4. El retorno infantil al totemismo

Del psicoanálisis, que ha sido el primero en descubrir la constante determinación de los actos y productos psíquicos, no es de temer que se vea tentado de retraer a una sola fuente un fenómeno tan complicado como la religión. Cuando, por deber o por necesidad, se ve obligado a mostrarse unilateral y a no hacer resaltar sino una sola fuente de esta institución, no pretende afirmar que tal fuente sea única ni que ocupe el primer lugar entre las demás. Sólo una síntesis de los resultados obtenidos en las diferentes ramas de la investigación podrá decidir la importancia relativa que debe ser atribuida en la génesis de la religión al mecanismo que a continuación vamos a intentar describir. Pero tal labor sobrepasaría tanto los medios de que el investigador psicoanalítico dispone como el fin que persigue.

Uno

En el capítulo 1 de este apartado establecimos la noción del totemismo. Hemos visto que el totemismo es un sistema que en algunos pueblos primitivos de Australia, América y África reemplaza a la religión y constituye la base de la organización social. Sabemos que en 1869 atrajo el escocés MacLennan, por vez primera, la atención general sobre los fenómenos del totemismo, considerados hasta entonces como simples curiosidades, expresando la opinión de que muchos usos y costumbres existentes en diferentes sociedades antiguas y modernas debían ser considerados como supervivencias de una época totémica. Desde esta fecha ha reconocido la ciencia la importancia del totemismo en toda su amplitud. Como una de las últimas opiniones formuladas sobre esta cuestión citaré la que Wundt expresa en sus Elementos de la psicología de los pueblos (1912): «Teniendo en cuenta todos estos hechos, podemos admitir, sin temor a apartarnos demasiado de la verdad, que la cultura totémica ha constituido en todas partes una fase preliminar del desarrollo ulterior y un estado de transmisión entre la humanidad primitiva y la época de los héroes y de los dioses» (pág. 139).

El fin que en el presente ensayo perseguimos nos obliga a estudiar más detenidamente los caracteres del totemismo. Por razones que más tarde comprenderá el lector prefiero seguir aquí la exposición desarrollada por S. Reinach, que en 1900 formuló el siguiente Código del totemismo en doce artículos, especie de catecismo de la religión tótemista [1] ;

1. Ciertos animales no deben ser muertos ni comidos. Los hombres mantienen en cautividad individuos de estas especies animales y los rodean de cuidados.

2. Un animal muerto accidentalmente hace llevar luto a la tribu y es enterrado con iguales honores que un miembro de la misma.

3. La prohibición alimenticia no recae algunas veces sino sobre una cierta parte del cuerpo del animal.

4. Cuando se impone la necesidad de matar a un animal habitualmente respetado, se excusa la tribu cerca de él y se intenta atenuar, por medio de toda clase de artificios y expedientes, la violencia del tabú; esto es, el asesinato.

5. Cuando el animal es sacrificado ritualmente, es solemnemente llorado.

6. En ciertas ocasiones solemnes y en determinadas ceremonias religiosas se revisten los individuos con la piel de determinados animales. Entre los pueblos que viven aún bajo el régimen del totemismo se utiliza para estos usos la piel del tótem.

7. Existen tribus e individuos que se dan el nombre de los animales tótem.

8. Muchas tribus se sirven de imágenes de animales como símbolos heráldicos y ornan con ellas sus armas de caza o de guerra. Los hombres se dibujan o tatúan en sus cuerpos las imágenes de estos animales.

9. Cuando el tótem es un animal peligroso y temido, se admite que respeta a los miembros del clan que lleva su nombre.

10. El animal tótem defiende y protege a los miembros del clan.

11. El animal tótem predice el porvenir a sus fieles y les sirve de guía.

12. Los miembros de una tribu tótemista creen con frecuencia hallarse enlazados al animal tótem por un origen común.

Para apreciar en su valor este catecismo de la religión totémica es necesario saber que Reinach ha incluido en él todos los signos y todos los fenómenos de supervivencia en los que se basan los autores para afirmar la existencia, en un momento dado, del sistema totémico. La actitud particular del autor con respecto al problema se manifiesta en que prescinde, hasta cierto punto, de los rasgos esenciales del totemismo. Más adelante veremos, en efecto, que las dos proposiciones fundamentales del catecismo totémico relega una a último término y omite la otra por completo.

Para formarnos una idea exacta de los caracteres del totemismo nos dirigiremos a un autor que ha consagrado a este tema una obra en cuatro volúmenes, en los cuales nos ofrece una completísima colección de observaciones y una detenida y profunda discusión de los problemas que las mismas plantean. Aunque nuestra investigación psicoanalítica nos haya conducido a resultados distintos de los suyos, no olvidaremos nunca lo mucho que a Frazer debemos ni el placer y las enseñanzas que la lectura de su obra fundamental, Totemism and Exogamy, nos ha proporcionado [2] .

Un tótem, escribía Frazer en su primer trabajo (Totemism, Edimburgo, 1887), reproducido luego en el primer volumen de su gran obra Totemism and Exogamy, es un objeto material al que el salvaje testimonia un supersticioso respeto porque cree que entre su propia persona y cada uno de los objetos de dicha especie existe una particularísima relación. Esta relación entre un hombre y su tótem es siempre recíproca. El tótem protege al hombre, y el hombre manifiesta su respeto hacia el tótem en diferentes modos; por ejemplo, no matándole cuando es un animal o no cogiéndole cuando es una planta. El tótem se distingue del fetiche en que no es nunca un objeto único, como este último, sino una especie animal o vegetal; con menos frecuencia, una clase de objetos inanimados, y más raramente aún, una clase de objetos artificialmente fabricados.

Pueden distinguirse, por lo menos, tres variedades de tótem:

1. El tótem de la tribu, que se transmite hereditariamente de generación en generación.

2. El tótem particular a un sexo; esto es, perteneciente a todos los miembros varones o hembras de una tribu dada, con exclusión de los miembros del sexo opuesto.

3. El tótem individual, que pertenece a una sola persona y no se transmite a sus descendientes.

Las dos últimas variedades presentan una importancia insignificante comparadas con el tótem de la tribu. Aparecieron muy posteriormente a éste y no son sino formaciones accesorias.

El tótem de la tribu (o del clan) es venerado por un grupo de hombres y mujeres que llevan su nombre, se consideran como descendientes de un antepasado común y se hallan estrechamente ligados unos a otros por deberes comunes y por la creencia en el tótem común.

El totemismo es un sistema a la vez religioso y social. Desde el punto de vista religioso consiste en las relaciones de respeto y de mutua consideración entre el hombre y el tótem. Desde el punto de vista social, en obligaciones de los miembros del clan entre sí y con respecto a otras tribus. En el curso del desarrollo ulterior del totemismo muestran estos dos aspectos una tendencia a separarse uno de otro. El sistema social sobrevive con frecuencia al religioso, e inversamente hallamos restos del totemismo en la religión de países en los cuales ha desaparecido ya el sistema social fundado en el totemismo. Dada nuestra ignorancia de los orígenes del totemismo, no podemos determinar con certidumbre la modalidad de las relaciones primitivamente existentes entre tales dos sectores, religioso y social. Es, sin embargo, muy verosímil que se hallasen al principio inseparablemente ligados uno al otro. Dicho en otros términos, cuanto más nos remontamos en el curso del desarrollo totémico, más claramente comprobamos que los miembros de la tribu se consideran pertenecientes a la misma especie que el tótem, y que su actitud con respecto al mismo no difiere en nada de la que observan con respecto a los demás miembros de su tribu.

En su descripción especial del totemismo como sistema religioso nos enseña Frazer que los miembros de una tribu se nombran según el tótem y creen también, en general, que descienden de él. De esta creencia resulta que no cazan al animal tótem, no lo matan ni lo comen, y se abstienen de todo otro uso del tótem cuando el mismo no es un animal. La prohibición de matar y comer el tótem no es el único tabú que a él se refiere. A veces está también prohibido tocarle incluso mirarle o pronunciar su nombre. La trasgresión de estas prohibiciones del tabú, protectoras del tótem, es castigada automáticamente con graves enfermedades o con la muerte [3] .

El clan sustenta y mantiene en cautividad, con gran frecuencia, individuos de la raza tótem [4] . Un animal tótem es llorado y enterrado como un miembro del clan cuando es encontrado muerto. En aquellas ocasiones en que se ven forzados a matar un animal tótem, lo hacen observando un ritual de excusa y ceremonias de expiación.

La tribu espera de su tótem protección y respeto. Cuando el mismo es un animal peligroso (animal de presa o serpiente venenosa), se le supone incapaz de perjudicar a sus camaradas humanos, y cuando esta creencia queda contradicha, es la víctima expulsada de la tribu. Los juramentos —piensa Frazer— eran, al principio, ordalías, y así, se sometía a la decisión del tótem la resolución de cuestiones delicadas, tales como las de descendencia o autenticidad. El tótem auxilia a los hombres en las enfermedades y dispensa al clan presagios y advertencias. La aparición de un animal tótem cerca de una casa era considerada con frecuencia como el anuncio de una muerte, suponiéndose que el tótem venía a buscar a su pariente [5] .

En muchas circunstancias importantes, el miembro del clan procura acentuar su parentesco con el tótem, haciéndose exteriormente semejante a él; esto es, cubriéndose con la piel del animal o haciéndose tatuar en el cuerpo la imagen del mismo, etc. En los sucesos solemnes, tales como el nacimiento, la iniciación de los adolescentes y los entierros, se exterioriza en palabras y actos esta identificación con el tótem. Para ciertos fines mágicos y religiosos se bailan danzas, en el curso de las cuales todos los miembros de la tribu se cubren con la piel de su tótem e imitan los ademanes que le caracterizan. Hay, en fin, ceremonias en el curso de las cuales es solemnemente sacrificado el animal [6] .

El lado social del totemismo se expresa sobre todo en un determinado mandamiento, rigurosísimo, y en una amplia restricción. Los miembros de un clan totémico se consideran como hermanos y hermanas obligados a ayudarse y protegerse recíprocamente. Cuando un miembro del clan es muerto por un extranjero, toda la tribu de que el asesino forma parte es responsable de su acto criminal, y el clan a que pertenecía la víctima exige solidariamente la expiación de la sangre vertida. Los lazos totémicos son más fuertes que los de familia en el sentido que actualmente les atribuimos y no coinciden con ellos, pues el tótem se transmite generalmente por línea materna, siendo muy probable que la herencia paterna no existiese al principio en absoluto.

La restricción tabú correlativa consiste en que los miembros del mismo clan totémico no deben contraer matrimonio entre sí y deben abstenerse en general de todo contacto sexual. Nos hallamos aquí en presencia de la exogamia, el famoso y enigmático corolario del totemismo. A ella hemos consagrado ya todo el primer capítulo de la presente obra y, por tanto, nos limitaremos a recordar: 1.° Que es un efecto del pronunciado horror que el incesto inspira al salvaje; 2.° Que se nos hizo comprensible como prevención contra el incesto en los matrimonios de grupo, y 3.° Que primitivamente se halla encaminada a preservar del incesto a la generación joven, y sólo después de un cierto desarrollo, llega a constituir también una traba para las generaciones anteriores [7] .

A esta exposición del totemismo, debida a Frazer y una de las primeras en la literatura sobre este tema, añadiremos algunos extractos de otra más reciente. En sus Elementos de psicología de los pueblos, publicados en 1912, escribe Wundt [8] : «El animal tótem es considerado como el animal antepasado del grupo correspondiente. Tótem es, pues, por un lado, una designación de grupo, y, por otro, un nombre patronímico, presentando también, en esta última acepción, una significación mitológica. Todas estas significaciones del concepto de tótem están, sin embargo, muy lejos de hallarse rigurosamente delimitadas. En ciertos casos retroceden a último término algunas de ellas, convirtiéndose entonces los tótem en una simple nomenclatura de las divisiones del clan, mientras que en otros pasa, en cambio, a primer término la representación relativa a la descendencia o a la significación ritual del tótem… La noción del tótem sirve de base a la subdivisión interior y a la organización del clan. Estas normas y su profundo arraigo en las creencias y los sentimientos de los miembros del clan hicieron que el animal tótem no fuera considerado al principio únicamente como el nombre de un grupo de miembros de una tribu, sino casi siempre también como el antepasado de dichos miembros… De este modo llegaron tales animales antepasados a ser objeto de un culto… Este culto se exterioriza en determinadas ceremonias y solemnidades, pero sobre todo en la actitud individual con respecto al tótem. El carácter totémico no era privativo de un animal único, sino de todos los pertenecientes a una especie determinada. Salvo en ciertas circunstancias excepcionales, estaba rigurosamente prohibido comer de la carne del animal tótem. Esta interdicción presenta una importante contrapartida en el hecho de que en determinadas ocasiones solemnes, y observando un cierto ceremonial, era muerto y comido el animal tótem…» «… El aspecto social más importante de esta divisa totémica de la tribu consiste en las normas morales que de ella resultan con respecto a las relaciones de los grupos entre sí. Las más importantes de estas normas son las que se refieren a las relaciones matrimoniales. Así resulta que dicha división de la tribu implica un importante fenómeno que aparece por vez primera en la época tótemista: la exogamia».

Haciendo abstracción de todas las modificaciones y atenuaciones ulteriores, podemos considerar como característicos del totemismo primitivo los siguientes rasgos esenciales: Los tótem no eran primitivamente sino animales y se los consideraba como los antepasados de las tribus respectivas. El tótem no se transmitía sino por línea materna. Estaba prohibido matarlo (o comer de él, cosa que para el hombre primitivo significaba lo mismo). Por último, los miembros de una división totémica se veían rigurosamente prohibidos a todo contacto sexual con los del sexo opuesto pertenecientes al mismo clan [9] .

Extrañamos, pues, que en el «código del totemismo» formulado por Reinach aparezca omitido uno de los dos tabú capitales, la exogamia, y no se mencione el otro, el carácter ancestral del animal tótem, sino de pasada. Pero si hemos preferido a otras esta exposición de Reinach, autor que, por otra parte, ha contribuido muy meritoriamente al esclarecimiento de estas cuestiones, ha sido sobre todo para preparar a nuestros lectores a las divergencias de opinión que habremos de encontrar en los autores a los que acudiremos ahora en demanda de aclaraciones.

Dos

Conforme se fue haciendo más evidente que el totemismo representaba una fase normal de toda cultura, fue también imponiéndose la necesidad de llegar a su inteligencia y elucidar el enigma de su naturaleza. Todo es enigmático en el totemismo, pero hemos de ver sus problemas capitales en los relativos a los orígenes de la genealogía totémica, a la motivación de la exogamia y del tabú del incesto por ella representado y a las relaciones entre la genealogía y la exogamia; esto es, entre la organización totémica y la prohibición del incesto. Nuestra inteligencia de la singular institución totémica habrá de ser a la vez histórica y psicológica y esclarecer tanto las condiciones en las que se ha desarrollado como las necesidades psíquicas del hombre, de las que constituye una expresión.

Habrá de extrañar a nuestros lectores averiguar que para contestar a estas interrogaciones se han situado los investigadores en puntos de vista muy diferentes y que sus resultados muestran grandes divergencias. De este modo, todo lo que pudiera afirmarse sobre el totemismo y la exogamia es aún inseguro. El mismo cuadro que antes hemos desarrollado guiándonos por un trabajo de Frazer publicado en 1897 tiene el inconveniente de expresar un arbitrario prejuicio de dicho autor, y seguramente sería hoy rectificado por el mismo, que no tuvo nunca reparo en modificar sus conclusiones cuando un nuevo conocimiento lo exigía [10] .

Parece natural admitir que si lográsemos aproximarnos más a los orígenes del totemismo y de la exogamia, no nos sería ya nada difícil penetrar en la esencia de ambas instituciones. Mas para juzgar acertadamente nuestra situación ante estas materias habremos de conservar siempre presente la observación de Andrew Lang de que tampoco los pueblos primitivos han conservado las formas originales de dichas instituciones ni las condiciones de su formación, de manera que nos vemos obligados a suplir con hipótesis las lagunas que la observación directa ha de presentar necesariamente [11] . Entre las tentativas de explicación desarrolladas hasta ahora hay algunas que el psicólogo tiene que rechazar desde el primer momento como inadecuadas por ser demasiado racionalistas y no tener en cuenta el lado efectivo de la materia o parecer basadas en premisas aún no confirmadas por la observación. Otras, por último, se apoyan en materiales que podrían ser interpretados más justificadamente en un distinto sentido. No es, en general, difícil refutar las diferentes opiniones expuestas, pues, como siempre sucede, muestran los autores un mayor acierto en las críticas de que se hacen objeto unos a otros que en la parte positiva de sus trabajos. El resultado final de sus consideraciones sobre cada uno de los puntos tratados suele ser, en la mayoría de ellos, un non liquet. Así, pues, no extrañaremos comprobar que en las obras más recientes sobre estas materias, de las que sólo habremos de citar aquí una pequeña parte, se manifiesta una tendencia cada día mayor a declarar imposible la solución general de los problemas totémicos. (Véase, por ejemplo, el estudio de B. Goldenweiser en el Journal of Amer. Folklore, XXIII, 1910; trabajo resumido en el Britannica Year Book, 1913). En la mención de tales hipótesis contradictorias habré de permitirme prescindir de su orden cronológico.

a) El origen del totemismo.

El problema de los orígenes del totemismo puede ser formulado también en la forma siguiente: ¿Cómo llegaron los hombres primitivos a denominarse (y denominar a sus tribus) con los nombres de animales, plantas y objetos inanimados? [12] .

El escocés MacLennan [13] , al que debe la ciencia el descubrimiento del totemismo y de la exogamia, se abstuvo de pronunciarse sobre los crímenes del totemismo. Según una comunicación de A. Lang [14] , se inclinó durante mucho tiempo a referir el totemismo a las costumbres del tatuaje. Las teorías enunciadas hasta ahora sobre los orígenes del totemismo pueden dividirse en tres grupos: α) las teorías nominalistas; β) las teorías sociológicas; y γ) las teorías psicológicas.

α) Las teorías nominalistas.

El contenido de estas teorías justifica, como lo verá el que siguiere leyendo, su clasificación bajo el título.

Garcilaso de la Vega, descendiente de los incas del Perú, que escribió en el siglo XVII la historia de su pueblo, retrajo lo que sabía de los fenómenos totémicos a la necesidad de las tribus de distinguirse unas de otras por sus nombres [15] . Dos siglos más tarde volvemos a hallar la misma opinión en la «Etnología», de A. K. Kleane, autor que ve el origen del tótem en las armas heráldicas adoptadas por los individuos, familias y tribus para distinguirse entre sí [16] .

Max Müller ha expresado también este punto de vista en sus Contributions to the Science of Mythology [17] . Según él, un tótem sería: 1.º, una insignia del clan; 2.º, un nombre del clan; 3.º, el nombre de un antecesor del clan; 4.º, el nombre de un objeto venerado por el clan. En 1889 escribía J. Pikler: «Los hombres reconocieron la necesidad de dar a cada colectividad y a cada individuo un nombre permanente, fijado por la escritura… El totemismo no nació, pues, de una necesidad religiosa, sino de una necesidad prosaica y práctica. El nódulo del totemismo, esto es, la denominación, constituye una consecuencia de la técnica de la escritura primitiva. El carácter del tótem es también el de los signos gráficos, fáciles de reproducir. Pero una vez que los salvajes se dieron el nombre de un animal, dedujeron de ello la idea de un parentesco con el mismo» [18] .

Herbert Spencer [19] atribuía igualmente a la denominación el papel decisivo en la formación del totemismo. Según él, habría habido ciertos individuos que por presentar determinadas cualidades recibieron nombre de animales y adquirieron de este modo títulos honoríficos o sobrenombres que transmitieron después a su descendencia. A causa de la indeterminación de los idiomas primitivos, las generaciones ulteriores habrían interpretado estos nombres como un testimonio de su descendencia de dichos animales, quedando así transformado el totetmismo, a consecuencia de una errónea interpretación, en un culto a los antepasados.

Lord Averbury (más conocido con el nombre de sir John Lubbock) explica exactamente del mismo modo, aunque sin insistir en el error de interpretación, el origen del totemismo. Si queremos explicar el culto de los animales, dice, no debemos olvidar la frecuencia con que los hombres suelen tomar nombres zoológicos. Los hijos o los partidarios de un hombre que haya recibido el nombre de «oso» o de «león», convirtieron, naturalmente, este nombre en nombre de familia o de tribu, resultando así que el animal mismo llegó luego a ser objeto de un cierto respeto y hasta de un culto.

Contra esta teoría que deduce los nombres totémicos de los individuales, formula Fison una objeción, al parecer irrefutable [20] . Invocando las informaciones que sobre Australia poseemos, muestra que el tótem es siempre una designación de un grupo de hombres y nunca la de un individuo. Si el tótem hubiese sido primitivamente el nombre de un individuo, no habría podido transmitirse jamás a los hijos, dado el régimen de sucesión materna.

Todas estas teorías que acabamos de citar son, además, manifiestamente insuficientes. Explican por qué las tribus primitivas llevan nombres de animales, mas no, en cambio, la importancia que esta denominación ha adquirido para ellas, o sea el sistema totémico. La teoría más notable de este grupo es la desarrollada por Lang en sus obras Social origins (1903) y The secret of the totem (1905). Esta teoría considera también la denominación como el nódulo del problema pero hace intervenir a dos interesantes factores psicológicos y pretende resolver así, de un modo definitivo, el enigma del totemismo.

Según Lang, importa poco de qué modo llegaron los clanes a darse nombres de animales. Basta con admitir que hubo un día en el que advirtieron que llevaban tales nombres, sin que supieran determinar la causa. El origen de los mismos había sido olvidado. Entonces habrían intentado obtener una explicación especulativa de su denominación, y dada la importancia que atribuían a los nombres, tenían que llegar necesariamente a todas las ideas contenidas en el sistema totémico. Los nombres no eran para los primitivos, como tampoco lo son para los salvajes de nuestros días, e incluso para nuestros niños [21] , algo convencional e indiferente, sino atributos significativos y esenciales. El nombre de un individuo es una de las partes esenciales de su persona y quizá incluso de su alma. El hecho de llevar el mismo nombre que un animal dado debió de inclinar al primitivo a admitir un importante y misterioso enlace entre su persona y la especie animal cuyo nombre llevaba. ¿Y qué otro enlace hubiera podido concebir sino la consanguinidad? Pero admitido éste, fundándolo en la identidad de nombre, todas las prescripciones totémicas, incluso la exogamia, habían de derivarse de él como consecuencia directa del tabú de consanguinidad.

«No more than these three things —a group animal name of unknown origin; belief in a trascendental connection between all bearers, human and bestial, of the same name; and belief in the blood superstition— was needed to give rise to all the tótemic creeds and practices, including exogamy». (Secret of the totem, página 126).

La explicación de Lang es, por decirlo así, de dos tiempos. La primera parte de su teoría deduce el sistema totémico, con una necesidad psicológica, de la existencia del nombre totémico, partiendo de la hipótesis del olvido del origen de dicho nombre. La segunda procura descubrir tal origen, y, como pronto veremos, es de naturaleza muy diferente.

Esta segunda parte no se aleja, en efecto, gran cosa de las demás teorías nominalistas. La necesidad práctica de distinguirse obligó, según ella, a las tribus a atribuirse denominaciones diferentes, y cada una de ellas se atuvo preferentemente a aquella que las demás le daban. Este «naming from without» constituye la característica de la teoría de Lang. El hecho de que fueran nombres de animales los adoptados no tiene por qué extrañarnos, tanto menos cuanto que tales denominaciones zoológicas no podían ser consideradas por los hombres primitivos como un baldón o una burla. Lang cita, además, numerosos casos de épocas históricas más próximas, en los que nombres dados a título de burla fueron gustosamente aceptados por los interesados (Los gueusen, los whigs y los tories). La hipótesis de que el origen del nombre totémico fue olvidado en el curso de los tiempos enlaza esta segunda parte de la teoría de Lang a la primera, precedentemente expuesta.

β) Las teorías sociológicas.

S. Reinach, que ha investigado con éxito las supervivencias del sistema totémico en el culto y las costumbres de períodos posteriores, pero que ha dejado pasar inadvertido desde el principio el carácter ancestral del animal tótem, afirma en una de sus obras que el tótem no es, a su juicio, sino «una hipertrofia del instinto social» [22] .

Tal es también la idea en que se basa la obra de E. Durkheim (1912) titulada Les formes élémentaires de la vie religieuse. Le système totémique en Australie. El tótem no sería, según Durkheim, sino el representante visible de la religión social de estos pueblos y encarnaría a la colectividad, la cual sería el verdadero objeto del culto.

Otros autores han buscado argumentos más concretos en apoyo de esta tesis que atribuye a las tendencias sociales un papel predominante en la formación de las instituciones totémicas. Así, A. C. Haddon supone que toda tribu primitiva se alimentaba al principio de una sola especie de animales o plantas, e incluso comerciaba quizá con ella, utilizándola como medio de cambio contra productos proporcionados por otras tribus. Era, pues, natural que esta tribu acabase por ser conocida para los demás bajo el nombre del animal que desempeñaba en su vida tan importante papel. Al mismo tiempo debió de nacer en ella una familiaridad particular con el animal de referencia y una especie de interés hacia él, fundado únicamente en la más elemental y más urgente de las necesidades humanas, o sea en el hambre [23] .

A esta teoría, la más racionalista de todas las relativas al totemismo, se ha objetado que el régimen de alimentación que supone no ha sido comprobado en ninguna parte entre los primitivos y no ha existido probablemente jamás. Los salvajes son omnívoros, y tanto más cuanto más bajo es su nivel de cultura. Por otro lado, no se comprende cómo este régimen exclusivo hubiera podido dar origen a una actitud casi religiosa con respecto al tótem y culminante en una abstención absoluta del alimento preferido.

La primera de las tres teorías que Frazer ha formulado sobre el origen del totemismo, es una teoría psicológica. Más adelante hablaremos de ella.

La segunda, de la que vamos ahora a ocuparnos, le fue sugerido por un importante trabajo de dos investigadores sobre los indígenas de la Australia Central [24] .

Spencer y Guillen describían en su obra toda una serie de singularísimas instituciones, costumbres y creencias observadas en un grupo de tribus conocidas con el nombre de nación arunta, y Frazer se adhirió a su conclusión, según la cual debían ser consideradas tales singularidades como rasgos de un estado primario, resultando así susceptibles de informarnos sobre el sentido primero y auténtico del totemismo.

Las particularidades observadas en la tribu arunta (una parte de la nación arunta) son las siguientes:

1. Los aruntas presentan la división en clanes totémicos; pero el tótem no es transmitido por herencia, sino determinado individualmente (ya veremos en qué forma).

2. Los clanes totémicos no son exógamos, y las restricciones matrimoniales se hallan fundadas, en esta minuciosísima división, en clases matrimoniales que nada tienen que ver con el tótem.

3. La función del clan totémico consiste en la realización de una ceremonia, cuyo fin es el de provocar, por medios esencialmente mágicos, la multiplicación del objeto totémico comestible (esta ceremonia se llama intichiuma).

4. Los aruntas sustentan una teoría singular sobre la concepción y la resurrección. Pretenden que los espíritus de los muertos pertenecientes al mismo tótem esperan su resurrección reunidos en ciertos lugares de su territorio y se introducen en el cuerpo de las mujeres que pasan por dichos lugares. Al nacer un niño indica la madre el lugar en el que cree haberlo concebido, y el tótem del niño es determinado conforme a esta indicación.

Admiten, además, que los espíritus, tanto los de los muertos como los de los resucitados, se hallan ligados a ciertos amuletos de piedra de una forma particular (llamados «churinga»), que se hallan en dichos lugares.

Dos hechos parecen haber sugerido a Frazer la opinión de que las instituciones de los arunta representan la forma más antigua del totemismo. En primer lugar, la existencia de ciertos mitos que afirman que los antecesores de los arunta se alimentaron regularmente de su tótem y no se casaron jamás sino con mujeres pertenecientes al mismo tótem que ellos. En segundo, la importancia aparentemente secundaria que los arunta atribuyen al acto sexual en su teoría de la concepción. Estos hombres, que no han reconocido que la fecundación es consecuencia de las relaciones sexuales, pueden ser considerados, justificadamente, como los más primitivos entre todos los actualmente existentes.

Tomando como base de su opinión sobre el totemismo la ceremonia intichiuma, creyó ver Frazer el sistema totémico a una luz completamente nueva, bajo el aspecto de una organización puramente práctica, destinada a combatir las necesidades más naturales del hombre. (Véase la opinión de Haddon anteriormente expuesta) [25] . El sistema totémico se le apareció, simplemente, como una «cooperative magic» en gran escala. Los primeros formaban, por decirlo así, una asociación mágica de producción y consumo. Cada clan totémico se encargaba de asegurar la abundancia de cierto artículo alimenticio. Cuando el tótem no era ya un animal comestible, sino un animal feroz o una fuerza natural, la lluvia, el viento, etc., se encargaba el clan correspondiente de ocuparse de este orden de fenómenos para alejar sus efectos perjudiciales. Cada uno de los clanes ejercía sus funciones en beneficio de todos los demás. Como el clan no debía comer de su tótem o sólo podía probarlo en determinadas ocasiones, se dedicaba a provisionar de él a los demás, que le proporcionaban, a cambio, aquello de que se habían encargado, conforme a su deber totémico social. A la luz de esta teoría, fundada en la ceremonia intichiuma, supuso Frazer que, deslumbrados por la prohibición de comer del animal tótem, habían dejado inadvertido hasta entonces los investigadores el aspecto social del problema; esto es, el mandamiento de velar porque los demás no carecieran del tótem comestible.

Frazer admitió la tradición arunta de que todos los clanes totémicos se alimentaron originariamente de su tótem, sin restricción alguna. Pero después tropezó con grandes dificultades para la comprensión del desarrollo ulterior, en el que el clan se contentaba con procurar a los demás el tótem, renunciando por su parte a alimentarse de él. Supuso entonces que tal restricción no fue dictada por un respeto de orden religioso, sino que obedeció quizá a la observación de que ningún animal se alimentaba con la carne de los de su misma especie. De esta observación habrían deducido los primitivos que la infracción de tal costumbre podía debilitar su identificación con el tótem y disminuir el poder que deseaban adquirir y conservar sobre él. Tal restricción podía también explicarse por el deseo de hacer propicio al animal tótem, respetándolo. De todos modos, no se hacía Frazer ilusiones sobre las dificultades con las que tal teoría tropezaba [26] , como tampoco se atrevió a pronunciarse sobre la forma en que la costumbre de contraer matrimonio dentro de la tribu, afirmada por la mencionada leyenda arunta, hubo de transformarse después en la exogamia.

La teoría de Frazer, fundada en el intichiuma, presupone y admite la naturaleza primitiva de las instituciones aruntas. Ahora bien: parece imposible mantener esta afirmación ante las objeciones que le han sido opuestas por Durkheim [27] y Lang [28] . Los arunta se presentan, por el contrario, como la más desarrollada de las tribus australianas, y parecen hallarse más bien en una fase de disolución que en el principio del totemismo. Los mitos, que tan profunda impresión hicieron a Frazer, por proclamar, contrariamente a las instituciones hoy en vigor, la libertad de comer del tótem y contraer matrimonio en el interior del clan totémico, deben ser consideradas como fantasías optativas proyectadas en el pasado; esto es, como un mito análogo al de la edad de oro.

γ) Las teorías psicológicas.

La primera teoría formulada por Frazer, antes de conocer las observaciones de Spencer y Gillen, es de carácter psicológico y se basa en la creencia en el «alma exterior» [29] . El tótem representaría un refugio en el que el alma sería depositada para sustraerla a los peligros que pudieran amenazarla. Cuando el primitivo había confiado su alma a su tótem, se hacía invulnerable y se guardada, naturalmente, de causar el menor daño al portador de la misma; pero como no sabía cuál de los individuos de la especie animal totémica era tal portador, tomaba el partido de respetar a la especie entera. Más tarde renunció Frazer, por sí mismo, a enlazar el sistema totémico a la creencia en las almas.

Cuando llegaron a su conocimiento las observaciones de Spencer y Gillen, formuló una segunda teoría —la sociológica antes analizada—, pero tampoco ésta consiguió satisfacerle definitivamente, pues reconoció que el motivo atribuido en ella al totemismo era demasiado racionalista y suponía una organización social en exceso complicada para ser primitiva [30] . Las asociaciones cooperativas mágicas se le mostraron entonces más bien como frutos tardíos que como gérmenes del totemismo, y buscó, por tanto, detrás de ellas un factor más sencillo, una superstición primitiva de la que fuese posible derivar el totemismo, hallándolo en la singularísima teoría de los arunta sobre la concepción.

Los arunta suprimen, como ya indicamos, toda relación entre la concepción y el acto sexual. Cuando una mujer se siente fecundada, es que en el momento en que experimenta dicha sensación ha habido un espíritu que aspiraba a la resurrección y que ha abandonado su residencia para introducirse en el cuerpo de dicha mujer, la cual le dará a luz, como hijo suyo. Tal hijo tendrá el tótem de los espíritus que esperan su resurrección en la misma residencia de aquel que en él ha encarnado. Esta teoría no puede, desde luego, explicar el totemismo, puesto que supone ya la existencia del tótem; pero si retrocedemos un poco más y admitimos que la mujer creía desde un principio que el animal, la planta, la piedra o el objeto que ocupaba su pensamiento en el instante en que se sintió fecundada había penetrado realmente en ella, para nacer después en forma humana, quedará realmente justificada, por esta creencia de la madre, la identidad del hombre con su tótem, y todas las prohibiciones totémicas, con exclusión de la exogamia, podrán ser deducidas de ella. En estas condiciones es natural que el hombre se niegue a comer el animal o la planta tótem, pues ello significaría comerse a sí mismo. Pero de cuando en cuando se sentirá dispuesto a consumir ceremoniosamente un poco de su tótem, con el fin de reforzar de este modo su identidad con él, identidad que constituye la parte esencial del totemismo. Las observaciones de W. H. R. Rivers sobre los naturales de las islas de Banko parecen demostrar, en efecto, la identificación directa del hombre con su tótem, basada en una análoga teoría de la concepción [31] .

La última fuente del totemismo consistiría, pues, en la ignorancia en que se encuentran los salvajes de la forma en la que los hombres y los animales procrean y perpetúan su especie, y sobre todo del papel que el macho desempeña en la fecundación. Esta ignorancia ha podido ser favorecida por el largo intervalo que separa el acto de la fecundación del nacimiento del niño (o del momento en que la madre advierte los primeros movimientos del feto). El totemismo sería así una creación del espíritu femenino y no del masculino y tendría su fuente en los «antojos» de la mujer encinta. «Todo lo que ha impresionado la imaginación de una mujer en aquel misterioso momento de su vida en el que sintió que era madre ha podido ser, en efecto, fácilmente identificado por ella con el niño que llevaba en su seno. Estas ilusiones materiales, tan naturales y, según parece, tan universales pueden muy bien haber sido la raíz del totemismo» [32] .

La objeción principal que puede oponerse a esta tercera teoría de Frazer es la misma que fue formulada contra su segunda teoría, o sea contra la sociológica. Los arunta parecen hallarse muy lejos de los comienzos del totemismo. Su negación de la paternidad no parece reposar en una ignorancia primitiva. En muchos casos conocen incluso la herencia por línea paterna. Diríase más bien que han sacrificado la paternidad a una especie de especulación destinada a asegurar el culto a los espíritus de los antepasados [33] . Haciendo del mito de la inmaculada concepción una teoría general, no han dado mayor prueba de ignorancia de las condiciones de la procreación que los pueblos de la antigüedad en la época del nacimiento de los mitos cristianos.

El holandés G. A. Wilcken ha propuesto otra explicación del origen del totemismo, enlazándolo con la creencia en la transmigración de las almas. «El animal al que según la creencia general pasaban las almas de los muertos se convertía así en un pariente por consanguinidad, esto es, en un antepasado, y era venerado como tal». Sin embargo, es más bien la creencia en la transmigración de las almas la que podría explicarse por el totemismo, y no éste por ella [34] .

Otra teoría del totemismo ha sido formulada por varios excelentes etnólogos americanos, tales como Fr. Boas, Hill-Tout y otros. Apoyándose en observaciones realizadas en tribus totémicas americanas, afirma esta teoría que el tótem tiene su origen en un espíritu tutelar, concebido en un sueño a un antepasado de la tribu y transmitido por éste a su posteridad. Pero ya indicamos anteriormente las dificultades que se oponen a la explicación de los orígenes del totemismo por la transmisión hereditaria e individual. Además, las observaciones realizadas en Australia no justifican en ningún modo tal relación de origen entre el tótem y un espíritu tutelar [35] .

La teoría psicológica más reciente, esto es, la de Wundt, considera como decisivos los dos hechos siguientes: El de que el objeto totémico más primitivo y difundido sea el animal y el de que los animales totémicos más extendidos sean aquellos a los que se atribuye un alma [36] . Ciertos animales, como las serpientes, los pájaros, los lagartos y los ratones, parecen muy apropiados, por su gran movilidad, su poder de volar y otras propiedades que inspiran sorpresa u horror, para constituirse en portadores de las almas que han abandonado los cuerpos. El animal totémico sería, pues, un producto de los avatares zoológicos del alma humana. Así, pues, el totemismo, según Wundt, se enlazaría directamente con la creencia en las almas; esto es, con el animismo.

b) y c) El origen de la exogamia y sus relaciones con el totemismo.

Aun habiendo citado con algún detalle las teorías relativas al totemismo, temo no haber dado una idea suficiente de ellas a causa de las abreviaciones a las que me he visto obligado a recurrir. Mas por lo que concierne a las cuestiones de que ahora vamos a ocuparnos, creo poder permitirme, en interés del lector mismo, ser aún más conciso, pues las discusiones surgidas sobre la exogamia de los pueblos totémicos son particularmente numerosas, complicadas y hasta confusas, y para el fin que en el presente estudio perseguimos ha de bastarnos recoger algunas líneas directivas de las mismas, remitiendo, por lo demás, a aquellos que deseen formarse una idea más profunda de la cuestión a las obras especiales que ya hemos tenido frecuente ocasión de citar.

La actitud de un autor ante los problemas enlazados con la exogamia depende naturalmente, hasta cierto punto, de sus simpatías por una de las diversas teorías totémicas. Algunas de las explicaciones expuestas carecen de toda relación con la exogamia, como si se tratase de dos instituciones por completo diferentes. De este modo nos hallamos ante dos concepciones, una de las cuales se ajusta a las apariencias primitivas y ve en la exogamia una parte especial del sistema totémico, mientras que la otra niega tal enlace y no cree sino en una coincidencia accidental de estos dos rasgos de las civilizaciones primitivas. En sus trabajos más recientes ha adoptado Frazer sin reservas este último punto de vista.

«Debo rogar al lector —dice— que tenga siempre presente el hecho de que las dos instituciones, el totemismo y la exogamia, son fundamentalmente distintas por su origen y su naturaleza, aunque se entrecrucen y se mezclen accidentalmente con un gran número de tribus». (Totemism and Exogamy, I, prefacio, página XII).

Este autor nos pone directamente en guardia contra el punto de vista opuesto, en el que ve una fuente de dificultades y de interpretaciones erróneas. Contrariamente a Frazer, han hallado otros autores el medio de ver en la exogamia una consecuencia necesaria de las ideas fundamentales del totemismo. Durkheim [37] expone en sus trabajos que el tabú enlazado al tótem debía implicar necesariamente la prohibición del contacto sexual con las mujeres pertenecientes al mismo tótem. El tótem es de la misma sangre que el hombre, y, por tanto, el tabú de la sangre tiene que prohibir necesariamente (refiriéndose en particular a la desfloración y a la menstruación) las relaciones sexuales con una mujer del mismo tótem [38] . A. Lang, de acuerdo con Durkheim en este punto, llega incluso a opinar que no es necesario invocar el tabú de la sangre para motivar la prohibición de las relaciones sexuales con mujeres de la misma tribu [39] . El tabú totémico general, que prohíbe, por ejemplo, sentarse a la sombra del árbol tabú, bastaría para ello. Como más adelante veremos, sustenta aún este mismo autor otra teoría diferente sobre los orígenes de la exogamia, dejando, por cierto, en la oscuridad la relación que puede unir a esta segunda teoría con la precedentemente expuesta. Por lo que concierne a la sucesión en el tiempo, opina la mayoría de los autores que el totemismo es anterior a la exogamia [40] .

Entre las teorías que tienden a explicar la exogamia independientemente del totemismo no recogeremos sino aquellas que representan las diferentes actitudes de los autores con respecto al problema del incesto.

Mac Lennan [41] ha explicado muy· ingeniosamente la exogamia por la supervivencia de costumbres que parecen revelar la existencia, en una época más antigua, del rapto de mujeres. Admitía este autor que en las épocas más primitivas existía la costumbre general de procurarse mujeres robándolas a tribus extranjeras y que, poco a poco, se fue haciendo cada vez más excepcional el matrimonio con mujeres de la propia tribu, acabando por quedar prohibido [42] . En su obra busca la razón de la exogamia en la penuria de mujeres de que estas tribus primitivas sufrían a consecuencia de la costumbre que en ellas reinaba de matar a la mayoría de los nacidos de sexo femenino inmediatamente después de su nacimiento. No hemos de ocupamos aquí de comprobar si los hechos reales confirman estas hipótesis de Mac Lennan, pues nos basta advertir que incluso admitiendo tales hipótesis no queda explicado por qué los hombres de la tribu habrían de hacerse inaccesibles a las pocas mujeres de su clan ni por qué el autor deja a un lado por completo el problema del incesto [43] . Opuestamente a este punto de vista, y manifiestamente con mucha más razón, han visto otros investigadores en la exogamia, una institución destinada a preservar de] incesto al individuo [44] .

Si tenemos en cuenta la creciente complicación de las restricciones matrimoniales australianas habremos de compartir la opinión de Margan; Baldwm Spencer, Frazer y Howitt [45] , según la cual mostrarían estas medidas las huellas de una intención consciente deliberada («deliberate design», según Frazer) y habrían alcanzando realmente el fin que se proponían. «Es imposible explicar de otra manera en todos sus detalles un sistema a la vez tan complejo y tan regular» [46] .

Resulta muy interesante comprobar que las primeras restricciones consecutivas a la introducción de las clases matrimoniales, recaían sobre la libertad sexual de la generación joven, esto es, sobre el incesto entre hermanos y hermanas y entre hijos y madres, mientras que el incesto entre padres e hijas no fue suprimido sino por prohibiciones ulteriores.

Pero atribuyendo las restricciones sexuales exógamas a intenciones legisladoras, no se explica por qué motivo han sido creadas tales instituciones. ¿De dónde viene, en último análisis, la fobia del incesto, que debe ser considerada como la raíz misma de la exogamia? Evidentemente, no basta explicar la fobia del incesto por una aversión instintiva a las relaciones sexuales entre parientes cercanos, o sea por el hecho mismo del horror al incesto, pues la experiencia social nos muestra que a pesar de tal instinto, el incesto está muy lejos de ser un fenómeno raro, incluso en nuestras sociedades modernas, y la experiencia histórica nos enseña que los matrimonios incestuosos eran obligatorios para determinadas personas privilegiadas.

Westermarck [47] explica la fobia del incesto diciendo que «aquellas personas de sexo diferente que viven juntas desde su infancia experimentan una aversión innata a entrar en relaciones sexuales, y como entre estas personas existe, generalmente, un parentesco de sangre, halla este sentimiento en la costumbre y en la ley su expresión natural, que es la de la prohibición de las relaciones sexuales entre parientes cercanos». Havellok Ellis niega el carácter instintivo de esta aversión, pero se aproxima, sin embargo, al punto de vista de Westermarck, diciendo, en sus Studies in the psychology of sex: «el hecho de que el instinto sexual no se manifieste normalmente entre hermanos y hermanas o entre muchachos y muchachas que han vivido juntos desde su infancia no constituye sino un fenómeno negativo, debido a que en tales circunstancias faltan las condiciones necesarias para despertar el instinto de la cópula… En las personas que han vivido juntas desde su infancia ha embotado la costumbre todos los estímulos que la vista, el oído y el contacto pueden provocar y ha creado entre estas personas un estado de inclinación exento de deseos, incapacitando a dichos estímulos para provocar la excitación erótica necesaria a la producción de la tumescencia genésica».

Nos parece harto singular que al hablar de la aversión innata a las reacciones sexuales experimentada por las personas que han vivido juntas desde su infancia, vea al mismo tiempo Westermarck en esta tendencia una expresión psíquica del hecho biológico de que los matrimonios consanguíneos son perjudiciales para la especie. Es difícil admitir que un instinto biológico de este género se equivoque en su manifestación psicológica hasta el punto de prohibir no ya las relaciones sexuales entre parientes consanguíneos, perjudiciales para la especie, sino aquellas otras, totalmente inofensivas desde este punto de vista, entre los miembros de una familia o de una misma tribu. No puedo por menos de reproducir aquí la crítica que Frazer opone a la afirmación de Westermarck. Encuentra, en efecto, inconcebible que la sensibilidad sexual no se oponga en absoluto hoy en día a las relaciones de este género entre personas que han vivido en familia, mientras que el horror al incesto, que según Westermarck no sería sino un efecto de dicha oposición, es actualmente más intenso que nunca. Más profundas aún son las siguientes observaciones de Frazer, que cito aquí textualmente porque concuerdan en sus puntos esenciales con los argumentos desarrollados por nosotros en el capítulo sobre el tabú:

«No acertamos a ver por qué un instinto humano profundamente arraigado habría de necesitar ser reforzado por una ley. No hay ley para ordenar al hombre que coma y beba o para prohibirle, introducir sus manos en el fuego. Los hombre comen, beben y mantienen sus manos lejos fuego instintivamente, por temor a los castigos naturales y no legales que se atraerían conduciéndose en contra de su instinto. La ley no prohíbe sino aquello que los hombres serían capaces de realizar bajo el impulso de algunos de sus instintos. Lo que la naturaleza misma prohíbe y castiga no tiene necesidad de ser prohibido y castigado por la ley. Asimismo podemos admitir sin vacilación que los crímenes prohibidos por una ley son crímenes que muchos hombres realizarían fácilmente por inclinación natural. Si las malas inclinaciones no existieran, no habría crímenes, y si no hubiera crímenes, no habría tampoco necesidad de prohibirlos. De este modo resulta que en lugar de concluir de la prohibición legal del incesto la existencia de una aversión natural hacia el mismo, deberíamos más bien deducir la de un instinto natural que impulsara al incesto, admitiendo asimismo que si la ley reprueba este instinto, como tantos otros instintos naturales, es porque los hombres civilizados se han dado cuenta de que su satisfacción habría de ser perjudicial desde el punto de vista social» [48] .

A esta notable argumentación de Frazer, puedo añadir, por mi parte, que las experiencias de la psicoanálisis muestran la imposibilidad de la existencia de una aversión innata a las relaciones incestuosas. La psicoanálisis nos enseña, por el contrario, que los primeros deseos sexuales del hombre son siempre de naturaleza incestuosa y que estos deseos reprimidos desempeñan un papel muy importante como causas determinantes de las neurosis ulteriores.

Es, pues, ecesario abandonar la concepción que ve en la fobia del incesto un instinto innato, e igualmente otra teoría de la prohibición del incesto, que cuenta con numerosos partidarios, esto es, la de que los pueblos primitivos habrían dictado tal prohibición con pleno conocimiento de causa, después de advertir los peligros inherentes a los matrimonios consanguíneos, desde el punto de vista de la procreación. Las objeciones que surgen contra esta tentativa de explicación son numerosísimas [49] . En primer lugar, y aparte de que la prohibición del incesto debe de ser muy anterior a la cría de animales domésticos, en la que el hubiera podido advertir los efectos de los cruces consanguíneos sobre las cualidades de la naturaleza perjudicial de estos efectos se halla aún en nuestros días muy lejos de ser admitida y es muy difícil de demostrar, por lo que al hombre respecta. En segundo, todo lo que sabemos sobre los salvajes actuales hace muy inverosímil la hipótesis de que sus antepasados más lejanos llegaron a preocuparse de poner a su posteridad al abrigo de los efectos perjudiciales de las uniones consanguíneas. Resulta casi ridículo atribuir a estos hombres, incapaces de toda previsión y que vivían al día, motivos higiénicos y eugenícos, que apenas se tienen en cuenta en nuestra civilización actual [50] . Puede, por último, objetarse, que no basta atribuir la prohibición de las uniones consanguíneas a razones higiénicas y puramente prácticas, para explicar la profunda aversión que existe contra el incesto en nuestras sociedades modernas. Por otro lado, y como ya lo hemos indicado en otro lugar, esta fobia del incesto es aún más viva y fuerte en los pueblos primitivos hoy existentes que en los pueblos civilizados [51] .

Así, pues, cuando creímos poder elegir también, para la explicación de la fobia del incesto, entre causas sociológicas, biológicas y psicológicas, nos vemos obligados, en fin de cuentas, a suscribir la resignada confesión de Frazer: ignoramos el gen de la fobia del incesto y no sabemos siquiera en qué dirección debemos buscarlo. Ninguna las soluciones propuestas hasta ahora nos parece satisfactoria [52] .

Debo mencionar aún una última tentativa de explicación del origen del incesto, que difiere totalmente de aquellas de que nos hemos ocupado hasta aquí y podría ser calificada de histórica.

Se enlaza esta tentativa a una hipótesis de Darwin sobre el estado social primitivo de la humanidad. De las costumbres de los monos superiores, dedujo este autor que el hombre vivió también, primitivamente, en pequeñas hordas, dentro de las cuales quedaba impedida la promiscuidad sexual, por los celos del macho más viejo y robusto: «Por lo que sabemos de los celos de todos los mamíferos, muchos de los cuales se nos muestran armados de órganos especiales, destinados a la lucha contra sus competidores, podemos concluir, en efecto, que la promiscuidad general de los sexos en el estado de naturaleza, es un hecho muy poco probable… Pero si remontándonos suficientemente en el tiempo, juzgamos las costumbres sociales humanas, conforme a la esencia del hombre actual, la conclusión que se nos aparece como más probable, es la de que los hombres vivieron primitivamente en pequeñas sociedades, teniendo generalmente cada uno, una sola mujer, y a veces, si poseía un alto grado de poderío, varias, que defendía celosamente contra todos los demás hombres. Asimismo, pudo no ser el hombre un anima social y vivir, sin embargo, como el gorila, con varias mujeres de su exclusiva pertenencia. En los grupos de estos animales se ha comprobado siempre, efectivamente, la presencia de un único macho adulto. Cuando el gorila joven llega a un cierto estado de su crecimiento, lucha con los demás, por el dominio absoluto del grupo y después de matarlos o expulsarlos, se constituye en jefe supremo (doctor Savag, en el Boston Journal of Natur. Hist., V, 1845-1847). Los jóvenes machos así eliminados y errantes de lugar en lugar, considerarán a su vez como un deber, cuando lleguen a conquistar una hembra, impedir las uniones consanguíneas demasiado íntimas entre los miembros de una misma familia» [53] .

Atkinson [54] parece haber sido el primero en reconocer que las condiciones que Darwin asigna a la horda primitiva implican la exogamia de los varones jóvenes. Cada uno de estos desterrados podía fundar una horda análoga, en el interior de la cual quedaba garantizada y mantenida, por sus celos, la prohibición de las relaciones sexuales. De este modo, acabaron tales condiciones por engendrar la regla que hoy en día se nos muestra como ley consciente, o sea, la prohibición de las relaciones sexuales entre miembros de la misma horda. Después de la introducción del totemismo, se transfarmó esta prohibición en la de las relaciones sexuales en el interior del tótem.

A. Lang [55] se ha adherido a esta explicación de la exogamia. Pero en la misma obra, se muestra también partidario de otra teoría, la de Durkheim, que ve en la exogamia una consecuencia de las leyes totémicas. No es fácil conciliar los dos puntos de vista, pues según el primero, habría existido la exogamia antes que el totemismo, y según el segundo, sería un efecto de éste [56] .

Tres

Sólo el psicoanálisis proyecta alguna luz sobre estas tinieblas.

La actitud del niño con respecto a los animales presenta numerosas analogías con la del primitivo. El niño no muestra aún vestigio ninguno de aquel orgullo que mueve al adulto civilizado a trazar una precisa línea de demarcación entre su individuo y los demás representantes del reino animal. Por el contrario, considera a los animales como iguales suyos, y la confesión franca y sincera de sus necesidades le hace sentirse incluso más próximo al animal que al hombre adulto, al cual encuentra indudablemente enigmático.

En este perfecto acuerdo entre el niño y el animal, surge a veces una singular perturbación. El niño comienza de repente a sentir miedo de ciertos animales y a evitar el contacto e incluso la vista de todos los representantes de una especie dada. Se nos presenta entonces el cuadro clínico de la zoofobia, una de las afecciones psiconeuróticas más frecuentes de esta edad y quizá la forma más temprana de este género de enfermedades. La fobia recae, por lo regular, sobre animales hacia los que el niño había testimoniado hasta entonces un vivo interés, y no presenta relación ninguna con un determinado animal particular. La elección del animal objeto de la fobia aparece harto limitada en nuestras grandes ciudades, y, por tanto, encontramos con gran frecuencia como tales objetos los caballos, los perros y los gatos; más raras veces, los pájaros, y, en cambio, muy repetidamente, animales de pequeñas dimensiones, tales como los escarabajos y las mariposas. Asimismo pueden constituirse en objeto de una fobia animales que el niño no conoce sino por sus libros de estampas o por los cuentos que ha oído relatar. La determinación de la forma en que se han llevado a cabo estas inusitadas elecciones del animal objeto de la fobia sólo raras veces se consigue. Al doctor K. Abraham (1914) debemos la comunicación de un caso en el que el niño explicó por sí mismo su miedo a las avispas diciendo que le hacían pensar en el tigre, animal muy temible, según le habían contado.

Las zoofobias de los niños no han sido aún objeto de un detenido examen analítico, no obstante merecerlo en alto grado. Ello depende, quizá, de las dificultades inherentes a la realización de análisis con sujetos de tan poca edad. No podemos, por tanto, afirmar haber llegado al conocimiento del sentido general de estas enfermedades, sentido que, por otra parte, no creemos puede ser unitario. Sin embargo, algunas de estas fobias, relativas a animales de crecido tamaño, se han mostrado accesibles al análisis y han revelado su enigma al investigador. En todas ellas se nos ha revelado, sin excepción, que cuando el infantil sujeto pertenece al sexo masculino, se refiere su angustia a su propio padre, aunque haya sido desplazada sobre el animal objeto de la fobia.

Todo psicoanalítico ha tenido ocasión de observar casos de este género y recogido en ellos iguales impresiones, a pesar de lo cual son muy poco numerosas las publicaciones detalladas sobre este tema, circunstancia puramente accidental, y de la que sería erróneo concluir que nuestra afirmación no se apoya sino en observaciones aisladas. El doctor Wulff, de Odesa, es uno de los autores que con mayor inteligencia se han ocupado de las neurosis infantiles. En una de sus comunicaciones, en la que desarrolla el historial clínico de un niño de nueve años, encontramos la descripción de una fobia de los perros, padecida por el infantil sujeto cuando apenas acababa de cumplir los cuatro. Cuando veía un perro por la calle, se echaba a llorar y gritaba: «¡No me cojas, perrito!; seré bueno». Por ser bueno entendía «no volver a tocar el violín», esto es, no masturbarse [57] .

En el curso de su estudio hace Wulff el siguiente resumen de este caso: «Su fobia de los perros no es, en el fondo, sino el miedo que su padre le inspira, desplazado sobre dichos animales, pues la singular exclamación: “¡Perrito, seré bueno!” (esto es, “no me masturbaré”), se dirige propiamente a su padre, que es quien le ha prohibido la masturbación». Más adelante consigna este autor en una nota una indicación que no se halla completamente de acuerdo con nuestras observaciones, y testimonia, además, de la frecuencia de estos casos: «Estas fobias (fobias de los caballos, de los perros, de las gallinas y de otros animales domésticos) son tan frecuentes en el niño como el “pavor nocturnus”, y el análisis nos revela siempre su origen en el desplazamiento sobre un animal del miedo que el padre o la madre inspiran al infantil sujeto. Lo que no puedo afirmar es si la fobia de los ratones y las ratas, tan difundida, presenta o no el mismo mecanismo».

En el primer volumen de la revista titulada Jahrbuch fuer psychoanalytische und psychopatologische Forschungen tengo publicado un Análisis de una fobia de un niño de cinco años, cuyo historial clínico me fue amablemente comunicado por el padre del sujeto. Se trataba de un miedo tal a los caballos, que el niño se negaba a salir a la calle y temía incluso que llegasen hasta su habitación para morderle. Esta temida agresión debía constituir el castigo de su deseo de que el caballo cayese (muriese). Cuando se logró apaciguar el temor que al niño inspiraba su padre, pudo observarse que luchaba contra el deseo de la ausencia (la partida, la muerte) del mismo, pues veía en él un rival que le disputaba los favores de la madre, hacia la que se orientaban vagamente sus primeros impulsos sexuales. Se hallaba, pues, en aquella típica disposición del sujeto infantil masculino que ha sido designada por nosotros con el nombre de «complejo de Edipo», y en la que vemos el complejo central de la neurosis. El análisis de este niño, al que llamaremos «Juanito», nos reveló una nueva circunstancia, muy interesante desde el punto de vista del totemismo, pues vimos que había desplazado sobre el animal una parte de los sentimientos que su padre le inspiraba.

El análisis nos descubre todos los trayectos asociativos, tanto los de contenido importante como los accidentales, a lo largo de los cuales se efectúa tal desplazamiento, y nos permite adivinar los motivos de este último. El odio nacido de la rivalidad con el padre no ha podido desarrollarse libremente en la vida psíquica del niño, por oponerse a él el cariño y la admiración preexistentes en la misma. El niño se encuentra, pues, en una disposición afectiva equívoca —ambivalente— con respecto a su padre, y mitiga el conflicto resultante de tal actitud desplazando sus sentimientos hostiles y temerosos sobre un subrogado de la persona paterna. Pero este desplazamiento no consigue resolver la situación, estableciendo una definida separación entre los sentimientos cariñosos y los hostiles. Por el contrario, persisten el conflicto y la ambivalencia, pero referidos ahora al objeto del desplazamiento. Así, comprobamos que no es sólo miedo lo que los caballos inspiran a Juanito, sino también respeto e interés. Una vez apaciguados sus temores, se identificó con el temido animal y jugaba a correr y saltar como un caballo, mordiendo a su padre [58] . En otro período de mejoría de la fobia identificó sin temor alguno a sus padres con otros distintos animales de crecido tamaño [59] .

No podemos menos de reconocer en estas zoofobias infantiles ciertos rasgos del totemismo, aunque bajo un aspecto negativo. Sin embargo, debemos a S. Ferenczi la interesantísima observación de un caso singular, que puede ser considerado como una manifestación de totemismo positivo en un niño [60] . En el pequeño Arpad, cuya historia nos relata Ferenczi, las tendencias totémicas no surgen en relación directa con el complejo de Edipo, sino basadas en la premisa narcisista del mismo, o sea en el miedo a la castración. Pero leyendo atentamente el historial clínico de Juanito, antes mencionado, hallamos también en él numerosos testimonios de que el padre era admirado como poseedor de órganos genitales de gran volumen, y temido al mismo tiempo como una amenaza para los órganos genitales del niño. Tanto en el complejo de Edipo como en el complejo de la castración desempeña el padre el mismo papel, o sea el de un temido adversario de los intereses sexuales infantiles, que amenaza al niño con el castigo de castrarle o el sustitutivo de arrancarle los ojos. [61]

Teniendo el pequeño Arpad dos años y medio, se puso un día a orinar en el gallinero de su residencia veraniega, y hubo una gallina que le picó o intentó picarle en el pene. Cuando al año siguiente volvió al mismo lugar, se imaginó ser él mismo una gallina, mostró un vivísimo interés, casi exclusivo, por el gallinero y todo lo que en él sucedía, y cambió su lenguaje humano por el piar y el cacarear del corral. En la época a la que la observación se refiere tenía ya cinco años y había vuelto a hallar su idioma, pero no hablaba sino de las gallinas y otros volátiles. No conocía ningún otro juguete y no cantaba sino canciones en las que se trataba de estos animales. Su actitud con respecto a su animal tótem era claramente ambivalente, componiéndose de un odio y un amor desmesurados. Su juego preferido era el de presenciar o simular el sacrificio de una gallina o un pollo. «Constituía para él una fiesta asistir al sacrificio de estas aves, y era capaz de bailar durante horas enteras en derredor del cadáver, presa de una gran excitación». Después besaba y acariciaba al animal muerto o limpiaba y cubría de besos las imágenes de gallinas que él mismo había maltratado antes.

El pequeño Arpad se cuidó por sí mismo de no dejar la menor duda sobre el sentido de su singular actitud. En ocasiones sabía traducir sus deseos del lenguaje totémico al vulgar: «Mi padre es el gallo —dijo un día—. Ahora soy pequeño y soy un pollito; pero cuando sea mayor seré una gallina, y cuando sea “más mayor” aún seré un gallo». Otra vez se negó de repente a comer «madre asada» (por analogía con la gallina asada). Por último, solía amenazar clara y frecuentemente a los demás con la castración, transfiriendo así las amenazas de este género que a él mismo se le hacían a consecuencia de sus prácticas onanistas.

La causa del interés que le inspiraba todo lo que en el corral sucedía no presenta para Ferenczi la menor duda: «Las relaciones sexuales entre el gallo y la gallina, la puesta de los huevos y la salida del pollito» satisfacían su curiosidad sexual, orientada realmente hacia la vida familiar humana. Concibiendo de este modo los objetos de sus deseos, conforme a lo que había visto en el gallinero, dijo un día a una vecina: «Me casaré contigo, con tu hermana, con mis tres primas y con la cocinera… O no; mejor con mi madre que con la cocinera».

Más adelante completaremos el examen de esta observación. Por ahora nos limitaremos a hacer resaltar dos interesantes coincidencias de nuestro caso con el totemismo; la completa identificación con el animal totémico [62] y la actitud ambivalente con respecto a él. Basándonos en estas observaciones nos creemos autorizados para sustituir en la fórmula del totemismo —por lo que al hombre se refiere— el animal totémico por el padre. Pero, una vez efectuada tal sustitución, nos damos cuenta de que no hemos realizado nada nuevo ni dado, en verdad, un paso muy atrevido, pues los mismos primitivos proclaman esta relación, y en todos aquellos pueblos en los que hallamos aún vigente el sistema totémico es considerado el tótem como un antepasado. Todo lo que hemos hecho no es sino tomar en su sentido literal una manifestación de estos pueblos que ha desconcertado siempre a los etnólogos, los cuales la han eludido, relegándola a un último término. El psicoanálisis nos invita, por el contrario, a recogerla y enlazar a ella una tentativa de explicación del totemismo.

El primer resultado de nuestra sustitución es ya de por sí muy interesante. Si el animal totémico es el padre, resultará, en efecto, que los dos mandamientos capitales del totemismo, esto es, las dos prescripciones tabú que constituyen su nódulo, o sea la prohibición de matar al tótem y la de realizar el coito con una mujer perteneciente al mismo tótem, coincidirán en contenido con los dos crímenes de Edipo, que mató a su padre y casó con su madre, y con los dos deseos primitivos del niño, cuyo renacimiento o insuficiente represión forman quizá el nódulo de todas las neurosis. Si esta semejanza no es simplemente un producto del azar, habrá de permitirnos proyectar cierta luz sobre los orígenes del totemismo en remotísimas épocas, esto es, nos permitirá hacer verosímil la hipótesis de que el sistema totémico constituye un resultado del complejo de Edipo, como la zoofobia de Juanito o la perversión del pequeño Arpad [63] . Para establecer esta verosimilitud vamos a estudiar a continuación una particularidad aún no mencionada del sistema totémico, o como pudiéramos decir, de la religión totémica.

Cuatro

Físico, filólogo, exégeta bíblico, inteligencia tan universal como clarividente y exenta de prejuicios, W. Robertson Smith expone en su obra sobre la religión de los semitas, publicada cinco años después de su muerte, en 1899 [64] , la opinión de que una ceremonia singular, la llamada comida totémica, formó desde un principio parte integrante del sistema totémico. Para apoyar esta hipótesis no disponía sino de un solo dato; una descripción, procedente del siglo V de nuestra era, de un acto de dicho género; pero, no obstante, supo darle un alto grado de verosimilitud mediante el análisis de la naturaleza del sacrificio entre los antiguos semitas. Como el sacrificio supone la existencia de una divinidad, el proceso lógico seguido por Robertson es una inducción, cuyo punto de partida se halla en una fase superior del culto religioso, y el de llegada en el más primitivo estadio del totemismo.

Intentaremos extractar aquí aquellos pasajes de la excelente obra de Robertson que más pueden interesarnos para el fin del presente estudio, o sea los relativos al origen y a la significación del rito del sacrificio, prescindiendo de los detalles del mismo, a veces en extremo interesantes, y de todo lo referente a su desarrollo ulterior. Creemos un deber advertir al lector que nuestro extracto no puede reflejar apenas la lucidez y la fuerza demostrativa del original.

Expone Robertson que el sacrificio sobre el altar constituía la parte esencial del ritual de las religiones antiguas. Dado que en todas ellas desempeña idéntico papel puede referirse su nacimiento a causas generales, que produjeron en todas partes los mismos efectos.

El sacrificio, el acto sagrado por excelencia (sacrificum, ιερουργια), no tenía, sin embargo, al principio la significación que adquirió en épocas posteriores, o sea la de una ofrenda hecha a la divinidad para aplacarla o conseguir su favor. (El empleo profano de esta palabra se halla basado en su sentido secundario, que es el de desinterés, abnegación y olvido de sí mismo). Todo nos hace suponer que el sacrificio no era primitivamente sino «un acto de camaradería (fellowship) social entre la divinidad y sus adoradores», un acto de comunión de los fieles con su dios.

Ofrecíanse en sacrificio manjares y bebidas; el hombre sacrificaba a su dios aquello de que él mismo se alimentaba: carne, cereales, frutas, vino y aceite, no existiendo restricciones ni excepciones sino con respecto a la carne. Los animales ofrecidos en sacrificio eran consumidos a la vez por el dios y por sus adoradores y únicamente las ofrendas vegetales se reservaban al dios, sin participación del hombre. Es indudable que los sacrificios de animales son los más antiguos y fueron al principio únicos. La ofrenda de vegetales tuvo como fuente la de las primicias de todos los frutos, y representaba un tributo pagado al dueño del suelo. Pero los sacrificios de animales son anteriores a la agricultura.

Ciertas supervivencias lingüísticas muestran de un modo irrebatible que la parte del sacrificio destinada al dios era considerada al principio como su alimento real. Pero esta representación llegó a hacerse incompatible con la progresiva desmaterialización de la naturaleza de la divinidad, y se creyó eludirla no asignando a la divinidad sino la parte líquida de la comida. El uso del fuego permitió más tarde preparar los alimentos humanos en una forma más apropiada a la esencia divina, y la carne sacrificada fue quemada sobre el altar, ascendiendo su humo a las moradas celestes. Como brebaje, se ofrecía primeramente al dios la sangre del animal sacrificado, sustituida luego en épocas posteriores por el vino, al cual se consideraba como la «sangre de la vid», nombre que aún le dan los poetas de nuestros días.

La forma más antigua del sacrificio, anterior a la agricultura y al uso del fuego, era, pues, el sacrificio animal, en el que la carne y la sangre eran consumidas en común por el dios y sus adoradores, siendo requisito esencial que cada partícipe recibiese su porción.

Tales sacrificios constituían una ceremonia pública y una fiesta celebrada por el clan entero. La religión era, en general, algo común, y el deber religioso, una obligación social. Los sacrificios y las fiestas coincidían en todos los pueblos, pues cada sacrificio comportaba una fiesta y no había fiesta sin sacrificio. El sacrificio-fiesta era una ocasión de elevarse alegremente por encima de los intereses egoístas y hacer resaltar los lazos que unían a los miembros de la comunidad entre sí y con la divinidad.

La fuerza moral de la comida pública de sacrificio reposaba en representaciones muy antiguas relativas a la significación del acto de comer y beber en común. Comer y beber con otra persona era a la vez un símbolo de la comunidad social y un medio de robustecerla y contraer obligaciones recíprocas. La comida de sacrificio expresaba directamente el hecho de la comensalidad del dios y de sus adoradores, y esta «comensalidad» implicaba todas las demás relaciones que se suponían existentes. Ciertas costumbres, que aún hallamos en vigor entre los árabes del desierto, muestran que lo que daba a la comida en común esta fuerza de unión no era un factor religioso, sino el mismo acto de comer. Aquellos que han compartido con tales beduinos un poco de comida o han bebido leche de sus rebaños no tienen ya que temer nada de ellos, y pueden por el contrario, contar con su ayuda y con su protección, aunque no indefinidamente, sino sólo durante el tiempo que el alimento ingerido permanece en el cuerpo. Resulta, pues, que el lazo de la comunidad es concebido de una manera puramente realista, y precisa para ser duradero de la repetición del acto que lo origina.

¿Mas por qué causa se atribuye esta fuerza de unión al acto de comer y beber en compañía? En las sociedades más primitivas no existe sino un solo lazo que ligue sin condiciones ni excepciones: la comunidad de clan (kinship). Los miembros de esta comunidad son solidarios unos de otros. Un kin es un grupo de personas cuya vida forma tal unidad física, que puede considerarse a cada una de ellas como un fragmento de una vida común. Así, cuando un miembro del kin muere de muerte violenta, no dicen los demás: «Ha sido vertida la sangre de Fulano», sino «Ha sido vertida nuestra sangre». La frase hebrea con la que se reconoce el parentesco de tribu dice: «Tú eres hueso de mis huesos y carne de mi carne». Kinship significa, pues, formar parte de una sustancia común. De este modo, la kinship no aparece fundada únicamente en el hecho de ser el individuo una parte de la sustancia de la madre de que ha nacido y de la leche que le ha alimentado, sino que se adquiere o se refuerza posteriormente por la absorción de alimentos con los que el sujeto mantiene y renueva su cuerpo. Participando de una comida con la divinidad, se expresaba la convicción de que se era de la misma sustancia que ella, pues no se compartía nunca una comida con aquellos que eran considerados como extranjeros.

La comida de sacrificio era, pues, primitivamente una comida solemne que reunía a los miembros del clan o de la tribu, conforme a la ley de que sólo los miembros del clan podían comer reunidos. En nuestras sociedades modernas la comida reúne a los miembros de la familia, pero en la comida de sacrificio no desempeñaba ésta papel ninguno. La kinship es una institución anterior a la vida de familia. Las más antiguas familias que conocemos se componían regularmente de personas unidas por diferentes órdenes de parentesco. Los hombres casaban con mujeres pertenecientes a otros clanes, y como los hijos quedaban adscritos al clan de la madre, no existía ningún parentesco de tribu entre el padre y los demás miembros de su familia. En tales familias no se celebraban pues, comidas comunes. Todavía actualmente comen los salvajes por separado, pues las prohibiciones religiosas del totemismo relativas a los alimentos les hace imposible comer con sus mujeres y sus hijos.

Volvamos ahora nuestra atención al animal del sacrificio. Sabemos ya que no había reunión de la tribu sin el sacrificio de un animal; pero también, y esto es muy importante, que ningún animal doméstico podía ser sacrificado sino con ocasión de uno de estos sucesos solemnes. Fuera de ellos, se alimentaba el pueblo con frutas, caza y leche, pero ciertos escrúpulos religiosos prohibían matar un animal doméstico para el consumo personal. Es innegable, dice Robertson Smith, que todo sacrificio era primitivamente un sacrificio colectivo del clan y que la muerte de la víctima pertenecía originalmente a los actos prohibidos al individuo y sólo justificados cuando la tribu entera asumía la responsabilidad. No existe entre los primitivos sino una única categoría de actos a los que pueda aplicarse tal característica; esto es, aquellos que se refieren al carácter sagrado de la sangre común de la tribu. Una vida que ningún individuo puede suprimir y que no puede ser sacrificada sino con el consentimiento y la participación de todos los miembros del clan, ocupa el mismo lugar que la vida de los miembros del clan mismo. La regla de que todo invitado a la comida del sacrificio ha de gustar de la carne del animal sacrificado tiene igual significación que la prescripción según la cual un miembro de la tribu que ha incurrido en falta ha de ser ejecutado por la tribu entera. En otros términos, el animal sacrificado era tratado como un miembro de la tribu, y la comunidad que ofrecía el sacrificio, su dios, y el animal sacrificado eran de la misma sangre y miembros de un único y mismo clan.

Apoyándose en numerosos datos, identifica Robertson Smith al animal sacrificado con el antiguo animal totémico. En la antigüedad había dos especies de sacrificios: los de animales domésticos cuya carne era generalmente consumida, y los sacrificios extraordinarios de animales prohibidos como impuros. Una investigación más detenida nos revela que estos animales impuros eran animales sagrados adscritos particularmente a determinados dioses, a los que eran sacrificados y con los cuales fueron primitivamente idénticos. Al ofrendarlos en sacrificio hacían resaltar los fieles, por diversos medios, su parentesco con ellos y con el dios al que eran sacrificados. Pero en épocas más antiguas no existía aún esta diferenciación entre sacrificios ordinarios y sacrificios «místicos». Todos los animales eran entonces sagrados y se hallaba prohibido comerlos, salvo en ocasiones solemnes y con la participación de la tribu entera. La muerte del animal era asimilada a la de un individuo de la tribu y había de ser realizada observando iguales precauciones y garantías contra todo reproche.

El aprovechamiento de animales domésticos y los progresos de la ganadería parecen haber traído consigo en todas partes el fin del totemismo puro de los tiempos primitivos [65] . Pero las huellas del carácter sagrado de los animales domésticos que hallamos en la religiones «pastorales» evidencian el primitivo carácter totémico de los mismos. Muy avanzada ya la época clásica, prescribían algunos ritos que el sacrificador huyera una vez consumado el sacrificio como si hubiese de sustraerse a un castigo. En Grecia se hallaba muy difundida la creencia de que el sacrificio de un buey constituía un verdadero crimen, y ciertas fiestas atenienses —las «bouphonias»—, en las que se sacrificaban animales de esta especie, eran seguidas de un verdadero proceso, sometiéndose a interrogatorio a todos los partícipes, los cuales se manifestaban de acuerdo en echar la culpa al cuchillo, que era arrojado al mar.

A pesar del temor que protegía la vida del animal sagrado, como si fuese un miembro de la tribu, se imponía de cuando en cuando la necesidad de sacrificarlo solemnemente en presencia de toda la comunidad y distribuir su carne y su sangre entre los miembros de la tribu. El motivo que dictaba estos actos nos revela el sentido más profundo del sacrificio. Sabemos que en épocas posteriores toda comida hecha en común y toda participación en la misma sustancia creaban, al penetrar en los cuerpos, un lazo sagrado entre los comensales; pero en tiempos más remotos no era atribuida esta significación sino a la consumición en común de la carne del animal sagrado. El misterio sagrado de la muerte del animal se justifica por el hecho de que solamente con ella puede establecerse el lazo que une a los partícipes entre sí y con su dios [66] .

Este lazo no es otro que la vida misma del animal sacrificado, la vida que reside en su carne y en su sangre y se comunica por medio de la comida de sacrificio a todos aquellos que en ellos toman parte. Esta representación continúa constituyendo la base de todos los pactos de sangre hasta épocas bastante recientes. La concepción eminentemente realista de la comunidad de sangre como una identidad de sustancia explica por qué se juzgaba necesario renovar de cuando en cuando esta identidad por el procedimiento puramente físico de la comida de sacrificio.

Interrumpimos aquí la comunicación del razonamiento de Robertson Smith para resumir lo más brevemente posible su sustancia y su nódulo. Con el nacimiento de la idea de la propiedad privada fue concebido el sacrificio como un don hecho a la divinidad, como la transferencia a ésta de una parte de la propiedad del hombre. Pero esta interpretación no explica todas las particularidades del ritual del sacrificio. En los tiempos más remotos poseía el animal del sacrificio por sí mismo un carácter sagrado. Su vida era intangible y no podía ser despojado de ella sino con la participación y bajo la responsabilidad de toda la tribu en presencia del dios, con objeto de conseguir la sustancia sagrada, cuya absorción había de reforzar la identidad material de los miembros de la tribu entre sí y con la divinidad. El sacrificio era un sacramento; la víctima, un miembro del clan, y, en realidad, el antiguo animal totémico el mismo dios primitivo, cuyo sacrificio y absorción reforzaban la identidad de los miembros de la tribu con la divinidad.

De este análisis del sacrificio dedujo Robertson Smith que la muerte y absorción periódicas del tótem en las épocas que precedieron al culto de divinidades antropomórficas constituían un importantísimo elemento de la religión totémica. El ceremonial de una comida totémica de este género se halla, a su juicio, detallado en una descripción de un sacrificio de época posterior. San Nilo habla del rito seguido en sus sacrificios por los beduinos del desierto de Sinaí a finales del siglo IV de nuestra era. La víctima, un camello, era colocada sobre un grosero altar de piedra, y el jefe de la tribu, después de hacer dar a los asistentes tres vueltas en derredor del ara entonando cánticos rituales, le infería la primera herida y bebía con avidez la sangre que de ella manaba. A continuación se arrojaba la tribu entera sobre el animal, y cada uno cortaba con su espada un pedazo de la carne aún palpitante, consumiéndolo en el acto. Tan rápidamente sucedía todo ello, que en el breve intervalo entre la salida de la estrella matutina, a la cual era ofrecido el sacrificio, y el momento en que dicho astro comenzaba a palidecer ante los rayos del sol naciente, desaparecía por completo el animal sacrificado hasta el punto de no quedar de él ni carne, ni huesos, ni piel, ni entrañas. Este rito bárbaro que, según todas las probabilidades, se remonta a una época muy antigua, no era, como parecen demostrarlo otros testimonios, una costumbre aislada, sino la forma primitiva general del sacrificio totémico, sometida luego, en el curso de los tiempos, a las más diversas atenuaciones.

Muchos autores han rehusado adscribir a la concepción de la comida totémica importancia alguna, alegando que no resulta confirmada por la observación directa de pueblos en plena fase totémica. Pero Robertson ha citado varios casos en los que la significación sacramental del sacrificio parece indudable, como, por ejemplo, los sacrificios humanos en los aztecas y otros, que recuerdan las condiciones de la comida totémica, tales como los sacrificios de osos en la tribu de los osos de los ouataouak de América o las fiestas de osos entre los ainos del Japón. Frazer relata detalladamente estos casos y otros análogos en las dos partes últimamente publicadas de su gran obra [67] . Una tribu india de California, que adora a una gran ave de presa (el cóndor), mata todos los años en el curso de una solemne ceremonia un individuo de esta especie, después de lo cual es llorada la víctima y conservada su piel y sus plumas. Los indios zuni de Nuevo Méjico proceden del mismo modo con su tortuga sagrada.

En la ceremonia intichiuma de las tribus de Australia Central se ha observado una particularidad que confirma las hipótesis de Robertson Smith. Toda tribu que recurre a procedimientos mágicos para garantizar la multiplicación de su tótem, del cual no tiene, sin embargo, el derecho de gustar por sí sola, es obligada en el curso de la ceremonia a absorber un pedazo de su tótem antes que las demás tribus puedan tocar en él. El más interesante ejemplo de ingestión sacramental de un tótem intangible en circunstancias ordinarias, nos es proporcionado según Frazer, por los beni del África Occidental y se enlaza al ceremonial de inhumación existente en estas tribus [68] .

Por nuestra parte, nos agregamos a la opinión de Robertson Smith, según la cual la muerte sacramental y la consumición en común del animal totémico, intangible en tiempo normal, deben ser consideradas como caracteres importantísimos de la religión totémica [69] .

Cinco

Representémonos ahora la escena de la comida totémica, añadiendo a ella algunos rasgos verosímiles que no hemos podido tener antes en cuenta. En una ocasión solemne mata el clan cruelmente a su animal totémico y lo consume crudo —sangre, carne y huesos—. Los miembros del clan se visten para esta ceremonia de manera a parecerse al tótem, cuyos sonidos y movimientos imitan, como si quisieran hacer resaltar su identidad con él. Saben que llevan a cabo un acto prohibido individualmente a cada uno, pero que está justificado desde el momento en que todos toman parte de él, pues, además, nadie tiene derecho a eludirlo. Una vez llevado a cabo el acto sangriento, es llorado y lamentado el animal muerto. El duelo que esta muerte provoca es dictado e impuesto por el temor de un castigo, y tiene, sobre todo, por objeto, según la observación de Robertson Smith referente a una ocasión análoga, sustraer al clan a la responsabilidad contraída [70] .

Pero a este duelo sigue una regocijada fiesta en la que se da libre curso a todos los instintos y quedan permitidas todas las satisfacciones. Entrevemos aquí sin dificultad la naturaleza y la esencia misma de la fiesta.

Una fiesta es un exceso permitido y hasta ordenado, una violación solemne de una prohibición. Pero el exceso no depende del alegre estado de ánimo de los hombres, nacido de una prescripción determinada, sino que reposa en la naturaleza misma de la fiesta, y la alegría es producida por la libertad de realizar lo que en tiempos normales se halla rigurosamente prohibido.

¿Pero qué significa el duelo consecutivo a la muerte del animal totémico y que sirve de introducción a esta alegre fiesta? Si la tribu se regocija del sacrificio del tótem, que es un acto ordinariamente prohibido, ¿por qué lo llora al mismo tiempo?

Sabemos que la absorción del tótem santifica a los miembros de la tribu y refuerza la identidad de cada uno de ellos con los demás y de todos con el tótem mismo. El hecho de haber absorbido la vida sagrada, encarnada en la sustancia del tótem, explica la alegría de los miembros de la tribu, con todas sus consecuencias.

El psicoanálisis nos ha revelado que el animal totémico es, en realidad, una sustitución del padre, hecho con el que se armoniza la contradicción de que estando prohibida su muerte en época normal se celebre como una fiesta su sacrificio y que después de matarlo se lamente y llore su muerte. La actitud afectiva ambivalente, que aún hoy en día caracteriza el complejo paterno en nuestros niños y perdura muchas veces en la vida adulta, se extendería, pues, también al animal totémico considerado como sustitución del padre.

Confrontando nuestra concepción psicoanalítica del tótem con el hecho de la comida totémica y con la hipótesis darwiniana del estado primitivo de la sociedad humana, se nos revela la posibilidad de llegar a una mejor inteligencia de estos problemas y entrevemos una hipótesis que puede parecer fantástica, pero que presenta la ventaja de reducir a una unidad insospechada series de fenómenos hasta ahora inconexas.

La teoría darwiniana no concede, desde luego, atención ninguna a los orígenes del totemismo. Todo lo que supone es la existencia de un padre violento y celoso, que se reserva para sí todas las hembras y expulsa a sus hijos conforme van creciendo. Este estado social primitivo no ha sido observado en parte alguna. La organización más primitiva que conocemos, y que subsiste aún en ciertas tribus, consiste en asociaciones de hombres que gozan de iguales derechos y se hallan sometidos a las limitaciones del sistema totémico, ajustándose a la herencia por línea materna. ¿Puede esta organización provenir de la postulada por la hipótesis de Darwin? Y en caso afirmativo, ¿qué camino ha seguido tal derivación?

Basándose en la fiesta de la comida totémica, podemos dar a estas interrogaciones la respuesta siguiente: Los hermanos expulsados se reunieron un día, mataron al padre y devoraron su cadáver, poniendo así un fin a la existencia de la horda paterna [71] . Unidos, emprendieron y llevaron a cabo lo que individualmente les hubiera sido imposible. Puede suponerse que lo que les inspiró el sentimiento de su superioridad fue un progreso de la civilización quizá, el disponer de un arma nueva. Tratándose de salvajes caníbales era natural que devorasen el cadáver. Además, el violento y tiránico padre constituía seguramente el modelo envidiado y temido de cada uno de los miembros de la asociación fraternal, y al devorarlo se identificaban con él y se apropiaban una parte de su fuerza. La comida totémica, quizá la primera fiesta de la Humanidad, sería la reproducción conmemorativa de este acto criminal y memorable que constituyó el punto de partida de las organizaciones sociales, de las restricciones morales y de la religión [72] .

Para hallar verosímiles estas consecuencias haciendo abstracción de sus premisas, basta admitir que la horda fraterna rebelde abrigaba con respecto al padre aquellos mismos sentimientos contradictorios que forman el contenido ambivalente del complejo paterno en nuestros niños y en nuestros enfermos neuróticos. Odiaban al padre que tan violentamente se oponía a su necesidad de poderío y a sus exigencias sexuales, pero al mismo tiempo le amaban y admiraban. Después de haberle suprimido y haber satisfecho su odio y su deseo de identificación con él, tenían que imponerse en ellos los sentimientos cariñosos, antes violentamente dominados por los hostiles [73] . A consecuencia de este proceso afectivo surgió el remordimiento y nació la consciencia de la culpabilidad, confundida aquí con él, y el padre muerto adquirió un poder mucho mayor del que había poseído en vida, circunstancias todas que comprobamos aún hoy en día en los destinos humanos. Lo que el padre había impedido anteriormente, por el hecho mismo de su existencia, se lo prohibieron luego los hijos a sí mismos en virtud de aquella «obediencia retrospectiva» característica de una situación psíquica que el psicoanálisis nos ha hecho familiar. Desautorizaron su acto, prohibiendo la muerte del tótem, sustitución del padre, y renunciaron a recoger los frutos de su crimen, rehusando el contacto sexual con las mujeres, accesibles ya para ellos. De este modo es como la consciencia de la culpabilidad del hijo engendró los dos tabúes fundamentales del totemismo, los cuales tenían que coincidir con los deseos reprimidos del complejo de Edipo. Aquel que infringía estos tabúes se hacía culpable de los dos únicos crímenes que preocupaban a la sociedad primitiva [74] .

Los dos tabúes del testimonio, con los cuales se inicia la moral humana, no poseen igual valor psicológico. Sólo uno de ellos, el respeto al animal totémico, reposa sobre móviles afectivos; el padre ha sido muerto y no hay ya nada que pueda remediarlo prácticamente. En cambio, el otro tabú, la prohibición del incesto, presenta también una gran importancia práctica. La necesidad sexual, lejos de unir a los hombres, los divide. Los hermanos, asociados para suprimir al padre, tenían que convertirse en rivales al tratarse de la posesión de las mujeres. Cada uno hubiera querido tenerlas todas para sí, a ejemplo del padre, y la lucha general que de ello hubiese resultado habría traído consigo el naufragio de la nueva organización. En ella no existía ya ningún individuo superior a los demás por su poderío que hubiese podido asumir con éxito el papel de padre. Así, pues, si los hermanos querían vivir juntos, no tenían otra solución que instituir —después de haber dominado quizá grandes discordias— la prohibición del incesto, con la cual renunciaban todos a la posesión de las mujeres deseadas, móvil principal del parricidio. De este modo salvaban la organización que los había hecho fuertes y que reposaba, quizá, sobre sentimientos y prácticas homosexuales, adquiridos durante la época de su destierro. Quizá de esta situación es de lo que nació el derecho materno descrito por Bachofen y que existió hasta el día en que fue reemplazado por la organización de la familia patriarcal.

Al otro tabú, esto es, el destinado a proteger la vida del animal totémico, se enlaza, en cambio, la aspiración del totemismo a ser considerado como la primera tentativa de una religión. El animal tótem se presentaba al espíritu de los hijos como la sustitución natural y lógica del padre y la actitud que una necesidad interna les imponía con respecto al mismo expresaba algo más que la simple necesidad de manifestar su arrepentimiento. Mediante esta actitud con respecto al subrogado del padre podía intentarse apaciguar el sentimiento de culpabilidad que los atormentaba y llevar a efecto una especie de reconciliación con su víctima. El sistema totémico era como un contrato otorgado con el padre y por el que éste prometía todo lo que la imaginación infantil puede esperar de tal persona —su protección y su cariño—, a cambio del compromiso de respetar su vida; esto es, de no renovar con él el acto que costó la vida al padre verdadero. En el totemismo había también, sin duda, un intento de justificación: «Si el padre nos hubiera tratado como nos trata el tótem, no habríamos sentido jamás la tentación de matarle». De este modo contribuyó el totemismo a mejorar la situación y a hacer olvidar el suceso al que debía su origen.

Este proceso dio nacimiento a ciertos rasgos que luego hallamos como determinantes del carácter de la religión. La religión totémica surgió de la consciencia de la culpabilidad de los hijos y como una tentativa de apaciguar este sentimiento y reconciliarse con el padre por medio de la obediencia retrospectiva. Todas las religiones ulteriores se demuestran como tentativas de solucionar el mismo problema, tentativas que varían según el estado de civilización en el que son emprendidas y los caminos que siguen en su desarrollo, pero que no son sino reacciones idénticamente orientadas al magno suceso con el que se inicia la civilización y que no ha dejado de atormentar desde entonces a la Humanidad.

Ya en esta época presenta el totemismo un rasgo que la religión ha conservado luego fielmente. La tensión de la ambivalencia era demasiado grande para poder ser compensada por medio de una organización cualquiera, o, dicho de otro modo, las condiciones psicológicas no eran nada favorables a la supresión de estas oposiciones afectivas. El caso es que la ambivalencia inherente al complejo paterno perdura tanto en el totemismo como en las religiones ulteriores. La religión del totemismo no abarca solamente las manifestaciones de arrepentimiento y las tentativas de reconciliación, sino que sirve también para conservar el recuerdo del triunfo conseguido sobre el padre. La satisfacción emanada de este triunfo conduce a la institución de la comida totémica, fiesta conmemorativa con ocasión de la cual quedan levantadas todas las prohibiciones impuestas por la obediencia retrospectiva y convierte en un deber la reproducción del parricidio en el sacrificio del animal totémico, siempre que el beneficio adquirido a consecuencia de tal crimen, o sea la asimilación y la aprobación de las cualidades del padre, amenaza desaparecer y desvanecerse bajo la influencia de nuevas transformaciones de la vida. No habrá de sorprendernos comprobar que este factor de la hostilidad filial vuelve a surgir a veces, bajo los más singulares disfraces y transformaciones, en ulteriores productos religiosos.

Si hasta aquí hemos perseguido y comprobado en la religión y en la moral las consecuencias de la corriente afectiva cariñosa con respecto al padre transformada en remordimientos, no podemos dejar de reconocer, sin embargo, que la victoria corresponde a las tendencias hostiles que impulsaron a los hermanos al parricidio. A partir de este momento, las tendencias sociales de los hermanos, en las cuales reposa la gran transformación, conservan durante mucho tiempo la más profunda influencia sobre el desarrollo de la sociedad, manifestándose en la santificación de la sangre común, o sea en la afirmación de la solidaridad de todas las vías del mismo clan. Asegurándose así, recíprocamente, la vida, se obligan los hermanos a no tratarse jamás uno a otro como trataron al padre. A la prohibición de matar al tótem, que es de naturaleza religiosa, se añade ahora otra de carácter social, la del fratricidio, y transcurrirá mucho tiempo antes que esta prohibición llegue a constituir, sobrepasando los límites del clan, el breve y preciso mandamiento de «no matarás». En un principio es sustituida la horda paterna por el clan fraterno, garantizado por los lazos de la sangre. La sociedad reposa entonces sobre la responsabilidad común del crimen colectivo, la religión sobre la consciencia de la culpabilidad y el remordimiento, y la moral, sobre las necesidades de la nueva sociedad y sobre la expiación exigida por la consciencia de la culpabilidad.

Contrariamente a las concepciones modernas del sistema totémico y de acuerdo con otras anteriores, nos revela, pues, el psicoanálisis una íntima conexión entre el totemismo y la exogamia, y asigna a ambos un origen simultáneo.

Seis

Obedeciendo a múltiples y poderosos motivos habré de abstenerme de la tentativa de describir aquí el desarrollo ulterior de las religiones, desde su comienzo en el totemismo hasta su estado actual. Me limitaré, pues, a perseguir en el complicado tejido de tal desarrollo dos hilos que surgen con particular evidencia: el tema del sacrificio totémico y la actitud del hijo con respecto al padre [75] .

Robertson Smith nos ha mostrado que en la forma primitiva del sacrificio retorna la comida totémica. El sentido del acto es en ambos casos el mismo: la santificación por la participación en la comida común. En el sacrificio perdura igualmente el sentimiento de la culpabilidad, que no puede ser apaciguado sino por la solidaridad de todos los participantes. Como nuevo elemento, hallamos, en cambio a la divinidad del clan, que asiste, invisible, al sacrificio y toma parte en la comida, al mismo título que los miembros de la tribu, los cuales se identifican con ella por la absorción de la carne del animal sacrificado. Mas ¿cómo llega el dios a ocupar esta situación que en un principio le era ajena?

La respuesta podía ser la de que en el intervalo había surgido —sin que sepamos de dónde— la idea de Dios, idea que se habría apoderado de toda la vida religiosa, de manera que la comida totémica habría quedado obligada, como todo lo que quería subsistir a adaptarse al nuevo sistema. Pero la investigación psicoanalítica del individuo nos ha evidenciado que el mismo concibe a Dios a imagen y semejanza de su padre carnal, que su actitud personal con respecto a Dios depende de la que abriga con relación a dicha persona terrenal y que, en el fondo, no es Dios sino una sublimación del padre. También aquí, como antes en el totemismo, nos aconseja el psicoanálisis que creamos a los fieles que nos hablan de Dios como de un padre celestial, lo mismo que en épocas remotas hablaron del tótem como de su antepasado. Si los datos del psicoanálisis merecen, en general, ser tomados en consideración, habremos de admitir que, sin perjuicio de aquellos otros orígenes y significaciones posibles de Dios sobre los cuales no puede proyectar nuestra disciplina luz ninguna, tiene que ser muy importante la participación de la idea de padre en la idea de Dios. Pero siendo así, figuraría el padre doblemente en el sacrificio primitivo, primero como dios y luego como víctima del sacrificio [76] . Habremos, pues, de preguntarnos si es realmente posible esta noble representación, y en caso afirmativo, qué sentido hemos de atribuirle.

Sabemos que entre el dios y el animal sagrado (tótem, animal destinado al sacrificio) existen múltiples relaciones: 1.°, a cada dios es consagrado generalmente un animal y a veces varios; 2.°, en ciertos sacrificios particularmente sagrados —los que antes denominamos «místicos»— es precisamente el animal consagrado al dios el que le es ofrecido en sacrificio; 3.°, el dios era adorado con frecuencia bajo la imagen de un animal, o, dicho de otro modo, ciertos animales continuaron siendo objeto de un culto divino mucho tiempo después del totemismo; 4.°, en los mitos se transforma el dios con frecuencia en un animal, y muchas veces, precisamente en el que le está consagrado. Parecería, pues, natural admitir que el dios no es sino el animal totémico mismo del cual habría nacido en una fase ulterior del sentimiento religioso. La reflexión de que por su parte es el tótem una sustitución del padre, nos evita toda más amplia discusión. Así, pues, el tótem sería la primera forma de tal sustitución del padre, y el dios, otra posterior más desarrollada en la que el padre habría recobrado la figura humana. Esta nueva creación, nacida de la raíz de toda la formación religiosa, o sea de la añoranza del padre, habría llegado a ser posible, una vez que con el transcurso del tiempo sobrevinieron modificaciones esenciales en la actitud con respecto al padre y quizá también con respecto al animal.

Aun prescindiendo del comienzo de un extrañamiento psíquico del animal y de la descomposición del totemismo, efecto de la domesticación, no resulta difícil establecer cuáles fueron tales modificaciones. La situación creada por la supresión del padre entrañaba un elemento que con el transcurso del tiempo había de provocar un extraordinario incremento de la añoranza final. Los hermanos que se habían reunido para consumar el parricidio, abrigaban todos el deseo de llegar a ser iguales al padre y lo manifestaron absorbiendo en la comida totémica partes del cuerpo del animal sustitutivo. Pero a consecuencia de la presión que el clan fraterno ejercía sobre todos y cada uno de sus miembros, hubo de permanecer insatisfecho tal deseo. Nadie podía ni debía alcanzar ya nunca la omnipotencia del padre, objeto de los deseos de todos. De este modo, la hostilidad contra el padre que impulsó a su asesinato fue extinguiéndose en el transcurso de un largo período de tiempo para ceder su puesto al amor y dar nacimiento a un ideal cuyo contenido era la omnipotencia y falta de limitación del padre primitivo combatido un día, y la disposición a someterse a él. La primitiva igualdad democrática de todos los miembros de la tribu no pudo ser mantenida a la larga, a causa de los profundos cambios sobrevenidos en el estado de civilización, y entonces surgió una tendencia a resucitar el antiguo ideal del padre, elevando a la categoría de dioses a hombres que se habían demostrado superiores a los demás. Actualmente nos parece inconcebible que un hombre pueda llegar a ser dios y que un dios pueda morir, pero la antigüedad clásica admitía sin esfuerzo alguno estas representaciones [77] . La elevación a la categoría de dios del padre antiguamente asesinado, al que la tribu hacía remontar su origen, constituía una tentativa de expiación mucho más seria de lo que antes lo fue el contrato con el tótem.

Lo que no nos es posible indicar es el lugar que corresponde en esta evolución a las grandes divinidades maternas, que precedieron quizá en todas partes a los dioses padres. Parece, en cambio, cierto que la transformación de la actitud con respecto al padre no se limitó al orden religioso, sino que se extendió, como era lógico, al otro sector de la vida humana sobre el que también había influido la supresión del padre, esto es, a la organización social. Con la institución de las divinidades paternas fue transformándose paulatinamente la sociedad huérfana de padre hasta adoptar el orden patriarcal. La familia pasó a constituir una reproducción de la horda primitiva antigua y devolvió al padre gran parte de sus antiguos derechos. Hubo, pues, nuevamente padres, pero las conquistas sociales del clan fraternal no se perdieron y la distancia de hecho que existió entre el nuevo padre de familia y el padre soberano absoluto de la horda primitiva era lo bastante grande para garantizar la persistencia de la necesidad religiosa y del amor filial, siempre despierto e insatisfecho.

Así, pues, en la escena del sacrificio ofrecido al dios de la tribu se halla realmente presente el padre, a doble título; como dios y como víctima del sacrificio. Pero en nuestra tentativa de llegar a la inteligencia de esta situación debemos ponernos en guardia contra aquellas interpretaciones superficiales que tienden a mostrárnosla como una simple alegoría, sin tener, para nada en cuenta la estratificación histórica. La doble presencia del padre corresponde a dos significaciones sucesivas de la escena, en la cual han hallado una expresión plástica de la actitud ambivalente con respecto al padre y el triunfo de los sentimientos cariñosos del hijo sobre sus sentimientos hostiles. La derrota del padre y su profunda humillación han proporcionado los materiales para la representación de su supremo triunfo. La general importancia adquirida por el sacrificio depende de que otorga al padre satisfacción por la violencia de que fue objeto, precisamente con el mismo acto que perpetúa la memoria de tal violencia.

Más tarde pierde el animal su carácter sagrado y desaparecen las relaciones entre el sacrificio y la fiesta totémica. El sacrificio se convierte en una simple ofrenda a la divinidad, esto es, en un acto de desinterés y de renunciamiento en favor suyo. Dios aparece ya tan por encima de los hombres, que éstos no pueden comunicar con él sino por mediación de sus sacerdotes. Simultáneamente surgen en la organización social reyes revestidos de un carácter divino que extienden al estado el sistema patriarcal. Observamos, pues, que el padre, restablecido en sus derechos, se venga cruelmente de su antigua derrota elevando a un grado máximo el poder de la autoridad. Los hijos aprovechan estas nuevas circunstancias para eludir aún más su responsabilidad por el crimen cometido. No son ya ellos, en efecto, los responsables del sacrificio; es Dios mismo quien lo exige y ordena.

A esta fase pertenecen los mitos en los que el mismo dios da muerte al animal que le está consagrado, esto es, se da muerte a sí mismo, negación extrema del gran crimen que ha señalado los comienzos de la sociedad y el nacimiento de la consciencia de la responsabilidad. No resulta difícil reconocer una segunda significación del sacrificio. Expresa éste también, en efecto, la satisfacción por haber abandonado el culto del tótem a cambio del tributado a una divinidad, esto es, de haber establecido una sustitución del padre superior a la totémica. La traducción simplemente alegórica de la escena a la que nos venimos refiriendo coincide aquí en cierto modo con su interpretación psicoanalítica al pretender que dicha escena está destinada a mostrar que el dios ha superado la parte animal de su ser [78] .

Sería, sin embargo, erróneo creer que los sentimientos hostiles pertenecientes al complejo paterno enmudecen por completo en esta época del restablecimiento de la autoridad del padre. Por el contrario, las primeras fases del régimen de las dos nuevas formaciones sustitutivas del padre, esto es, de los dioses y de los reyes, son las que nos ofrecen las manifestaciones más acentuadas de esta ambivalencia, que permanece característica de la religión.

En su obra The golden bough ha emitido Frazer la hipótesis de que los primeros reyes de las tribus latinas eran extranjeros que desempeñaban el papel de una divinidad, siendo sacrificados solemnemente como tales en una fiesta determinada. El sacrificio anual de un dios parece haber sido un rasgo característico de las religiones semitas. El ceremonial de los sacrificios humanos efectuados en los más diversos puntos de la Tierra habitada muestra innegablemente que las víctimas eran sacrificadas a título de representantes de la divinidad, y esta costumbre se mantiene aún en épocas muy posteriores, con la única diferencia de que los hombres vivos quedan reemplazados por modelos inanimados (maniquíes-muñecos). El sarificio divino teoantrópico, del que desgraciadamente no puedo tratar aquí tan detalladamente como antes del sacrificio animal, proyecta una viva luz sobre el pasado y nos revela el sentido de las formas de sacrificio más antiguas. Nos muestra con toda certidumbre que la víctima era siempre la misma: el dios al que se tributaba culto, o sea, en último análisis, el padre. La cuestión de las relaciones entre los sacrificios animales y los hombres encuentra ahora una sencilla solución. El sacrificio animal primitivo se hallaba ya destinado a reemplazar un sacrificio humano, la solemne muerte del padre, y cuando la representación sustitutiva del padre hubo recobrado los rasgos humanos, pudo transformarse de nuevo el sacrificio animal en un sacrificio humano.

El recuerdo del primer gran acto de sacrificio se demostró, pues, indestructible, a pesar de todos los esfuerzos realizados para borrarlo de la memoria, y precisamente cuando los hombres quisieron distanciarse más de sus motivos, hubo de surgir su exacta reproducción en la forma del sacrificio divino. No creo necesario exponer aquí cuáles fueron las evoluciones —racionalizaciones— del pensamiento religioso que hicieron posible este retorno. Robertson Smith, muy alejado de nuestra referencia del sacrificio al magno suceso de la historia primitiva de la Humanidad, indica que las ceremonias de las fiestas con las que los antiguos semitas celebraban la muerte de una divinidad eran explicadas como la «conmemoración de una tragedia mítica» y que las lamentaciones rituales no poseían el carácter de una expresión espontánea, sino que parecían haber sido impuestas y ordenadas por el temor a la cólera divina [79] . Esta interpretación nos parece exacta y los sentimientos de los fieles aparecen explicados por la situación que en el fondo entrañaba la ceremonia.

Admitamos ahora como un hecho comprobado que los dos factores determinantes, los sentimientos rebeldes del hijo y la consciencia de su culpabilidad, no desaparecen jamás en el desarrollo ulterior de las religiones. Toda tentativa de solución del problema religioso, esto es, de conciliación de los dos poderes psíquicos opuestos, acaba por ser abandonada, probablemente bajo la influencia combinada de las transformaciones de la civilización, los sucesos históricos y las modificaciones psíquicas internas.

La tendencia del hijo a ocupar el lugar del dios padre se exterioriza cada vez con mayor claridad. La introducción de la agricultura aumentó en la familia patriarcal la importancia del hijo, el cual se permite nuevas manifestaciones de su libido incestuosa, que encuentra una satisfacción simbólica en el cultivo de la madre tierra. Nacen entonces las figuras divinas de Attis, Adonis, Tammuz y otras, espíritus de la vegetación y divinidades juveniles que gozan de los favores amorosos de las divinidades maternas y realizan con ellas el incesto, desafiando al padre. Pero la consciencia de la culpabilidad, no mitigada por estas creaciones, se expresa en los mitos que asignan a los jóvenes amantes una corta vida o los castigan con la castración o la cólera de la ofendida divinidad paterna, representada bajo la forma de un animal. Adonis es muerto por un jabalí, el animal sagrado de Afrodita. Attis, el amante de Cibeles, muere castrado [80] . Las lamentaciones que siguen a la muerte de estos dioses y la alegría que saluda su resurrección han pasado a constituir parte integrante del ritual de otra divinidad solar, predestinada a más duradero reinado.

Cuando el cristianismo comenzó a introducirse en el mundo antiguo tropezó con la competencia de otra religión, la de Mithra, y durante algún tiempo vaciló la victoria entre ambas divinidades.

El rostro nimbado de luz de la juvenil divinidad persa ha permanecido impenetrable para nuestra inteligencia. Las imágenes de esculturas de Mithra que nos lo muestran sacrificando bueyes nos autorizan quizá a deducir que representaba al hijo que llevó a cabo por sí solo el sacrificio del padre y redimió así a los hermanos de la culpa común que sobre ellos pesaba desde el crimen primitivo. Pero había aún otro camino para atenuar tal consciencia de la culpabilidad, y este otro camino es el que Cristo fue el primero en seguir. Sacrificando su propia vida redimió a todos sus hermanos del pecado original.

La doctrina del pecado original es de origen órfico. Quedó conservada en los misterios y pasó de ellos a las escuelas filosóficas de la antigüedad griega [81] . Los hombres eran descendientes de los titanes que mataron y descuartizaron a Dionisos-Zagreos, y el peso de este crimen gravitaba sobre ellos. En un fragmento de Anaximandro leemos que la unidad del mundo quedó destruida por un crimen primitivo y que todo lo que de él resultó debía soportar perdurablemente el castigo [82] . Si bien el acto de los titanes recuerda, por los detalles de la asociación de la colectividad, el asesinato y el descuartizamiento, el sacrificio totémico descrito por San Nilo —así como otros muchos mitos de la antigüedad, entre ellos el de Orfeo mismo—, nos desorienta, en cambio, la circunstancia de que el dios asesinado por los titanes era una divinidad juvenil.

En el mito cristiano, el pecado original de los hombres es indudablemente un pecado contra Dios Padre. Ahora bien: si Cristo redime a los hombres del pecado original sacrificando su propia vida, habremos de deducir que tal pecado era un asesinato. Conforme a la Ley de Talión, profundamente arraigada en el alma humana, el asesinato no puede ser redimido sino con el sacrificio de otra vida. El holocausto de la propia existencia indica que lo que se redime es una deuda de sangre [83] . Y si este sacrificio de la propia vida procura la reconciliación con Dios Padre, el crimen que se trata de expiar no puede ser sino el asesinato del padre.

Así, pues, en la doctrina cristiana confiesa la Humanidad más claramente que en ninguna otra su culpabilidad, emanada del crimen original, puesto que sólo en el sacrificio de un hijo ha hallado expiación suficiente. La reconciliación con el padre es tanto más sólida cuanto que simultáneamente a este sacrificio se proclama la total renunciación a la mujer, causa primera de la rebelión primitiva. Pero aquí se manifiesta una vez más la fatalidad psicológica de la ambivalencia. Con el mismo acto con el que ofrece al padre la máxima expiación posible alcanza también el hijo el fin de sus deseos contrarios al padre, pues se convierte a su vez en dios al lado del padre, o más bien en sustitución del padre. La religión del hijo sustituye a la religión del padre, y como signo de esta sustitución se resucita la antigua comida totémica; esto es, la comunión, en la que la sociedad de los hermanos consume la carne y la sangre del hijo —no ya las del padre—, santificándose de este modo e identificándose con él. Nuestra mirada persigue a través de los tiempos la identidad de la comida totémica con el sacrificio de animales, el sacrificio humano teoantrópico y la eucaristía cristiana y reconoce en todas estas solemnidades la consecuencia de aquel crimen que tan agobiadoramente ha pesado sobre los hombres y del que, sin embargo, tienen que hallarse tan orgullosos. La comunión cristiana no es en el fondo sino una nueva supresión del padre, una repetición del acto necesitado de expiación. Observamos ahora cuán acertada es la afirmación de Frazer de que la «comunión cristiana ha absorbido y se ha asimilado un sacramento mucho más antiguo que el cristianismo» [84] .

Siete

Un acontecimiento como la supresión del padre por la horda fraterna tenía que dejar huellas imperecederas en la historia de la Humanidad y manifestarse en formaciones sustitutivas, tanto más numerosas cuanto menos grato era su recuerdo directo [85] . Resistiendo a la tentación de perseguir tales huellas, fácilmente evidenciables en la Mitología, pasaré a otro terreno, explorado ya por S. Reinach en su interesantísimo ensayo sobre la muerte de Orfeo [86] .

En la historia del arte griego hallamos una situación que presenta singulares analogías, al par que profundas diferencias, con la escena de la comida totémica descrita por Robertson Smith. Me refiero a la situación que nos muestra la tragedia griega en su forma primitiva. Un cierto número de personas reunidas bajo un nombre colectivo e idénticamente vestidas —el coro— rodea al actor que encarna la figura del héroe, primitivamente el único personaje de la tragedia, y se muestra dependiente de sus palabras y sus actos. Más tarde se agregó a éste un segundo actor, y luego un tercero, destinados a servir de comparsas al héroe o a representar partes distintas de su personalidad. Pero el carácter del héroe y su posición con respecto al coro permanecieron inalterados. El héroe de la tragedia debía sufrir, y tal es aún hoy en día el contenido principal de una tragedia. Ha echado sobre sí la llamada «culpa trágica», cuyos fundamentos resultan a veces difícilmente determinables, pues con frecuencia carece de toda relación con la moral corriente. Casi siempre consistía en una rebelión contra una autoridad divina o humana y el coro acompañaba y asistía al héroe con su simpatía, intentando contenerle, advertirle y moderarle, y le compadecía cuando, después de llevar a cabo su audaz empresa, hallaba el castigo considerado como merecido.

¿Mas por qué debe sufrir el héroe de la tragedia y qué significa la «culpa trágica»? Debe sufrir porque es el padre primitivo, el héroe de la gran tragedia primera, la cual encuentra aquí una reproducción tendenciosa. La culpa trágica es aquella que el héroe debe tomar sobre sí para redimir de ella al coro. La acción desarrollada en la escena es una deformación refinadamente hipócrita de la realidad histórica. En esta remota realidad fueron precisamente los miembros del coro los que causaron los sufrimientos del héroe. En cambio, la tragedia le atribuye por entero la responsabilidad de sus sufrimientos, y el coro simpatiza con él y compadece su desgracia. El crimen que se le imputa, la rebelión contra una poderosa autoridad, es el mismo que pesa, en realidad, sobre los miembros del coro; esto es, sobre la horda fraterna. De este modo queda promovido el héroe, aun contra su voluntad, en redentor del coro.

Habiendo sido los sufrimientos de Dionisos, el divino macho cabrío, y las lamentaciones de su cortejo de machos cabríos identificados con él, el argumento preferido de la tragedia griega primitiva, no podemos extrañar que este drama, que había perdido ya por completo su vitalidad en el transcurso de los tiempos, la recobrase totalmente en la Edad Media, apoderándose de la Pasión de Cristo.

De la investigación que hasta aquí hemos desarrollado en la forma más sintética posible podemos deducir como resultado que en el complejo de Edipo coinciden los comienzos de la religión, la moral, la sociedad y el arte, coincidencia que se nos muestra perfectamente de acuerdo con la demostración aportada por el psicoanálisis de que este complejo constituye el nódulo de todas las neurosis, en cuanto hasta ahora nos ha sido posible penetrar en la naturaleza de estas últimas [87] . Nos ha sorprendido en extremo haber podido hallar también para estos problemas de la vida anímica de los pueblos una solución partiendo de un único punto de vista concreto, tal como la actitud con respecto al padre. Pero quizá nos sea posible todavía enlazar a él otro problema psicológico. Hemos tenido ya frecuentes ocasiones de señalar la ambivalencia afectiva; esto es, la coincidencia de odio y amor con respecto a las mismas personas, en la raíz de importantes formaciones de la civilización, pero ignoramos totalmente sus orígenes. Podemos suponer que constituye un fenómeno fundamental de nuestra vida afectiva y también es posible que fuera ajena primitivamente a la misma y hubiese sido adquirida por la Humanidad como una consecuencia del complejo paterno, o sea de aquel en el que la investigación psicoanalítica del individuo encuentra aún hoy en día dicha ambivalencia en su más elevada expresión [88] .

Antes de terminar quiero advertir al lector que, a pesar de la concordancia de los resultados obtenidos en nuestras investigaciones, y que convergen todas hacia un solo y único punto, no nos ocultamos en modo alguno las incertidumbres inherentes a nuestras premisas y las dificultades con que tropieza la aceptación de nuestros resultados, que seguramente han surgido ya en el ánimo de nuestros lectores.

No puede haberse ocultado a nadie que postulamos la existencia de un alma colectiva en la que se desarrollan los mismos procesos que en el alma individual. Admitimos que la consciencia de la culpabilidad emanada de un acto determinado ha persistido a través de milenios enteros, conservando toda su eficacia en generaciones que nada podían saber ya de dicho acto, y reconocemos que un proceso afectivo que pudo nacer en una generación de hijos maltratados por su padre ha subsistido en nuevas generaciones sustraídas a dicho maltrato por la supresión del padre tiránico. Estas hipótesis parecen susceptibles de despertar graves objeciones, y es preferible cualquier otra explicación que no tuviera necesidad de apoyarse en ellas.

Pero una más detenida reflexión mostrará al lector que no es únicamente nuestra la responsabilidad de tales atrevimientos. Sin la hipótesis de un alma colectiva y de una continuidad de la vida afectiva de los hombres que permita despreciar la interrupción de los actos psíquicos individuales resultantes de la desaparición de la existencia no podría existir la psicología de los pueblos. Si los procesos psíquicos de una generación no prosiguieran desarrollándose en la siguiente, cada una de ellas se vería obligada a comenzar desde un principio el aprendizaje de la vida, lo cual excluiría toda posibilidad de progreso en este terreno. En relación con este particular se nos plantean dos nuevas interrogaciones, relativas, respectivamente, a la amplitud que debemos atribuir a la continuidad psíquica dentro de estas series de generaciones y a los medios y caminos de que se sirve cada generación para transmitir a la siguiente sus estados psíquicos. Estos dos problemas no han recibido aún solución satisfactoria, y la comunicación directa o la tradición no constituyen tampoco una explicación suficiente. En general, la psicología de los pueblos se preocupa muy poco de averiguar por qué medios queda constituida la necesaria continuidad de la vida psíquica en las generaciones sucesivas. Tal continuidad queda asegurada en parte por la herencia de disposiciones psíquicas, las cuales precisan, sin embargo, de ciertos estímulos en la vida individual para desarrollarse. En este sentido es como habremos quizá de interpretar las palabras del poeta: «Aquello que has heredado de tus padres, conquístalo para poseerlo». El problema se nos mostraría aún más intrincado si pudiéramos reconocer la existencia de hechos psíquicos susceptibles de sucumbir a una represión que no dejase la menor huella de ellos. Pero sabemos que no existen hechos de esta clase. Las más intensas represiones dejan tras de sí formaciones sustitutivas deformadas, las cuales originan a su vez determinadas reacciones. Habremos, pues, de admitir que ninguna generación posee la capacidad de ocultar a la siguiente hechos psíquicos de cierta importancia. El psicoanálisis nos ha enseñado, en efecto, que el hombre posee en su actividad espiritual inconsciente un aparato que le permite interpretar las reacciones de los demás; esto es, rectificar y corregir las deformaciones que sus semejantes imprimen a la expresión de sus impulsos afectivos. Merced a esta comprensión inconsciente de todas las costumbres, ceremonias y prescripciones que la actitud primitiva con respecto al padre hubo de dejar tras de sí, es quizá como las generaciones ulteriores han conseguido asimilarse la herencia afectiva de las que precedieron.

Las concepciones psicoanalíticas nos permiten echar por tierra otra objeción. Hemos concebido las primeras prescripciones y restricciones de orden moral como reacción a un acto que proporcionó a sus autores la noción de crimen. Arrepintiéndose de la comisión de dicho acto, decidieron excluir su repetición y renunciar a los beneficios que el mismo podría haberles procurado. Esta fecunda consciencia de la culpabilidad no se ha extinguido aún entre nosotros. Volvemos a hallarla especialmente y con una eficacia asocial entre los neuróticos, en los que produce nuevos preceptos morales y continuas restricciones a título de expiación de los crímenes cometidos y de precaución contra la ejecución de otros nuevos. Pero cuando investigamos en estos neuróticos los actos que han despertado tales reacciones, quedamos defraudados. La consciencia de su culpabilidad no se basa en actos ningunos, sino en impulsos y sentimientos orientados hacia el mal, pero que jamás se han traducido en una acción. La consciencia de la culpabilidad que agobia a estos enfermos se basa en realidades puramente psíquicas y no en realidades materiales. Los neuróticos se caracterizan por situar la realidad psíquica por encima de la material, reaccionando a las ideas como los hombres normales reaccionan tan sólo a las realidades.

¿No podía acaso haber sucedido algo análogo entre los primitivos? Podemos atribuirles, justificadamente, una extraordinaria sobreestimación de sus actos psíquicos como fenómeno parcial de su organización narcisista [89] . Por tanto, los simples impulsos hostiles contra el padre y la existencia de la fantasía optativa de matarle y devorarle hubieran podido bastar para provocar aquella reacción moral que ha creado el totemismo y el tabú. De este modo eludiríamos la necesidad de hacer remontar los comienzos de nuestra civilización, que tan justificado orgullo nos inspira, a un horrible crimen, contrario a todos nuestros sentimientos. El encadenamiento causal que se extiende desde tales comienzos hasta nuestros días no quedaría interrumpido por este hecho, pues la realidad psíquica bastaría para explicar todas las consecuencias indicadas. Se nos objetará que la transformación social de la horda paterna en el clan fraterno constituye, sin embargo, un hecho incontestable. El argumento, aunque fuerte, no es, sin embargo, decisivo. La transformación de la sociedad pudo efectuarse en una forma menos violenta y contener de todos modos las condiciones necesarias para la manifestación de la reacción moral. Mientras se hizo sentir la opresión ejercida por el antepasado primitivo, los sentimientos hostiles contra él se hallaban justificados, y el remordimiento por ellos causado hubo de esperar una época distinta para manifestarse. Igualmente inconsistente es la otra objeción, según la cual todo lo deducido de la actitud ambivalente con respecto al padre, o sea al tabú, y las prescripciones relativas al sacrificio, presentaría los caracteres de la más concreta y profunda realidad. Pero el ceremonial y las inhibiciones de nuestros neuróticos atormentados por ideas obsesivas presentan también tales caracteres, no obstante lo cual permanecen siempre dentro de la realidad psíquica, no pasando nunca de proyectos jamás traducidos en hechos concretos. Habremos, pues, de guardarnos de aplicar al mundo del primitivo y del neurótico, rico únicamente en sucesos interiores, el desprecio que nuestro mundo prosaico, lleno de valores materiales, experimenta por las ideas y los deseos puros.

Nos hallamos aquí ante una cuestión difícil de decidir. Comenzaremos, sin embargo, por declarar que la diferencia indicada, que algunos podrían hallar fundamental, carece a nuestro juicio de toda relación con la esencia del tema discutido. Si los deseos y los impulsos presentan, para el primitivo un valor de hechos, sólo de nosotros depende intentar comprender esta concepción, en lugar de obstinarnos en corregirla conforme a nuestro propio modelo. Intentaremos pues, formarnos una idea precisa de la neurosis, puesto que es ella la que ha hecho surgir en nosotros las dudas que acabamos de señalar. No es cierto que los neuróticos obsesivos, que en nuestros días sufren la presión de una supermoral, no se defiendan sino contra la realidad psíquica de las tentaciones y se castiguen tan sólo por impulsos no traducidos en actos. Tales tentaciones e impulsos entrañan una gran parte de realidad histórica. Estos hombres no conocieron en su infancia sino malos impulsos, y en la medida en que sus recursos infantiles se lo permitieron, los tradujeron más de una vez en actos. Durante su infancia pasaron, en efecto, por un período de maldad, por una fase de perversión, preparatoria y anunciadora de la fase supermoral ulterior. La analogía entre el primitivo y el neurótico se nos muestra, pues, mucho más profunda si admitimos que la realidad psíquica, cuya estructura conocemos, ha coincidido también al principio, en el primero, con la realidad concreta; esto es, si suponemos que los primitivos llevaron a cabo aquello que según todos los testimonios tenían intención de realizar.

Sin embargo, no debemos dejarnos influir con exceso en nuestros juicios sobre los primitivos por la analogía con los neuróticos. Es preciso tener también en cuenta las diferencias reales. Cierto es que ni el salvaje ni el neurótico conocen aquella precisa y decidida separación que establecemos entre el pensamiento y la acción. En el neurótico, la acción se halla completamente inhibida y reemplazada totalmente por la tarea. Por el contrario, el primitivo no conoce trabas a la acción. Sus ideas se transforman inmediatamente en actos. Pudiera incluso decirse que la acción reemplaza en él a la idea. Así, pues, sin pretender cerrar aquí con una conclusión definitiva y cierta la discusión cuyas líneas generales hemos esbozado antes, podemos arriesgar la proposición siguiente: en el principio era la acción.

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