- XIV -

Los intrigantes que dentro de Manresa trataban de ganar a la tropa de línea no pudieron convencer a algunos oficiales de la ventaja que obtendrían en su carrera, pasándose a la insurrección. Estos oficiales eran hombres de honor que no se vendían por dinero, ni tampoco por las promesas de salvación eterna. Pero los conspiradores lograron sobornar a algunos y a casi todos los sargentos del regimiento de la Reina, empleando entre otros argumentos el de que la Junta de Cataluña tenía poderes secretos del Rey para sublevarse contra el mismo Rey. Al leer esta pestilente página de nuestra historia es preciso tener mucha lástima de un soberano contra quien se sublevaba una parte del reino, tomando su nombre. Pero la doblez ya proverbial del hijo de Carlos IV autorizaba este procedimiento.

Manresa tiene buena situación para una defensa. Rodéala en gran parte de su circuito el río Cardoner, y su planta es enriscada, agria y tortuosa, y pendientes sus calles. Una guarnición pundonorosa la habría defendido contra todas las bandas y somatenes que pueden eruptar las cavernas del Bruch, los bosques del Ampurdán y las grietas de la Cerdaña. Pero la guarnición, salvo la oficialidad y un puñado de soldados, sucumbió a las intrigas, no al plomo ni al fuego, y se dejó vencer por la astuta labia del padre Vinader, religioso mínimo, y del reverendo doctor D. José Quinquer, domero mayor de la Colegiata.

En la noche del 27 al 28 de Agosto penetraron de improviso las hordas apostólicas capitaneadas por Jep dels Estanys, Caragol y Pixola.

Al grito de ¡Viva la religión! ¡Mueran los negros! Que es el grito que servía entonces para la consumación de todas las hazañas populares, fueron asaltadas muchas casas y ultrajadas multitud de personas que no eran todas liberales: la mayor parte habían incurrido en el desagrado apostólico por la tolerancia de su realismo y la suavidad de su celo religioso. La ciudad fue al punto dominada por los payeses, voluntarios realistas y guerrilleros, que unían sus berridos a los de la plebe manresana ya sobornada para dar a aquel acto de civilización todo el esplendor posible.

Los pocos soldados y los veinticinco oficiales leales se resistieron en el Ayuntamiento, dando ocasión a una refriega en la cual ambas partes se batieron valerosamente. Los leales hacían fuego desde los balcones, y los insurrectos intentaron varias veces el asalto. Dios sabe a qué extremo de encarnizamiento habrían llegado aquellos hombres si el comandante de la plaza no hubiera mandado a los suyos que se rindieran. Todo iba bien para los frailes, admirablemente; y con pocos heridos y menos muertos poseían una situación estratégica de grandísimo precio para dominar la montaña y tener en jaque a Barcelona.

Tilín y su gente sostuvieron el fuego en el Ayuntamiento al lado de la guardia negra de Jep dels Estanys, que mandaba la acción desde un callejón cercano. En lo más recio de ella, Tilín vio a Pixola que se metía entre el tumulto.

-¿Cómo estás aquí, sacristanillo? -preguntó el carnicero con asombro.

-Ladrón, estoy porque he venido -replicó el joven indicándole con un gesto que se apartara.

-¿Por qué saliste de Solsona?

-Porque me dio la gana, borracho.

El furor bélico de Tilín daba a sus palabras extraordinario brío. Si Pixola en aquel instante se pusiera delante en ademán hostil, de seguro le partiera en dos, como hacían los caballeros andantes con los endriagos y monstruos fabulosos.

Pepet habría deseado que el Ayuntamiento de Manresa fuera altísimo castillo con formidables torres y baluartes, para acometerlo y asaltarlo, despreciando el ardor de los defensores, y hacer allí uno de esos admirables desatinos que son pasmo de los siglos: pero cuando más sublimado estaba su espíritu con esta idea y cuando sentía en su grado más alto el delirio de la matanza y el espeluznamiento de la embriaguez marcial, viose que los sitiados no se defendían; un pañuelo blanco se agitó en la ventana, acudieron parlamentarios, entró y salió un fraile llevando recados, y todo acabó.

-Cuando yo digo -murmuró Tilín hiriendo el suelo con furibundo pie- que ni aquí hay guerra, ni plan, ni soldados, ni idea ninguna, ni decencia, ni valor, sino una comedia indecente...

Los oficiales y soldados del Rey fueron al punto desarmados, y Jep, tomando posesión de la casa municipal, procedió a la formación de la indispensable Junta. Mientras se nombraba, los frailes y canónigos se confundían en las salas del edificio con los guerrilleros y jefes de somatén. Parecía aquello un mercado de infames ambiciones en que la vanidad cotizaba los servicios de cada sujeto en las campañas de la intriga. Un lenguaje soez compuesto de los vocablos más populares sobresalía entre aquel tumulto como el espumarajo que corona las olas agitadas del mar. Sobre aquel espumarajo de dicterios, de voces de venganza, de insultos y de blasfemias, se destacaron al fin los nombres de los elegidos para componer la Junta, el padre Vinader, de la orden de mínimos; el canónigo Quinquer, el guerrillero Caragol, el médico D. Magín Pallás y el regidor San Martín.

Durante la elección unos cuantos desalmados de la horda de Pixola invadieron la casa del gobernador; arrastraron, sacándola del lecho donde estaba enferma, a su esposa, y ya les tenían a ambos en medio de la plaza con los ojos vendados para fusilarles, cuando D. José Saperes (Caragol) que era el más humano de los junteros acudió y pudo impedir un horrible crimen. Los demás atropellos no fueron de consideración. Pero gran parte del vecindario abandonó la ciudad en la mañana siguiente buscando refugio en Barcelona.

Inútil es decir que el primer cuidado de la paternal Junta fue publicar una proclama y dar las consabidas órdenes para que todos los oficiales se presentasen, sin que se olvidara la cobranza de un año de contribución y el reclutamiento de los quintos del último reemplazo. La tradición revolucionaria fue escrupulosamente cumplida, probándose que no en vano habíamos tenido en nuestra historia cursos completos de motines. La santa causa del Trono y del Altar, como decía la proclama de Manresa, que poco después fue quemada por la mano del verdugo, como lo fuera años antes la Constitución del 12, plagiaba ramplonamente a los demagogos de las Cabezas de San Juan.

El día después de la toma de la ciudad, Jep dels Estanys trató a Tilín con desvío, no demostrando admiración de sus dotes militares, y después de preguntarle si tenía buena letra le puso a escribir oficios. Mucho disgustó a nuestro héroe verse en la triste condición de escribiente; pero no quiso manifestar su cólera. El mismo Jep debió conocer cuánto le mortificaba la inacción.

-Mira, Tilín -le dijo al día siguiente-, me ha hecho notar el Sr. Pallás, individuo de la Junta y médico de la ciudad, que las calles están llenas de inmundicias y que esto puede ser causa de enfermedades. No es natural que nuestros bravos chicos se ocupen en limpiar las calles, ¿verdad?

-Tiene razón vuecencia -repuso Tilín decidido a dejarse fusilar antes que envilecer su persona con el oficio de barrendero.

-Pues mira, Tilín, vas a hacer lo siguiente: ya sabes que la cárcel está llena de presos. Son los liberales y toda la gentuza negra de Manresa... conozco a algunos. Esos son los que van a poner a nuestra ciudad como el mismo oro. Llévate un par de docenas de hombres armados, entra en la primera tienda donde encuentres escobas y cubos para agua y toma tantos como sean los presos... me parece que estos pasarán de veinte. Luego vas a la cárcel, sacas a los negros y a cada uno le pones en la mano su escoba y su cubo. Ellos limpiarán y tus soldados les vigilarán. Al primero que se niegue al trabajo, o murmure de nosotros, o pronuncie algún vocablo contra el Altar y el Trono me le dejas en el sitio. No te digo más.

Ni él necesitaba más. Aquella tarde se hizo todo como lo había mandado el jefe y las calles quedaron limpias de inmundicia. No así el corazón de los apostólicos que cada vez se enfangaba más.

El héroe de San Salomó había de tener otros empleos y ocupaciones durante su residencia de cerca de dos meses al lado de la Excelentísima Junta Superior. Un fraile que acompañaba a Jep en calidad de jefe de división y que tenía la audacia de escribir furibundos libelos con la horrible firma de El Padre Puñal, quiso tomar a Tilín por ayudante. Negose este y un día se trabaron de palabras. Cada cual sacó a relucir su jerarquía militar. De las palabras vinieron a las acciones y Tilín tuvo la suerte de poder pasearse sobre las costillas de su enemigo, a quien no dejó hueso sano. El escándalo fue grande y Pepet pasó a un calabozo, de donde le sacó días después otro fraile que le tenía gran afición. Viose luego maltratado por Jep dels Estanys y favorecido por Caragol; pero fue víctima de las hablillas, y una mañana Caragol le llamó simple.

Su carácter impetuoso, su afán por sobresalir y su indómita soberbia, diéronle fama de díscolo y revoltoso, y nadie hacía buenas migas con él. Sus mejores amigos le abandonaban, y si hubiera intentado echarse al campo con un somatén de su propia pertenencia, no habría encontrado quince hombres que le siguieran. Aquella esfera de vulgaridad y de bajeza era muy impropia para el desarrollo de su carácter despótico y soberbio, que necesitaba acción incesante y vasto campo para ejercer su dominio. Aquella guerra no era guerra, era una campaña de rencillas, de insultos, de miserias, de contiendas pequeñas semejantes a las disputas de las verduleras. Una revolución grande y atrevida, una de esas revoluciones descaradas que atacan lo más firme en nombre de cualquier idea fija y van derechas a su objeto hasta que vencen o se estrellan, hubiérale sobrepuesto a la multitud, personificando en su ruda figura todas las violencias disfrazadas de justicia, la firmeza heroica y quizás todas las maldades y excesos de la pasión humana; pero en aquella sentina de intrigas frailescas tenía que hundirse necesaria y fatalmente. Era inepto para toda intriga. Capaz de los más febriles arrebatos del valor y de la audacia, en la ociosidad de la plaza ganada no era más que un pobre monaguillo.

El fraile que ya a fines de Setiembre le había sacado de la cárcel le demostraba siempre mucho cariño. Regalábale frutas y dulces de monjas; pero con confites no se conquistaba el corazón inmenso del voluntario realista. Un día el padre Bernardino de Chirlot le dijo:

-Querido Armengol, si hubiera muchos hombres como tú, fácil sería dar al traste con ese fantasmón orgulloso que tiene forma humana y se llama Caragol. Yo sé que muchos religiosos verían con gusto que la actual Junta era disuelta a puntapiés y nombrada en su lugar otra de verdaderos católicos... A todas partes llega el francmasonismo.

-Padre Chirlot -dijo Tilín, ebrio de cólera- tan canalla sería una Junta como otra, y tan bestia es Caragol como todos los demás. ¿Quiere usted sobornarme para una sedición?

-Todo sería que te dieran medios para ello-, replicó el fraile, acariciándose la luenga barba roja semejante a la cola de un caballo.

-¿Me darían dinero?

-Tal vez -dijo el capuchino con malicia.

-¿Y hombres?

-Tú los buscarías. Con dinero convertirás las piedras en hombres.

-¿Y el objeto?... ¿el fin?... ¡Ah! ¡padre Chirlot de todos los demonios, para farsa asquerosa basta ya! Váyase usted con Barrabás.

Y se retiró dejando al fraile medianamente corrido.

Al llegar al alojamiento del general en jefe, vio a este en la puerta con las manos metidas en la faja, paseando de largo a largo.

-¡Monago! -gritó Jep dels Estanys.

Este nombre causaba a Tilín enojo violentísimo, que no se atrevía a manifestar por temor de hacerse más ridículo.

-¿Qué manda vuecencia? -dijo.

-¿Por qué estás tan pálido?... ¿Te pasa algo? El Demonio cargue contigo... Mira, monago, lleva mi caballo al río y dale un baño.

Pepet Armengol tomó el caballo, lo sacó de la ciudad, y al llegar al camino montó en él en pelo, y oprimiéndole los ijares con sus talones sin espuelas, lo lanzó a la carrera por el camino de Solsona. Su alma sentía inefables delicias en aquella carrera, semejante al loco desbordamiento de su fantasía. Estaba solo, corría, era libre.

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