- XXIX -

D. Pedro salió muy cabizbajo. Cuando la señora se quedó sola, sentose sobre las piedras sepulcrales y apoyando el codo en una tabla y la frente en las coyunturas de su mano cerrada cual si empuñara un arma, estuvo largo rato inmergida en profunda meditación. Su alma sentía una ansiedad hasta entonces desconocida, como no tuviera su semejante en las vagas ansiedades de aquel amor místico que la inflamó durante los primeros días de su vida en el convento. Se preguntaba qué razón había para aquel interés por cosa que tan poco debía importarle: pero no podía darse respuesta satisfactoria. Trató de vencer aquel afán; pero contra este enemigo terrible eran débiles las armas de la razón, que hiriéndole sin matarle, le irritaban más. El enemigo se asentaba al mismo tiempo en su imaginación y en su corazón, aunque más parte ocupaba de aquella que de este.

En su mente había una idea, inmutable, aterradoramente fija y clara, la cual le ponía delante como la mayor de las desgracias y de las injusticias posibles, el sacrificio del hombre encerrado en las mazmorras de Regina Coeli. No podía de ningún modo asentir a que pereciese aquella figura airosa y gallarda, aquel semblante varonil, aquel mirar dulce y penetrante, aquella discreción y urbanidad de lenguaje, aquella nobleza que en toda su persona resplandecía, aquel misterio de su vida y de su entrada en el convento, la violencia misma de su aparición seguida de manifestaciones hidalgas, aquel no sé qué de semejante hombre que había despertado súbitamente un interés muy vivo en el alma de Sor Teodora de Aransis. Ella protestaba contra la calumnia de que fuera incendiario de San Salomó. Tan grande injusticia poníala furiosa.

No tenía serenidad suficiente para considerar lo anómalo de sus sentimientos. Después de doce años de claustro, de calma y de tibia y rutinaria devoción, Teodora de Aransis perdía toda su entereza y su paz espiritual por la presencia de un desconocido. Quizás era ella menos monja de lo que parecían indicar sus doce largos y monótonos años de claustro; quizás aquel período lento y pesado como un sueño de embriaguez, había sido tan sólo un verdadero sueño, un sueño estúpido del cual la despertaba la voz de un hombre; tal vez la verdadera juventud de la hermosa dama comenzaba en aquel instante, y quizás, quizás el grito de terror proferido al ver profanada su casta celda por el aventurero, fue la última palabra de su niñez.

Contra esta idea desfavorable protestó la razón de la virgen del Señor, diciéndose: -No, es lástima, nada más que lástima lo que siento.

Pero una lástima profunda, abrasadora, una lástima que le hacía olvidar los sucesos de las últimas horas, las llamas de San Salomó, su rapto, el viaje con Tilín, y le hacía olvidar también sus doce años de claustro. Creeríase que todos los deseos, todas las ilusiones, todos los caprichos, todas las afecciones arrinconadas durante los doce años habían renacido súbitamente, y se juntaban para hacer de aquella lástima un sentimiento sublimemente cariñoso. De mil cachivaches olvidados y perdidos en los repliegues de una vida oscura y pasiva, la compasión hacía su acopio en un día para fundir con ellos un afecto poderoso. El filo de esta arma iba derecho contra el propio corazón de la monja, el cual se partía y se hacía pedazos, pensando en la muerte injusta de un desconocido.

Mientras meditaba no vio que en la ventana aparecía un rostro oscuro, después un busto, y que el ágil cuerpo de Tilín saltaba sobre el antepecho y se acercaba pausadamente a ella. El viento entraba en la sala, y la luz de la lámpara oscilaba como la llama de una antorcha, produciendo intervalos de claridad y sombra. Teodora no vio al dragón hasta que no estuvo delante de ella, con las manos cruzadas, inclinado el rostro. Ligera exclamación de sorpresa salió de los labios de la señora; pero nada más. La presencia de su enemigo ya no le causaba temor sin duda.

Sorprendiose Tilín de no ser recibido como esperaba, con exclamaciones de horror. Él daba por perdida ya su causa. Había entrado en Regina Coeli con el tumulto de tropa y paisanos, y se había deslizado entre las sombras del patio en ruinas para ver de lejos la presa que se le había escapado. No creía ya en su éxito; no tenía ilusión alguna. Sabía que su víctima estaba ya en seguridad contra él, y que un grito, una voz sola, le bastarían para defenderse, si nuevamente fuera perseguida. A pesar de esto, esperaba oír en boca de la señora recriminaciones y apóstrofes. En vez de esto Tilín halló un silencio de sepulcro y una impasibilidad sombría y taciturna.

-Soy yo, señora -dijo Pepet en voz baja- soy yo, que aun aquí, donde está la monja más segura, vengo sin temor a nada, ni a la misma muerte.

La religiosa no contestó. Parecía que más enojaba a Tilín el silencio que las recriminaciones, porque alzando la voz con violencia, añadió:

-Soy yo, señora, que si supiera que no había de salir de aquí sino hecho pedazos, no dejaría de entrar. Vengo, porque quiero decir la última palabra.

Nuevo silencio.

-La última palabra, señora -prosiguió el voluntario realista-. He perdido la partida. Por primera vez dejo de creer en el buen éxito de mi osadía, de mi fuerza y de mi astucia. Mis diablos me han desamparado..., vencido soy. El ángel que a usted la protegía me destrozó en mitad del camino.

Tilín creía con ciega fe en esta idea de Satán abandonándole y del ángel que le acuchillaba.

-Un recurso me queda -añadió sordamente- el recurso mío, el que me gusta más.

Sor Teodora le miró. Parecía que de improviso oía con interés las palabras de Tilín. Su atención indicaba un cambio brusco en sus ideas, algo como esperanza, o presentimiento de una solución posible.

-Me queda -dijo él, animado por aquella mirada- el recurso de la muerte, que es ya mi único consuelo.

Pepet se detuvo, y la monja, mirándole con mayor interés, le dijo:

-Sigue, Tilín; ya ves que te escucho sin enfado.

-El mundo se acabó para mí. Ninguna de las ambiciones de mi alma he podido satisfacer en él. Lo miro como un lodazal de hielo en el cual no nace ni una yerbecilla... Huir de él es lo que deseo. Dos objetos han llenado mi alma y cabalgando en ella parece que la han espoleado: ambos han sido un esfuerzo estéril y doloroso como las convulsiones del loco. Ni soldado ni amante, ni la gloria ni el amor... ¡Todo perdido! ¡Los deseos no satisfechos que son como ascuas que no puedo trocar en llamas ni tampoco en cenizas, me piden mi sangre, señora, mi sangre malvada!

Ronco por la violencia de su expresión y trémulo con las convulsiones del despecho, se clavó las dos manos en el seno. Después cayó de rodillas e hiriendo el suelo con su frente, dijo con voz angustiosa:

-Monja, dime que me perdonas y moriré contento.

La llama de la lámpara que poco antes parecía extinguida, inundó de claridad la sala. El rostro de la monja se tiñó de leve púrpura; sus ojos brillaron; no de otro modo brillan en el semblante humano las llamas de la inspiración. Sor Teodora tuvo una inspiración.

-¡Perdonarte! -dijo-. ¿Y has podido dudar de mi perdón, siendo sincero tu arrepentimiento? ¿Reconoces tu sacrilegio, tu infame conducta?

-Yo no reconozco nada -repuso Tilín con desesperación-. No reconozco sino que amo, que adoro, y que por esto sólo merezco misericordia. Mis maldades no son maldades, son mis caricias, caricias a mi modo, porque no me es permitido hacerlas de otro modo. ¡El sacrilegio! El Diablo me lleve si entiendo esta palabra. No sé más sino que mi alma se abrasa, que pongo sobre todo el Universo a una sola persona; que esa persona me aborrece, y que no quiero vivir... Esto es lo que sé... ¡Perdón, perdón! Pido perdón, porque es lo único que espero me pueden dar; lo pido por poder decir: «Me arrojó una palabra dulce y dejó caer una lágrima de piedad sobre mi corazón envenenado». Por esto pido perdón.

-Y yo te lo doy -dijo la monja poniendo su dedo sobre la cabeza del hombre terrible.

-Esto me regocijará en la otra vida. Señora, adiós; me voy a matar.

Apartose algunos pasos, y metiéndose la mano en el pecho sacó un cuchillo. Corrió hacia él prontamente la monja, diciéndole:

-Aguarda.

Tilín extendió la mano armada, y apartando con ella la de Aransis, dijo:

-Usted que me aborrece, no podrá impedirme que me mate.

-Yo no lo impido.

-¿Se opone usted a mi muerte?

-No; no me opongo, no.

-¿Por qué?

-Porque la mereces.

-Bien, señora. Todo ha concluido -dijo Tilín apartándose, resuelto a consumar el último crimen-. El Infierno me llama; voy al Infierno.

La monja se abalanzó a él denodada y sin miedo al arma ni a la descompuesta cara de Tilín, cuyos ojos inyectados de sangre causaban horror. Le puso ambas manos en el pecho, le miró con ternura y en tono dulce y persuasivo le dijo:

-¿Y por qué no al Cielo?

El tono y la mirada fascinaron de tal modo al dragón, que quedó extático, embelesado.

-¡Al Cielo! -murmuró.

Soltó el cuchillo. La monja volvió con apariencia tranquila a su asiento, e indicó a Tilín con una seña que se sentara también.

-Ya no hay Cielo para mí, ni puede haberlo -dijo el dragón.

-¿Por qué?

-Porque soy un malvado, porque amo lo imposible, lo que Dios prohíbe, lo que es suyo, y no puedo dejar de amarlo... ¡Oh! Mi Cielo no es el Cielo de los demás; mi Cielo sería que usted me amase y usted no me puede amar, usted me aborrece.

-¿Y si dejase de aborrecerte?

Pepet sintió en su alma un consuelo inefable.

-¿Y si te amase? -añadió la monja con animación, pero sin dejar su acento y su expresión de melancolía.

La sensación que experimentó Tilín era como si unas manos de querubines le suspendieran en el aire.

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