Por la puerta central aparece el Alcalde. Viste
de azul oscuro, gran capa y larga vara de man-
do rematada con cabos de plata. Habla despa-
cio y con gran sorna.
ALCALDE. ¿En el trabajo?
ZAPATERO. En el trabajo, señor Alcalde.
ALCALDE. ¿Mucho dinero?
ZAPATERO. El suficiente. (El Zapatero sigue
trabajando. El Alcalde mira curiosamente a
todos lados.)
ALCALDE. Tú no estás bueno.
ZAPATERO. (Sin levantar la vista.) No.
ALCALDE. ¿La mujer?
ZAPATERO. (Asintiendo.) ¡La mujer!
ALCALDE. (Sentándose.) Eso tiene casarse a tu
edad... A tu edad se debe ya estar viudo... de
una, como mínimum. . Yo estoy de cuatro: Ro-
sa, Manuela, Visitación y Enriqueta Gómez,
que ha sido la última: buenas mozas todas, afi-
cionadas al baile y al agua limpia. Todas, sin
excepción, han probado esta vara repetidas
veces. En mi casa... en mi casa, coser y cantar.
ZAPATERO. Pues ya está usted viendo qué
vida la mía. Mi mujer... no me quiere. Habla
por la ventana con todos. Hasta con don Mirlo,
y a mí se me está encendiendo la sangre.
ALCALDE. (Riendo.) Es que ella es una chiqui-
lla alegre, eso es natural.
ZAPATERO. ¡Ca! Estoy convencido... yo creo
que esto lo hace por atormentarme; porque,
estoy seguro..., ella me odia. Al principio creí
que la dominaría con mi carácter dulzón y mis
regalillos: collares de coral, cintillos, peinetas
de concha... ¡hasta unas ligas! Pero ella... ¡es siempre ella!
ALCALDE. Y tú, siempre tú; ¡qué demonio!
Vamos, lo estoy viendo y me parece mentira
cómo un hombre, lo que se dice un hombre, no
puede meter en cintura, no una, sino ochenta
hembras. Si tu mujer habla por la ventana con
todos, si tu mujer se pone agria contigo, es por-
que tú quieres, porque tú no tienes arranque. A
las mujeres, buenos apretones en la cintura,
pisadas fuertes y la voz siempre en alto, y si
con esto se atreven a hacer quiquiriquí, la vara,
no hay otro remedio. Rosa, Manuela, Visitación
y Enriqueta Gómez, que ha sido la última, te lo
pueden decir desde la otra vida, si es que por
casualidad están allí.
ZAPATERO. Pero si el caso es que no me atre-
vo a decirle una cosa. (Mira con recelo.)
ALCALDE. (Autoritario.) Dímela.
ZAPATERO. Comprendo que es una barbari-
dad .... pero yo no estoy enamorado de mi mu-
jer.
ALCALDE. ¡Demonio!
ZAPATERO. Sí, señor, ¡demonio!
ALCALDE. Entonces, grandísimo tunante, ¿por
qué te has casado?
ZAPATERO. Ahí lo tiene usted. Yo no me to
explico tampoco. Mi hermana, mi hermana
tiene la culpa. Que si te vas a quedar solo, que
si qué sé yo, que si qué sé yo cuánto... Yo tenía
dinerillos, salud, y dije: ¡allá voy! Pero, bendití-
sima soledad antigua. ¡Mal rayo parta a mi
hermana, que en paz descanse!
ALCALDE. ¡Pues te has lucido!
ZAPATERO. Sí, señor, me he lucido... Ahora,
que yo no aguanto más. Yo no sabía lo que era
una mujer. Digo, ¡usted, cuatro! Yo no tengo
edad para resistir este jaleo.
ZAPATERA. (Cantando dentro, fuerte.)
¡Ay, jaleo, jaleo,
ya se acabó el alboroto
y vamos al tiroteo!
ZAPATERO. Ya lo está usted oyendo.
ALCALDE. ¿Y qué piensas hacer?
ZAPATERO. Cuca silvana. (Hace el ademán.)
ALCALDE. ¿Se te ha vuelto el juicio?
ZAPATERO. (Excitado.) El zapatero a tus zapa-
tos se acabó para mí. Yo soy un hombre pacífi-
co. Yo no estoy acostumbrado a estos voceríos y
a estar en lenguas de todos.
ALCALDE. (Riéndose.) Recapacita lo que has
dicho que vas a hacer; que tú eres capaz de
hacerlo, y no seas tonto. Es una lástima que un
hombre como tú no tenga el carácter que debías
tener. (Por la puerta de la izquierda aparece la
Zapatera echándose polvos con una polvera
rosa y limpiándose las cejas.)