es algo muy frecuente. Se recuerda una situación, pero no se logra centrarla; no se sabe sobre qué elemento de la misma debe colocarse el acento psíquico. Un esfuerzo analítico me condujo a una inesperada solución interpretativa de la imagen evocada. Yo había notado la ausencia de mi madre y había entrado en sospechas de que estaba encerrada en aquel cajón o armario. Por tanto, exigí a mi hermanastro que lo abriese, y cuando me complació, complaciéndome de que mamá no se hallaba dentro, comencé a gritar y llorar. Este es el instante retenido por el recuerdo, instante al que siguió, calmando mi cuidado o mi ansiedad, la aparición de mi madre. Mas ¿cómo se le ocurrió al niño la idea de buscar dentro de un cajón a la madre ausente? Varios sueños que tuve por esta época aludían oscuramente a una niñera, sobre la cual conservaba algunas otras reminiscencias; por ejemplo, la de que me obligaba concienzudamente a entregarle las pequeñas monedas que yo recibía como regalo, detalle que también puede aspirar por sí mismo a adquirir el valor de un recuerdo encubridor sustitutivo de algo posterior. Ante estas indicaciones de mis sueños, decidí hacerme más sencillo el trabajo interpretativo interrogando a mi ya anciana madre sobre tal niñera, y, entre otras muchas cosas, averigüé que la astuta y poco honrada mujer había cometido, durante el tiempo que mi madre hubo de guardar cama a raíz de un parto, importantes sustracciones domésticas y había sido después entregada a la justicia por mi hermanastro. Estas noticias me llevaron a la comprensión de la escena infantil, como si de repente se hubiera hecho luz sobre ella. La repentina desaparición de la niñera no me había sido indiferente, y había preguntado su paradero, precisamente a mi hermanastro, porque, según todas las probabilidades, me había dado cuenta de que él había desempeñado un papel en tal desaparición. Mi hermanastro, indirectamente y entre burlas, como era su costumbre, me había contestado que la niñera

«estaba encajonada». Yo comprendí infantilmente esta respuesta y dejé de preguntar, pues realmente ya no quedaba nada por averiguar. Mas cuando poco tiempo después noté un día la ausencia de mi madre, sospeché que el pícaro hermano le había hecho correr igual suerte que a la niñera, y le obligué a abrir el cajón. Ahora comprendo también por qué en la traducción de la visual escena infantil aparece acentuada la esbeltez de mi madre, la cual me debió de aparecer entonces como nueva y restaurada después de un peligro. Yo soy dos años y medio mayor que aquella de mis hermanas que nació entonces, y al cumplir yo tres años cesó mi hermanastro de vivir con nosotros.

«Sigmund Freud: Obras Completas», en «Freud total» 1.0 (versión electrónica)

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