VIII. Torpezas o actos de término erróneo

De la obra de Meringer y Mayer, anteriormente citada, transcribo aún las siguientes líneas (1895, página 98):

«Las equivocaciones orales no son algo que se manifieste aislado dentro de su género, sino que va unido a los demás errores que los hombres cometen con frecuencia en sus diversas actividades, errores a los que solemos dar un tanto arbitrariamente el nombre de distracciones.»

Así, pues, no soy yo el primero que sospecha la existencia de un sentido y una intención detrás de las pequeñas perturbaciones funcionales de la vida cotidiana de los individuos sanos.

Si las equivocaciones en el discurso, el cual es, sin duda alguna, una función motora, admiten una concepción como la que hemos expuesto, es de esperar que ésta pueda aplicarse a nuestras demás funciones motoras. He formado en este punto dos grupos. Todos los casos en los cuales el efecto fallido, esto es, el extravío de la intención, parece ser lo principal los designo con el nombre de actos de término erróneo (Vergreifen), y los otros, en los que la acción total aparece inadecuada a su fin, los denomino actos sintomáticos y casuales (Symptom und Zufallshandlungen). Pero entre ambos géneros no puede trazarse un límite preciso, y debo hacer constar que todas las clasificaciones y divisiones usadas en el presente libro no tienen más que una significación puramente descriptiva y en el fondo contradicen la unidad interior de su campo de manifestación.

La inclusión de los actos de término erróneo entre las manifestaciones de la

«ataxia», o, especialmente, de la «ataxia cortical», no nos facilita en manera alguna su comprensión psicológica. Mejor es intentar reducir los ejemplos individuales a sus propias determinantes. Para ello utilizaré también observaciones personales, aunque en mí mismo no he hallado sino muy escasas ocasiones de verificarlas.

(a) Años atrás, cuando hacía más visitas profesionales que en la actualidad, me sucedió muchas veces que al llegar ante la puerta de una casa, en vez de tocar el timbre o golpear con el llamador, sacaba del bolsillo el llavero de mi propio domicilio para, como es natural, volver en seguida a guardarlo un tanto avergonzado. Fijándome en qué casas me ocurría esto, tuve que admitir que mi error de sacar mi llavero en vez de llamar significaba un homenaje a la casa ante cuya puerta lo cometía, siendo equivalente al pensamiento:

«Aquí estoy como en mi casa», pues sólo me sucedía en los domicilios de aquellos pacientes a los que había tomado cariño. El error inverso, o sea llamar a la puerta de mi propia casa, no me ocurrió jamás.

Por tanto, tal acto fallido era una representación simbólica de un pensamiento definido, pero no aceptado aún conscientemente como serio, dado que el neurólogo sabe siempre muy bien que, en realidad, el enfermo no le conserva unido sino mientras espera de él algún beneficio, y que él mismo no demuestra un interés excesivamente caluroso por sus enfermos más que en razón a la vida psíquica que en la curación pueda esto prestarle.

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Numerosas autoobservaciones de otras personas demuestran que la significativa maniobra descrita, con el propio llavero, no es, en ningún modo, una particularidad mía.

A. Maeder relata una repetición casi idéntica de mi experiencia (Contributions à la psychopathologie de la vie quotidienne, en Arch. de Psychol., VI, 1906): «A todos nos ha sucedido sacar nuestro llavero al llegar ante la puerta de un amigo particularmente querido y sorprendernos intentando abrir con nuestra llave, como si estuviéramos en nuestra casa.

Esta maniobra supone un retraso -puesto que al fin y al cabo hay que llamar-, pero es una prueba de que al lado del amigo que allí habita nos sentimos -o quisiéramos sentirnos-como en nuestra casa».

De E. Jones (1911, pág. 509) transcribo lo que sigue: «El uso de las llaves es un fértil manantial de incidentes de este género, de los cuales vamos a referir dos ejemplos.

Cuando estando en mi casa dedicado a algún trabajo interesante tengo que interrumpirlo para ir al hospital y emprender en él alguna labor rutinaria, me sorprendo con mucha frecuencia intentando abrir la puerta del laboratorio con la llave del despacho de mi domicilio, a pesar de ser completamente diferentes una de otra. Mi error demuestra inconscientemente dónde preferiría hallarme en aquel momento. Hace años ocupaba una posición subordinada en una cierta institución cuya puerta principal se hallaba siempre cerrada y, por tanto, había que llamar al timbre para que le franqueasen a uno la entrada. en varias ocasiones me sorprendí intentando abrir dicha puerta con la llave de mi casa. Cada uno de los médicos permanentes de la institución, cargo al que yo aspiraba, poseía una llave de la referida entrada para evitarse la molestia de esperar a que le abriesen. Mi error expresaba, pues, mi deseo de igualarme a ellos y estar allí como àt home'».

El doctor Hans Sachs, de Viena, relata algo análogo: «Acostumbro llevar siempre conmigo dos llaves, de las cuales corresponde una a la puerta de mi oficina y otra a la de mi casa. Siendo la primera, por lo menos, tres veces mayor que la segunda, no son, desde luego, nada fáciles de confundir, y, además, llevo siempre la una en el bolsillo del pantalón y la otra en el chaleco. A pesar de todo esto, me sucedió con frecuencia el darme cuenta, al llegar ante una de las dos puertas, de que mientras subía la escalera había sacado del bolsillo la llave correspondiente a la otra. Decidí hacer un experimento estadístico, pues dado que diariamente llegaba ante las dos mismas puertas en un casi idéntico estado emocional, el intercambio de las llaves tenía que demostrar una tendencia regular, aunque psíquicamente estuviera determinado de manera distinta. Observando los casos siguientes, resultó que ante la puerta de la oficina extraía regularmente la llave de mi casa, y sólo una vez se presentó el caso contrario en la siguiente forma: regresaba yo fatigado a mi domicilio, en el cual sabía que me esperaba una persona a la que había invitado. Al llegar a la puerta intenté abrir con la llave de la oficina, que, naturalmente, era demasiado grande para entrar en la cerradura.»

(b) En una casa a la que durante seis años seguidos iba yo dos veces diarias me sucedió dos veces, con un corto intervalo, subir un piso más arriba de aquel al que me dirigía. La primera vez me hallaba perdido en una fantasía ambiciosa que me hacía

«elevarme cada día más», y ni siquiera me di cuenta de que la puerta ante la que debía haber esperado se abrió cuando comenzaba yo a subir el tramo que conducía al tercer piso.

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La segunda vez también fui demasiado lejos, «abstraído en mis pensamientos». Cuando me di cuenta y bajé lo que de más había subido, quise adivinar la fantasía que me había dominado, hallando que en aquellos momentos me irritaba contra una crítica (fantaseada) de mis obras, en la cual se me hacía el reproche de «ir demasiado lejos», reproche que yo sustituía por el no menos respetuoso «de haber trepado demasiado arriba.»

(c) Sobre mi mesa de trabajo yacen juntos hace muchos años un martillo para buscar reflejos y un diapasón. Un día tuve que salir precipitadamente después de la consulta para alcanzar un tren, y a pesar de estar dichos objetos a la plena luz del día, cogí e introduje en el bolsillo de la americana el diapasón en lugar del martillo, que es lo que deseaba llevar conmigo. El peso del diapasón en mi bolsillo fue lo que me hizo notar mi error. Aquel que no esté acostumbrado a reflexionar ante ocurrencias tan pequeñas explicaría o disculparía mi acto erróneo por la precipitación del momento. Yo, sin embargo, preferí preguntarme por qué razón había cogido el diapasón en lugar del martillo. La prisa hubiera podido ser igualmente un motivo de ejecutar el acto con acierto, para no perder tiempo luego teniendo que corregirlo.

La primera pregunta que acudió a mi mente fue: «¿Quién cogió últimamente el diapasón?» El último que lo había cogido había sido, pocos días antes, un niño idiota cuya atención a las impresiones sensoriales estaba yo examinando y al que había fascinado de tal manera el diapasón, que me fue difícil quitárselo luego de las manos. ¿Querría decir esto que soy un idiota? Realmente parecería ser así, pues la primera idea que se asoció a martillo (Hammer) fue Chamer (en hebreo, burro).

Mas ¿por qué tales conceptos insultantes? Sobre este punto había que interrogar la situación del momento. Yo me dirigía entonces a celebrar una consulta en un lugar situado en la línea del ferrocarril del Este, en el que residía un enfermo que, conforme a las informaciones que me habían escrito, se había caído por un balcón meses antes, quedando desde entonces imposibilitado para andar. El médico que me llamaba a consulta me escribía que no sabía si se trataba de una lesión medular o de una neurosis traumática (histeria).

Esto era lo que yo tenía que decidir. En el error examinado debía de existir una advertencia sobre la necesidad de mostrarme muy prudente en el espinoso diagnóstico diferencial. Aun así y todo, mis colegas opinan que se diagnostica con ligereza una histeria en casos en que se trata de cosas más graves. Mas todo esto no era suficiente para justificar los insultos. La asociación siguiente fue el recuerdo de que la pequeña estación a que me dirigía era la del mismo lugar en que años antes había visitado a un hombre joven que desde cierto trauma emocional había perdido la facultad de andar. Diagnostiqué una histeria y sometí después al enfermo al tratamiento psíquico, demostrándose posteriormente que si mi diagnóstico no había sido del todo equivocado, tampoco había habido en él un total acierto. Gran cantidad de los síntomas del enfermo habían sido histéricos y desaparecieron con rapidez en el curso del tratamiento, mas detrás de ellos quedaba visible un remanente que permanecería inatacable por la terapia y que pudo ser atribuido a una esclerosis múltiple. Los que tras de mí reconocieron al enfermo pudieron apreciar con facilidad la afección orgánica, pero yo no podía antes haber juzgado ni procedido de otro modo. No obstante, la impresión era la de un grave error, y la promesa que de una completa curación había dado al enfermo era imposible de mantener. El error de coger el diapasón en lugar del martillo podía traducirse 101

en las siguientes palabras: «¡Imbécil! ¡Asno! ¡Ten cuidado esta vez y no vayas a diagnosticar de nuevo una histeria en un caso de enfermedad incurable, como lo hiciste en este mismo lugar, hace años, con aquel pobre hombre!» Para suerte de este pequeño análisis, mas para mi mal humor, dicho individuo, atacado en la actualidad de una grave parálisis espasmódica, había estado dos veces en mi consulta pocos días antes y uno después del niño idiota.

Obsérvese que en este caso es la voz de la autocrítica la que se hace oír por medio del acto de aprehensión errónea. Este es especialmente apto para expresar autorreproches.

El error actual intenta representar el que en otro lugar y tiempo cometimos.

(d) Claro es que el coger un objeto por otro o cogerlo mal es un acto erróneo que puede obedecer a toda una serie de oscuros propósitos. He aquí un ejemplo. Raras veces rompo algo. No soy extraordinariamente diestro; pero, dada la integridad anatómica de mis sistemas nervioso y muscular, no hay razones que provoquen en mí movimientos torpes de resultado no deseado. Así, pues, no recuerdo haber roto nunca ningún objeto de los existentes en mi casa. La poca amplitud de mi cuarto de estudio me obliga en ocasiones a trabajar con escasa libertad de movimientos y entre gran cantidad de objetos antiguos de greda y piedra, de los que tengo una pequeña colección. Los que me ven moverme entre tanta cosa me han expresado siempre su temor de que tirase algo al suelo, rompiéndolo, pero esto no ha sucedido nunca. ¿Por qué, pues, tiré un día al suelo y rompí la tapa de mármol de un sencillo tintero que tenía sobre mi mesa?

Dicho tintero estaba constituido por una placa de mármol con un orificio, en el que quedaba metido el recipiente de cristal destinado a la tinta. Este recipiente tenía una tapadera también de mármol con un saliente para cogerla. Detrás del tintero había, colocadas en semicírculo, varias estatuillas de bronce y terracota. Escribiendo sentado y ante la mesa hice con la mano en la que tenía la pluma un movimiento extrañamente torpe y tiré al suelo la tapa del tintero. La explicación de mi torpeza no fue difícil de hallar. Unas horas antes había entrado mi hermana en el cuarto para ver algunas nuevas adquisiciones mías, encontrándolas muy bonitas, diciendo: «Ahora presenta tu mesa de trabajo un aspecto precioso. Lo único que se despega un poco es el tintero. Tienes que poner otro más bonito.»

Salí luego del cuarto acompañando a mi hermana y no regresé hasta pasadas algunas horas, siendo entonces cuando llevé a cabo la ejecución del tintero, juzgado ya y condenado.

¿Deduje acaso de las palabras de mi hermana su propósito de regalarme un tintero más bonito en la primera ocasión festiva y me apresuré, por tanto, a romper el otro, antiguo y feo, para forzarla a realizar el propósito que había indicado? Si así fuera, mi movimiento que arrojó al suelo la tapadera no habría sido torpe más que en apariencia, pues en realidad había sido muy hábil, poseyendo completa consciencia de su fin y habiendo sabido respetar, además, todos los valiosos objetos que se hallaban próximos.

Mi opinión es que hay que aceptar esta explicación para toda una serie de movimientos casualmente torpes en apariencia. Es cierto que tales movimientos parecen mostrar algo violento, impulsivo y como espasmodicoatáxico; pero, sometidos a un examen, se demuestran como dominados por una intención y consiguen su fin con una seguridad que no puede atribuirse, en general, a los movimientos voluntarios y conscientes.

Ambos caracteres, violencia y seguridad, les son comunes con las manifestaciones motoras 102

de la neurosis histérica y, en parte, con los rendimientos motores del sonambulismo, indicando una misma desconocida modificación del proceso de inervación.

La siguiente autoobservación de la señora Lou Andreas-Salomé nos muestra de un modo convincente cómo una «torpeza» tenazmente repetida sirve con extrema habilidad a intenciones inconfesadas [Ejemplo de 1919]:

«Precisamente en los días de guerra, en los que la leche comenzó a ser materia rara y preciosa, me sucedió, para mi sorpresa y enfado, el dejarla cocer siempre con exceso y salirse, por tanto, del recipiente que la contenía. Aunque de costumbre no suelo comportarme tan descuidada o distraídamente, en esta ocasión fue inútil que tratara de corregirme. Tal conducta me hubiera parecido quizá explicable en los días que siguieron a la muerte de mi querido terrier blanco, al que con igual justificación que a cualquier hombre llamaba yo Drujok (en ruso, àmigo'). Pero en aquellos días y después no volví a dejar salir ni una sola gota de leche al cocerla. Cuando noté esto, mi primer pensamiento fue: `Me alegro, porque ahora la leche vertida no tendría ni siquiera quien la aprovechara', y en el mismo momento recordé que mi àmigo' solía ponerse a mi lado durante la cocción de la leche, vigilando con ansia el resultado, inclinando la cabeza y moviendo la cola lleno de esperanza, con la consoladora seguridad de que había de suceder la maravillosa desgracia.

Con esto quedó explicado todo para mí y vi también que quería a mi perro más de lo que yo misma me daba cuenta.»

En los últimos años y desde que vengo reuniendo esta clase de observaciones he vuelto a romper algún objeto de valor; mas el examen de estos casos me ha demostrado que nunca fueron resultados de la casualidad o de una torpeza inintencionada. Así, una mañana, atravesando una habitación al salir del baño, en bata y zapatillas de paja, arrojé pronto una de éstas, con un rápido movimiento del pie y como obedeciendo a un repentino impulso, contra la pared, donde fue a chocar con una pequeña Venus de mármol que había encima de una consola, tirándola al suelo. Mientras veía hacerse pedazos la bella estatuilla cité inconmovible los siguientes versos de Busch: Ach! die Venus ist perdü / Klickeradoms! /

von Medici!.

Esta loca acción y mi tranquilidad ante el daño producido tienen su explicación en las circunstancias del momento. Teníamos entonces gravemente enferma a una persona de la familia, de cuya curación había yo desesperado. Aquella misma mañana se recibió la noticia de una notable mejoría, ante la cual recordaba yo haber exclamado: «Aún va a escapar con vida.» Por tanto, mi ataque de furor destructivo había servido de medio de expresión a un sentimiento agradecido al Destino y me había permitido llevar a cabo un acto de sacrificio, como si hubiera prometido que si el enfermo recobraba la salud sacrificaría en acción de gracias tal o cual cosa. El haber escogido la Venus de Médicis como víctima no podía ser más que un galante homenaje a la convaleciente. Lo que de este caso ha permanecido incomprensible para mí ha sido cómo decidí tan rápidamente y apunté con tal precisión que di al objeto deseado sin tocar ninguno de los que junto a él se hallaban.

Otro caso de rotura de un objeto, en el cual me serví de nuevo de la pluma escapada de mi mano, tuvo también la significación de un sacrificio; pero esta vez de ofrenda petitoria para evitar un mal. En esta ocasión me había complacido en hacer un reproche a 103

un fiel y servicial amigo mío, reproche únicamente fundado en la interpretación de algunos signos de su inconsciente. Mi amigo lo tomó a mal y me escribió una carta en la que me rogaba que no sometiese a mis amigos al psicoanálisis. Tuve que confesarme que tenía razón y le aplaqué con mi respuesta. Mientras la estaba escribiendo tenía delante de mí mi última adquisición de coleccionista, una figurita egipcia preciosamente vidriada. La rompí en la forma mencionada y me di cuenta en seguida de que había provocado aquella desgracia en evitación de otra mayor. Por fortuna, ambas cosas -la amistad y la figurita-pudieron componerse con tal perfección que no se notaron las roturas.

Una tercera rotura tuvo menos seria conexión. Fue, para usar el término de Theodor Vischer en Auch Einer, una «ejecución» disfrazada de un objeto que no era ya de mi gusto.

Durante algún tiempo había usado un bastón con puño de plata. La delgada lámina de este material que formaba el puño sufrió, sin culpa por mi parte, un desperfecto y fue muy mal reparada. Poco tiempo después, jugando alegremente con uno de mis hijos, me serví del bastón para agarrarle por una pierna con el curvado puño. Al hacerlo se partió, como era de esperar, y me vi libre de él.

La indiferencia con que se acepta en estos casos el daño resultante debe ser considerada como demostración de la existencia de un propósito inconsciente.

Investigando los fundamentos de actos fallidos tan nimios como la rotura de objetos, descubrimos a veces que dichos actos se hallan íntimamente enlazados al pasado del sujeto, apareciendo al mismo tiempo en estrecha conexión con su situación presente. El siguiente análisis de L. Jekels (International Zeitschrift f.Psychoanalyse, I, 1913) es un ejemplo de este género de casos:

«Un médico poseía un jarrón de loza nada valioso, pero sí muy bonito, que en unión de otros muchos objetos, algunos de ellos de alto precio, le había sido regalado por una paciente (casada). Cuando se manifestó claramente que dicha señora padecía una psicosis, el médico devolvió todos aquellos regalos a los allegados de la enferma, conservando tan sólo un modesto jarrón, del que, sin duda por su belleza, no acertó a separarse.

Esta ocultación no dejó, sin embargo, de promover en el médico, hombre muy escrupuloso, una cierta lucha interior. Comprendía la incorrección de su conducta, y para defenderse contra sus remordimientos, se daba a sí mismo la excusa de que el tal jarrón carecía de todo valor material, era difícil de empaquetar para mandarlo a su destino, etc.

Cuando meses después se le discutió el pago de un resto de sus honorarios por la asistencia a dicha paciente y se propuso encargar a un abogado el reclamarlo y hacerlos efectivos por la vía legal, volvió a reprocharse su ocultación. De repente le sobrecogió el miedo de que fuera descubierto por los parientes de la enferma y éstos opusieran por ello una reconvención a su demanda.

En los primeros momentos, sobre todo, fue tan fuerte este miedo que llegó a pensar en renunciar a sus honorarios, de un valor cien veces mayor al del objeto referido. Sin embargo, logró dominar este pensamiento, dándolo de lado como absurdo.

Durante esta situación le sucedió, a pesar de que raras veces rompía algo y de dominar muy bien su sistema muscular, que, estando renovando el agua del jarrón para poner en él unas flores, y por un movimiento no relacionado orgánicamente con dicho acto 104

y extrañamente torpe, lo tiró al suelo, donde se rompió en cinco o seis grandes pedazos. Y

esto después de haberse decidido la noche anterior, al cabo de grandes vacilaciones, a colocar precisamente este jarrón lleno de flores en la mesa, ante sus convidados, y después de haber pensado en él poco antes de romperlo, haberlo echado de menos en su cuarto y haberlo traído desde otra habitación por su propia mano.

Después de la primera sorpresa comenzó a recoger del suelo los pedazos, y en el momento en que, viendo que éstos calzaban perfectamente, se dio cuenta de que el jarrón podía reconstruirse sin defecto alguno, volvieron a escapársele de las manos dos de los pedazos más grandes, haciéndose añicos y quedando perdida toda esperanza de reconstitución.

Sin disputa alguna, el acto fallido cometido poseía la tendencia actual de hacer posible al médico la prosecución de su derecho, libertándole de aquello que le retenía y le impedía en cierto modo reclamar lo que le era debido.

Pero, además de esta determinación directa, posee este rendimiento fallido, para todo psicoanalítico, una determinación simbólica más amplia, profunda e importante, pues el jarrón es un indudable símbolo de la mujer.

El héroe de esta historia había perdido de un modo trágico a su joven y bella mujer, a la que amaba ardientemente. Después de su desgracia contrajo una neurosis, cuya nota predominante era creerse culpable de aquélla. («Haber roto un bello jarrón.») Asimismo le era imposible entrar en relaciones con ninguna mujer y repugnaba casarse de nuevo o emprender amores duraderos, que en su inconsciente eran valorados como una infidelidad a su difunta mujer; pero que su consciencia racionalizaba, acusándole de atraer la desdicha sobre las mujeres y causarles la muerte, etc. («Siendo así, no podía conservar duraderamente el jarrón.»)

Dada su fuerte libido, no es de extrañar que se presentaran ante él, como las más adecuadas, las relaciones pasajeras con mujeres casadas. (Por ello conservó o retuvo el jarrón a otro perteneciente.)

A consecuencia de su neurosis se sometió a tratamiento psicoanalítico, y los datos siguientes nos proporcionan una preciosa confirmación del simbolismo antes apuntado.

En el curso de la sesión en la que relató la rotura del jarrón «de tierra» volvió a hablar de sus relaciones con las mujeres y expresó que era en ellas de una exigencia casi insensata, exigiendo, por ejemplo, que la amada fuera de una «beIleza extraterrena». Esto constituye una clara acentuación de que aún se hallaba ligado a su mujer (muerta; esto es, extraterrena) y que no quería saber nada de «bellezas terrenales». De aquí la rotura del jarrón «de tierra».

Precisamente por los días en los que, según demostró el análisis, forjaba la fantasía de pedir en matrimonio a la hija de su médico regaló a éste un jarrón, indicando así cuál era la correspondencia que deseaba.

A priori se dejó cambiar de varias maneras la significación simbólica del acto erróneo; por ejemplo, no querer llenar el vaso, etc. Mas lo que me parece interesante es la consideración de que la existencia de varios, por lo menos de dos motivos actuales, desde 105

lo preconsciente a lo inconsciente y probablemente separados, se refleje en la duplicación de acto erróneo: tirar al suelo el jarrón y luego los pedazos.»

(e) El dejar caer algún objeto, tirarlo o romperlo parece ser utilizado con gran frecuencia para la expresión de series de pensamientos inconscientes, cosa que se puede demostrar por medio del análisis, pero que también podría adivinarse casi siempre por las interpretaciones que a tales accidentes da, por burla o por superstición, el sentido popular.

Conocida es la interpretación que se da a los actos de derramar la sal o el vino o de que un cuchillo que caiga al suelo quede clavado de punta en él, etc. Más adelante expondré el derecho que a ser tomadas en consideración tienen tales interpretaciones supersticiosas. Por ahora sólo haré observar que tales torpezas no tienen, de ningún modo, un sentido constante, sino que, según las circunstancias, se ofrecen como medio de representaciones de intenciones en absoluto indiferentes.

Hace poco hubo en mi casa una temporada durante la cual se rompió en ella una extraordinaria cantidad de objetos de cristal y porcelana. Yo mismo contribuí a tal destrozo repetidas veces. Esta pequeña epidemia psíquica fue fácil de explicar. Eran aquéllos los días que precedieron al matrimonio de mi hija mayor. En tales fiestas se suele romper intencionadamente un utensilio, haciendo al mismo tiempo un voto de felicidad. Esta costumbre debe significar un sacrificio y expresar algún otro sentido simbólico.

Cuando los criados destruyen objetos frágiles dejándolos caer al suelo, nadie suele pensar, ante todo, en una explicación psicológica de ello, y, sin embargo, no es improbable la existencia de oscuros motivos que coadyuvan a tales actos. Nada más lejano a las personas ineducadas que la apreciación del arte y de las obras de arte. Una sorda hostilidad contra estos productos domina a nuestros criados, sobre todo cuando tales objetos, cuyo valor no aprecian, constituyen un motivo de trabajo para ellos. En cambio, personas de igual origen que se hallan empleadas en alguna institución científica se distinguen por la gran destreza y seguridad con que manejan los más delicados objetos en cuanto comienzan a identificarse con sus amos y a contarse entre el personal esencial del establecimiento.

Incluso aquí la comunicación de un joven técnico, que nos permite penetrar en el mecanismo del desperfecto de objetos [Ejemplo de 1912]:

«Hace algún tiempo trabajaba con varios colegas en el laboratorio de la Escuela Superior, en una serie de complicados experimentos de elasticidad, labor emprendida voluntariamente, pero que comenzaba a ocuparnos más tiempo de lo que hubiésemos deseado. Yendo un día hacia el laboratorio en compañía de mi colega el señor F., expresó éste lo desagradable que era para él verse obligado a perder aquel día tanto tiempo, pues tenía mucho trabajo en su casa. Yo asentí a sus palabras y añadí, medio en broma, aludiendo a un incidente de la pasada semana: `Por fortuna, es de esperar que la máquina falle otra vez y tengamos que interrumpir el experimento. Así podremos marcharnos pronto.'

En la distribución del trabajo tocó a F. regular la válvula de la prensa; esto es, iría abriendo con prudencia para dejar pasar poco a poco el líquido presionador desde los 106

acumuladores al cilindro de la prensa hidráulica. El director del experimento se hallaba observando el manómetro, y cuando éste marcó la presión deseada, gritó: `¡Alto!' Al oír esta voz de mando cogió F. la válvula y le dio vuelta con toda su fuerza hacia la izquierda.

(Todas las válvulas, sin excepción, se cierran hacia la derecha.) Esta falsa maniobra hizo que la presión del acumulador actuara de golpe sobre la prensa, cosa para la cual no estaba preparada la tubería, y que hizo estallar una unión de ésta, accidente nada grave para la máquina, pero que nos obligó a abandonar el trabajo por aquel día y regresar a nuestras casas.

Aparte de esto, es muy característico el hecho de que algún tiempo después, hablando de este incidente, no pudo F. recordar las palabras que le dije al dirigirnos juntos al laboratorio, palabras que yo recordaba con toda seguridad.»

Caerse, tropezar o resbalar son actos que no deben ser interpretados siempre como una falla puramente casual de una función motora. El doble sentido lingüístico de estas expresiones indica ya las ocultas fantasías que puede hallar una representación en tales perturbaciones del equilibrio corporal. Recuerdo gran número de ligeras enfermedades nerviosas surgidas en sujetos femeninos después de una caída en la que no sufrieron herida alguna y diagnosticadas como histerias traumáticas subsiguientes al susto. Ya estos casos me dieron la impresión de que la relación de causa a efecto era distinta de la que se suponía y de que la caída era un anuncio de la neurosis y una expresión de las fantasías inconscientes de contenido sexual de la misma, fantasías que deben considerarse como fuerzas actuantes detrás de los síntomas. ¿Acaso no expresa esta misma idea el proverbio que dice: «Cuando una muchacha cae, cae siempre de espaldas»?

Entre los actos de término erróneo puede incluirse el de dar a un mendigo una moneda de oro por una de cobre o de plata. La explicación de tales errores es muy sencilla.

Son actos de sacrificio destinados a apaciguar al Destino, desviar una desgracia, etc. Si antes de salir a paseo se ha oído hablar a una madre o parienta amorosa de su preocupación por la salud de un hijo o allegado, y luego se las ve proceder con la involuntaria generosidad citada, no se podrá dudar del sentido del aparentemente indeseado incidente.

De esta manera, nuestros actos erróneos hacen posible el ejercicio de aquellas piadosas y supersticiosas costumbres, que a causa de la resistencia de nuestra razón, que se ha hecho descreída, tienen que rehuir la luz de la consciencia.

(f) El campo de acción de la actividad sexual, dentro del cual parece borrarse por completo la delimitación entre lo casual y lo intencionado, nos ofrece una prueba evidente de la intencionalidad real de estos actos, aparentemente casuales.

Yo mismo he vivido hace algunos años un ejemplo de cómo un movimiento torpe en apariencia puede ser utilizado para un fin sexual de la más refinada de las maneras. En una casa amiga hallé en una ocasión a una muchacha que despertó en mí un placer creído extinto, haciéndome mostrarme jovial, locuaz y complaciente. También me preocupó en esta ocasión el descubrimiento de los motivos de aquella impresión, pues la misma muchacha me había dejado completamente frío un año antes. Al entrar el tío de la muchacha, persona muy anciana, en la habitación en que nos hallábamos, nos levantamos ella y yo para acercarle una silla que en un rincón había. Más ágil ella y también más cercana a la silla, la cogió antes que yo y la trajo ante sí, teniéndola con él respaldo hacia 107

atrás y ambas manos en los lados del asiento. Al llegar yo a su lado y no renunciar a mi propósito de coger la silla, me hallé de repente pegado por detrás de la muchacha, abrazándola con ambos brazos, y mis manos se encontraron un momento sobre su pecho.

Como es natural, puse término a esta situación con la misma rapidez con que se había producido, y nadie pareció darse cuenta de lo hábilmente que yo había aprovechado mi torpe movimiento.

Debe admitirse asimismo que nuestros torpes y enfadosos regates cuando, al encontrarnos ante una persona en la calle, empezamos a dar pasos a uno y otro lado, pero siempre en igual dirección que el otro o la otra, hasta quedar ambos inmóviles frente a frente, acto que resulta como «cerrar el camino a alguien», renueva una incorrecta y provocativa costumbre de los años juveniles y persigue intenciones sexuales bajo el disfraz de una torpeza. Mis psicoanálisis de neuróticos me han enseñado que lo que consideramos como ingenuidad en los adolescentes y en los niños no es, con frecuencia, más que un disfraz bajo el cual les es posible hacer o decir, sin avergonzarse, algo indecoroso.

W. Stekel ha comunicado varias autoobservaciones análogas: «Al entrar en una casa alargué mi mano a la señora de ella y desaté al hacerlo el lazo que sujetaba su suelta bata matinal. No abrigaba yo, inconscientemente, ningún poco honrado propósito y, sin embargo, llevé a cabo dicho torpe movimiento con la habilidad de un prestidigitador.»

Repetidas veces he incluido aquí pruebas de que los poetas juzgan los movimientos fallidos igual que nosotros en este libro, esto es, como significativos y motivados. No nos admirará, por tanto, ver en un nuevo ejemplo cómo un poeta da una intensa significación a un movimiento equivocado y le hace ser un presagio de ulteriores acontecimientos.

En la novela de Theodor Fontane La adúltera hallamos las siguientes líneas (tomo II, pág. 64, de la edición de las obras completas de Th. Fontane.-S. Fischer):

«...y Melania se levantó y arrojó a su marido, a manera de saludo, uno de los grandes balones. Pero apuntó mal, y la pelota, volando hacia un lado, fue a parar a manos de Rubén. Al regreso de la excursión en que esto sucede se desarrolla un diálogo entre Melania y Rubén, en el cual comienza ya a surgir el trote de un naciente amor. Este amor crece luego hasta el apasionamiento, y Melania abandona, por último, a su marido para pertenecer por entero al hombre amado.» (Comunicado por H. Sachs.) (g) Los efectos que producen los actos de aprehensión errónea de las personas normales son, regularmente, inofensivos. Por ello mismo es de gran interés el investigar si otros errores de mayor importancia (por ejemplo, los de un médico o un farmacéutico) pueden ser también interpretados conforme a nuestro punto de vista.

Personalmente me hallo muy escasas veces en situación de observar actos correspondientes a una actividad médica general, y de este modo no puedo comunicar aquí más que un solo caso de error médico observado en mí mismo. Desde hace algunos años vengo visitando dos veces al día a una señora anciana, y mi labor de la visita matinal se reduce a dos actos: echarle en los ojos un par de gotas de un colirio y ponerle una inyección de morfina. A estos efectos hay siempre preparadas dos botellitas, una azul para el colirio y otra blanca para la morfina. Mientras llevo a cabo los dos actos acostumbrados, mis pensamientos suelen estar ocupados en otra cosa, pues he repetido tantas veces la misma 108

faena que la atención necesaria para efectuarla se comporta ya como libre e independiente.

Sin embargo, en una ocasión trabajó el autómata equivocadamente. Introduje el cuentagotas en la botellita blanca en lugar de en la azul, y lo que eché en los ojos de la enferma fue morfina y no colirio. Al darme cuenta quedé sobrecogido, tranquilizándome después con la reflexión de que unas gotas de una solución de morfina al dos por ciento no podía causar ningún daño a la conjuntiva. Así, pues, la causa del miedo sentido debía de ser distinta.

En mi intento de analizar mi pequeño error, la primera cosa que acudió a mi pensamiento fue la frase «atentar contra la anciana», la cual podía indicarme un rápido camino hacia la solución. Me hallaba yo bajo la impresión de un sueño que me había sido relatado la noche anterior por un joven, sueño, cuyo contenido no podía interpretarse más que como el comercio sexual del sujeto con su propia madre. La extraña circunstancia de que la leyenda no tenga en cuenta la ancianidad de la reina Yocasta me pareció confirmar la afirmación de que en el enamoramiento de la propia madre no se trata nunca de la persona actual, sino de su recuerdo juvenil, procedente de los años infantiles.

Tales incongruencias aparecen siempre cuando una fantasía vacilante entre dos épocas se hace consciente y queda así ligada a una época definida. Abstraído en estos pensamientos llegué a casa de mi paciente, que frisaba en los noventa años, y debía de hallarme en camino de considerar el general carácter humano de la fábula de Edipo como la correlación de la fatal profecía expresada por el oráculo, pues «me equivoqué con» o

«atenté contra la anciana». Mi acto erróneo fue también en este caso inofensivo. De los dos errores posibles: usar la morfina para echarla en los ojos o el colirio para la inyección, había escogido el más inocente. Queda aún la cuestión de si en errores susceptibles de ocasionar graves daños puede suponerse la existencia de una intención inconsciente, como sucede en los hasta aquí examinados.

Aquí se agota, como era de esperar, el material de que podía disponer y quedo reducido a exponer aproximaciones e hipótesis. Conocido es que en los casos graves de psiconeurosis aparecen a veces automutilaciones como síntomas de la enfermedad y que no se puede considerar en tales casos excluido el suicidio como final del conflicto psíquico. Sé por experiencia, y lo expondré algún día con ejemplos convincentes, que muchos daños que, aparentemente por casualidad, suceden a tales enfermos son, en realidad, maltratos que los pacientes se infligen a sí mismos. Estos accidentes son producidos por una tendencia constantemente vigilante al autocastigo; tendencia que de ordinario se manifiesta como autorreproche, o coadyuva á la formación de síntomas y utiliza diestramente una situación exterior que se ofrezca casualmente o la ayuda hasta conducirla a la consecución del efecto dañoso deseado. Tales sucesos no son tampoco raros en los casos de moderada gravedad y revelan la participación de la intención inconsciente por una serie de signos especiales; por ejemplo, por la extraña presencia de espíritus que manifiestan los enfermos durante los pretendidos accidentes.

En vez de muchos ejemplos relataré con todo detalle uno solo, observado en el ejercicio de mi actividad médica: una joven casada se rompió una pierna en un accidente de coche, teniendo que guardar cama durante varias semanas, y al asistirla me extrañó la falta de manifestaciones de dolor y la tranquilidad con que llevaba su desgracia. EI accidente hizo aparecer una larga y grave neurosis que, por último, se curó por el tratamiento 109

psicoanalítico. En el curso de este último averigüé las circunstancias que rodearon el accidente, así como determinadas impresiones que le precedieron. La joven mujer se hallaba con su marido, hombre muy celoso, pasando una temporada en la finca de una hermana suya, en compañía de sus numerosos hermanos y hermanas y sus respectivos cónyuges. Una noche dio en este íntimo círculo una representación de una de sus habilidades, bailando un cancán conforme a todas las reglas del arte y obteniendo gran éxito con todos los parientes; pero descontentando a su marido, que le murmuró después al oído: «Te has vuelto a conducir como una prostituta.» La palabra hizo su efecto, y queremos dejar indeciso si precisamente por el baile. Aquella noche durmió mal, y a la mañana quiso dar un paseo en coche. Por sí misma escogió los caballos, rehusando una pareja y eligiendo otra. La más joven de sus hermanas quiso que fuera en el coche un hijo suyo de pecho con el ama, pero ella se opuso enérgicamente. Durante el paseo se mostró nerviosa, advirtió al cochero que los caballos iban a espantarse, y cuando los inquietos animales tuvieron en realidad un momento de indisciplina, se Ievantó sobrecogida y se arrojó del coche, rompiéndose una pierna, mientras que los que permanecieron dentro no sufrieron daño alguno. Después de descubrir estos detalles no se puede dudar de que el accidente estaba preparado y no debemos dejar de admirar la habilidad que obligó a la casualidad a distribuir un castigo tan correlativo a la falta cometida, pues, en efecto, ya no podría bailar el cancán en mucho tiempo.

No me es posible relatar casos en que me haya infligido daños a mí mismo en épocas de tranquilidad, pero no me creo incapaz de cometer tales actos bajo condiciones extraordinarias. Cuando un miembro de mi familia se queja de haberse mordido la lengua, aplastado un dedo, etc., lo primero que hago, en lugar de compadecerle, es preguntarle:

«¿Por qué has hecho eso?» Yo mismo me cogí un dedo muy dolorosamente después de haber oído a un joven paciente expresar en la consulta su deseo (que, como es natural, no había de tomar en serio) de contraer matrimonio con mi hija mayor, la cual se hallaba a la sazón en un sanatorio y en peligro de muerte.

Uno de mis hijos, cuyo vivo temperamento dificultaba mucho la tarea de cuidarle cuando se hallaba enfermo, tuvo una mañana un fuerte acceso de cólera porque se le ordenó que permaneciera en el lecho durante toda la tarde y amenazó con suicidarse, amenaza que le había sido sugerida por la lectura de los periódicos. Aquella misma tarde me enseñó un cardenal que se había hecho en un lado de la caja torácica al chocar contra una puerta y darse un fuerte golpe con el saliente del picaporte. Le pregunté irónicamente por qué había hecho aquello, y el niño, que no tenía más que once años, me contestó como ilusionado:

«Eso ha sido el intento de suicidio con que os amenacé esta mañana.» No creo que mis opiniones sobre los daños infligidos por una persona a sí misma fueran por entonces accesibles a mis hijos.

Aquellos que crean en la existencia de estos automaltratos semiintencionados -si se me permite emplear esta poco diestra expresión-, se hallarán preparados a admitir también el hecho de que, además del suicidio conscientemente intencionado, hay otra clase de suicidio, con intención inconsciente, la cual es capaz de utilizar con destreza un peligro de muerte y disfrazarlo de desgracia casual. En efecto, la tendencia a la autodestrucción existe con cierta intensidad en un número de individuos mucho mayor del de aquellos en que Ilega a manifestarse victoriosa. Los daños autoinfligidos son regularmente una transacción 110

entre este impulso y las fuerzas que aún actúan contra él. También en los casos en que se llega al suicidio ha existido anteriormente, durante largo tiempo, dicha inclinación, con menor fuerza o como tendencia inconsciente y reprimida.

También la intención consciente de suicidarse escoge su tiempo, sus medios y su ocasión. Paralelamente obra la intención inconsciente al esperar la aparición de un motivo que pueda tomar sobre sí una parte de la responsabilidad y, acaparando las fuerzas defensivas de la persona, la libertad de la presión que sobre ella ejercen. Estas discusiones no son ociosas bajo ningún concepto. He conocido más de un caso de desgracia aparentemente casual (accidentes de caballo o de coche) cuyas circunstancias justifican una sospecha de suicidio inconscientemente tolerado. Tal es el caso de un oficial que durante una carrera de caballos cayó del que montaba, hiriéndose tan gravemente que murió varios días después. Su conducta al volver en sí después del accidente fue un tanto singular. Pero aún lo había sido más la que venía observando desde algún tiempo antes. Entristecido por la muerte de su madre, a la que quería mucho, se echaba a llorar estando con sus camaradas, y expresó varias veces a sus íntimos su cansancio de la vida y su deseo de abandonar el servicio para ir a África a tomar parte en una campaña que allí se desarrollaba y que no debía ofrecer ningún interés para él. Siendo un valiente jinete, evitaba en aquellos días montar a caballo. Por último, antes de la carrera, en la que no podía excusarse de tomar parte, expresó un triste presentimiento.

Nuestra concepción de estos casos hace que no podamos extrañarnos de que el presentimiento se realizara. Se me opondrá que en tal estado de depresión nerviosa no le es posible a un hombre dominar al caballo con igual maestría que en época de plena salud.

Convengo en ello; pero creo más acertado buscar el mecanismo de tal inhibición motora por «nerviosidad» en la intención autodestructora aquí acentuada.

S. Ferenczi, de Budapest, me ha autorizado a publicar el siguiente análisis, verificado por él, un caso de herida por arma de fuego, pretendidamente casual, y que él explica como un intento inconsciente de suicidio, explicación con la que estoy en un todo conforme. [Ejemplo agregado en 1910.]

«J. Ad., de veintidós años de edad, oficial de carpintero, vino a mi consulta el 18 de enero de 1908. Quería que le dijese si le debía y podía ser extraída una bala que tenía alojada en la sien izquierda desde el 20 de marzo de 1907. Aparte de algunos dolores de cabeza, no demasiado violentos, que le atacan de cuando en cuando, se siente completamente sano. El reconocimiento objetivo no descubrió nada importante fuera de la cicatriz característica del disparo y ennegrecida por la pólvora en la sien izquierda. En vista de ello me mostré contrario a toda operación. Preguntado por las circunstancias del caso, contestó haberse herido casualmente. Jugaba con un revólver de su hermano; creyendo que no estaba cargado, se lo apoyó con la mano izquierda en la sien izquierda (no es zurdo), colocó el dedo en el gatillo y el tiro salió. En el arma, que era de seis tiros, había tres cartuchos. Le pregunté luego cómo había llegado a la idea de coger el revólver, y me contestó que por entonces era el tiempo de su entrada en quintas, y que la noche antes había cogido el revólver para ir a una taberna, temiendo que en ella se promoviera alguna pelea.

En el reconocimiento médico-militar fue declarado inútil por padecer várices, cosa que le avergonzó sobre manera. Al regresar a su casa se puso a jugar con el revólver, no teniendo intención de causarse ningún daño, y entonces fue cuando surgió el accidente. Interrogado 111

sobre si, en general, estaba contento con su suerte, me relató, suspirando, su historia amorosa con una muchacha que le quería; pero que, sin embargo, le abandonó para emigrar a América, empujada por el deseo de hacer fortuna. El quiso seguirla pero se lo impidieron sus padres. Su amada había partido el 20 de enero de 1907; esto es, dos meses antes del suceso. A pesar de todos estos elementos sospechosos, sostuvo el paciente que el disparo había sido un àccidente desgraciado'. Sin embargo, estoy firmemente convencido de que la negligencia de no haber comprobado si el revólver estaba o no cargado antes de ponerse a jugar con él, así como el daño autoinfligido, se hallaban determinados psíquicamente. El individuo de referencia se encontraba aún bajo los afectos depresivos de su desdichado amor y quería òlvidar' en el servicio de las armas. Cuando también le fue arrancada esta esperanza fue cuando llegó a jugar con el revólver; esto es, a un inconsciente intento de suicidio. El hecho de tomar el arma con la mano izquierda y no con la derecha es una prueba decisiva de que, en realidad, no hacía más que jugar, o sea de que no quería, conscientemente, suicidarse.»

Otro caso de daño autoinfligido, de apariencia casual, cuya publicación me ha sido autorizada por la persona que lo observó directamente (Van Emden, 1911), nos recuerda el proverbio que dice: «Aquel que cava una fosa para otro cae él mismo en ella»..

«La señora de X., perteneciente a una familia de la clase media, está casada y tiene tres hijos. Es algo nerviosa, mas nunca necesitó someterse a un tratamiento enérgico, pues posee firmeza suficiente para adaptarse a la vida. Un día se produjo una considerable pero pasajera desfiguración de su rostro en la siguiente forma: Al atravesar una calle en la que estaban arreglando el pavimento tropezó con un montón de piedras y fue a dar de cara contra el muro de una casa, quedando con el rostro todo arañado y magullado. Los párpados se le pusieron azules y edematosos, y llamó al médico, temiendo que también hubieran sufrido sus ojos algún daño. Después de tranquilizarla respecto a esta cuestión, le pregunté: `Pero ¿cómo se ha caído usted de ese modo…?' La señora repuso que precisamente antes del accidente había recomendado a su marido, el cual padecía desde hacía algunos meses una afección articular que le dificultaba la deambulación, que tuviese cuidado al pasar por dicha calle, y que sabía por repetidas experiencias que en casos como éste le ocurría sufrir aquellos mismos accidentes contra los que prevenía a los demás.

Yo no me contenté con esta determinación del suceso y le pregunté si no tenía alguna cosa más que relatarme. En efecto, me dijo que en el momento que precedió a la caída había visto en una tienda de la acera opuesta un lindo cuadrito y que, de repente, le entraron deseos de comprarlo para adorno del cuarto de sus hijos. Entonces se dirigió derechamente hacia la tienda, sin cuidarse del estado de la calle, tropezó con el montón de piedras y fue a dar de cara contra el muro de una casa, sin hacer siquiera el menor intento de librarse del golpe con las manos. EI propósito de comprar el cuadro quedó olvidado en el acto, y la señora regresó a toda prisa a su domicilio.

-Pero ¿cómo no miró usted con más cuidado dónde pisaba? -seguí preguntándole.

-iAy! -me respondió-. Ha sido, quizá, un castigo por la historia que ya confié a usted.

-¿La sigue atormentando esa historia?

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-Sí; después he sentido mucho haber hecho lo que hice. Me he encontrado perversa, criminal e inmoral. Pero en aquellos días mis nervios me tenían casi loca.

Se trataba de un aborto que, de acuerdo con su marido, y queriendo ambos evitar por razones económicas el nacimiento de más hijos, había hecho provocar por una curandera, y en cuyo desenlace fue asistida por un especialista.

-Con frecuencia me he reprochado haber dejado matar a mi hijo -siguió diciendo- y he tenido miedo de que tal crimen no podía quedar impune. Ahora, que me ha asegurado usted que no me pasará nada en los ojos, me quedo ya tranquila. Así como así, estoy ya suficientemente castigada.

Salta, pues a la vista que el accidente había sido un autocastigo infligido no sólo en penitencia de la mala acción cometida, sino también para escapar a otro mayor castigo desconocido, cuyo advenimiento venía la señora temiendo hacía ya varios meses.

En el momento en que se dirigió apresuradamente hacia la tienda para comprar el cuadrito, el recuerdo de su falta -ya bastante activo en su inconsciente cuando recomendó cuidado a su esposo- había Ilegado a ser dominante y se hubiera podido expresar con las siguientes palabras:

¿Para qué quieres comprar ningún adorno para el cuarto de tus hijos, si has dejado matar a uno de ellos? iCriminal! iEl gran castigo está ya próximo!'

Este pensamiento no llegó a hacerse consciente; pero, no obstante, la señora utilizó la situación dada en aquel momento psicológico para aprovechar el montón de piedras en su autocastigo. Por esta razón no extendió siquiera las manos al caer ni experimentó tampoco un susto violento. La segunda determinación, probablemente menor, del accidente fue otro autocastigo por su inconsciente deseo de librarse de su marido, cómplice en todo el penoso asunto del aborto. Este deseo se revela en la recomendación, totalmente superflua, de que tuviera cuidado al atravesar la calle en reforma, ya que el marido, precisamente por su enfermedad, había de andar con gran prudencia».

Considerando las circunstancias que rodean el caso siguiente de daño autoinfligido de apariencia casual, hay que dar la razón a J. Stärcke (l. c.), el cual lo interpreta como un

«acto de sacrificio» [Agregado en 1917):

«Una señora, cuyo yerno tenía que partir para Alemania con el fin de cumplir allí sus deberes militares, se quemó un pie, vertiéndose sobre él un hirviente líquido, en las circunstancias siguientes: su hija estaba próxima a alumbrar, y el pensamiento de los peligros que en la guerra iba a correr el marido no era, como es natural, para que el estado de ánimo de toda la familia fuese muy alegre. El día antes de la partida de su yerno, la señora había convidado a comer al matrimonio. Por sí misma preparaba la comida en la cocina, después de haber sustituido, contra su costumbre, sus botas, altas y sin tacones, con las que andaba muy cómodamente, por unas zapatillas de su marido, muy grandes y abiertas por arriba. Al coger del fuego una gran cazuela llena de sopa hirviente la dejó caer y se escaldó gravemente un pie, sobre todo el empeine, no protegido por la zapatilla. Claro es que el accidente se puso a cuenta de la 'nerviosidad', comprensible dada la situación de la familia. En los días siguientes a tal 'acto de sacrificio' se condujo muy prudentemente en el manejo de objetos calientes; pero ello no impidió que días después se volviese a escaldar una muñeca».

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Si tal furor contra la propia integridad y la propia vida puede ocultarse así detrás de una torpeza, aparentemente casual, y de una insuficiencia motora, no ha de resultarnos ya difícil aceptar la transferencia de igual concepción a aquellos actos erróneos que ponen en grave peligro la vida y la salud de otras personas. Los documentos que puedo alegar en favor de la exactitud de esta afirmación están tomados de mis experiencias en el tratamiento de neuróticos y, por tanto, no se adaptan por completo a lo que no se trata de demostrar. De todos modos, expondré aquí un caso, en el que no precisamente un acto erróneo, sino lo que más bien puede denominarse un acto sintomático o casual, me puso sobre una pista que me llevó a conseguir la solución del conflicto en que el paciente se hallaba. En una ocasión me propuse mejorar las relaciones matrimoniales de un individuo muy inteligente, cuyas diferencias con su joven mujer, la cual le amaba con ternura, podían basarse en fundamentos reales; pero que, como él mismo confesaba, no quedaba, ni aun así, totalmente explicadas. Sin cesar se atormentaba el marido con el pensamiento de una separación; pensamiento que siempre rechazaba por su amor hacia sus dos tiernos hijos. A pesar de esto, volvía siempre a la misma idea y no intentaba ningún medio de hacerse tolerable la situación. Este no resolver nunca el coflicto me pareció una prueba de la existencia de motivos inconscientes y reprimidos que reforzaban los motivos conscientes que mantenían la lucha. En estos casos, mi intervención consiste en dar fin al conflicto por medio del análisis psíquico. El marido me relató un día un pequeño incidente que le había asustado sobre manera. Jugaba con su hijo mayor, que era su preferido, subiéndole y bajándole en sus brazos, y una de las veces le alzó tan alto y en tal lugar de la habitación, que la cabeza del niño estuvo a punto de chocar con la pesada araña de gas que pendía del techo. Le faltó muy poco, pero no Ilegó. Aunque el niño no sufrió daño alguno, medio se desmayó del susto. El padre permaneció quieto y espantado con él en brazos, y la madre fue presa de un ataque histérico. La especial destreza de tal movimiento imprudente y la violencia de la reacción de los padres me hicieron buscar en esta casualidad un acto sintomático que debía de expresar una perversa intención contra tan querido hijo. La contradicción entre el acto sintomático y la ternura actual del padre hacia su niño podía salvarse retrotrayendo el impulso damnificante a la época en que este niño había sido hijo único y tan pequeño que el padre no había llegado aún a interesarse tiernamente por él. Siendo así, podía admitirse que el marido, poco satisfecho de su mujer, hubiera tenido por entonces el pensamiento siguiente: «Si este pequeño ser, que nada me importa, muere, quedo libre y podré separarme de mi mujer.» Por tanto, debía de seguir existiendo inconscientemente en él un deseo de muerte del ahora ya tan querido niño. Desde este punto era fácil encontrar el camino hacia la fijación inconsciente de este deseo. Una poderosa determinante del acto realizado estaba constituida por un recuerdo infantil del paciente, relativo a la muerte de un hermano pequeño, que la madre achacaba al abandono de su marido, y que había dado lugar a violentas explicaciones entre los cónyuges, en las que había sonado una amenaza de separación. Mi hipótesis quedó confirmada por el éxito terapéutico del análisis y la modificación que sobrevino en las relaciones conyugales de mi paciente.

J. Stärcke (1916) nos da cuenta en un ejemplo de cómo los poetas no vacilan en colocar un acto erróneo en lugar de otro intencionado, haciendo al primero causa de las más graves consecuencias.

«En uno de los Apuntes., de Heyermans, aparece un ejemplo de acto erróneo, utilizado por el autor como motivo dramático.

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El apunte se titula Tom y Teddie. En un teatro de variedades trabaja una pareja de buceadores, hombre y mujer, que permanecen bajo el agua largo tiempo, dentro de una piscina de paredes de cristal, y realizan, sumergidos, diferentes habilidades. La mujer es, desde hace poco tiempo antes, la amante de un domador que trabaja en el mismo teatro, y el buceador los ha sorprendido en el vestuario minutos antes de tener que salir a escena, limitándose, por esta causa, a dirigirles una amenazadora mirada y murmurar: «Luego veremos.» La representación comienza. El buzo va aquella noche a presentar su número más difícil, consistente en permanecer «bajo el agua, y encerrado herméticamente en un cajón, dos minutos y medio». Este número lo habían hecho ya varias veces. La caja quedaba cerrada, y Teddie enseñaba la llave, mientras el público comprobaba, reloj en mano, el tiempo que transcurría. Luego dejaba caer un par de veces la llave en la piscina y se tiraba al agua tras ella para no retrasarse cuando llegaba el momento de abrir el cajón.

En esta noche, la del 31 de enero, fue Tom encerrado, como de costumbre, por los pequeños dedos de la alegre y vivaracha mujercita. Tom sonreía detrás de la mirilla del cajón. Ella jugaba con la llave y esperaba la señal para abrir. Entre bastidores se hallaba el domador, con su frac impecable, su corbata blanca y su látigo de montar. Para llamarle la atención dio un breve silbido. Ella miró hacia él, sonrió y, con el gesto torpe de alguien cuya atención se ve distraída, arrojó la llave hacia lo alto con tal fuerza, que cuando terminaban los dos minutos y veinte segundos, bien contados, cayó al lado de la piscina, entre los pliegues de una bandera que disimulaba los pies de la misma. Nadie vio dónde había caído. Desde la sala, la ilusión óptica fue tal, que todos los espectadores vieron caer la llave a través del agua.

Tampoco ninguno de los empleados del teatro se dio cuenta de la verdad, pues el paño de la bandera mitigó el sonido.

Sonriendo y sin vacilar trepó Teddie por las paredes de la piscina. Sonriendo -Tom aguantaba bien-, volvió a bajar. Sonriendo ella desapareció bajo los pies de la piscina para buscar allí la llave, y al no encontrarla en seguida se inclinó hacia la parte anterior de la bandera con un gesto cansado, como si quisiera decir: «iAy, Dios mío! ¡Cuánta molestia!»

Entre tanto, Tom seguía haciendo sus cómicos gestos detrás de la mirilla, como si también él se intranquilizase. Se veía blanquear su dentadura postiza y moverse sus labios bajo el bigote recortado y aparecieron las mismas cómicas burbujillas de aire que antes, cuando comió una manzana bajo el agua. Se vio retorcerse y engarabitarse sus pálidos dedos, huesudos, y el público rió, como ya había reído con frecuencia aquella noche.

Dos minutos y cincuenta y ocho segundos...

Tres minutos y siete segundos..., y doce segundos...

i Bravo! ¡Bravo! ¡Bravo!

En esto surgió cierta intranquilidad en la sala, y el público comenzó a patear al ver que también los criados del domador comenzaban a buscar la llave y que el telón caía antes que la tapa de la caja fuese levantada.

En el escenario aparecieron luego seis bailarinas inglesas. Después, el hombre de los caballitos, los monos y los perros, y así sucesivamente.

Hasta la mañana siguiente no se enteró el público de que había sucedido una desgracia, y que Teddie quedaba viuda y sola en el mundo...

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Por lo citado se ve cuán excelentemente ha tenido que comprender eI artista la naturaleza de la acción sintomática para presentarnos con tal acierto la profunda causa de la mortal torpeza.»

«Sigmund Freud: Obras Completas», en «Freud total» 1.0 (versión electrónica) IX. -ACTOS SINTOMÁTICOS Y CASUALES

Los actos que hasta ahora hemos descrito y reconocido como ejecuciones de intenciones inconscientes se manifestaban como perturbaciones de otros actos intencionados y se ocultaban bajo la excusa de la torpeza. Los actos casuales de los cuales vamos a tratar ahora no se diferencian de los actos de término erróneo más que en que desprecian apoyarse en una intención consciente y, por tanto, no necesitan excusa ni pretexto alguno para manifestarse. Surgen con una absoluta independencia y son aceptados, naturalmente, porque no se sospecha de ellos finalidad ni intención alguna. Se ejecutan estos actos «sin idea ninguna», por «pura casualidad» o por «entretener en algo las manos», y se confía en que tales explicaciones bastarán a aquel que quiera investigar su significación. Para poder gozar de esta situación excepcional tienen que llenar estos actos, que no requieren ya la torpeza como excusa, determinadas condiciones. Deben, pues, pasar inadvertidos; esto es, no despertar extrañeza ninguna y producir efectos insignificantes.

Tanto en mí mismo como en otras personas he observado un buen número de estos actos casuales, y después de examinar con todo cuidado cada una de las observaciones por mí reunidas, opino que pueden denominarse más propiamente actos sintomáticos, pues expresan algo que ni el mismo actor sospecha que exista en ellos, y que regularmente no habría de comunicar a los demás, sino, por el contrario, reservaría para sí mismo. Así, pues, estos actos, al igual que todos los otros fenómenos de que hasta ahora hemos tratado, desempeñan eI papel de síntomas.

En el tratamiento psicoanalítico de los neuróticos es donde se puede observar mayor número de tales actos, sintomáticos o casuales. Expondré aquí dos ejemplos de dicha procedencia, en los cuales se ve cuán lejana y sutilmente es regida por pensamientos inconscientes la determinación de estos actos tan poco llamativos. La línea de demarcación entre los actos sintomáticos y los de término erróneo es tan indefinida, que los ejemplos que siguen podrían lo mismo haber sido incluidos en el capítulo anterior.

1) Una casada joven me relató durante una sesión del tratamiento psicoanalítico, en la cual debía ir diciendo con libertad todo lo que fuera acudiendo a su mente, que el día anterior, al arreglarse las uñas, «se había herido en la carne al querer empujar la cutícula de una uña para hacerla desaparecer en la raíz de la misma». Este hecho es tan poco interesante, que asombra que la sujeto lo recuerde y lo mencione, induciendo por lo mismo a sospechar se trate de un acto sintomático. El dedo que sufrió el pequeñísimo accidente fue el anular, dedo en el cual se acostumbraba llevar el anillo del matrimonio, y, además, ello sucedió en el día aniversario de la boda de mi cliente, lo cual da la herida de la fina cutícula una significación bien definida y fácil de adivinar. Al mismo tiempo me relató también la 116

paciente un sueño que había tenido y que aludía a la torpeza de su marido y a su propia anestesia como mujer. Mas ¿por qué fue en el anular de la mano izquierda en el que se hirió, siendo en el de la derecha donde se lleva el anillo de matrimonio? Su marido era doctor en Derecho, y siendo ella muchacha había sentido un secreto amor hacia un médico al que se sobrenombraba en broma «Doctor en Izquierdo». También el término

«matrimonio de la mano izquierda» tiene una determinada significación.

2) Una joven soltera me dijo en una ocasión lo siguiente: «Ayer he roto, sin querer, en dos pedazos un billete de cien florines y he dado una de las dos mitades a una señora que había venido a visitarme. ¿Será esto también un acto sintomático?» Examinando el caso aparecieron los siguientes detalles: la interesada dedicaba una parte de su tiempo y de su fortuna a obras benéficas. Una de éstas era que, en unión de otra señora, sufragaba los gastos de la educación de un huérfano. Los cien florines eran la cantidad que dicha otra señora le había enviado para tal objeto, y que ella había metido en un sobre y dejado provisionalmente encima del escritorio.

La visitante, una distinguida dama que colaboraba con ella en otras obras caritativas, había ido a pedirle una lista de nombres de personas de las que se podían solicitar apoyo para tales asuntos. No teniendo otro papel a mano, cogió mi paciente el sobre que estaba encima del escritorio y, sin reflexionar en lo que contenía, lo rompió en dos pedazos, de los cuales dio uno a su amiga con la lista de nombres pedida y conservó el otro con un duplicado de dicha lista. Obsérvese la absoluta inocencia de este inútil manejo.

Sabido es que un billete no sufre ninguna minoración en su valor cuando se rompe, siempre que pueda reconstituirse por entero con los pedazos, y no cabía duda de que la señora no tiraría el trozo de sobre, dada la importancia que para ella tenían los nombres en él consignados, ni tampoco cuando descubriera el medio billete se apresuraría a devolverlo.

Pero entonces, ¿qué pensamientos inconscientes habían sido los que habían encontrado su expresión en este acto casual, hecho posible por un olvido? La dama visitante estaba en una bien definida relación con la cura que yo realizaba de la enfermedad que su joven amiga padecía, pues había sido la que me había recomendado como médico a la paciente, la cual, si no me equivoco, se halla muy agradecida a la señora por tal indicación. ¿Debería acaso representar aquel medio billete un pago por su mediación? Esto seguiría siendo aún muy extraño.

Mas a lo anterior se añadió nuevo material. Un día antes había preguntado una mediadora de un género completamente distinto, a un pariente de la joven, si ésta quería conocer a cierto caballero, y a la mañana siguiente, pocas horas antes de la visita de la señora, había llegado una carta de declaración del referido pretendiente, carta que había producido gran regocijo. Cuando la visitante comenzó después la conversación, preguntando por su estado de salud a mi paciente, pudo ésta muy bien haber pensado: «Tú me recomendaste el médico que me convenía; pero si ahora, y con igual acierto, me ayudases a hallar un marido (y un hijo), te estaría aún más reconocida.» Este pensamiento reprimido hizo que se confundieran, en una sola, las dos mediadoras, y la joven alargó a la visitante los honorarios que en su fantasía estaba dispuesta a dar a la otra. Teniendo en cuenta que la tarde anterior había yo hablado a mi paciente de los actos casuales o sintomáticos, se nos mostrará la solución antedicha como la única posible pues habremos 117

de suponer que la joven aprovechó la primera ocasión que hubo de presentársele para cometer uno de tales actos.

Puede intentarse formar una agrupación de estos actos casuales y sintomáticos, tan extraordinariamente frecuentes, atendiendo a su manera de manifestarse y según sean habituales, regulares en determinadas circunstancias o aislados. Los primeros (como el juguetear con la cadena del reloj, mesarse la barba, etc.), que pueden considerarse como una característica de las personas que lo llevan a cabo, están próximos a los numerosos movimientos llamados «tics», y deben ser tratados en unión de ellos. En el segundo grupo coloco el juguetear con el bastón, trazar garabatos con un lápiz que se tiene en la mano, hacer resonar Ias monedas en los bolsillos, fabricar bolitas de miga de pan u otras materias plásticas y los mil y un arreglos del propio vestido. Tales jugueteos, cuando se manifiestan durante el tratamiento psíquico, ocultan, por lo regular, un sentido y una significación a los que todo otro medio de expresión ha sido negado. En general, la persona que ejecuta estos actos no se da la menor cuenta de ellos, ni de cuándo continúa ejecutándolos en la misma forma que siempre y cuándo introduce en ellos alguna modificación. Tampoco ve ni oye sus efectos (por ejemplo, el ruido que producen las monedas al ser revueltas por su mano dentro del bolsillo), y se asombra cuando se le llama la atención sobre ellos. Igualmente significativos y dignos de la atención del médico son todos aquellos arreglos o modificaciones que, sin causa que los justifiquen, suelen hacer en los vestidos. Todo cambio en la acostumbrada manera de vestir, toda pequeña negligencia (por ejemplo, un botón sin abrochar) y todo principio de desnudez quieren expresar algo que el propietario del traje no desea decir directamente y de lo que, siendo inconsciente de ello, no sabría, en la mayoría de los casos, decir nada. Las circunstancias que rodean la aparición de estos actos casuales, los temas recientemente tratados en la conversación y las ideas que emergen en la mente del sujeto cuando se dirige su atención sobre ellos, proporcionan siempre datos suficientes, tanto para interpretarlos como para comprobar si la interpretación ha sido o no acertada. Por esta razón no apoyaré aquí, como de costumbre, mis afirmaciones con la exposición de ejemplos y de sus análisis correspondientes. Menciono, de todos modos, estos actos, porque opino que en los individuos sanos poseen igual significación que en mis pacientes neuróticos.

No puedo, sin embargo, renunciar a mostrar, por lo menos con un solo ejemplo, cuán estrechamente ligado puede estar un acto simbólico habitual con lo más íntimo e importante de la vida de un individuo sano.

«Como nos ha enseñado el profesor Freud, el simbolismo desempeña en la vida infantil del individuo normal un papel más importante de lo que anteriores experiencias psicoanalíticas nos habían hecho esperar. A este respecto, posee el corto análisis siguiente un cierto interés, sobre todo por sus caracteres médicos: Un médico encontró, al arreglar sus muebles y objetos en una nueva casa a la que se había trasladado, un estetoscopio recto de madera. Después de reflexionar un momento sobre dónde habría de colocarlo, se vio impelido a dejarlo a un lado de su mesa de trabajo y precisamente de manera que quedase entre su silla y aquella en la que acostumbraba hacer sentarse a sus pacientes. Este acto era ya en sí algo extraño, por dos razones: primeramente, dicho médico no necesitaba para nada un estetoscopio (era un neurólogo), y las pocas veces 118

que tenía que emplear tal aparato no utilizaba aquel que había dejado sobre la mesa, sino otro doble; esto es, para ambos oídos. En segundo lugar, tenía todos sus instrumentos profesionales metidos en armarios ex profeso y aquél era el único que había dejado fuera.

No pensaba ya en esta cuestión cuando un día una paciente que no había visto jamás un estetoscopio recto le preguntó qué era aquello. El se lo dijo, y entonces ella preguntó de nuevo por qué razón lo había colocado precisamente en aquel sitio, a lo cual contestó el médico en el acto que lo mismo le daba que el estetoscopio estuviese allí o en cualquier otro lado. Sin embargo, esto le hizo pensar si en el fondo de su acto no existiría un motivo inconsciente, y siéndole conocido el método psicoanalítico, decidió investigar la cuestión.

EI primer recuerdo que acudió a su memoria fue el de que siendo estudiante de Medicina le había chocado la costumbre observada por un médico del hospital de llevar siempre en la mano su estetoscopio recto, que jamás utilizaba, mientras hacía la visita a los enfermos de su sala. En aquella época había admirado mucho a dicho médico y le había profesado gran afecto. Más tarde, cuando llegó a ser interno en el hospital, adoptó también igual costumbre, y se hubiera sentido a disgusto si por olvido hubiera salido de su cuarto, para pasar la visita, sin llevar en la mano eI preciado instrumento. La inutilidad de tal costumbre se mostraba no sólo en el hecho de que el único estetoscopio de que se servía siempre era otro doble, que llevaba en el bolsillo, sino también en que no la interrumpió cuando estuvo practicando en la sala de Cirugía, en la que para nada tenía que usar dicho aparato. La importancia de estas observaciones queda fijada y explicada en cuanto se descubre la naturaleza fálica de este acto simbólico.

El recuerdo siguiente fue el de que siendo niño le había llamado la atención la costumbre del médico de su familia de Ilevar un estetoscopio recto en el interior de su sombrero. Encontraba entonces interesante que el doctor tuviera siempre a mano su instrumento principal cuando iba a visitar a sus pacientes y que no necesitara más que despojarse del sombrero (esto es, de una parte de su vestimenta) y «sacarlo». Durante su niñez había cobrado extraordinario afecto a este médico y por medio de un corto autoanálisis descubrió que teniendo tres años y medio había construido una fantasía relativa al nacimiento de una hermanita y consistente en imaginar, primero, que la niña era suya y de su madre, y después, del médico y suya. Así, pues, en esta fantasía desempeñaba él, indistintamente, el papel masculino o el femenino. Recordó también que teniendo seis años había sido examinado por el referido médico y había experimentado una sensación de voluptuosidad al sentir próxima la cabeza del doctor, que le apretaba el estetoscopio contra el pecho mientras él respiraba con un rítmico movimiento de vaivén. A los tres años había padecido una enfermedad crónica del pecho, y tuvo que ser examinado repetidas veces, aunque esto ya no lo recordaba con precisión.

Posteriormente, teniendo ya ocho años, le impresionó mucho la confidencia que le hizo otro muchacho de más edad de que el médico tenía la costumbre de acostarse con sus pacientes del sexo femenino. Realmente, existía fundamento para este rumor, y lo cierto es que todas las señoras de la vecindad, incluso su propia madre, veían con gran simpatía al joven y elegante doctor. También el médico del ejemplo presente había deseado sexualmente en varias ocasiones a enfermas a las que prestaba su asistencia, se había enamorado de clientes suyas y, por último, había contraído matrimonio con una de éstas. Es apenas dudoso que su identificación inconsciente con el tal doctor fuese la razón principal 119

que le inclinó a dedicarse a la Medicina. Por otros análisis cabe afirmar que éste es, con seguridad, el motivo más frecuente de las vocaciones (aunque es difícil determinar con qué frecuencia). En el caso actual está condicionado doblemente. Primero, por la superioridad en varias ocasiones demostrada del médico sobre el padre del sujeto, del que éste sentía grandes celos, y en segundo lugar, por el conocimiento que el médico poseía de cosas prohibidas y las ocasiones de satisfacción sexual que se le presentaban.

Después apareció en el análisis el recuerdo de un sueño del que ya hemos tratado por extenso en otro lado, sueño de clara naturaleza homosexual-masoquista, en el cual un hombre, figura sustitutiva del médico, atacaba al soñador con una «espada». Esta le recordó una parte de la saga nibelúngica en la que Sigurd coloca su espada desnuda entre él y la dormida Brunilda. Igual situación aparece en la saga de Arthus, también conocida por el sujeto de este ejemplo.

Aquí se aclara ya el sentido del acto sintomático. El médico había colocado el estetoscopio sencillo entre él y sus pacientes femeninas, al igual que Sigurd su espada entre él y la mujer a la que no debía tocar. El acto era una formación transaccional; esto es, obedecía a dos impulsos: ceder en su imaginación al deseo reprimido de entrar en relación sexual con alguna bella paciente y recordarle, al mismo tiempo, que este deseo no podía realizarse. Era, para decirlo así, un escudo mágico contra los ataques de la tentación.

Añadiremos que en nuestro médico, siendo niño, hizo gran impresión el pasaje del Richelieu, de lord Lytton, que dice así:

Beneath the rule of men entirely great

The pen is mightier than the sword

y que ha llegado a ser un fecundo escritor y usa para escribir una gran pluma estilográfica. Al preguntarle yo un día para qué necesitaba una pluma de tal tamaño, me respondió de un modo muy característico: 'iTengo tantas cosas que expresar!...'

Este análisis nos indica de nuevo lo mucho que los actos 'inocentes' y «sin sentido alguno» nos permiten adentrarnos en los dominios de la vida psíquica y cuán tempranamente se desarrolla en esa vida psíquica la tendencia a la simbolización».

Puedo también relatar, tomándolo de mi experiencia psicoterápica, un caso en el que una mano que jugaba con un migote de pan tuvo toda la elocuencia de una declaración oral.

Mi paciente era un muchacho que no había cumplido aún los trece años y hacía ya dos que padecía una grave histeria. Después de una larga e infructuosa estancia en un establecimiento hidroterápico, decidí someterle al tratamiento psicoanalítico. Suponía yo que el muchacho había hecho descubrimientos sexuales y que, como correspondía a su edad, se hallaba atormentado por interrogaciones de dicho orden; pero me guardé muy bien de acudir en su ayuda con aclaraciones o explicaciones hasta haber puesto a prueba mi hipótesis. Tenía, pues, gran curiosidad por ver cómo y por que manifestaciones se revelaba en él lo que yo buscaba. En esto me llamó un día la atención ver que amasaba algo entre los dedos de su mano derecha, la metía luego con ello en el bolsillo y seguía dentro de él su 120

manejo, para volver luego a sacarla, etcétera. No le pregunté qué era aquello con que jugaba; pero él mismo me lo mostró abriendo de repente la mano, y vi que era un migote de pan todo sobado y aplastado. A la sesión siguiente volvió a traer su migote; pero entonces se dedicó, mientras conversábamos, a formar con trozos de él unas figuritas que despertaron mi curiosidad y que iba haciendo con increíble rapidez y teniendo cerrados los ojos. Tales figuritas eran, indudablemente, hombrecillos con su cabeza, dos brazos y dos piernas, como los groseros ídolos primitivos; pero tenían además entre las piernas, un apéndice, al que el muchachito le hacía una larga punta. Apenas había terminado ésta, volvía a amasar el hombrecillo entre sus dedos. Luego, lo dejó subsistir; mas para ocultar la significación del primer apéndice agregó otro igual en la espalda, y después otro más en diversos sitios. Yo quise demostrarle que le había comprendido, haciéndole imposible al mismo tiempo la excusa de decir que en su actividad creadora no llevaba idea ninguna. Con esta intención le pregunté de repente si se acordaba de la historia de aquel rey romano que dio en su jardín a un enviado de su hijo una respuesta mímica a la consulta que éste le formulaba. El muchachito no quería acordarse de tal anécdota, a pesar de que tenía que haberla leído hacía poco tiempo y, desde luego, mucho más recientemente que yo. Me preguntó si era ésta la historia de aquel esclavo emisario al que se le escribió la respuesta sobre el afeitado cráneo. Le dije que no, que ésa era otra anécdota perteneciente a la historia griega, y le relaté aquella a que yo me refería. El rey Tarquino el Soberbio había inducido a su hijo Sexto a entrar subrepticiamente en una ciudad latina enemiga. Ya en ella, se había Sexto atraído algunos partidarios, y en este punto mandó a su padre un emisario para que le preguntase qué más debía hacer. El rey no dio al principio respuesta alguna, y llevando al emisario a su jardín, hizo que le repitiese su pregunta y cortó ante él, en silencio, las más altas y bellas flores de adormidera. El enviado no pudo hacer más que contar a Sexto la escena que había presenciado, y Sexto, comprendiendo a su padre, hizo asesinar a los ciudadanos más distinguidos de la plaza enemiga.

Durante mi relato suspendió el muchachito su manejo con la miga de pan, y cuando, al llegar el momento en que el rey lleva al jardín al emisario de su hijo, pronuncié las palabras «cortó en silencio», arrancó con rapidísimo movimiento la cabeza del hombrecillo que conservaba en la mano, demostrando haberme comprendido y darse cuenta de que también yo le había comprendido a él. Podía, pues, interrogarle directamente, y así lo hice, dándole luego las informaciones que deseaba y consiguiendo con ello poner pronto término a su neurosis.

Los actos sintomáticos, que pueden observarse en una casi inagotable abundancia tanto en los individuos sanos como en los enfermos, merecen nuestro interés por más de una razón. Para el médico constituyen inapreciables indicaciones que le marcan su orientación en circunstancias nuevas o desconocidas, y el hombre observador verá reveladas por ellos todas las cosas y a veces muchas más de las que deseaba saber. Aquel que se halle familiarizado con su interpretación se sentirá en muchas ocasiones semejante al rey Salomón, que, según la leyenda oriental, comprendía el lenguaje de los animales. Un día tuve yo que visitar en casa de una señora a un joven, hijo suyo, al que yo desconocía totalmente. AI encontrarme frente a él me chocó ver en sus pantalones una gran mancha que por sus bordes rígidos y como almidonados reconocí en seguida ser de clara de huevo.

El joven se disculpó, después de un momento de embarazo, diciéndome que por hallarse un 121

poco ronco acababa de tomarse un huevo crudo, cuya resbaladiza albúmina se había vertido sobre su ropa. Para justificar tal afirmación me mostró un plato que había sobre un mueble y que contenía aún una cáscara de huevo. Con esto quedaba explicada la sospechosa mancha; pero cuando la madre nos dejó solos comencé a hablar al joven, dándole las gracias por haber facilitado de tal modo mi diagnóstico, y sin dilación ninguna tomé como materia de nuestro diálogo su confesión de que sufría bajo los efectos perturbadores de la masturbación.

Otra vez fui a visitar a una señora, tan rica como avariciosa y extravagante, que acostumbraba dar al médico el trabajo de buscar su camino a través de un embrollado cúmulo de lamentaciones antes de poder llegar a darse cuenta de los más sencillos fundamentos de su estado. Al entrar en su casa la hallé sentada delante de una mesita y dedicada a hacer pequeñas pilas de monedas de plata. Cuando me vio, se levantó y tiró al suelo algunas monedas. La ayudé a recogerlas, y luego corté sus acostumbradas lamentaciones con la pregunta: «¿Le cuesta a usted ahora mucho dinero su hijo político?»

La señora me respondió con una irritada negativa; pero poco después se contradijo, relatándome la lamentable historia de la continua excitación en que la tenían las prodigalidades de su yerno. Después no ha vuelto a llamarme. No puedo afirmar que siempre se gane uno amistades entre aquellas personas a las que se comunica la significación de sus actos sintomáticos.

El doctor J. E. G. van Emden (La Haya) comunica el siguiente caso de «confesión involuntaria por medio de un acto fallido» [Adición de 1919]:

«Al pagar mi cuenta en un pequeño restaurante de Berlín me afirmó el camarero que el precio de determinado plato había subido diez céntimos a causa de la guerra, a lo cual objeté que dicha elevación no constaba en la lista de precios. El camarero me contestó que ello se debía, sin duda, a una omisión, pero que estaba seguro de que lo que había dicho era cierto. Inmediatamente, y al hacerse cargo del importe de la cuenta, dejó caer por descuido ante mí, y sobre la mesa, una moneda de diez céntimos.

-Ahora es cuando estoy seguro -le dije- que me ha cobrado usted de más. ¿Quiere usted que vaya a comprobarlo a la caja?

-Permítame...

Un

momento.

Y desapareció presuroso.

Como es natural, no le impedí aquella retirada, y cuando, dos minutos después, volvió, disculpándose con que había confundido aquel plato con otro, le di los diez céntimos discutidos en pago de su contribución a la psicopatología de la vida cotidiana.»

Aquel que se dedique a fijar su atención en la conducta de sus congéneres durante las comidas descubrirá en ellos los más interesantes e instructivos actos sintomáticos. [Este párrafo y los cuatro ejemplos siguientes son de 1412.]

El doctor Hans Sachs relata lo siguiente:

«En una ocasión me hallé durante la comida en casa de unos parientes míos que llevaban muchos años de matrimonio. La mujer padecía del estómago y tenía que observar 122

un régimen muy severo. El marido se acababa de servir el asado, y pidió a su mujer, la cual no podía comer de dicho plato, que le alcanzara la mostaza. La señora se dirigió al aparador, lo abrió, y volviendo a la mesa, puso ante su marido la botellita de las gotas medicinales que ella tomaba. Entre el bote en forma de tonel que contenía la mostaza y la pequeña botellita del medicamento no existía la menor semejanza que pudiera explicar el error. Sin embargo, la mujer no notó su equivocación hasta que su marido, riendo, le llamó la atención sobre ella.

El sentido de este acto sintomático no necesita explicación.»

El doctor Bernh. Dattner (Viena) comunica un precioso ejemplo de este género, muy hábilmente investigado por el observador:

«Un día me hallaba almorzando en un restaurante con mi colega H., doctor en Filosofía. Hablándome éste de las injusticias que se cometían en los exámenes, indicó de pasada que en la época en que estaba finalizando su carrera había desempeñado el cargo de secretario del embajador y ministro plenipotenciario de Chile. Después -prosiguió- fue trasladado aquel ministro, y yo no me presenté al que vino a sustituirle. Mientras pronunciaba esta última frase se Ilevó a la boca un pedazo de pastel con la punta del cuchillo; pero con un movimiento desmañado hizo caer el pedazo al suelo. Yo advertí en seguida el oculto sentido de aquel acto sintomático, y exclamé, dirigiéndome a mi colega, nada familiarizado con las cuestiones psicoanalíticas: 'Ahí ha dejado usted perderse un buen bocado.' Mas él no cayó en que mis palabras podían aplicarse a su acto sintomático, y repitió con vivacidad sorprendente las mismas palabras que yo acababa de pronunciar: 'Sí; era realmente un buen bocado el que he dejado perderse.' A continuación se desahogó, relatándome con todo detalle las circunstancias de la torpe conducta, que le había hecho perder un puesto tan bien retribuido.

El sentido de este simbólico acto sintomático queda aclarado teniendo en cuenta que, no siendo yo persona de su intimidad, sentía mi colega cierto escrúpulo en ponerme al corriente de su precaria situación económica, y entonces el pensamiento que le ocupaba, pero que no quería expresar, se disfrazó en un acto sintomático, que expresaba simbólicamente lo que tenía que ser ocultado, desahogando así el sujeto su inconsciente.»

Los ejemplos que siguen muestran cuán significativo puede ser el acto de llevarnos sin intención aparente pequeños objetos que no nos pertenecen.

1. Doctor B. Dattner:

«Uno de mis colegas fue a hacer su primera visita, después de su matrimonio, a una amiga de su juventud, a la que profesaba gran afecto. Relatándome las circunstancias de esta visita, me expresó su sorpresa por no haber podido cumplir su deliberado propósito de emplear en ella muy pocos momentos. A continuación me contó un extraño acto fallido que en tal ocasión había ejecutado.

El marido de su amiga, que se hallaba presente, buscó en un momento determinado una caja de cerillas que estaba seguro de haber dejado poco antes sobre la mesa. Mi colega había también registrado sus bolsillos para ver si por casualidad 'la había guardado' en ellos.

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Por el momento no la encontró; pero algún tiempo después halló, en efecto, que se la había 'metido' en un bolsillo, y al sacarla le chocó la circunstancia de que no contenía más que una sola cerilla.

Un sueño que tuvo dos días después, y en cuyo contenido aparecía el simbolismo de la caja en relación con la referida amiga, confirmó mi explicación de que mi colega reclamaba con su acto sintomático sus derechos de prioridad, y quería representar la exclusividad de su posesión (una sola cerilla dentro).»

2. Doctor Hans Sachs:

«A nuestra criada le gusta muchísimo un pastel que solemos comer de postre. Esta referencia es indudable, pues es el único plato que le sale bien, sin excepción alguna, todas las veces que lo prepara. Un domingo, al servírnoslo a la mesa, lo dejó sobre el trinchero, retiró luego los platos y cubiertos del servicio anterior, colocándolos para llevárselos en la bandeja en que había traído el pastel, y a continuación, en vez de poner éste sobre la mesa, lo colocó encima de la pila de platos que en la bandeja Ilevaba, y salió con todo ello hacia la cocina. Al principio creímos que había encontrado algo que rectificar en el postre; mas al ver que no volvía, la llamó mi mujer y le pregunto: 'Betty, ¿qué pasa con el pastel?' La muchacha contestó sin comprender: '¿Cómo?' Y tuvimos que explicarle que se había Ilevado el postre sin servirlo. Lo había puesto en la bandeja, trasladado a la cocina y dejado en ella 'sin darse cuenta'.

Al día siguiente, cuando nos disponíamos a comer lo que del pastel había sobrado la víspera, observó mi mujer que la muchacha había despreciado la parte que de su manjar preferido le correspondía.

Preguntada por qué razón no había probado el pastel, respondió con algún embarazo que no había tenido gana.

La actitud infantil de la criada es muy clara en ambas ocasiones. Primero, la pueril glotonería, que no quiere compartir con nadie el objeto de sus deseos, y luego la reacción despechada igualmente pueril: 'Si no me lo dais, podéis guardarlo todo para vosotros.

Ahora ya no lo quiero'.»

Los actos casuales o sintomáticos que aparecen en la vida conyugal tienen con frecuencia grave significación y podrían inducir a aquellos que no quieren ocuparse de la psicología de lo inconsciente a creer en los presagios. [Ad. 1907.]

El que una recién casada pierda, aunque sea para volver a encontrarlo en seguida, su anillo de bodas, será siempre un mal augurio para el porvenir del matrimonio. Conozco a una señora, hoy separada de su marido, que en varias ocasiones firmó documentos relativos a la administración de su fortuna con su nombre de soltera, y esto muchos años antes que la separación le hiciera volver a tener que adoptarlo de nuevo. Una vez me hallaba yo en casa de un matrimonio recién casado, y la mujer me contó riendo que al día siguiente a su regreso del viaje de novios había ido a buscar a su hermana soltera para salir con ella de compras, como antes de casarse acostumbraba hacerlo, mientras su marido se hallaba ocupado en sus negocios. De repente había visto venir a un señor por la acera opuesta, y llamando la atención a su hermana, le había dicho: «Mira, ahí va el señor L.», olvidando que tal señor era desde hacía algunas semanas su marido. Al oír esto sentí un escalofrío; pero por entonces no sospeché que pudiera constituir un dato sobre el porvenir de los 124

cónyuges. Años después recordé esta pequeña historia cuando supe que el tal matrimonio había tenido un desdichadísimo fin.

3. A. Maeder [Adición de 1910]:

De los notables trabajos de Alphonse Maeder (Zurich), publicados en lengua francesa, transcribo la siguiente observación, que también hubiera podido ser incluida entre los «olvidos»:

«Una señora nos contaba recientemente que cuando se fue a casar había olvidado probarse el traje de novia y que no se acordó de que tenía que hacerlo hasta las ocho de la noche anterior a la ceremonia nupcial, cuando la costurera desesperaba ya de que fuera a la prueba. Este detalle muestra suficientemente que la novia no cifraba mucha felicidad en ponerse el traje de boda y que trataba de olvidar una representación que le resultaba penosa.

Hoy en día se halla divorciada».

Un amigo mío que ha aprendido a atender a los pequeños signos, me contó que la gran actriz Eleonora Duse introducía en la interpretación de uno de los tipos por ella creados un acto sintomático, lo cual prueba lo por entero que se entregaba a su papel. Se trataba de un drama de adulterio. La mujer, después de una violenta escena con su marido, se halla sola, abstraída en sus pensamientos, y el seductor no ha llegado todavía. En este corto intervalo jugaba la Duse con el anillo nupcial que llevaba al dedo, quitándoselo y poniéndoselo. Con este acto revelaba estar pronta a caer en los brazos del otro. [Ad. 1907.]

4. Theodor Reik [Agregado en 1917]:

Aquí viene bien lo que Th. Reik comunica sobre otros actos sintomáticos en los que el anillo desempeña un principal papel (Internat. Zeitschrift für Psychoanalyse, II, 1915):

«Conocemos los actos sintomáticos que llevan a cabo las personas casadas quitándose y poniéndose el anillo de matrimonio. Mi colega M. ejecutó en una ocasión una serie de actos sintomáticos análogos. Una muchacha a quien él quería le había regalado un anillo, diciéndole que no lo perdiera, pues si así sucedía lo consideraría ella como signo de que ya no la amaba. En la época que siguió a este regalo padeció M. una constante preocupación de no perderlo. Si, por ejemplo, se lo quitaba para lavarse las manos, lo dejaba casi siempre olvidado, y a veces necesitaba estar buscándolo mucho tiempo para volver a encontrarlo. Cuando echaba alguna carta en un buzón no podía nunca reprimir un ligero miedo de que sus dedos tropezasen contra los bordes de aquél y se cayera dentro la sortija. Una de estas veces obró, en efecto, tan desmañadamente, que el anillo cayó al fondo del buzón. La carta que echaba cuando esto le ocurrió contenía una despedida a una anterior amada suya, hacia la que se sentía culpable. Al mismo tiempo despertó en él una añoranza de esta mujer, que fue a ponerse en conflicto con su inclinación por el actual objeto de su amor.»

En este tema del «anillo» se ve de nuevo cuán difícil es para el psicoanalítico hallar algo nuevo, algo que un poeta no haya sabido antes que él. En la novela Ante la tormenta, de Fontane, dice el consejero de Justicia Turgany, presenciando un juego de prendas:

«¿Querrán ustedes creer, señoras mías, que en este juego se revelan, al entregar las prendas, los más profundos secretos de la Naturaleza?» Entre los ejemplos con que ratifica su afirmación hay uno que merece especialmente nuestro interés. «Recuerdo -dice- que una señora, ya jamona, mujer de un profesor, se quitó varias veces el anillo de boda para darlo 125

como prenda. Háganme ustedes el favor de figurarse la felicidad conyugal que debía de reinar en aquella casa.» Más adelante continúa diciendo: «En la misma reunión se hallaba un señor que no se cansaba de depositar su cortaplumas inglesa -diez hojas, sacacorchos y eslabón- en el regazo de la señora encargada de recoger las prendas, hasta que el tal monstruo de diez hojas, después de haber enganchado y desgarrado varios vestidos de seda, tuvo que desaparecer ante un clamor de indignación general.»

5. No ha de extrañarnos que un objeto de tan rica significación simbólica como el anillo sea utilizado en significativos actos fallidos también cuando no tiene el carácter de anillo nupcial o esponsalicio y no representa, por tanto, un lazo erótico. El doctor M.

Kardos ha puesto a mi disposición el siguiente ejemplo de un incidente de esta clase:

«Hace varios años que mantengo un ininterrumpido trato con un individuo mucho más joven que yo, el cual participa de mis empeños espirituales y se halla con respecto a mí en relación de discípulo a maestro. Un día le regalé un anillo, que le ha dado ya ocasión de ejecutar varios actos sintomáticos, los cuales han surgido cada vez que en nuestras relaciones ha aparecido alguna circunstancias que ha despertado su disconformidad. Hace poco me comunicó el siguiente caso, especialmente transparente. Había dejado de venir a verme el día que semanalmente teníamos señalado para ello, excusándose con un pretexto cualquiera y siendo la verdadera causa una cita que le había dado una muchacha para aquel mismo día. A la mañana siguiente se dio cuenta, estando ya lejos de su casa, de que no llevaba el anillo que yo le había regalado; pero no se inquietó por ello, suponiendo que lo habría dejado olvidado sobre la mesilla de noche, donde acostumbraba colocarlo al acostarse, y que lo encontraría a su regreso. Mas al volver a casa vio que tampoco se hallaba el anillo en el sitio indicado, y empezó entonces a buscarlo por todas partes, con igual resultado negativo. Por último, se le ocurrió que como solía dejar todas las noches, desde hacía más de un año, el anillo y una navajita en el mismo lugar, podía haber cogido ambas cosas juntas por la mañana y haberse metido también 'por distracción' la sortija en el mismo bolsillo que la navaja. En efecto, esto era lo que había sucedido.

»El anillo en el bolsillo del chaleco es el proverbial manejo de todo hombre que se propone engañar a la mujer que se lo regaló. EI sentido de culpabilidad que surgió en mi discípulo le indujo primero a un autocastigo ('No eres ya digno de Ilevar esa sortija'), y en segundo lugar, a la confesión de la pequeña infidelidad cometida, confesión que surgió al relatarme su acto fallido, o sea la pérdida temporal del objeto por mí regalado.»

Conozco también el caso de un señor ya de edad madura que se casó con una muchacha muy joven y decidió no salir de viaje en el mismo día, sino pasar la noche de bodas en un hotel de la ciudad. Apenas llegó a éste, advirtió asustado que no llevaba la billetera, en la que había metido el dinero destinado al viaje de bodas, y que, por tanto, la debía haber perdido o dejado olvidada en algún sitio. Por fortuna, pudo aún telefonear a su criado, el cual halló la billetera en su bolsillo del traje que había llevado el novio en la ceremonia y cambiado luego por uno de viaje, y fue en seguida al hotel, entregándosela al recién casado que tan «desprovisto de medios» entraba en la vida matrimonial. En la noche de bodas permaneció también, como él ya lo temía, «desprovisto de medios» (impotente).

Es consolador el pensar que la «pérdida de objetos» constituye una insospechada exención de un acto sintomático y que, por tanto, tiene que resultar, en último término, vista con agrado por una secreta intención del perdidoso. Con frecuencia la pérdida no es 126

más que una expresión de lo poco que se aprecia el objeto perdido o de una secreta repugnancia hacia el mismo o hacia la persona de quien proviene. Sucede también que la tendencia a la pérdida se transfiere al objeto perdido desde otros objetos de mayor importancia y por medio de una asociación simbólica. La pérdida de objetos valiosos sirve de expresión a muy diversas sensaciones y puede representar simbólicamente un pensamiento reprimido -esto es, recordarnos algo que preferiríamos quedase olvidado- o, y esto ante todo, representar un sacrificio a las oscuras potencias del Destino, cuyo culto no se ha extinguido todavía entre nosotros.

Los siguientes ejemplos ilustrarán estas consideraciones sobre la «pérdida de objetos»:

Doctor B. Dattner. [Adición de 1912]:

«Un colega me comunicó que había perdido de un modo especial un lapicero metálico que poseía hacía ya dos años y al que por su cómodo uso y excelente calidad había tomado cariño. Sometido el caso al análisis, se revelaron los hechos siguientes: el día anterior había recibido una carta extraordinariamente desagradable de su cuñado, carta que terminaba con esta frase: 'Por ahora no tengo ganas ni tiempo de apoyar tu ligereza y tu holgazanería.' La poderosa reacción emotiva que esta carta produjo en mi colega le hizo apresurarse a sacrificar al día siguiente el cómodo lapicero -regalo de su cuñado- para no tener que deber favor ninguno.»

Una señora, conocida mía, se abstuvo, como es comprensible, de ir al teatro durante su luto por la muerte de su anciana madre. Al faltar ya muy pocos días para el término del año de luto riguroso, se dejó convencer por las reiteradas instancias de sus amigos y adquirió una localidad para una representación de extraordinario interés; pero luego, al llegar al teatro, descubrió que había perdido su billete. Después supuso que lo había tirado en unión del billete del tranvía al bajar de éste. Esta señora se precia, de ordinario, de no perder nunca nada por descuido o distracción, y, por tanto, debe aceptarse la existencia de un motivo en otro caso de «pérdida» que le sucedió, y es el siguiente: Habiendo llegado a un balneario, decidió hospedarse en una pensión en la que ya había estado otra vez. Recibida como antigua conocida de la casa, fue bien hospedada y cuando quiso satisfacer el importe de su estancia se le dijo que debía considerarse como invitada, no teniendo, por tanto, nada que pagar, cosa que no lo encontró propio. Sólo se le consintió que dejase una propina destinada a la camarera que le había servido. Para hacerlo así abrió su bolso y extrajo de él un billete, que dejó sobre la mesa de su cuarto. Por la noche el criado de la pensión fue a Ilevarle otro billete de cinco marcos que había hallado debajo de la mesa y que, según creía la dueña de la pensión, debía de pertenecerle. Este billete tuvo que caer al suelo al sacar del bolso el otro para la camarera. La señora no quería, pues, dejar de pagar su cuenta.

En un largo estudio (La «pérdida de objetos» como acto sintomático, en Zentralblatt f. Psychoanalyse, I, 10-11) ha declarado Otto Rank, con ayuda de análisis de sueños, la profunda motivación de estos actos y la tendencia sacrificadora que constituye su fundamento. Es muy interesante, en el referido trabajo de Rank, su afirmación de que no sólo el perder objetos aparece determinado, sino también el encontrarlos. La observación de Rank, que a continuación transcribo, nos da el sentido en que su hipótesis debe 127

comprenderse. Es claro que en los casos de «pérdidas» se conoce el objeto, y, por el contrario, en los de «hallazgos» es aquél el que tiene que ser buscado (Internat. Zeitschrift.

für Psychoanalyse, III, 1915).

«Una muchacha que dependía económicamente de sus padres deseaba comprarse un objeto de adorno. Al preguntar en una tienda por el precio del objeto deseado se enteró con desilusión de que sobrepasaba la cantidad a que ascendían sus ahorros. Tan sólo dos coronas eran las que le faltaban, privándola de aquella pequeña alegría. Melancólicamente regresó a su casa a través de las calles de la ciudad, llenas de animación en aquella hora crepuscular. En una de las plazas más frecuentadas fijó de pronto su atención -a pesar de que, según decía al relatar el suceso, iba abstraída en sus pensamientos- en un pequeño papel que había en el suelo y sobre el cual acababa de pasar sin haberlo visto antes. Se volvió y lo recogió, viendo con sorpresa que era un billete de dos coronas doblado por la mitad. Su primer pensamiento fue el de que aquel billete se lo había deparado el Destino para que pudiese comprarse el ansiado adorno, y emprendió de nuevo el camino hacia la tienda para seguir aquella indicación de la fortuna. Mas en el mismo momento cambió de intención, pensando que el dinero encontrado es un dinero de buena suerte que no debe gastarse.

El pequeño análisis necesario para la comprensión de este 'acto casual' puede llevarse a cabo sin la declaración personal de la interesada y deducirse directamente de los hechos. Entre los pensamientos que ocupaban a la muchacha al regresar a su casa tuvo que figurar en primer término el de su pobreza y estrechez material, pensamiento al que nos es lícito suponer que acompañaría el deseo de ver llegado algo que pusiese término a dicha situación. Por otro lado, la idea de cómo podía Ilegar con mayor facilidad a la obtención de la suma que le hacía falta para satisfacer su pequeño capricho tuvo que sugerirle la solución más sencilla, o sea la del 'hallazgo'. De este modo quedó sin inconsciente (o preconsciente) dispuesto a 'hallar', aun cuando tal pensamiento no se hizo por completo consciente en ella, por estar ocupada su atención en otras cosas ('iba abstraída en sus pensamientos'). Podemos, pues, afirmar, fundándonos en análisis de otros casos semejantes, que la 'disposición a buscar' inconsciente puede conducirnos hasta un resultado positivo mucho antes que una atención conscientemente dirigida. Si no, sería casi inexplicable el que sólo esta persona, entre cientos de transeúntes y yendo además en condiciones desfavorables por la escasa luz crepuscular y la aglomeración, pudiese hacer un hallazgo del que ella misma fue la primera en quedar sorprendida. El extraño hecho de que después del hallazgo del billete, y cuando, por tanto, su disposición había Ilegado a ser superflua y había ya escapado con toda seguridad a la atención consciente, hiciese la muchacha un nuevo hallazgo, consistente en un pañuelo, antes de llegar a su casa y en una oscura y solitaria calle de las afueras de la ciudad, nos muestra en qué alta medida existía en ella esta inconsciente o preconsciente disposición a encontrar.»

Hay que convenir en que precisamente estos actos sintomáticos nos dan a veces el mejor acceso al conocimiento de la íntima vida psíquica del hombre.

Expondré ahora un ejemplo de acto casual que sin necesidad de someterlo al análisis mostró una profunda significación, ejemplo que aclara maravillosamente las condiciones bajo las cuales pueden aparecer tales síntomas sin llamar la atención y del que puede deducirse una observación de gran importancia práctica.

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En el curso de un viaje veraniego tuve que pasar unos cuantos días en cierta localidad en espera de que vinieran a reunírseme en ella determinadas personas con las que pensaba proseguir mi viaje. En tales días hice conocimiento con un hombre joven que, como yo, parecía sentirse allí solitario y que se me agregó gustoso. Hallándonos en el mismo hotel, se nos hizo fácil comer juntos y salir juntos a paseo. Al tercer día, después de almorzar, me comunicó de repente que aquella tarde esperaba a su mujer, que llegaría en el expreso. Esto despertó mi interés psicológico, pues me había ya chocado aquella mañana que mi compañero rehusase emprender una excursión algo larga y se negase luego, durante el breve paseo que dimos, a subir por un camino, alegando que era demasiado pendiente y algo peligroso. Paseando luego por la tarde afirmó de pronto que yo tenía que sentir ya apetito y que no debía aplazar mi cena por causa suya, pues él iba a esperar a su mujer y cenaría luego con ella. Yo comprendí la indirecta, y me senté a la mesa, mientras él se dirigía a la estación.

A la mañana siguiente nos volvimos a encontrar en el hall del hotel. Me presentó a su mujer y añadió: «Almorzará usted con nosotros, ¿no?» Yo tenía que hacer aún una pequeña comisión en una calle cercana al hotel; pero aseguré que regresaría en seguida. Al entrar luego en el comedor vi que la pareja se había sentado al mismo lado de una pequeña mesa colocada junto a una ventana. Frente a ellos quedaba una única silla, sobre cuyo respaldo y cubriendo el asiento se hallaba un grande y pesado abrigo perteneciente al marido. Yo comprendí en seguida el sentido de esta colocación, inconsciente, pero, por lo mismo, más expresiva. Quería decir: «Aquí no hay sitio para ti. Ya no me haces falta.» El marido no se dio cuenta de que yo permanecía en pie ante la mesa sin poder sentarme. La mujer, en cambio, sí lo notó, y dándole con el codo murmuró: «Has ocupado con tu abrigo el sitio del señor.»

En este y otros casos análogos me he dicho siempre que los actos inintencionados tienen que ser de continuo un manantial de malas inteligencias en el trato entre los hombres. El que los ejecuta ignora en absoluto la intención a ellos ligada, y no teniéndola, por tanto, en cuenta, no se considera responsable de los mismos. En cambio, el que los observa utiliza, igual que los demás de su interlocutor, para deducir sus intenciones y propósitos, y de este modo llegar a averiguar de sus procesos psíquicos más de lo que aquél está dispuesto a comunicarle o cree haberle comunicado. EI adivinado se indigna cuando se le muestran tales conclusiones deducidas de sus actos sintomáticos, y las declara infundadas, puesto que al ejecutar dichos actos le ha faltado la consciencia de la intención, quejándose de mala comprensión por parte de los demás. Observada con detenimiento tal incomprensión, se ve que reposa en el hecho de comprender demasiado bien y demasiado sutilmente.

Cuanto más «nerviosos» son dos hombres, tanto más pronto se darán motivos uno a otro para diferencias que los separan y cuyo fundamento negará cada cual con respecto a sí mismo con la misma seguridad con que lo afirmará para el otro. Este es el castigo de la insinceridad interior a la que permiten los hombres manifestarse bajo el disfraz de olvidos, actos de término erróneo y actos inintencionados, que sería mejor que se confesasen a sí mismos y confesasen a los demás cuando no pudieran ya dominarlos. Se puede afirmar, en general, que todos practicamos constantemente análisis psíquicos de nuestros semejantes y que a consecuencia de ello aprendemos a conocerlos mejor que cada uno de ellos a sí 129

mismo. El estudio de las propias acciones y omisiones aparentemente casuales es el mejor camino para Ilegar a conocerse a sí mismo.

De todos los poetas que han escrito algo sobre los pequeños actos sintomáticos y los rendimientos fallidos o los han utilizado en sus obras, ninguno ha reconocido con tanta claridad su secreta naturaleza ni les ha infundido una vida tan inquietante como Strindberg, cuyo genio fue ciertamente auxiliado en esta cuestión por su profunda anormalidad psíquica

[Ad. de 1917].

El doctor Karl Weiß (Viena) ha llamado la atención sobre el siguiente trozo de una de las obras de Strindberg (Internat. Zeitschrift für Psychoanalyse, I, 1913, pág. 268):

«Al cabo de algún tiempo Ilegó realmente el conde y se acercó con serenidad a Esther, como si le hubiera dado cita.

-¿Has esperado mucho tiempo? -le preguntó con su voz velada.

-Seis meses; ya lo sabes -respondió Esther-. ¿Me has visto hoy?

-Sí. En el tranvía. Y te miré a los ojos de tal manera, que creía estar hablando contigo.

-Han pasado muchas cosas desde la última vez.

-Sí. Creí que todo había terminado entre nosotros.

-¿Cómo

?

-Todos los pequeños regalos que de ti había recibido se fueron rompiendo, y todos ellos de un modo misterioso. Pero esto es una antigua advertencia.

-¿Qué dices? Ahora recuerdo un gran número de casos de esta clase que yo creí casualidad. Una vez me regaló mi abuela unos lentes cuando aún estábamos en buenas relaciones. Eran de cristal de roca y se veía con ellos divinamente: una verdadera maravilla que yo trataba con todo cuidado. Un día rompí con la anciana, y ésta me tomó odio... La primera vez que después de esto me puse los lentes se cayeron los cristales sin causa ninguna. Creí en un simple desperfecto, y los mandé arreglar. Pero no; siguieron rehusando prestar su servicio, y tuve que relegarlos a un cajón, del que luego desaparecieron.

-Es extraño que todo aquello que a los ojos se refiere sea lo que muestra una más sensible naturaleza. Un amigo me regaló una vez unos gemelos de teatro. Se adaptaban tan bien a mi vista, que era un placer para mí el usarlos. Mi amigo y yo nos convertimos en enemigos. Ya sabes tú que a esto se llega sin causa visible, como si le pareciese a uno que ya no se debe seguir unidos. Al querer utilizar después los gemelos me fue imposible ver claramente con ellos. El eje transversal resultaba corto, y ante mis ojos aparecían dos imágenes. No necesito decirte que ni el eje se había acortado ni tampoco había crecido la distancia entre mis ojos. Es un milagro que sucede todos los días y que los malos observadores no notan. ¿Explicación? La fuerza psíquica del odio es mayor de lo que creemos. La sortija que me diste ha perdido su piedra y no se deja reparar, no se deja.

¿Quieres ahora separarte de mí?...» (Las habitaciones góticas, pág. 258.) 130

También en el campo de los actos sintomáticos tiene que ceder la observación psíquica la prioridad a los poetas y no puede hacer más que repetir lo que éstos han dicho ya hace mucho tiempo. El señor Wilhelm Stroß me Ilamó la atención sobre el siguiente trozo del Tristram Shandy, la conocida novela humorística de Lawrence Sterne (IV parte, cap. V):

«Y no me extraña nada que Gregorio Nacianceno, al observar los gestos rápidos y fugitivos de Juliano, predijese su apostasía. Ni que San Ambrosio despidiese a su amanuense por los incorrectos movimientos de su cabeza, que iba y venía como un látigo de trillar. Ni que Demócrito notase en seguida que Protágoras era un sabio por el hecho de ver cómo al hacer un haz de leña ponía los sarmientos más finos en medio. Hay mil rendijas que pasan así inadvertidas -continuó mi padre-, a través de las cuales una mirada penetrante puede descubrir de una vez el alma, y yo afirmo -añadió- que un hombre razonable no puede dejar su sombrero al entrar en una habitación o cogerlo para marcharse sin que se le escape algo que nos revele su íntimo ser.»

[Adición de 1907.] He aquí aún una pequeña colección de diversos actos sintomáticos observados tanto en individuos sanos como neuróticos: un colega mío, ya de edad avanzada y al que disgusta mucho perder en los juegos de naipes, perdió una noche una crecida suma, que pagó sin lamentarse, pero dejando transparentar un particular estado de ánimo. Después de su marcha se descubrió que había dejado sobre la mesa casi todo lo que llevaba en los bolsillos: los lentes, la petaca y el pañuelo. Este olvido debe ser traducido en la forma siguiente: «iBandidos! iMe habéis saqueado!»

Un sujeto que padecía de impotencia sexual en algunas ocasiones, pero no crónicamente, impotencia que tenía su origen en la intimidad de sus relaciones infantiles con su madre, me comunicó que tenía la costumbre de ornar algunos escritos y notas con una S, letra inicial del nombre de aquélla, y que no podía tolerar que las cartas que recibía de su casa anduviesen revueltas sobre su mesa con otra clase de correspondencia non sancta, sintiéndose forzado a conservar las primeras en sitio aparte.

Una señora joven abrió de repente un día la puerta del cuarto en el que recibo a mis pacientes antes que saliera de él la enferma que la precedía. En el acto se excusó diciendo lo había hecho «sin pensar», pero pronto se descubrió que le había impulsado a ello la misma curiosidad que en su infancia la llevaba a penetrar repentinamente en la alcoba de sus padres. Aquellas muchachas que están orgullosas de su bella cabellera saben siempre enredar tan hábilmente con sus horquillas y peinetas, que consiguen que en medio de la conversación se les suelte el pelo.

Muchos individuos que durante un reconocimiento o tratamiento médicos tienen que permanecer echados suelen desparramar por el suelo una cantidad mayor o menor de dinero que llevan en el bolsillo del pantalón, pagando así, según en lo que estiman, el trabajo del médico. Aquel que olvida en casa del médico algún objeto: lentes, guantes, bolsillo, etc., manifiesta con ello un sentimiento de gratitud o simpatía y su deseo de volver nuevamente. E. Jones dice: «Se puede medir el éxito con que un médico practica la psicoterapia por la colección que en un mes pueda hacer de sombrillas y paraguas, pañuelos y carteras olvidados en su casa por los clientes.» Los más pequeños actos habituales 131

llevados a cabo con un mínimo de atención, tales como dar cuerda al reloj antes de acostarse, apagar la luz al salir de una habitación, etc., están sometidos ocasionalmente a perturbaciones que demuestran la influencia de los complejos inconscientes sobre aquellas

«costumbres» que se tienen por más arraigadas. Maeder relata en la revista Coenobium el caso de un médico interno de un hospital, que, estando de guardia y no debiendo abandonar su puesto, tuvo que hacerlo, sin embargo, por reclamarle en otro lado un asunto de importancia. Cuando volvió notó con sorpresa que había luz en su cuarto. Al salir se le había olvidado apagarla, cosa que jamás le había ocurrido antes. Reflexionando sobre el caso, halló en seguida el motivo a que obedecía su olvido. El director del hospital, que residía en él, debía deducir de la iluminación del cuarto de su interno la presencia de éste.

Un individuo, abrumado de preocupaciones y sujeto a temporales depresiones de ánimo, me aseguró que cuando por la noche se acostaba cansado de lo duro y penoso de su vida hallaba siempre, al despertarse por la mañana, que se le había parado el reloj por haberse olvidado de darle cuerda. Con tal olvido simbolizaba su indiferencia de vivir o no al día siguiente. Otro sujeto [Ad. de 1912] al que no conozco personalmente, me escribió:

«Habiéndome ocurrido una dolorosa desgracia, se me pareció la vida tan penosa y desagradable que me imaginaba no hallar fuerza suficiente para mantenerme vivo al siguiente día, y en esta época me di cuenta de que casi a diario me olvidaba de dar cuerda al reloj, cosa que nunca había omitido y que Ilevaba a cabo mecánicamente al acostarme. Sólo me acordaba de hacerlo cuando al siguiente día tenía alguna ocupación importante o de gran interés para mí. ¿Será esto también un acto sintomático? No podría, si no, explicármelo.» Aquel que, como Jung (Sobre la psicología de la «dementia praecox», 1902, pág. 62), o como Maeder (Une voie nouvelle en psychologie: Freud et son école, en Coenobium, Lugano, 1909), quiera tomarse el trabajo de prestar atención a las melodías que se tararean al descuido y sin intención hallará regularmente la relación existente entre el texto de la melodía y un tema que ocupa el pensamiento de la persona que la canta.

También la sutil determinación de la expresión del pensamiento en el discurso o en la escritura merece una observación cuidadosa. En general, se cree poder elegir las palabras con que revestir nuestro pensamiento o la imagen que ha de representarlo. Una más cuidadosa observación muestra tanto la existencia de otras consideraciones que deciden tal elección como también que en la forma en que se traduce el pensamiento se transparenta a veces un sentido más profundo y que el orador y escritor no se ha propuesto expresar. Las imágenes y modos de expresión de que una persona hace uso preferente no son, en la mayoría de los casos, indiferentes para la formación de un juicio sobre ella, y en ocasiones se muestran como alusiones a un tema que por el momento se retiene en último término, por que ha impresionado honradamente al orador. En una determinada época oí usar varias veces a un sujeto, en el curso de conversaciones teóricas, la expresión «Cuando le pasa a uno algo de repente por la cabeza». No me extrañó ver esta locución repetidas veces en boca del referido sujeto, pues sabía que poco tiempo antes había recibido la noticia de que un proyectil ruso había atravesado de parte a parte el gorro de campaña de su hijo.

«Sigmund Freud: Obras Completas», en «Freud total» 1.0 (versión electrónica) X.-ERRORES

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Los errores de la memoria no se distinguen de los olvidos acompañados de recuerdo erróneo más que en un solo rasgo, esto es, en que el error (el recuerdo erróneo) no es reconocido como tal, sino aceptado como cierto. EI uso del término «error» parece, sin embargo, depender todavía de otra condición. Hablamos de «errar» y no de «recordar erróneamente» en aquellos casos en que el material psíquico que se trata de reproducir posee el carácter de realidad objetiva, esto es, cuando lo que se quiere recordar es algo distinto de un hecho de nuestra vida psíquica propia, algo más bien que puede ser sometido a una confirmación o una refutación por la memoria de otras personas. Lo contrario a un error de memoria está constituido, en este sentido, por la ignorancia.

En mi libro La interpretación de los sueños. me hice responsable de una serie de errores en citas históricas y, sobre todo, en la exposición de algunos hechos, errores de los que con gran sorpresa me di cuenta una vez ya publicada la obra. Después de examinarlos hallé que no eran imputables a ignorancia mía, sino que constituían errores de memoria explicables por medio del análisis.

1) En una de sus páginas señalé como lugar natal de Schiller la ciudad alemana de Marburg, nombre que lleva también una ciudad de Estiria. El error se encuentra en el análisis de un sueño que tuve durante una noche de viaje, y del cual me despertó la voz del empleado, que gritaba: iMarburg!, al llegar el tren a dicha estación. En el contenido de este sueño se preguntaba por un libro de Schiller. Este no nació en la ciudad universitaria de Marburg, sino en una ciudad de Suabia llamada Marbach, cosa que jamás he ignorado.

2) En otro lugar se dice que Asdrúbal era el padre de Aníbal. Este error me irritó especialmente; pero, en cambio, fue el que más me confirmó en mi concepción de tales equivocaciones. Pocos lectores de mi libro estarán tan familiarizados como yo con la historia de los Barquidas, y, sin embargo, cometí ese error al escribir mi obra y no lo rectifiqué en las pruebas que por tres veces repasé con todo cuidado. El nombre del padre de Aníbal era Amílcar Barcar. Asdrúbal era el de su hermano y también el de su cuñado y predecesor en el mando de los ejércitos.

3) También afirmé por error que Zeus había castrado y arrojado del trono a su padre, Cronos. Por error retrasé ese crimen en una generación, pues, según la mitología griega, fue Cronos quien lo cometió en la persona de su padre, Urano.

¿Cómo se explica que mi memoria me suministrara sobre estos puntos datos erróneos, cuando como pueden comprobar los lectores de mi libro, puso acertadamente a mi disposición en todo lo demás los materiales más remotos y poco comunes? ¿Y cómo pudieron escapárseme tales errores, como si estuviera ciego, en las tres cuidadosas correcciones de pruebas que llevé a cabo?

Goethe dijo de Lichtenberg: «Allí donde dice una chanza, yace oculto un problema.» Algo análogo podría afirmarse de los trozos de mi libro antes transcritos: «Allí donde aparece un error, yace detrás una represión», o, mejor dicho, una insinceridad, una desfiguración de la verdad, basada, en último término, en un material reprimido. En efecto, en los análisis de los sueños que en dicha obra se exponen me había visto obligado, por la desnuda naturaleza de los temas a los que se referían los pensamientos del sueño, a interrumpir algunos análisis antes de llegar a su término verdadero, y otras veces a mitigar 133

la osadía de un detalle indiscreto, desfigurándolo ligeramente. No podía obrar de otra manera ni cabía llevar a cabo selección ninguna si quería exponer ejemplos e ilustraciones.

Esta mi forzada situación provenía necesariamente de la particularidad de los sueños de dar expresión a lo reprimido, esto es, a lo incapaz de devenir consciente. A pesar de todo, quedó en mi libro lo suficiente para que espíritus más delicados se sintiesen ofendidos. La desfiguración u ocultación de los pensamientos que quedaban sin exponer y que yo conocía no pudo ser ejecutada sin dejar alguna huella. Lo que yo no quería decir consiguió con frecuencia abrirse camino, contra mi voluntad, hasta lo que había admitido como comunicable y se manifestó en ello en forma de errores que pasaron inadvertidos para mí.

Los tres casos citados se refieren al mismo tema fundamental, y los errores son resultantes de pensamientos reprimidos relacionados con mi difunto padre.

1) Aquel que lea en uno de los sueños analizados encontrará francamente expuesto en parte, y podrá en parte adivinarlo por las indicaciones que allí constan, que interrumpí el análisis al llegar a pensamientos que hubieran contenido una poco favorable crítica de la persona de mi padre. En la continuación de esta cadena de pensamientos y recuerdos yace una enfadosa historia, en la cual desempeñan principal papel unos libros y un compañero de negocios de mi padre llamado Marburg, nombre igual al de la estación de la línea de Ferrocarriles del Sur, con el que me despertó el empleado del tren. En el análisis expuesto en mi libro quise suprimir, tanto para mí mismo como para mis lectores, al tal señor Marburg, el cual se vengó introduciéndose luego en donde nada tenía que hacer y transformando Marbach, nombre de la ciudad natal de Schiller, en Marburg.

2) El error de escribir Asdrúbal en vez de Aníbal, esto es, el nombre del hermano en lugar del del padre, se produjo por una asociación con determinadas fantasías relacionadas con Aníbal, construidas por mi imaginación en mis sueños de colegial, y con mi disgusto por la conducta de mi padre ante los «enemigos de nuestro pueblo». Podía haber proseguido y haber contado la transformación acaecida en mis relaciones con mi padre a causa de un viaje que hice a lnglaterra y en el que conocí a mi hermanastro, nacido de un anterior matrimonio de mi padre. Mi hermanastro tenía un hijo de mi misma edad, y mis fantasías imaginativas sobre cuán distinta sería mi situación si en vez de hijo de mi padre lo fuese de mi hermanastro no encontraron, por tanto, obstáculo ninguno referente a la cuestión de la edad. Estas fantasías reprimidas fueron las que falsearon, en el lugar en que interrumpí el análisis, el texto de mi libro, obligándome a escribir el nombre del hermano en lugar del del padre.

3) Atribuyo asimismo a la influencia de recuerdos referentes a mi hermanastro el haber retrasado en una generación el mitológico crimen de las deidades griegas. De las advertencias que mi hermanastro me hizo hubo una que retuve durante mucho tiempo en mi memoria. «No olvides -me dijo-, para regir tu conducta en la vida, que perteneces no a la generación siguiente a tu padre, sino a la otra inmediata posterior.» Nuestro padre se había vuelto a casar ya en edad avanzada y llevaba, por tanto, muchos años a los hijos que tuvo en este segundo matrimonio. El error mencionado fue cometido por mí en un lugar de mi libro en que hablo precisamente del amor entre padres e hijos.

Me ha sucedido también algunas veces que amigos o pacientes, cuyos sueños había yo relatado o a los que aludía en análisis de otros sueños, me han advertido que en la 134

exposición de mis investigaciones habían hallado algunas inexactitudes. Estas consistían también siempre en errores históricos. Al examinar y rectificar estos casos me he convencido de que mi recuerdo de los hechos no se mostraba infiel más que en aquellas ocasiones en las que en la exposición del análisis había desfigurado u ocultado algo intencionadamente. Así, pues, también hallamos aquí un error inadvertido como sustitutivo de una ocultación o represión intencionadas.

De estos errores originados por una represión hay que distinguir otros debidos a ignorancia real. Así, fue debido a ignorancia el que durante una excursión por Wachau creyera, al Ilegar a una localidad, que se trataba de la residencia del revolucionario Fischhof: En efecto, el lugar donde residía Fischhof se llamaba también Emmersdorf, pero no estaba situado en Wachau, sino en Carintia. Pero esto no lo sabía yo.

4) He aquí otro error vergonzoso, pero muy instructivo y que puede considerarse como un ejemplo de ignorancia temporal. Un paciente me recordó un día mi promesa de darle dos libros que yo poseía sobre Venecia, ciudad que iba a visitar en un viaje que pensaba hacer durante las vacaciones de Pascua. Yo le respondí que ya los tenía separados para entregárselos y fui a mi biblioteca para cogerlos. La verdad era que se me había olvidado buscarlos, pues no estaba muy conforme con el viaje de mi paciente, que me parecía una innecesaria interrupción del tratamiento y una pérdida económica para el médico. Al llegar a mi biblioteca eché un rápido vistazo sobre los libros para tratar de hallar los dos que había prometido prestar a mi cliente. Encontré uno titulado Venecia, ciudad de arte, y luego, queriendo buscar otra obra histórica, cogí un libro titulado Los Médicis y salí con ambos de la biblioteca para regresar a ella inmediatamente, avergonzado de mi error al haber creído por un momento que los Médicis tenían algo que ver con Venecia, a pesar de saber perfectamente lo contrario. Dado que había hecho ver a mi paciente sus propios actos sintomáticos, no tuve más remedio que salvar mi autoridad, que obrar con justicia y confesarle honradamente los ocultos motivos del disgusto que su viaje me causaba.

Puede admirarse, en general, el hecho de que el impulso de decir la verdad es en los hombres mucho más fuerte de lo que se acostumbra creer. Quizá sea una consecuencia de mi ocupación con el psicoanálisis la dificultad que experimento para mentir. En cuanto trato de desfigurar algo, sucumbo a un error o a otro funcionamiento fallido cualquiera, por medio del que se revela mi insinceridad, como en los ejemplos anteriores ha podido verse.

El mecanismo del error parece ser el más superficial de todos los de los funcionamientos fallidos, pues la emergencia del error muestra, en general, que la actividad psíquica correspondiente ha tenido que luchar con una influencia perturbadora, pero sin que haya quedado determinada la naturaleza del error por la de la idea perturbadora, que permanece oculta en la oscuridad. Añadiremos aquí que en muchos casos sencillos de equivocaciones orales o gráficas debe admitirse el mismo estado de cosas. Cada vez que al hablar o al escribir nos equivocamos, debemos deducir la existencia de una perturbación causada por procesos psíquicos exteriores a la intención; pero hay también que admitir que la equivocación oral o gráfica sigue con frecuencia las leyes de la analogía, de la comodidad o de una tendencia a la aceleración, sin que el elemento perturbador consiga imprimir su carácter propio a las equivocaciones resultantes. El apoyo del material lingüístico es lo que hace posible la determinación de la falla, al mismo tiempo que le señala un límite.

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Para que consten aquí algunos ejemplos de errores que no sean exclusivamente los míos personales, citaré todavía unos cuantos, que hubiera podido incluir igualmente entre las equivocaciones orales o los actos de término erróneo, pero que, dada la equivalencia de todas estas clases de rendimientos fallidos, no importa que sean incluidos en cualquiera de ellas.

5) En una ocasión prohibí a un paciente mío que hablara por teléfono con su amante, con la que él mismo deseaba romper, para evitar que cada nueva conversación hiciera más difícil la lucha interior que sostenía. Estaba ya decidido a comunicarle por escrito su irrevocable decisión, pero encontraba dificultades para hacer llegar la carta a sus manos. En esta situación, me visitó un día a la una de la tarde para comunicarme que había encontrado un medio de salvar dichas dificultades y preguntarme, entre otras cosas, si le permitía referirse a mi actividad médica. A las dos, hallándose escribiendo la carta de ruptura, se interrumpió de repente y dijo a su madre: «Se me ha olvidado preguntar al doctor si debo dar su nombre en la carta.» A continuación fue al teléfono, pidió un número y, cuando le pusieron en comunicación, preguntó: «¿Podría decirme si el señor doctor recibe en consulta después del almuerzo?» La respuesta fue un asombrado «¿Te has vuelto loco, Adolfo?», pronunciado con aquella voz que yo le había prohibido volver a oír. Se había «equivocado» al pedir la comunicación y había dado el número de su amante en vez del número del médico.

6) Una señora joven tenía que visitar a una amiga suya, recién casada, que vivía en la calle Habsburgo (Habsburgergasse). Al referirse a esto durante la comida se equivocó y dijo que tenía que ir a la calle de Babenberg (Babenbergergasse). Sus familiares se echaron a reír al oírla, haciéndole notar su error, o, si se quiere, su equivocación oral. Dos días antes se había proclamado la República de Viena; los colores nacionales, amarillo y negro, habían sido sustituidos por los antiguos, rojo, blanco, rojo, y los Habsburgos habían sido destronados. La señora introdujo esta modificación en las señas de su amiga. En efecto, existe en Viena, y es muy conocida, una avenida de Babenberg (Babenbergerstraße), pero ningún vienés la denominaría calle (Gasse).

7) En un lugar de veraneo, el maestro de escuela, un joven pobre como las ratas, pero de apuesta figura, hizo la corte a la hija de un propietario de la ciudad, que poseía allí una villa, consiguiendo enamorar a la muchacha de tal modo que logró arrancar a sus padres el consentimiento para la boda, a pesar de la diferencia de posición y raza existente entre los novios. Así las cosas, el maestro escribió a su hermano una carta en la que le decía lo siguiente: «La tal muchacha no es nada bonita, pero sí muy amable, y con ello me basta.

Lo que no te puedo decir aún es si me decidiré o no a casarme con una judía.» Esta carta llegó a manos de la novia al mismo tiempo que el hermano se quedaba asombrado ante las ternezas amorosas que contenía la carta por él recibida. El que me relató este caso me aseguró que se trataba realmente de un error y no de una astucia encaminada a provocar la ruptura. También he conocido otro caso similar, en el que una anciana señora, descontenta de su médico y no queriendo decírselo francamente, utilizó este medio de cambiar las cartas para alcanzar su objeto, y esta vez sí puedo testimoniar que fue el error y no una astucia consciente lo que se sirvió de la conocida estratagema de comedia.

8) Brill relata el caso de una señora que, al preguntar a otra por la salud de una amiga común, la designó por su nombre de soltera. Al llamarle la atención sobre su error 136

tuvo que confesar que no le era simpático el marido de su amiga y que el matrimonio de ésta le había disgustado.

9) Un caso de error que puede ser también considerado como de equivocación oral: Un hombre joven fue a inscribir en el Registro el nacimiento de su segunda hija.

Preguntado por el nombre que le iba a poner, respondió que Ana, a lo cual repuso el empleado que cómo le ponía el mismo que a su primera hija. Como puede comprenderse, no era ésta su intención y rectificó el nombre en el acto debiendo deducirse de tal error que la segunda hija no había sido tan bien recibida como la primera.

10) Añado aquí algunas otras observaciones de cambio de nombres, que pudieran también haber sido incluidas en otros capítulos de este libro.

Una señora tenía tres hijas, de las cuales dos se hallaban casadas hacía ya largo tiempo mientras que la tercera esperaba aún la llegada del marido que el Destino le designase. Una amiga suya había hecho a las hijas casadas, en ocasión de su matrimonio, un igual regalo, consistente en un valioso servicio de plata para té. Siempre que la madre hablaba de este utensilio nombraba equivocadamente como dueña de él a la hija soltera. Se ve con toda claridad que este error expresa el deseo de la madre de ver casada a la hija que le queda. Supone, además, que también había de recibir el mismo regalo de boda.

Análogamente fáciles de interpretar son los frecuentes casos en que una madre confunde los nombres de sus hijas, hijos, yernos y nueras.

11) De una autoobservación del señor J. G., verificada durante su estancia en un sanatorio, tomo el siguiente precioso ejemplo de tenaz confusión de nombres:

«Mientras cenaba en el sanatorio dirigí, en el curso de una conversación que me interesaba poco y que era llevada en un tono por completo superficial, una frase especialmente amable a mi vecina de mesa. Esta, una soltera ya algo madura, no pudo por menos de observar que aquella frase mía era una excepción, pues no solía mostrarme de costumbre tan amable y galante con ella; observación que era, por un lado, muestra de sentimiento y, por otro, un alfilerazo dirigido a otra muchacha que ambos conocíamos y a la que yo solía mostrar más atención.

Como es natural, comprendió en seguida la alusión. En el transcurso de la conversación que después se desarrolló tuve que hacerme llamar varias veces la atención por mi interlocutora, cosa que me fue harto penosa, por haber confundido su nombre con el de la otra muchacha, a la que no sin razón consideraba ella como su feliz rival.»

12) Como un caso de «error» expondré aquí un suceso, grave en el fondo, que me fue relatado por un testigo presencial. Una señora había estado paseando por la noche con su marido y dos amigos de éste. Uno de estos últimos era su amante, circunstancia que los otros dos personajes ignoraban y no debían descubrir jamás. Los dos amigos acompañaron al matrimonio hasta la puerta de su casa y comenzaron a despedirse mientras esperaban que vinieran a abrir la puerta. La señora saludó a uno de los amigos dándole la mano y dirigiéndole unas palabras de cortesía. Luego se cogió del brazo de su amante y, volviéndose a su marido, quiso despedirse de él en la misma forma. El marido entró en la situación y, quitándose el sombrero, dijo con exquisita cortesía: «A los pies de usted, señora.» La mujer, asustada, se desprendió del brazo del amante y, antes que se abriera la puerta de su casa, tuvo aún tiempo de decir: «¡Parece mentira que pueda pasarle a uno una 137

cosa así!» El marido era de aquellos que tienen por imposible una infidelidad de su mujer.

Repetidas veces había jurado que en un caso tal peligraría más de una vida. Así, pues, poseía los más fuertes obstáculos internos para llegar a darse cuenta del desafío que el error de su mujer constituía.

13) He aquí un error cometido por un paciente mío y que, por repetirse después en sentido inverso, resulta especialmente instructivo: Tras una larga lucha interior se había decidido el joven a contraer matrimonio con una muchacha que le quería y a la que también él amaba. El día en que le comunicó su resolución la acompañó hasta su casa, se despidió de ella y tomó un tranvía, en el cual pidió al cobrador dos boletos. Medio año después, ya casado, siente que no puede acostumbrarse a la vida conyugal, duda de si ha hecho bien en casarse, echa de menos sus amistades de soltero y tiene mil cosas que reprochar a sus suegros. Una tarde fue a casa de éstos a recoger a su mujer, subió con ella en un tranvía y al acercarse al cobrador le pidió un solo boleto.

14) Maeder nos relata un precioso ejemplo de cómo por medio de un error puede satisfacerse un deseo reprimido a disgusto («Nouvelles contributions», etcétera, en Arch. de Psych., VI, 1908): «Un colega deseaba gozar por entero, y sin tener que ocuparse de nada, de un día de vacaciones, pero tenía precisamente que hacer una visita poco agradable en Lucerna, y después de largas vacilaciones se decidió ir a dicha ciudad. Para distraerse durante el viaje de Zurich a Goldau se puso a leer los periódicos. Al llegar a Goldau cambió de tren y prosiguió su lectura. Ya en marcha el tren, el revisor le advirtió que se había equivocado en el transbordo y, en vez de tomar el tren que iba a Lucerna, había subido en otro que regresaba a Zurich.»

15) EI doctor V. Tausk comunica, bajo el título Rutas falsas, un intento análogo, pero fracasado, de realización de un deseo reprimido por medio de un error (Internat.

Zeitschrift f. ärztl. Psychoanalyse, IV, 1916-17):

«Durante la campaña vine una vez desde el frente a Viena con permiso, y un antiguo cliente mío que se enteró de mi estancia en la capital me avisó para que fuese a visitarle, pues se hallaba enfermo en cama. Accedí a su petición y fui a verle, permaneciendo dos horas en su casa. Al despedirme me preguntó el enfermo cuánto me debía por mi visita.

-Estoy aquí sólo por unos días, hasta que acabe mi permiso -le contesté-, y no visito ni ejerzo mi profesión durante ellos. Considere usted mi visita como un servicio amistoso.

EI enfermo vaciló en aceptar mi oferta, sintiendo que no tenía derecho a considerar un servicio profesional como un favor gratuito; pero, por último, se decidió a hacerlo así, expresando, con una cortesía que le dictó su satisfacción ante el ahorro de su dinero, que, siendo yo perito en psicoanálisis, debía obrar siempre con acierto.

A mí mismo me entraron también pocos momentos después ciertas sospechas sobre la sinceridad de mi generosa conducta, y asaltado de dudas -que apenas admitían una solución equívoca-, tomé el tranvía eléctrico de la línea X. Después de un corto viaje en este tranvía debía apearme de él para tomar el de la línea Y. Mientras esperaba que llegase este último olvidé la cuestión de mis honorarios y comencé a pensar en los síntomas que el paciente presentaba. Entre tanto llegó el tranvía que yo esperaba y monté en él. Mas en la 138

primera parada tuve que apearme, pues por error y sin darme cuenta, había tomado, en vez de un tranvía de la línea Y, uno de la línea X, que pasaba en dirección contraria y me hacía regresar, por tanto, hacia la casa del paciente al que no había querido cobrar honorarios ningunos. Mi inconsciente, en cambio, quería ir a buscar tales honorarios.»

16) En una ocasión llevé yo también a cabo una habilidad semejante a la del sujeto del ejemplo 14. Había prometido a mi hermano mayor irle a visitar durante el verano a una playa de la costa inglesa en la que él se hallaba, y dado el poco tiempo de que podía disponer, me había obligado a hacer el viaje por el camino más corto y a no detenerme en ningún punto. Pedí a mi hermano que me concediera quedarme un día en Holanda, pero me lo negó, diciendo que después, al regresar, podía hacer lo que me pareciese. Así, pues, emprendí mi viaje desde Munich, pasando por Colonia, hasta Rotterdam y Hoek, de donde, a medianoche, salía un barco para Harwich. En Colonia tenía que cambiar de tren, para tomar el rápido de Rotterdam. Descendí de mi vagón y me puse a buscar dicho rápido, sin lograr descubrirlo en parte alguna. Pregunté a varios empleados, fui enviado de un andén para otro, caí en una exagerada desesperación y, al cabo de todo esto, pude suponer que durante mis vanas investigaciones debía ya de haber salido el tren buscado. Cuando ello me fue confirmado reflexioné si debía quedarme aquella noche en Colonia, cosa a la que, entre otros motivos, me inducía un sentimiento familiar, pues, según una vieja tradición nuestra, unos antepasados míos se habían refugiado en esta ciudad huyendo de una persecución contra los judíos. Sin embargo, resolví tomar un tren posterior para Rotterdam, adonde llegué muy entrada la noche, y, por tanto, tuve que pasar todo el día siguiente en Holanda.

Esta estancia me permitió realizar un deseo que abrigaba hacía ya mucho tiempo: el de admirar los magníficos cuadros de Rembrandt existentes en La Haya y en el Museo Real de Amsterdam. Hasta la mañana siguiente, cuando, durante el viaje en un tren inglés, pude resumir mis impresiones, no surgió en mí el indudable recuerdo de haber visto en la estación de Colonia, a pocos pasos del sitio donde me apeé del tren y en el mismo andén, un gran cartel con la indicación «Rotterdam-Hoek de Holanda». Allí esperaba con seguridad el tren en el que había debido continuar mi viaje. Si no se quiere admitir que, contra las órdenes de mi hermano, quería a toda costa admirar los cuadros de Rembrandt en mi viaje de ida, habrá que considerar el incidente como una inexplicable «ceguera» mía.

Todo lo restante, mi bien fingida perplejidad y la emergencia de la pía intención familiar de quedarme aquella noche en Colonia, fue tan sólo un dispositivo destinado a encubrir mi propósito hasta que hubiera sido ejecutado por completo.

17) J. Stärcke expone (l. c.) otro caso observado en sí propio y en el que una

«distracción» facilita la realización de un deseo al que el sujeto cree haber renunciado:

«En una ocasión tenía que dar en un pueblo una conferencia con proyecciones de diapositivas. Tal conferencia había sido fijada para un día determinado y después aplazada por ocho días. Este aplazamiento me fue comunicado en una carta, a la que contesté, anotando después en un memorándum la nueva fecha fijada. Debiendo ser la conferencia por la noche, me propuse llegar por la tarde a la localidad indicada para tener tiempo de hacer una visita a un escritor conocido mío que allí residía. Por desgracia, el día de la conferencia tuve por la tarde ocupaciones inexcusables y me fue preciso renunciar con gran sentimiento a la visita deseada. Al Ilegar la noche cogí un maletín lleno de placas fotográficas para las proyecciones y salí a toda prisa hacia la estación. Para poder alcanzar 139

el tren tuve que tomar un taxi. (Es cosa que me sucede con gran frecuencia; mi innata indecisión a veces me ha obligado a tomar un automóvil para alcanzar el tren.) Al llegar a la localidad a que me dirigía me asombró no encontrar a nadie esperándome en la estación, según es costumbre cuando se va a dar una conferencia en tales pequeñas poblaciones. De pronto recordé que la fecha de la conferencia se había retrasado en una semana y que, siendo aquel día el primeramente fijado, había hecho un viaje inútil. Después de maldecir de todo corazón mis `distracciones' pensé en tomar el primer tren para regresar a mi casa; pero, reflexionando, hallé que tenía una gran ocasión para hacer la visita deseada. En el camino hacia la casa de mi amigo el escritor caí en que mi deseo de tener tiempo suficiente para visitarle era sin duda lo que había tramado toda aquella conspiración, haciéndome olvidar el aplazamiento de la conferencia. Mi apresuramiento para alcanzar el tren y el ir cargado con el pesado maletín lleno de placas eran cosas que sirvieron para que la intención inconsciente quedase mejor oculta detrás de ellas.»

No se estará quizá muy propicio a considerar esta clase de errores aquí explicados como muy numerosos e importantes. Pero he de invitar a los lectores a reflexionar si no se tiene razón para extender estas mismas consideraciones a la concepción de los más importantes errores de juicio que los hombres cometen en la vida y en la ciencia. Sólo los espíritus más selectos y equilibrados parecen poder preservar la imagen de la realidad externa por ellos percibida de la desfiguración que sufre en su tránsito a través de la individualidad psíquica del perceptor.

«Sigmund Freud: Obras Completas», en «Freud total» 1.0 (versión electrónica)

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