- XIII -

Había decidido poner fin a aquel estado de destierro y vergonzosa inacción en que le tenía el envidioso Abres y correr a compartir las fatigas y las glorias del ejército apostólico junto a los muros de Manresa. ¿Qué le importaba la desaprobación de su jefe inmediato? Él hallaría modo de congraciarse con Jep dels Estanys, y si no lo lograba obraría por cuenta propia organizando un somatén libre que levantara una bandera enfrente de todas las banderas habidas y por haber; y si no conseguía esto tampoco se sometería al fallo de la Junta Suprema para que le fusilase, le quemase, le descuartizase o hiciera con él todo lo que una Junta Suprema puede hacer con un oficial rebelde.

Su osadía no reparaba en consideración alguna, y tanto desprecio le inspiraba la disciplina como el peligro.

Concertose aquella misma tarde con dos docenas de amigos, gente que nada tenía que perder, de esa que lo mismo sirve para lances heroicos que para las empresas más desalmadas, y al cerrar la noche salieron todos de Solsona, sin dar cuenta a nadie, resueltos a no parar hasta Manresa.

Deseaba Tilín acometer con los suyos una empresa grande y terriblemente difícil, cosa en verdad más posible en pensamiento que en realidad, por no ser aquellos tiempos propios para ninguna especie de grandezas como no fueran las grandezas de la vulgaridad. Hallándose su alma empapada, digámoslo así, en tan sublime idea forzó la marcha para llegar pronto, y después de andar sin descanso por espacio de una noche y un día, apartándose de los caminos más frecuentados, llegó a San Mateo de Bagés, donde supo que las tropas y somatenes de la causa apostólica estaban sobre Manresa, aguardando el momento de la entrada, el cual no iba a depender de sangrientas peleas ni de empeñados asaltos, sino del soborno de la guarnición de la plaza. Decir cuánto enfrió esta noticia el ánimo de Tilín fuera inútil conociéndose sus bríos indomables y su natural violento y despótico para quien el empleo de la fuerza era una necesidad, una delicia y la única razón y lógica posibles.

Resolvió ante todo presentarse al general en jefe a quien había escrito una carta muy expresiva la madre abadesa, y manifestarle que no podía servir a las órdenes de Pixola, porque Pixola era un hombre rastrero, vil, envidioso. Después pensaba pedirle el puesto de más peligro en los próximos combates, para borrar con un comportamiento heroico sus faltas de disciplina.

En San Fructuoso de Bagés halló Tilín al comandante general de los sublevados, el hombre de confianza de la Junta, el brazo de aquella inmensa intriga de canónigos inquietos, de inquisidores cesantes y de seglares sin empleo que tenía su centro en Madrid, no se sabe si en la sociedad del Ángel Exterminador (cuya existencia no está históricamente demostrada) o en el misterioso cuarto del infante D. Carlos.

D. José Bussons, llamado vulgarmente Jep dels Estanys, era un guerrillero anciano, seco, pequeño, pero fuerte y ágil todavía, de carácter violento y agrio. Hablaba poco, reía menos y era el hombre más blasfemo de Cataluña, y aun puede decirse de toda la cristiandad; pero esto no era obstáculo para que los píos autores de la rebelión hicieran de él el Josué de la guerra apostólica, por aquello de operibus credite non verbis. Y las obras de Jep eran las más propias para despertar entusiasmo entre la genta oscura y envidiosa que rumiaba su descontento en claustros, sacristías y camarillas episcopales, porque poseía el instinto de la organización bélica y había establecido la práctica de que las gavillas de la Fe rezasen el rosario entre batalla y batalla. De la conciencia privada, digámoslo así, de Jep dels Estanys puede juzgarse por el hecho inaudito de recibir a bofetadas a los sacerdotes que quisieron prestarle los auxilios espirituales cuando fue condenado a muerte en el sangriento epílogo de aquella campaña.

Según declaró en su último instante, había estado diez y ocho veces en la cárcel por diferentes crímenes, aunque los principales, dicho sea en disculpa suya, eran delitos de contrabando. Su educación guerrera la hizo en las gloriosas peleas contra el fisco, y sus primeros laureles los ganó pasando géneros prohibidos. De esta escuela pasó a la de la guerra de la Independencia, saltando de contrabandista a coronel. Guerreó más tarde contra los constitucionales, ganando una pensión vitalicia de veinte mil reales con que el Rey quiso premiar méritos tan sobresalientes. Detestaba la vida pacífica y normal de las ciudades y el noble trabajo de la industria. Su más grata mansión era el campo, su descanso el cansancio, su cama las duras peñas; tan bien vivía bajo un sol abrasador como sobre nieves y hielos, con tal que no le faltase un pedazo de pan y un tomate crudo para desayunarse. Cuando no había guerra era preciso, según él, inventarla, conformándose en esto con el pensamiento de Voltaire respecto a Dios.

No era ambicioso de riquezas; inquietábale un afán insaciable, que según unos era el afán de hacer daño. Despreciaba las penalidades y sabía cómo se conciliaba el sueño en los calabozos, lugares de comodidad y regalo para quien había aprendido a dormir a caballo o en la rama de un árbol. Tenía la audacia y la presteza del cernícalo, así como su crueldad. Su cara era seca, áspera y arrugada como un pedazo de leña vieja.

Cuando se ofrece a la contemplación de nuestros lectores, vestía uniforme de voluntario realista sin cruces ni insignias, no llevando el ingente chacó con que se decoraban los individuos de aquel cuerpo, sino la montera catalana doblada hacia adelante, como la usaban la mayor parte de las tropas. A estas las trataba caprichosamente, siendo unas veces severo con las faltas, y otras muy tolerante, según estaba de humor. La buena estrella de Tilín quiso que este fuese bueno aquel día, y así después de observarle de pies a cabeza, le dijo el general:

-¡Ah! eres tú el que se ha criado en las faldas de las monjas... Bien, bien. Ya sé que eres valiente. A mí me gustan los hombres valientes sobre todo. A mí también me criaron monjas. Mi madre era criada de las madres del monte Olivete en Tortosa... Pero esto no hace al caso.

-Lo que pido a vuecencia -dijo Tilín con entereza- es que me conceda el puesto de mayor peligro en la toma de Manresa. De este modo lavaré mi falta.

-¿Qué falta? -preguntó Jep con asombro.

-La de no haber obedecido a Pixola. Yo quería tomar parte en la guerra y no estar mano sobre mano en Solsona.

-¡Ah!... Ya sé que Pixola es un bruto. ¿Quién hace caso de Pixola? Has hecho perfectamente en venir aquí... ¿Y qué grado tienes?... ¿Nada menos que comandante?... Cuando esto se acabe rectificaremos todos los grados, y el Rey, cualquiera que sea, dará los premios que cada cual merezca... Mira, chico, ya que estás aquí, puedes prestarme un servicio. Estos brutos no sirven para nada. Todavía están mis botas sin limpiar... Hace dos horas que están arreglando los arneses de los caballos... Mira, Tilín, límpiame esas botas que están llenas de barro.

El comandante general, calzado con alpargatas y sentado junto a una mesa sobre la cual garrapateaba un oficio, señaló sus botas que estaban arrojadas en un rincón de la sala junto a un montón de ropa sucia. Viéndolas parecía que se veían los pies de un borracho. De un morral sacó Jep un cepillo y lo tiró al otro extremo de la sala.

-Ya tienes lo necesario -dijo tomando la pluma con no poca dificultad-. ¿Conque tú quieres un puesto de peligro? Lo mismo fui yo en mi mocedad. ¡Un puesto de peligro! Eso es, o ser soldado o no serlo. Lo demás se deja para las damas. El inconveniente, chiquillo, es que ahora no habrá puestos de peligro. Como nosotros guerreamos por órdenes que vienen de muy alto; como a nosotros nos apoya parte de la corte si no toda ella, y hay un manejo secreto que hace inútiles las bayonetas, la guarnición de Manresa se rendirá. Allá dentro hay unos nenes de sotana que harán más que todos los generales... Sin embargo, puede que tengas donde lucirte. Has subido mucho, monago; veo que aquí cada uno se da a sí mismo los grados que le acomodan.

Echose mano al bolsillo y sacando los trebejos de fumar, dijo:

-Mira Tilín, toma dos cuartos y vete a comprármelos de yesca. Doblas la esquina de esta casa, y enfrente ves la lonja del Alfarrás. Tráemela pronto, que quiero fumar... pronto digo: me gusta la gente de piernas ligeras.

El soñador Tilín, cuyo cerebro hervía con el movimiento y bullicio de gloriosas batallas, sintió su corazón atravesado por una aguja de hielo y una sensación de caída semejante a la que tenemos cuando en sueños nos despeñamos de una alta cima sobre abismos sin fondo. Arrojó el cepillo con desdén, y tomados los dos cuartos, salió diciendo para sí:

-¡El Demonio me lleve! Ni esto es guerra, ni estos son soldados, ni esto es causa apostólica, ni esto es decencia, ni esto es valor, sino una farsa inmunda.

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