- XIX -

La idea de su triunfo regocijó de tal modo a Servet, mejor dicho, le enloqueció tanto que estuvo a punto de gritar: «¡Galgos del infierno, no me cogeréis aquí!».

No pudo reprimir la risa que le inspiraba el inútil furor y la confusión de sus perseguidores. Se reía con toda su alma inundada de una complacencia delirante. Creía sentir bajo su cuerpo la trepidación del convento y del pueblo todo lo que era como la prolongación de su carcajada.

Siguió observando y vio que sus perseguidores se detenían al pie del muro, y uno de ellos señalaba a lo alto. Uno había sospechado, y la idea no había parecido a sus compañeros absurda. Les oyó discutir: después miraron todos hacia arriba, como si un secreto instinto u olfato de sabueso les indicase que allí estaba el rastro del hombre perdido. Servet tuvo cuidado de retirar la cuerda. Ellos seguían mirando: al fin retiráronse todos y quedaron algunos como de guardia.

-Esos salvajes -pensó Servet- serán capaces de registrar el convento.

Comprendiendo que allí era grande también el peligro si no tomaba resolución pronta, Servet exploró el lugar adonde su buena o su mala estrella le había llevado, y vio confusamente las negras alas del convento, el emparrado tendido como un puente de verdes pámpanos entre el muro y el edificio, y por último una luz en la reja más cercana. Entre tanto, un dolor agudísimo en el brazo recordole que había sido mordido poco antes y que su herida ensañada por el esfuerzo últimamente hecho y por el roce de los ladrillos iba a tomar carácter de gravedad. Su debilidad recordole también que no había comido nada en todo el día y que era urgente acudir a la restauración de fuerzas tan bien empleadas hasta allí y tan necesarias aún si Dios no se ponía de su parte.

Pronto comprendió nuestro fugitivo que no podía haber dado con su pobre cuerpo en sitio menos a propósito. ¡Un convento de monjas! ¡Buen genio tendrían las madres para recibir a deshora huéspedes llovidos! La extraordinaria santidad de aquel lugar hacíalo ¡cosa horrible! casi tan inhospitalario como el Infierno. Pero ni estas consideraciones, que habrían bastado para dar en tierra con el corazón más esforzado, abatieron el de Servet que confiaba mucho en las soluciones providenciales e inesperadas, en los bruscos cambios de la suerte, o si se quiere decir más clara y cristianamente, en la misericordia de Dios.

Encomendose a él con todo su corazón y deslizose por el emparrado adelante, poniendo pies y manos donde parecía haber resistencia. Andaba como un gusano, y su situación, con ser tan deplorable, le hacía sonreír. Cerca de él brillaba la claridad de una luz que parecía arder en el recatado y honesto recinto de una celda. La reja estaba entreabierta. ¡Oh, Dios poderoso! En el interior una hermosa monja leía.

El caballero pensó lo siguiente:

-Necesito ahora de toda la audacia, de todo el descaro, de toda la sangre fría que puede tener un desesperado.

Entre los peligros, mejor dicho, la muerte segura que había fuera de aquellos muros y las desconocidas soluciones que podría ofrecerle aquella casa, no debía existir vacilación. La inspiración divina que le llevó desde la calle de los Codos a deslizarse como un reptil por entre los pámpanos, podría sugerirle dentro de San Salomó recursos salvadores. Era preciso tener mucho arrojo, firmeza grande en la acción y rapidez suma, lo mismo que cuando se va a dar una gran batalla.

Concibió su plan y con aquella prontitud aquilífera que es la cualidad primera del genio estratégico lo empezó a ponerlo en ejecución. Saltó a la galería, empujó primero suavemente la puerta de la celda y viendo que cedía la abrió con fuerza... entró.

Súbitamente cerró tras sí y dirigiéndose a la monja y poniéndole su puñal al pecho, le dijo:

-Si usted da un grito de alarma, si usted llama, si usted denuncia de algún modo a la comunidad mi entrada en el convento, me veré precisado a matarla, y la mataré con sentimiento; pero sin vacilar un instante. El peligro me obliga a ser despiadado.

Ya dijimos que Sor Teodora de Aransis había creído ver un bulto, un hombre, el dragón. Su sorpresa y terror fueron mayores al ver que no era Tilín el que entraba: era un desconocido.

El miedo, el estupor, la vista del arma terrible cuya punta tocaba su pecho, quitáronle todo movimiento y paralizaron el curso de su sangre y hasta de sus pensamientos, y detuvieron en su garganta la palabra. Sólo pudo exhalar un débil gemido, como la cordera próxima a morir, y balbució estas palabras: «Hombre, no me mates, no me mates».

Había cruzado sus hermosas manos blancas y con suplicantes ojos más que con palabras pedía misericordia al aventurero intruso.

-Señora -dijo este, amenazando siempre con su arma-. No soy un ladrón, no soy un asesino, soy un desgraciado caballero víctima de las discordias civiles y de una miserable venganza. He entrado aquí al azar huyendo de un inmenso peligro; no vengo a llevarme nada ni a faltar al respeto; sólo pido amparo por poco tiempo, un hueco, un escondite. Elija usted entre la muerte y otorgarme lo que le pido, comprometiéndose a ocultarme en sitio seguro, si, como creo, es registrado esta noche el convento para buscarme.

Sor Teodora no podía decir nada. Convulsión violenta agitaba su cuerpo y sus ojos desencajados se fijaban en el aparecido como en espectro aterrador. El intruso tuvo una idea. Volviéndose rápidamente cerró la puerta, y tomando una silla sentose delante de ella.

-Señora -dijo gravemente bajando la voz-, mi situación en esta celda es sumamente desagradable para mí. Mi brusca entrada en esta casa de paz y santidad, la audacia con que he profanado esta celda honesta y venerable, presentaranme a los ojos de usted como un ser aborrecible, espantoso. No podré con palabras hacer que se forme de mi una opinión mejor, no: el peligro en que me veo me ha obligado a amenazar a usted con esta arma que sólo usan los malvados... Pero no, yo intentaré... yo intentaré, convencer a usted de que no soy un criminal, sino un desgraciado, el más desgraciado de los hombres. Me he hallado solo en la ciudad, frente a centenares de enemigos... ¿No es legítima mi defensa? ¡Ah! señora. Mientras yo tenga sangre en mis venas, mientras mi mano pueda empuñar un arma y mi cuerpo pueda sostenerse, no entregaré mi vida a la ferocidad de esa gente, no mil veces... He luchado contra inmensos obstáculos. A punto de caer en manos de mis verdugos, un milagro me ha salvado, la mano de Dios me ha levantado y me ha puesto aquí... Es preciso que yo me salve, no porque estime en mucho mi vida que poco vale, sino para no dar a esos miserables el regocijo de la victoria... Señora -añadió con noble acento- perdone usted la violencia de mis palabras y mis crueles amenazas. Han sido recurso impuesto por la necesidad, superior a mi carácter, a mi respeto, a todo, por el peligro que convierte en fieras a los seres más pacíficos.

Sor Teodora empezó a recobrar el uso de sus pensamientos, de sus palabras, de su acción.

-Váyase usted de mi celda -dijo con torpe y angustiosa voz- salga pronto de aquí, y acójase en cualquier parte del convento. Yo no le denunciaré... yo no.

-¡En cualquier parte del convento!... No conozco el edificio. Si le registran esta noche para buscarme...

-¿Y quién, quién se atreverá a registrar a San Salomó?

-Quien se ha atrevido a cosas mayores, señora.

-Salga usted al instante de mi celda -repitió Sor Teodora restableciéndose prodigiosamente en el ejercicio de sus facultades intelectuales y vocales-. No puedo tolerar esta profanación horrible. Salga Vd. y ocúltese... no diré nada. Si usted no se va, gritaré y llamaré a las hermanas. Por pronto y bien que usted me mate, no me faltará un aliento para pedir auxilio.

-¡Oh! no -exclamó el caballero-. Me arrepiento de mi primer arrebato. No pondré la mano en quien ya me ha prometido un poco de amparo permitiéndome que me oculte en cualquier parte del convento. Ya he encontrado una generosidad que no esperaba, y esto me mueve a abandonar el papel odioso que, a pesar mío, he hecho al entrar aquí. Señora...

El intruso se levantó.

-¿Qué?

-Señora, si yo pudiera mover a compasión el espíritu elevado y piadoso de usted me tendría esta noche por el más feliz de los hombres. He entrado aquí inspirando miedo. Prefiero cualquier beneficio otorgado por la caridad a las mayores ventajas concedidas por el miedo.

-Bien, bien -dijo Sor Teodora deseando poner fin a aquella escena que aún le parecía espantosa pesadilla-. Váyase usted, ¡por las llagas de Jesucristo!... váyase usted... escóndase en cualquier parte... Yo haré que no sé nada... Es lo único, lo único que puedo hacer.

-Yo saldré, saldré -dijo Servet- pero si usted me lo permite...

-No admito réplica... Fuera, fuera de aquí -prosiguió la monja adquiriendo al fin dominio sobre sí misma y acercándose con paso seguro y ademán imponente al intruso.

-¡Oh! ¡señora!... cómo me atreveré a pedir a usted un poco más de compasión, un poco, casi nada.

-No oigo una palabra más. Salga usted... ya no temo sus armas, las desprecio, porque mi deber se sobrepone a todo y al miedo de morir.

-Señora...

El caballero dio un gran suspiro, apoyose en la silla, después dejó caer su cabeza sobre el pecho, y sus brazos desfallecidos extendiéronse a un lado y otro. Volvió hacia la ilustre religiosa su semblante pálido, y con dolorido acento le dijo:

-Estoy herido.

Sor Teodora se quedó cortada y parecía meditar. El forastero caía rápidamente en profundo marasmo. Mortal palidez cubrió su rostro y su voz sonó cavernosa como la del que agoniza.

-¡Herido! -repitió la monja, mirando el brazo ensangrentado-. Es verdad.

-Si la caridad, señora -murmuró el caballero- no se sobrepone en el ánimo de usted al rencor que le he inspirado, al sentimiento de la profanación de esta casa por mi entrada importuna, a su recato y a su escrupulosidad de monja, declárome abandonado no sólo de los hombres sino de Dios, y me resigno a morir. No puedo más.

Cerró los ojos y su abatimiento fue más visible.

-Mis escrúpulos -indicó Sor Teodora con entereza- no me impedirán dar a usted algunos auxilios. ¿Esa herida es grave?

-Es la mordedura de un perro; siento dolores horribles. Después he tenido que trepar por la tapia de San Salomó y me he magullado horriblemente el brazo herido.

-Mi conciencia -pensó la religiosa- no me dice nada contra la idea de curarle esa herida, y vendarle el brazo.

Y dirigiose a la alacena para sacar de ella lo necesario.

-¡Oh, señora! -dijo el intruso con fervor-. Ya veo que Dios no me abandona. Perdón, perdón por mis amenazas al entrar aquí, por mi lenguaje descortés. Creí entrar en la caverna de un enemigo y me encuentro en la morada de un ángel.

Sor Teodora echó vino en un vaso. Parecía muy atenta a preparar la medicina, pero su semblante estaba ceñudo y no indicaba gran tranquilidad en su alma.

-Señora y venerable madre -añadió el herido, tomando su puñal y sus pistolas y poniéndolos sobre la mesa-. Ahí tiene usted las armas que le han inspirado tanto miedo. En presencia de un ángel de bondad me desarmo. Me entrego a usted en cuerpo y alma y estoy dispuesto a obedecerla. Me someto a su autoridad, y si mi bienhechora se arrepiente de serlo y me denuncia, hágalo en buena hora. ¡Infeliz de mí! Antes lo fiaba todo a mi audacia y al arrojo que me infundía el peligro; ahora lo fío todo a la nobleza y a la caridad de esta dama tan santa como hermosa, que tiene pintada en su semblante la bondad de los ángeles. ¡Bendito sea Dios que me ha traído aquí!

La de Aransis dejó un momento su obra para recoger las armas y ponerlas en otro sitio.

-Soy de usted -dijo el herido con sumisión-. Mi libertad, mi vida, están en sus divinas manos.

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