- XXX -

-¡Oh señora! -exclamó- no juegue usted con mi corazón. ¿Y cómo ha de poder ser que usted me ame?

-Mereciéndolo.

-¿Cómo?

-¿De qué nace el amor sino de la admiración y de la gratitud? Cuando no nace de esto es fútil capricho que se va tan pronto como viene.

-¡Admiración! -dijo Tilín meditabundo-. ¡Oh! sí, es verdad. Por eso yo soñaba con ser un héroe, con realizar hazañas grandes y extender mi fama por todo el mundo, para que admirándome usted me amase.

-Pero más que de la admiración nace el amor de la gratitud -dijo la monja firme ya en su papel-, nace de la placentera dicha que nos produce la contemplación de las virtudes y de los sacrificios de otra persona. Un acto de abnegación sublime, uno de esos actos que ponen de manifiesto la superioridad de un alma, basta a encender el amor en el corazón más frío. El mío no puede ser conquistado de otra manera, Tilín; pero conquistado así, su posesión será eterna por los siglos de los siglos.

El bárbaro guerrero contemplaba embebecido y trastornado el rostro de la dama, que tenía en aquel momento una expresión sobrehumana. De sus ojos veía Tilín que emanaba y caía sobre él una luz divina.

-¡Ay! -exclamó- si eso fuera verdad, si el mundo no fuera un centro de vulgaridad, si existiera la posibilidad de esos actos sublimes... ¿Qué no haría yo por merecer esa vida que anhelo?... Pero no, lo que me puede acercar a usted no existe.

-Sí puede existir -dijo con entereza la monja.

Después cambió de tono repentinamente. Dijo algunas palabras con desfallecido acento y algunas lágrimas brotaron de sus bellos ojos. La luz se amortiguó dejando en sombra la sala.

-¿Llora usted?

-Sí lloro... ¿No comprendes que hay en mí algo extraordinario?... ¿No me ves cambiada, no me ves muy otra de lo que fui hasta hace algunas horas?

-Sí, y nada comprendo -dijo Tilín acercando su rostro para ver mejor el de ella.

-¡Qué has de comprender!... Mi angustia no puede comprenderse si yo no la explico... En pocas horas mi situación ha cambiado bruscamente... tengo que ocuparme de lo que antes no me inquietaba, y he tenido que olvidar mis desgracias porque he caído en desgracias mayores.

Lloraba amargamente. Armengol estaba perplejo.

-Escúchame -dijo la monja secando sus lágrimas- y tendrás lástima, mucha lástima de mí. Si entraste en Regina Coeli poco después que yo, verías que los guerrilleros dejaron aquí a un pobre preso a quien acusan de jacobino y de incendiario de San Salomó.

-Falsedad, porque el incendiario del convento soy yo.

-Verdad; pero en lo de jacobino tienen razón, no puedo menos de confesarlo.

-¿D. Jaime Servet? Le conozco.

-Pero no sabes que han decidido fusilarle y que mañana, es decir, hoy al romper el día se cumplirá esa horrible sentencia.

-Me lo figuraba.

-Pues bien -dijo la monja con brío-. Tilín, ese hombre, ese a quien tú llamas D. Jaime Servet es mi hermano.

Al decir esto, la monja sintió que por sus labios pasaban unas ascuas. Aquella fue la primera mentira grave que Sor Teodora de Aransis había dicho en su vida.

-¡Oh, señora! ¡qué horrible caso! -exclamó Tilín ocultando su cabeza entre las manos.

-Mi hermano, sí, mi infeliz hermano -añadió la monja volviendo a llorar- mi pobre hermano, a quien amo entrañablemente a pesar de sus ideas jacobinas, y que tuvo la loca idea de dejar su emigración y venir a España con nombre supuesto a no sé qué, Tilín, a locuras y despropósitos...

-¡Su hermano! -murmuró Tilín-. Puede usted creerme que esta idea pasó por mi cabeza cuando sorprendí a ese hombre en Cardona y vi la carta que llevaba para la abadesa de San Salomó.

-¿Comprendes ahora mi desesperación, mi agonía? ¡Ver a mi hermano, el único consuelo y amparo de mi anciana madre, verlo, como lo estoy viendo, con las manos atadas a la espalda!... ¡Oh! esto es espantoso... Dios de fuerzas a mi espíritu... yo moriré, moriré sin remedio... ¡Y estoy bajo el mismo techo que él! Si me parece que oigo los latidos de su corazón... Pepet, Pepet, ten compasión de mí.

Diciendo esto dejó caer su afligida cabeza sobre el hombro del guerrillero.

-Los ruegos y las lágrimas de una religiosa -dijo Pepet- ¿no ablandarán al coronel?

-¡Ah! ¿no sabes tú que ha entrado en Regina Coeli un hombre terrible, un tigre, el célebre D. Francisco Chaperón que jamás ha perdonado? Ese infame hombre hará fusilar dos veces a mi pobre hermano si hay quien implore misericordia por él. Guimaraens me ha dicho que no hay remedio, que no puede haberlo. Chaperón ha fijado la hora del amanecer para el suplicio, ha dado a Guimaraens órdenes que no tienen réplica, determinando que el acto se verifique en su presencia. El feroz verdugo se asomará al balcón de su alojamiento que cae a ese patio.

-¿No hay remedio?... ¿Y es seguro que no habrá remedio? -preguntó Tilín haciendo ademán de horadarse la frente con el puño.

Después de una pausa, la monja suspiró y dijo:

-Sí hay remedio, sí lo hay. Chaperón no conoce a mi hermano, no le ha visto nunca.

Hubo una pausa larga y lúgubre, durante la cual no se oía voz ni suspiro. Al fin Tilín alzó la cara y dijo:

-Para salvarle bastará que otro muera en su lugar. D. Pedro Guimaraens no tendrá inconveniente en la sustitución si el sustituto...

Se detuvo para tomar aliento. Parecía que se ahogaba.

-Si el sustituto -dijo acabando la frase- soy yo, que le ofendí y le llevé con los codos atados a Solsona.

Una segunda pausa siguió a estas palabras.

-Pero los soldados conocerán el engaño -murmuró Tilín.

-Los de Chaperón no, porque no conocen a mi hermano -dijo Sor Teodora-. Los de Guimaraens tampoco... Mi pobre hermano ha entrado de noche. D. Pedro me responde de que se atreverá a engañar de este modo a Chaperón. Hablemos de esto. Yo pensaba en ti, que eres el verdadero criminal... La sustitución, además de ser justa, es fácil.

-¡Oh! morir así, morir a sangre fría -exclamó con fiereza Tilín sintiendo que el instinto se sublevaba en él con impetuosa voz-. ¡Y todo en cambio de un amor, de un premio que recibiré... en la eternidad!

La monja se levantó bruscamente. Tilín la miró con estupor porque parecía una encarnación divina, un ángel de castigo que fulminaba rayos, una personificación extraordinariamente bella y terrible, tal como él la soñaba en sus horas de delirio amoroso y de ardor guerrero. Su actitud majestuosa, su ademán colérico, su voz grave dejaron suspenso y sobrecogido al sacristán soldado. La monja le dijo:

-¡Y vacilas, hombre pequeño y miserable! ¡Y tiemblas, cobarde! ¡No eres capaz de ningún acto sublime y generoso, gusano despreciable, y te has atrevido a poner los ojos en mí. ¡No eres capaz del sacrificio y has osado mirarme con amor, como si yo, mujer noble, hermosa y consagrada a Dios, pudiera acogerte sin merecimientos grandes, tan grandes como la inmensa escala que he de recorrer descendiendo desde mi altura a tu pequeñez!... Quítate de mi presencia, reptil despreciable; juzgué posible no aborrecerte, juzgué posible amarte; pero esto no puede ser, no, no puede alterarse la ley que prohibió a los sapos brillar como las estrellas del cielo. Quítate de mi presencia... ¿En dónde está ese corazón tuyo que llamas grande y es incapaz de un sentimiento de sublime piedad y abnegación? No tienes más que los estúpidos ardores de la bestia, y a eso llamas amor, miserable. Llamas amor a ese instinto de manchar, que es propio de los más bajos seres... y te has atrevido a mirarme, a mirarme a mí, que vivo de lo ideal, de los sentimientos puros, de las ideas castas y nobles... ¡Ves morir con ignominia a un inocente, acusado de un crimen cometido por ti, y no sientes piedad!... ¡Dices que me amas y no eres capaz de morir por mí! ¿Qué amor es ése que se atreve a llamarse tal sin conocer el sacrificio?... Me causas horror; vete, mátate cien veces; te aborrezco, no tendrás de mí ni aun la compasión que inspira el pobre insecto en el momento en que lo aplastamos con el pie; vete, te digo que te vayas, ¡maldito!

Dio algunos pasos, inclinose, recogió del suelo el puñal que poco antes soltara Tilín, y arrojándoselo a los pies le dijo:

-Toma tu cuchillo, puedes matarte de despecho por no haber poseído el tesoro que robaste, ladrón. Necio, estúpido, ¡cómo pudiste creer que Dios permitiría a la paloma casta y hermosa caer en el nido del murciélago asqueroso?... Puedes matarte delante de mí, aplacando con tu sangre el ardor de tus sentidos; no te tendré lástima y miraré tu agonía con asco, no con lástima... y bajarás volando al Infierno, donde arderás más y más, y estarás viéndome eternamente, y deseándome eternamente, y padeciendo los más horribles tormentos, siempre, siempre, sin poderme alcanzarme nunca, sin poder llegar a tocar mi hermosura con tus dedos inmundos... y con una eternidad de suplicios expiarás la inmensidad de tu sacrilegio.

Dicho esto, en cuyo efecto creía, dejose caer sin aliento sobre las piedras sepulcrales. Su pecho palpitaba como no había palpitado nunca. Tilín estaba como un idiota. No hallaba palabras para dar salida al volcán de su pecho. Por fin soltó atropelladamente estas:

-¡Que yo no soy grande! ¡que yo no soy capaz de un acto heroico de abnegación y generosidad! ¡que yo no soy capaz de elevarme de un salto hasta los últimos cielos!... ¡que soy un insecto!... ¡que no sé amar sino como las bestias!... ¡que no tengo sentimientos nobles, ni la idea de la justicia!... ¡Oh! señora, no me conoce quien tal dice. Todo lo que es humanamente posible lo haré yo. Tan hombre soy como cualquier santo... ¡Sacrificio! No hay quien sepa calcular la extensión de lo que yo puedo hacer, si en una hora de angustia y de sacudimiento como esta me lleno de esa luz que a veces me relampaguea dentro. ¡Ah! me he oído llamar maldito sin protestar, maldito, cuando mi corazón aceptaba quizás el sacrificio que se le imponía... ¿Sabe usted quién soy yo? ¿lo sabe usted?

Al decir esto se acercó a la monja, y con su brutal mano le tocó la barba para levantarle el rostro que ella inclinaba mirando al suelo.

-¿Sabe usted quién soy yo? -añadió-. Pues yo soy el hombre de corazón más grande que ha nacido de madre. La paloma no lo cree... ¡Ah! ella con su nobleza, con su hermosura, con su castidad, con sus virtudes, con su santidad no es capaz de hacer esa cosa extraordinariamente rara y grandiosa que haré yo. Ella tan justamente orgullosa no será nunca capaz de elevarse como se va a elevar ahora el reptil, el gusano, el miserable, el maldito. ¡Abnegación, sacrificio, justicia! ¿Y si yo dijera que todo eso me es familiar en un momento dado, que es mi centro, mi elemento, como lo es al pájaro la altura? ¿Qué diría a esto la dama ilustre que se siente manchada sólo con una mirada de mis pobres ojos? ¿Qué diría a esto?

La dama no dijo nada.

Haciendo con el brazo derecho un movimiento semejante al de un hombre que arroja la vida con tanto desprecio como se arrojaría la cáscara de una fruta que se va a comer, Tilín dijo:

-Señora, si Guimaraens sabe arreglar esto, su hermano de usted está salvo.

Teodora le miró. Estaba pálida, y una turbación piadosa había borrado de su rostro la expresión colérica. La dominica se acercó al bárbaro y le puso ambas manos sobre los hombros. Si antes le había abrumado con su ira, con su orgullo, con su violencia increpación, ahora le embelesaba con su piedad, con su gratitud, con lágrimas que a él le parecieron resbalar por el mismo trono de Dios para caer sobre su corazón.

La caprichosa monja jugaba con los sentimientos del pobre Tilín como juega el diestro con la fiereza pujante pero ciega del toro.

-No es sólo sacrificio -le dijo-. Es también justicia. Mi hermano es inocente.

-Y yo culpable, lo sé; el orden natural me lleva a perecer en lugar suyo. Acepto. Pero lo que me arrastra a este sacrificio antes es amor que justicia. Así lo confesaré ante Dios.

-Pues bien -le dijo ella con dulcísimo tono- todo eso que has deseado, todo eso que has soñado...

-¿Qué?

-Ya lo mereces.

Tilín sintió su alma llena de congoja y desfallecimiento. Dejose caer en el asiento y escondiendo su rostro entre los brazos, exclamó gimiendo:

-¡Pero cuándo... pero cuándo!

Teodora se acercó a él, puso la mano sobre su cabeza, y le dijo:

-¿Ciego, es la tierra el centro de las almas? ¿Nuestra vida no ha de tener complemento glorioso más allá de la muerte? ¿Qué vale este paso doloroso por la tierra al lado de la eterna dicha, donde los afectos duran eternamente, sin hastío, y donde los corazones alimentan con el eterno fuego sus ansias que aquí no son jamás satisfechas?... Perdóname, si te ofendí, creyéndote incapaz de un acto generoso. ¡Oh! Pepet, con una palabra has establecido entre tu alma y la mía esa relación, esa cadena de oro que enlaza pensamiento, corazón, voluntad, y de dos seres no hace más que uno solo. Te has transfigurado a mis ojos; ya no eres Tilín, eres un ser adornado de esa belleza sublime que emana de las grandes acciones. Una idea sola, un sentimiento diferencian al monstruo del ángel. ¡Cuán admirables giros hace la obra predilecta de Dios, que es el alma! Has cautivado mi corazón de improviso, por la virtud de tu sacrificio. No hablan a mi corazón los sentidos, les habla la idea superior. Yo la he escuchado y te acojo con afecto y orgullo.

La monja le estrechó en sus brazos. Al hacerlo y al decirle lo último que le dijo, sintió que por sus labios pasaban aquellas mismas ascuas que pasaran antes, y sintió también como una trepidación honda, un sacudimiento cual si se desquiciaran las esferas celestiales. Tuvo miedo de sí misma, porque en sí misma estaba el origen de aquel desquiciamiento.

-¡La eternidad! -murmuró Tilín, besando con delirante ardor las manos de la virgen del Señor-. ¡Qué lejos está eso! ¡Dios mío, qué lejos!

-Toda la existencia terrenal es un soplo -repuso la monja con expresión mística-. El tiempo todo es un segundo. Considera cuán distinta es tu muerte de lo que habría sido dándotela tú mismo con desesperación. Ahora morirás cristianamente, y tu abnegación por salvar a otro hombre, tu generoso y sublime rasgo de caridad, tu espíritu de justicia te llevarán derecho al Cielo... al Cielo, donde gozarás de Dios eternamente, y donde las amorosas ansias que en vida han sido tu tormento, serán para ti manantial perdurable de delicias.

-Pero solo...

-Solo no. Pronto verás pasar junto a ti una sombra bella y cariñosa... Seré yo, yo, a quien dejas aquí inundada de gratitud y de admiración. En el cielo hay dulce compañía, y el grato, el inefable arrimo de todas las personas que hemos amado en el mundo. Los lazos tiernos, castos, nobles que las almas establecieron en el mundo, permanecerán por los siglos de los siglos. Ningún ser que haya amado puede comprender la gloria de otro modo.

-¡Ah! sí, sí -exclamó Tilín, que creyente firmísimo en el dogma del Cielo y del Infierno, aceptaba aquella idea con júbilo y con entusiasmo.

-Desde el instante de tu tránsito -añadió Sor Teodora haciendo un esfuerzo- serás feliz; me tendrás por los siglos de los siglos.

Como para anticipar aquella posesión de siglos de siglos, Tilín asía con fuerte mano los brazos de la monja.

-Sí, sí -balbució- seré feliz contigo.

Sentíase ya ebrio, enloquecido, y su alma se cernía entre el amor y el misticismo. A su turbado entendimiento se presentaba la motada de los justos, como un lugar que sin dejar de ser divino tenía algo de humano por albergar parejas felices y tiernos desposorios.

El tiempo volaba. Sor Tedora se apartó de él, y le dijo:

-¿Sostienes lo que has ofrecido?

-Yo no digo las cosas más que una vez.

-¿Insistes en un sacrificio que te hará grande a los ojos de Dios y a los míos?

-Sí -contestó Tilín inundado de amor, que tomaba un tinte de devoción abrasadora.

-Pues yo te bendigo.

La monja extendió sus manos sobre él.

-En vez de decirme: «yo te bendigo», dime «yo te amo» -declaró Tilín con el cerebro enteramente trastornado.

-¡Pobre espíritu vacilante! -dijo ella-. ¿No serás capaz de desprenderte de las miserias humanas y elevar tu corazón a aquellas esferas de luz donde reside el amor puro, el amor ideal, aquel amor que no se envilece con los sentidos? Hombre pequeño, que aspiras a ser grande y a ceñir la corona de los mártires, reconoce tu error, no me pidas un amor impropio de mi estado religioso, de mi nobleza, de mi dignidad, pídeme, sí, el que a uno y otro corresponde, aquel dulce fuego del corazón, más vivo cuanto más casto, porque es el verdadero amor de...

A Sor Teodora se le atravesó algo en la garganta.

-El verdadero amor de los ángeles -dijo concluyendo la frase.

-¡El amor de los ángeles! -exclamó Tilín cruzando las manos y dejándose caer en una especie de éxtasis.

¡Infeliz alucinado! Como el toro arremete ciego al lienzo rojo, así se abalanza su espíritu hacia la idea de los celestiales desposorios prometidos.

Sor Teodora miró al cielo.

-Ya va a amanecer.

-Ya llega mi hora -dijo él estremeciéndose.

-Para mí viene la aurora de un día triste como todos los días, para ti amanece ya el día infinito, Tilín.

Y haciendo un esfuerzo, el último, el más grande, exclamó con exaltación:

-Hombre generoso, espíritu elevado, estoy llena de admiración por ti. Ya no eres el incendiario de San Salomó, eres el redentor de la inocencia, porque salvas a mi hermano de la pena impuesta por un delito que no ha cometido; eres el realizador de la justicia, porque la haces recaer sobre el verdadero autor de aquel delito, que eres tú, y así quedas lavado, puro, sin mancha.

-¿Es su hermano, su hermano?... -murmuró Tilín cayendo en súbito abatimiento.

Parecía que un relámpago de duda y desconfianza surcaba por su cerebro.

-¿Dudas, amigo, dudas de mí? -dijo Teodora haciendo un esfuerzo mayor aún.

-No -replicó él alzando la cabeza y sacudiéndola como para echar de ella una mala idea-. No he dudado jamás.

La dominica comprendió que era preciso reanimar aquel entusiasmo que parecía enfriarse y echar leña a la hoguera que oscilaba.

-Pepet -exclamó dando a su voz un tono arrebatador- te aborrecí sacrílego; pero verdugo de ti mismo, por la salvación de mi infeliz hermano, te admiro y te amo.

-Y yo -dijo Pepet con acento de hombre de viva fe- yo que he sido perverso, que he sido arrastrado al crimen por mi despecho y mis bárbaras pasiones, consiento gozoso en realizar un sacrificio por salvar a otro hombre y agradar a la persona por quien he vivido y por quien he deseado morir. Ese sacrificio cuadra a mi alma, le viene bien y a medida, como un traje bien cortado. Donde hubo aquella fiebre intensa y aquel sacrilegio y las ideas de destruir una obra de siglos para sacar de ella lo que reputaba mío, donde aquellos delirios hubo, señora, aquí, en mi alma no puede haber ya sino esta solución terrible, única que por la grandeza del suplicio corresponde a la fealdad de mis pecados. Y yo puedo decir: «¡Le devuelvo a su hermano, le doy, después de una gran amargura, la mayor alegría que puede recibirse. Conquisto con un solo hecho la benevolencia de su corazón, y muriendo, gano el inefable bien de vivir en su recuerdo. Conquisto lo que vale más que una posesión pasajera; conquisto su memoria en la tierra, y en el Cielo su compañía». Nada más hay que decir, señora. La hora se acerca.

-Aguarda -dijo la de Aransis-. No te muevas de aquí.

Salió precipitadamente sin añadir nada más. Pepet la vio salir y dirigirse por el patio adelante hasta desaparecer por una puerta que en el extremo opuesto había. Esperó un rato entregado a meditaciones, o mejor dicho, a los delirios calenturientos de un idealismo desenfrenado. Su mente arrebatada navegó entre mil ideas, como nave a quien las olas llevan de peñasco en peñasco y aquí se estrella, allí se hunde, más allá se levanta, y nunca acaba de naufragar ni acaba de salvarse. No supo él cuánto tiempo duró este tormento, pero al fin abriose la puerta dando paso a la dominica.

Sin decirle nada se acercó a él, y poniéndole la mano izquierda en el pecho, elevó al cielo la derecha. Estaba pálida y profundamente desconcertada; temblaban sus labios y sus ojos intranquilos y perturbados parecían recibir la impresión de imágenes aterradoras. Miró a Pepet, y aunque sus ojos no hablaban más lenguaje que el de un desasosiego difícil de comprender, el infeliz reo vio en aquella mirada discursos más elocuentes y conmovedores que cuantos pronuncian los ángeles en la conciencia del justo cuando acaba de hacer un gran bien; vio y leyó en aquella mirada todo cuanto la religión y el amor pueden idear de más cariñoso y de más místico. El pobre Pepet perdió en tal instante lo que aún quedaba en su alma de terrenal y de egoísta; era todo espíritu, todo idea, y se perdía en las esferas nebulosas por donde ha corrido sin freno el pensamiento de los soñadores místicos y de los enamorados caballerescos, que vienen a ser una misma casta de personas.

Él iba a decir algo; pero había llegado a una situación en que la lengua no sabía nada y los signos vocales no podían ser más que ruidos desapacibles. Se arrodilló, tomó las manos de Teodora para derramar sobre ellas besos y lágrimas, hasta que se entreabrió la puerta para dar paso a la voz y a la cara de D. Pedro Guimaraens, el cual dijo: -Es tarde.

Pepet salió mirando hasta el último instante la figura majestuosa, sublime, soberana de Sor Teodora de Aransis, que con una mano puesta sobre su corazón y la otra alzada para señalar el cielo, le despedía en el centro de la sala.

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