- XX -

Poco después los blancos y finísimos dedos de Teodora se acercaban temblando a la herida y tocaban sus bordes doloridos. El semblante de la religiosa era todo compasión, y el del aventurero gratitud.

-Esto debe lavarse -dijo ella.

Sin detenerse echó agua en una jofaina de plata, añadiéndole gotas de una esencia aromática que perfumó la celda. Después de lavar la herida aplicó sobre ella el vino que había batido con aceite y la vendó al fin cuidadosamente.

Clavando sus negros ojos en el herido, señaló la puerta y le dijo:

-Ahora...

-Ahora, sí -repuso él de mala gana sin moverse de su silla-. Si yo me atreviera a decir a la señora una cosa...

Hablaba en el tono más humilde.

-¿Qué cosa? -preguntó Sor Teodora con severidad.

-Que me muero de hambre, señora.

Al decir esto parecía que sus fuerzas se extinguían y que iba a perder el conocimiento. La monja miró al suelo, luego al intruso, después a la rica alacena de talla que guardaba tantos tesoros.

-Las inmensas fatigas del día de hoy -añadió Servet con profunda lástima de sí mismo- no me han permitido llevar un pedazo de pan a la boca. El hambre y el cansancio me agobian de tal modo, señora, que si usted me arroja de aquí en este triste estado, no podré dar un paso.

La venerable madre volvió a fruncir el ceño. Parecía vacilar. Después dirigiose a la alacena y sacó de ella un objeto que despidió olores gratísimos al olfato: era una gallina asada. Su dorada pechuga, sus gordos muslos medio achicharrados por el fuego, convidaban a la gastronomía. El hambriento se reanimó sólo con la vista de tan hermosa pieza, honra de las cocinas de San Salomó.

Sin decir una palabra, la monja tendió sobre la mesa un mantel, blanco y limpio como el cuello de un cisne, puso en él la fuente con la gallina, un pan entero y una botella de vino blanco que en el subido color de oro y delicadísimo aroma indicaba sus muchos años. Hecho esto, sin olvidar el cubierto y un vaso de plata, se apartó de la mesa, y tomando una silla sentose en ella, volviendo la espalda al intruso que había caído ya sobre la cena. Sor Teodora no acompañó con una sola palabra su acción, ni tampoco con una sola mirada. Tomando su libro de oraciones, se puso a leer.

-Si mil años viviera -dijo el hambriento, después de los primeros bocados- no tendría tiempo bastante para agradecer a usted lo que ha hecho por mí esta noche, venerable madre.

Hubo una pausa durante la cual nada se oía más que el ruido del comer. La de Aransis miró de reojo y viendo que el intruso, después de hacer desaparecer media pechuga y un ala, se detenía, levantose y volviendo a la alacena, sacó unas lonjas de jamón adornadas con esa filigrana de cocina que llaman huevos hilados y es tan agradable al paladar como a la vista.

-Gracias, señora -murmuró D. Jaime-. Mi hambre ha sido satisfecha y me basta.

La monja sacó también un plato de confituras y se lo puso delante. Sin mirarle, ni cambiar con él palabra alguna, volvió a su asiento y tomó su libro. ¡Qué ganas de rezar la habían entrado! Sin duda quería desagraviar a Dios del grandísimo desacato y profanación que la entrada de aquel hombre en su celda representaba. Pero el aventurero se cansó del largo silencio, y deseoso de romperlo, habló de este modo:

-Bien sé, reverenda madre, que el hombre que ha entrado aquí como un ladrón amenazando y aterrando, no merece ser tratado con miramiento ni consideración. Lo más que se puede hacer por él es darle una limosna, pero nada más, nada más.

Sor Teodora no pronunció sílaba ni movió pestaña. Parecía una de esas estatuas en que el arte ha representado a un grave personaje histórico leyendo sobre su sepulcro.

-Bien sé que este hombre no merece consideración -añadió el caballero-. Si se le conociera bien, quizás la tendría; pero no se le conoce, no es más que como un saltador de tapias. ¡Ah! si se conocieran sus inmensas desgracias, los móviles que le han traído aquí, quizás, quizás no tendría el sentimiento de ver apartados de sí los ojos de su bienhechora. Permítame usted -añadió dirigiéndose a ella- que me duela este desvío. No estoy acostumbrado a él. He tenido la suerte de encontrar hasta hoy simpatías, afecto, amistad en todas partes. Bien sé que pedir esto en el caso presente sería mucho pedir... He recibido mucho más de lo que podía esperar y mi gratitud será eterna.

Inclinose profundamente con el mayor respeto.

-Demasiado favor es -dijo Sor Teodora sin mirarle- auxiliar a un hombre desconocido que ha entrado aquí como entran los ladrones sacrílegos.

Entonces le miró y con súbito enojo le dijo:

-¿Pero no se marcha todavía?...

-Espero las órdenes de mi dueño -replicó el intruso inclinando su cabeza.

-Váyase usted.

-¿A dónde, señora?

-Al Infierno... ¿qué sé yo?

-No puedo salir de San Salomó mientras estén en Solsona las guerrillas de Navarra. Me es imposible, señora. Si salgo mi muerte es segura: entre mis cazadores hay uno que jamás perdona.

-¿Y qué me importa eso? -dijo la monja alzando bruscamente los hombros y cerrando el libro.

-Yo he puesto mi vida en manos de usted, señora, en esas manos que han nacido para ser generosas y que lo serán, aunque usted misma no quiera. He entregado a usted mis armas. Estoy indefenso. Si usted no quiere completar su acción caritativa ocultándome en el convento por esta noche, abra esa puerta, llame a las buenas madres que duermen, alborote la casa, toque la campana de alarma, llame a las autoridades de la ciudad y entrégueme a ellas. Si usted lo hace lo acepto, recibiré mi perdición y mi muerte como si vinieran de Dios.

-¿De modo que insiste usted en quedarse aquí? -dijo la de Aransis confusa y asombrada.

-Por mi voluntad sí, señora, porque nadie va voluntariamente a su ruina. Si usted en conciencia cree que debo ser arrojado de este asilo que me deparó la Providencia, arrójeme en buen hora.

-¿Hase visto un descaro igual?... ¡Un hombre en mi celda!... ¡Jesús y María Santísima de mi alma!

La madre se llevó las manos a su preciosa cabeza cubierta con las blancas tocas.

-No pretendo que usted me oculte aquí, sino en cualquier otro sitio donde esté seguro. Lo pido como se piden los favores, no con amenazas ni con armas; usted hará lo que su conciencia le dicte, señora, o entregarme a mis enemigos o salvarme.

-¿Cómo he de salvar a quien no conozco, cómo? No es virtud sino pecado ocultar al criminal y ponerle a cubierto de la justicia.

-Yo no soy criminal, ni nunca, nunca lo he sido, señora -declaró el intruso con acento patético y conmovido.

Su acento tenía la admirable entonación del honor verdadero que no puede confundirse con ninguna otra. Los histriones más hábiles apenas pueden fingirla. Sor Teodora que tenía su alma fácilmente abierta a la convicción, principió a experimentar hacia Servet las agradables sensaciones que producen los movimientos de benevolencia en el corazón humano.

-Por el que está en esa cruz -dijo el herido extendiendo su mano hacia el crucifijo- juro que no soy criminal, que no lo he sido nunca, que esta cacería que ahora sufro no es motivada por ningún hecho deshonroso.

-¿El cazador de usted quién es?

El caballero vaciló un instante. Comprendiendo que la verdad le salvaría dijo:

-Es un celoso.

-¡Un celoso! -repitió Sor Teodora sintiendo su cerebro cargado de ideas que repentinamente entraron en él.

-Un celoso y además un fanático. Si yo le contara a usted esa historia, usted que es buena y noble dejaría de ver en mí un criminal atrevido, y si en el curso de ella aparecían faltas y faltas graves, seguro estoy de que me las perdonaría.

-Tal vez no -replicó ella que había empezado a sentir abrasadora curiosidad sin poder precisar de qué ni por qué.

-Y pongo por testigo a Dios de que la protección que usted se digne concederme esta noche no será mal empleada ni recaerá en persona indigna de ella. No es vanidad, señora, lo que voy a decir; si usted, faltando a todas las leyes de la caridad, diera la voz de alarma y me entregase a mis enemigos, cometería un crimen abominable, porque crimen es entregar al verdugo un inocente.

Sor Teodora replicó frunciendo el ceño:

-Eso podrá ser verdad y podrá no serlo.

-Sí, podrá ser verdad y podrá no serlo. Pero esto no lo ha de decidir el discernimiento frío de un juez, sino el corazón noble y generoso de una dama, de una religiosa, de una santa. Elija usted, señora.

Sor Teodora dio un gran suspiro indicio cierto del grave compromiso en que estaba su alma, fluctuando entre el rigor de los deberes monásticos y la bondad de su corazón. No siempre va este en perfecto acuerdo con las tocas.

-No me será muy difícil creer -dijo después de una larga pausa- que no estoy delante de un ladrón, bandolero, o asesino. Bien veo por su lenguaje que no pertenece usted a esa pobre clase plebeya de la cual salen todos los malvados. Hasta llegaré a creer que pertenece usted a la clase más alta de nuestra sociedad. Ciertos modales y lenguaje no se adquieren sino habiendo nacido a larga distancia del populacho... Pero hay muchas especies de criminales desde que la política ha trastornado la sociedad, y quizás usted, sin ser precisamente reo de esos feos delitos propios de la baja plebe haya cometido otros que me vedarían en absoluto ampararle.

-Señora, no comprendo a usted.

-Desde que me entregó sus armas, desde que usted me habló de esa terrible persecución que sufre, formé un juicio que creo ha de resultar cierto. A ver si me engaño: el afán con que usted huye de los guerrilleros de Navarra, es porque sin duda algún celoso defensor del Altar y del Trono ha visto en usted a un enemigo de esta causa sagrada. Usted es espía de Calomarde y de las tropas del Rey que ya están sobre Cervera. ¡Oh! señor mío, no creo en la farsa de esa cacería por celos, no: tanta inquina en ellos, tanto recelo en usted, me prueban que anda por medio la pasión de las pasiones... la política. ¿Y siendo usted amigo de esos hombres corrompidos que vienen a sofocar esta santa insurrección por la Fe, se atreve a buscar asilo dentro de los muros sagrados de San Salomó?... ¡Qué audacia!

-¡Oh, señora! -exclamó el caballero, cruzando las manos-. Nada podré ocultar a usted. Dios ha dispuesto que me revele a mi bienhechora tal como soy... Me he fiado a su generosidad y su generosidad no puede faltarme. Hallo en usted un carácter que despierta en mí grandísima afición y simpatía, y no puedo dejar de corresponder a ese carácter, mostrando la parte principal del mío, que es el amor a la verdad. El corazón me dice que de tan noble y hermosa dama, que de tan ejemplar religiosa no he de recibir más que beneficios. Señora, me presentaré a usted con mi verdadera forma, y así me haré más acreedor a su amparo... Yo no soy espía de Calomarde.

-Entonces...

-Los defensores de la llamada causa apostólica y los realistas de Madrid son igualmente extraños a mis ideas y a mis acciones. Habiéndome impuesto ahora el deber de decir a usted la verdad pura, creyendo que así ha de tomar más interés por mí, le diré... Salga lo que saliere, señora, digo a usted que soy liberal.

Sor Teodora sofocó un grito y se puso pálida.

-Y repito ahora lo que antes dije -manifestó el intruso arrodillándose ante la monja en la actitud más respetuosa-. Reverenda madre, disponga usted de mi suerte. Entrégueme usted a mis enemigos o salve esta pobre vida, según lo que su conciencia le dicte.

-¡Jacobino! -murmuró Sor Teodora santiguándose.

-Así nos llaman -dijo festivamente permaneciendo de hinojos y alzando los ojos para contemplar la soberana hermosura de la monja-. Así nos llaman... De modo que tiene usted de rodillas a sus pies al mismo Demonio.

-Levántese usted -dijo la de Aransis bruscamente.

-No me levanto hasta no oír mi sentencia de esos labios -repuso galantemente el caballero-. ¿Será posible que mi franqueza no despierte en usted la piedad? A un hombre que muestra así el más grave de sus secretos ¿se le puede negar amparo?

Sor Teodora había llegado al más alto grado de confusión. Bien lo comprendía Servet, el cual, conocedor del corazón humano había visto en la ilustre dama uno de esos caracteres que se conquistan más fácilmente con la verdad y la franqueza, que con la violencia y la amenaza. La de Aransis era en efecto como él creía. Para conquistar su benevolencia era preciso confiársele resueltamente, someterse a ella sin rodeos. El desconfiado, el artificioso, el astuto no serían sus amigos; pero el franco, el leal y el verdadero sí.

-Lo que usted me ha dicho -indicó mirando tan fijamente al caballero que parecía querer penetrar sus más íntimos pensamientos- me mueve a tratarle como el mayor enemigo de esta casa. Yo no puedo dar asilo a un jacobino, enemigo de los Reyes y de la Fe.

Servet inclinó su cabeza en señal de resignación.

-Por consiguiente -añadió ella alzando la mano y estirando el dedo índice como un predicador- voy a dar aviso a la comunidad para que llame a las autoridades de Solsona.

El caballero se inclinó otra vez. Las miradas y el tono de Sor Teodora no parecían indicar sentimientos tan crueles como los que sus palabras expresaban.

-Sin embargo -añadió- prometo ocultarle y favorecerle, si me revela el objeto de su venida a Solsona y las conspiraciones de jacobinos que entre manos trae... porque usted ha venido sin duda con algún fin contrario a esta porfía apostólica que hay ahora.

-Si yo comprara a ese precio el favor de usted, señora -dijo el caballero con entereza- sería un miserable. Yo creí que usted no me tendría por un miserable. ¡Revelar lo que se nos ha confiado como un secreto! No, señora. En lo que usted me pide, acaba la franqueza y empieza la deshonra. La reverenda madre no sabrá nada de mis labios. Yo no soy traidor a mis amigos y favorecedores. ¿Esperaba usted mi contestación para dar la voz de alarma a la comunidad? pues ya la tiene... He dicho antes que me sometía en cuerpo y alma a mi bienhechora. Desarmado estoy... puede perderme si gusta; salga usted... no tema que lo impida violentamente.

Corriendo a la puerta, puso su mano en el picaporte.

-Quieto -dijo vivísimamente Teodora corriendo a impedir aquel movimiento.

-Es que no puedo acceder a la traición que se me exige.

-No importa... yo no quiero que nadie sea desleal -replicó la monja, acompañando su voz de un ademán tranquilizador-. Me he acordado de mi pobre hermano, que como usted tiene la desgracia de ser jacobino. ¡Pobre hermano mío! A su recuerdo debe usted mi piedad.

-¿Entonces me favorece usted, se decide a ampararme?

-Sí -repuso ella sonriendo ligeramente.

Pareciole a Servet, al ver aquella sonrisa, que veía, como vulgarmente decimos, el cielo abierto.

-¡Oh! ¡gracias, gracias, señora! -exclamó acercándose a ella con intención evidente de besarle las manos.

-Por Dios, hable usted más bajo, más bajo -dijo Sor Teodora retirándose y poniéndose el dedo en la boca.

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