Escena III

Zapatera y Alcálde.

ALCALDE. Por lo que veo, este niño sabio y

retorcido es la única persona a quien tratas bien

en el pueblo.

ZAPATERA. No pueden ustedes hablar una sola palabra sin ofender... ¿De qué se ríe su

ilustrísima?

ALCALDE. ¡De verte tan hermosa y desperdi-

ciada!

ZAPATERA. ¡Antes un perro! (Le sirve un vaso

de vino.)

ALCALDE. ¡Qué desengaño de mundo! Mu-

chas mujeres he conocido como amapolas, co-

mo rosas de olor... mujeres morenas con los

ojos como tinta de fuego, mujeres que les huele

el pelo a nardos y siempre tienen las manos con

calentura, mujeres cuyo talle se puede abarcar

con estos dos dedos, pero como tú, como tú no

hay nadie. Anteayer estuve enfermo toda la

mañana porque vi tendidas en el prado dos

camisas tuyas con lazos celestes, que era como

verte a ti, zapatera de mi alma.

ZAPATERA. (Estallando furiosa.) Calle usted,

viejísimo, calle usted; con hijas mozuelas y lle-

no de familia no se debe cortejar de esta manera

tan indecente y tan descarada.

ALCALDE. Soy viudo.

ZAPATERA. Y yo casada.

ALCALDE. Pero tu marido te ha dejado y no

volverá, estoy seguro.

ZAPATERA. Yo viviré como si lo tuviera.

ALCALDE. Pues a mí me consta, porque me lo

dijo, que no te quería ni tanto así.

ZAPATERA. Pues a mí me consta que sus cua-

tro señoras, mal rayo las parta, le aborrecían a

muerte.

ALCALDE. (Dando en el suelo con la vara.) ¡Ya

estamos!

ZAPATERA. (Tirando un vaso.) ¡Ya estamos!

(Pausa.)

ALCALDE. (Entre dientes.) Si yo te cogiera por

mi cuenta, ¡vaya si te domaba!

ZAPATERA. (Guasona.) ¿Qué está usted di-

ciendo?

ALCALDE. Nada, pensaba... que si tú fueras

como debías ser, te hubiera enterado que tengo

voluntad y valentía para hacer escritura, delan-

te del notario, de una casa muy hermosa.

ZAPATERA. ¿Y qué?

ALCALDE. Con un estrado que costó cinco mil

reales, con centros de mesa, con cortinas de

brocatel, con espejos de cuerpo entero...

ZAPATERA. ¿Y qué más?

ALCALDE. (Tenoriesco.) Que la casa tiene una

cama con coronación de pájaros y azucenas de

cobre, un jardín con seis palmeras y una fuente

saltadora, pero aguarda, para estar alegre, que

una persona que sé yo se quiera aposentar en

sus salas donde estaría... (Dirigiéndose a la Za-

patera.) Mira, ¡estarías como una reina!

ZAPATERA. (Guasona.) Yo no estoy acostum-

brada a esos lujos. Siéntese usted en el estrado,

métase usted en la cama, mírese usted en los

espejos y póngase con la boca abierta debajo de

las palmeras esperando que le caigan los dáti-

les, que yo de zapatera no me muevo.

ALCALDE. Ni yo de alcalde. Pero que te vayas

enterando que no por mucho despreciar ama-

nece más temprano. (Con retintín.)

ZAPATERA. Y que no me gusta usted ni me gusta nadie del pueblo. ¡Que está usted muy

viejo!

ALCALDE. (Indignado.) Acabaré metiéndote

en la cárcel.

ZAPATERA. ¡Atrévase usted! (Fuera se oye un

toque de trompeta floreado y comiquísimo.)

ALCALDE. ¿Qué será eso?

ZAPATERA. (Alegre y ojiabierta.) ¡Títeres! (Se

golpea las rodillas. Por la ventana cruzan dos

Mujeres.)

VECINA ROJA. ¡Títeres!

VECINA MORADA. ¡Títeres!

NIÑO. (En la ventana.) ¿Traerán monos? ¡Va-

mos!

ZAPATERA. (Al Alcalde.) ¡Yo voy a cerrar la

puerta!

NIÑO. ¡Vienen a tu casa!

ZAPATERA. ¿Sí? (Se acerca a la puerta.)

NIÑO. ¡Míralos!

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