- XXVIII -

Sí, aquel tenaz guerrillero D. Carlos Garrote, cuya cólera hirviente, cuyas palabras amenazantes encerraban un gran fondo de rectitud, porque anunciaban su odio a las intrigas y a las transacciones indecorosas, tuvo que abandonar parte de sus armas en Regina Coeli. Habría sido petulancia sostener un combate. Él no se sometía; pero se retiraba de la lucha. No disparaba un tiro en contra de la causa apostólica; pero tampoco en pro del Rey, cuya doblez conocía como nadie. Deferente y cortés con D. Pedro Guimaraens a quien por sus altas cualidades apreciaba, no sólo le entregó algunas armas, sino también un valioso prisionero, y después de recomendarlo al señor coronel con la mayor eficacia, siguió adelante, para buscar por la Conca de Tremp el camino de Aragón.

No estaba a cien varas de Regina Coeli cuando su pequeño ejército inerme fue detenido por otro armado y relativamente grande. Era la brigada que esperaba Guimaraens, y que había sido mandada por el conde de España para ocupar Regina Coeli. Guimaraens a quien España dio el día anterior pequeñas comisiones, fue encargado de ocupar previamente a Regina Coeli, en la previsión de que alguna pequeña partida se apoderase de punto tan conveniente, y de esperar allí a la brigada. El aviso de la campana fue cosa convenida entre el jefe de esta y Guimaraens.

Garrote sabía que probablemente encontraría aquella tropa, sabía también quién la mandaba, y así con la esperanza de refrescar cordiales y antiguas amistades, luego que las avanzadas le detuvieron, preguntó:

-¿En dónde está el jefe? ¿En dónde está mi amigo queridísimo el Sr. D. Francisco Chaperón?

Fuele respondido que no lejos venía, y poco después el valiente soldado navarro y el antiguo presidente de la Comisión Militar Ejecutiva se daban estrechísimo abrazo en mitad del camino, alargando cada cual el cuerpo sobre el caballo, de modo que por un instante parecieron un solo hombre sobre dos brutos.

-Por vida del Santísimo Sacramento -dijo el brigadier- que no creí tener sorpresa tan agradable. Sabía que andaba usted por estos barrios... ¿Y a dónde se va? Supongo que en retirada.

-Me voy a mis montañas, me voy sin armas, sin ilusiones, sin esperanza por ahora... Han querido meterme en intrigas, y enlodarme con estos inmundos arreglos, y... me voy, me voy. ¡Esto es una farsa, Sr. D. Francisco; pero qué farsa!

-Hombre, ¡qué diantres! ya sabemos que en el mundo, todo es farsa... Pero ¿a qué conducía esta guerra? Francamente, hablemos como hombres formales... más adelante, no digo que no; pero ahora... ¡Vaya con las diabluras catalanas! Es preciso sofocar esto, echarle tierra a todo trance, antes que tome vuelo, porque si no se aprovecharán de ello los liberales. Es lo que yo digo: divídase el partido del orden y tendremos a los masones tirándonos de la nariz...

-Los liberales tienen poco que ver en este negocio.

-¡Qué error! Por dondequiera que vamos recibimos la noticia de tramas horribles. Ellos son los que con halagos y promesas inclinan a los guerrilleros a no someterse. Yo le digo al conde de España: «Señor conde, mientras quede uno de esos, no tendremos paz en el reino», y el conde es de mi opinión. A veces me dice: «Chaperoncillo, aquí hay que amenazar a un lado y dar a otro», y yo soy también de esa opinión. Estoy contento de haber enviudado de aquella endiablada Comisión que me dio tantos disgustos, y de haberme casado con esta guerra. Me gustan los campamentos más que las oficinas, y nuestro jefe me agrada mucho. Es riguroso, y hace cumplir la ordenanza con crueldad; pero eso es bueno, eso es bueno. También sabe premiar a los que sirven con celo y a los que ejecutan sus órdenes con prontitud y sin vacilaciones... Con que, amigo mío... Por vida del Santísimo Sacramento, estoy por decirle a usted que vuelva grupas y me acompañe a Regina Coeli, que ya debe de estar cerca... allí echaremos una copa y fumaremos un cigarro.

-No puedo, Sr. D. Francisco... Regina Coeli está a dos pasos: allí descansará usted. Por cierto que le he dejado a usted allí un buen regalo.

-¿Algo de cena? -dijo D. Francisco haciendo con su mano en las inmediaciones de la fiera boca, el gesto vulgarísimo que denota buen apetito.

-Nada de eso.

-¿Pues qué?

-Un liberal.

-¿Y para qué quiero yo un liberal, como no sea para fusilarlo?

-Precisamente para eso.

-¿Sí? Por vida del... ¿Y quién es?

-Un gran delincuente. Anoche le cogimos in fraganti. Había pegado fuego al convento de San Salomó en Solsona.

-Hombre, ¡qué alhaja! Para encontrar estos primores no hay otro como usted.

-Vino a España enviado por los de Londres para tejer una de tantas conspiraciones. Es pájaro de cuenta: le conozco hace tiempo. Es de los que figuraron cuando las Cabezas... Después anduvo en masonerías y comunismo.

-¡Preciosísimo!

-Es paisano mío. Se llama Salvador Monsalud.

-Yo he oído ese nombre, lo he oído.

-Le han oído todos los que en Madrid asistieron a los infames escándalos de los tres años.

-¿Y está allí, en Regina Coeli?

-La verdad, no quise dejarle en Solsona porque no tengo confianza en la gentuza que queda allá. Es probable que le dejaran escapar. Después tuve intención de fusilarle en el camino; pero Sr. D. Francisco, yo soy buen católico y no me atrevo a matar a un hombre cuando no puedo darle los auxilios religiosos... Mis creencias no me permiten quitar a un hombre, por malvado que sea, la probabilidad de redención, y aunque este sea de los que merecen morir como perros, yo... no quiero cuestiones con mi conciencia... ¿He hecho bien?

-Perfectamente: si es usted al mismo tiempo un bravo soldado y un doctor de la Iglesia. Para casos como este tengo yo mis capellanes, que despabilan un par de reos en diez minutos.

-Hay dos curas en Regina Coeli.

-El negocio corre de mi cuenta -dijo don Francisco demostrando gran impaciencia.

-¿Confío en que usted castigará al mayor de los criminales?...

-¡Hombre, qué idea! Pues si así no lo hiciera... Además de que me gusta arrancar la mala yerba que encuentro en mi camino, soy hombre que no está dispuesto a recibir reprensiones del general en jefe, y le juro a usted que si el conde supiera que yo después de tener en mi mano un pájaro del plumaje de ese caballero masón le había de dejar escapar... vamos, no quiero pensarlo. Yo creo que me mandaría dar palos como a un recluta. Usted no conoce bien a ese insigne defensor de la Monarquía. ¡La ordenanza, el exterminio de la gente negra! Estos son los polos sobre que gira el grande espíritu del conde de España... Dicen que Su Excelencia está loco: yo no le tengo por tal, sino por muy cuerdo, y con media docena como él bastaba para arreglar el mundo.

-Es hombre que no perdona una falta ni a Cristo Sacramentado.

-Ni a la Santísima Trinidad. Hombre más inexorable no se ha visto ni se verá. Cuando su hijo no se levanta temprano, el conde manda una banda de tambores a la alcoba... entran despacito, se colocan junto a la cama y de repente... ¡purrum! rompen generala, y así el muchacho se despabila y salta hasta el techo. Pues digo, cuando D. Carlos encarga a su hija algún trabajo de aguja, ya puede andar lista y acabarlo para cuando su padre le ha dicho, porque si no me la pone de centinela en el balcón con la escoba al hombro dos, tres, cuatro horas, según el caso. No tiene consideración ni con su señora la condesa... Ya podía descuidarse un día en ponerle tal o cual plato que le gusta. La manda arrestada y la tiene cinco o seis días sin salir del cuarto con un oficial de guardia a la puerta.

-Eso me parece extravagante.

-Pues yo no opino lo mismo, es preciso que el hombre del día sea muy enérgico. Los lazos del poder se van aflojando mucho y llegará día en que no haya disciplina ni autoridad, y héteme aquí a la sociedad desquiciada por completo. En España hacen falta hombres así, desengáñese usted, Carlos... ¡Si no, a dónde vamos a parar! Dicen que el conde está loco. Ya quisieran más de cuatro tener su juicio. ¡Por vida del Santísimo!... Lo que tiene es muchas agallas. Es el único hombre a quien veo con capacidad bastante para acabar con el bando liberal. Y no se para en pelillos mi señor conde. Marchando despacito con su ejército va barriendo el país; lo va barriendo, sí, a fusilazos. Como nos dejen no quedará uno para muestra... Figúrese usted que él llega a un pueblo, sale a pasear por las calles y a todo el que encuentra le detiene y le dice: «enséñame el rosario». Como no se lo enseñe va derecho a la cárcel. ¡Ay de los que sean conocidos por sus opiniones! Esos no van a la cárcel: van a otra parte de donde no se vuelve... Yo no soy de los que opinan que España es un hombre cruel y sanguinario... no, señor, todo es relativo. Hay que ver cómo está nuestro país, podrido de malas ideas. Es preciso que esta guerra corte y ampute y despedace y descuartice. ¿No cree usted lo mismo?

-Lo mismo.

-¡Cruel y sanguinario! Pues yo sostengo que es un hombre de bonísimos sentimientos, muy pío y temeroso de Dios. Me consta que confiesa y comulga todas las semanas. ¡Con qué miramientos trata a los señores clérigos y frailes! Yo le he visto en la iglesia dándose golpes de pecho como el mayor pecador del mundo. Me han dicho que tiene éxtasis y que usa cilicio... Pero le estoy deteniendo a usted demasiado con mi charla... Es tarde.

-Sí, Sr. D. Francisco, y quiero llegar mañana a la Conca. Mucho me place la compañía; pero es preciso que nos separemos.

-Hombre -dijo Chaperón con acento campechano-. Yo creo que algún día nos hemos de ver peleando juntos por una misma causa.

-También lo creo.

-Venga un abrazo.

Los dos hombres se acercaron el uno al otro, y dos corazones de tigre latieron juntos unidos por un abrazo. Al separarse, Chaperón le dijo:

-Gracias por el regalo.

-Me olvidaba de una advertencia -indicó Garrote deteniendo un instante su caballo-. Ese Sr. D. Pedro Guimaraens que está en Regina Coeli me parece un poco débil y amigo de contemplaciones.

-¿Sí?... ya le arreglaré yo.

-Puede que le hable a usted de perdonar al reo. Es hombre de mimos y blanduras.

-¿Sí? a buena parte viene. Ya le leeremos la doctrina a ese señor.

Los caballos se encabritaron, emprendiose la marcha y Garrote gritó desde lejos:

-Es preciso ser inexorable.

Chaperón se echó a reír, y su carcajada confundíase con el piafar de los caballos. Más lejos ya, el furibundo cabecilla repitió:

-Inexorable.

Después se oyó el tumulto de las voces de mando, y la tierra trepidaba con el violento pisar de hombres y brutos. El murmullo del ejército en marcha se oía a larga distancia, como el zumbido de un gran enjambre invasor que iba conquistando lentamente el espacio oscuro. El tañido de una esquila les guiaba llamándoles hasta que dieron en el portalón de Regina Coeli.

Fue recibido el señor brigadier por D. Pedro Guimaraens, que le condujo adentro, mientras los subalternos daban órdenes para alojar y racionar a las tropas. Mostrose muy seco y disciplinario Chaperón, el cual cuando se vio en su dormitorio dijo al coronel que él no había venido a Cataluña a hacer niñerías, que él pensaba en todo y por todo inspirarse en las ideas del general en jefe D. Carlos España, y que prohibía absolutamente al D. Pedro hablar de clemencia y enternecerse como una cómica que representa el drama sentimental. Dicho esto se paseó por la desmantelada sala y dijo que no habiendo camas dormiría en una silla, pues hombres como él no necesitaban finuras. Mandó que le trajesen un jarro de vino, un pan y la carne fiambre que traía en su valija, y puesto el mantel sobre un arca vieja, invitó a Guimaraens a que le acompañase con otros dos coroneles en su frugal cena. Hízolo D. Pedro, aunque no tenía gana, y Chaperón engullendo y bebiendo con apetito, no daba paz a la lengua. Era preciso convencerse de que él era inexorable, absolutamente inexorable, de que estaba decidido a corresponder a los deseos del conde de España, su jefe y amigo. A los apostólicos que se sometieran, les perdonaría: eran alucinados y no criminales; a los jacobinos y masones les aplastaría sin piedad. Ya sabía él que en Regina Coeli estaba un gran criminal que debía terminar sus días en la mañana próxima, y como él era absolutamente inexorable contra los enemigos de la sociedad, prohibía al Sr. Guimaraens que le hablase de compasión, porque hombres como él no se ablandaban con suspirillos. Aunque D. Pedro respondía a todo afirmativamente, aún no parecía satisfecho el ogro, y ponía por testigo al Santísimo Sacramento de su decidido entusiasmo por lo absolutamente inexorable.

Asomose después al balcón que daba al gran patio o explanada de ruinas, y al retirarse dijo:

-¡Qué negro está todo! Señor coronel Guimaraens...

D. Pedro se puso a sus órdenes.

-Mañana a las seis en punto, forma usted el cuadro en ese patio y me fusila usted al jacobino. A las seis en punto. Yo quiero verlo desde este balcón; sí, quiero verlo con mis propios ojos.

Diciendo esto acercaba dos de sus dedos a los ojos y se estiraba los párpados inferiores, mostrando redondas y saltonas las córneas, bordadas de un cerco sanguinolento; después se sentó en una silla, estiró las piernas, apoyando el brazo derecho en el respaldo y la cabeza en la palma de la mano.

-Voy a dormir un rato. Son las tres. Que me llamen a las seis menos cuarto.

Retiráronse todos y el ogro quedó roncando. Guimaraens fue a dar órdenes, y después de pasar largo rato en las cuadras bajas hablando con los oficiales que estaban a sus órdenes, recordó que Sor Teodora de Aransis le había mandado llamar poco antes. Gozoso de ser útil a tan insigne señora, corrió a la caverna donde estaba y por espacio de media hora larga conferenció con ella. Lo que hablaron no lo sabemos; pero quizás lo adivine el que siga leyendo.

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