Zapatera y Zapatero.
ZAPATERA. ¿Ha visto usted qué infamia? Yo le juro por la preciosísima sangre de nuestro padre Jesús, que soy inocente. ¡Ay! ¿Qué habrá pasado?... Mire, mire usted como tiemblo. (Le enseña las manos.) Parece que las manos se me quieren escapar ellas solas.
ZAPATERO. Calma, muchacha. ¿Es que su marido está en la calle?
ZAPATERA. (Rompiendo a llorar.) ¿Mi mari- do? ¡Ay, señor mío!
ZAPATERO. ¿Qué le pasa?
ZAPATERA. Mi marido me dejó por culpa de las gentes y ahora me encuentro sola sin calor de nadie.
ZAPATERO. ¡Pobrecilla!
ZAPATERA. ¡Con lo que yo lo quería! ¡Lo ado-raba!
ZAPATERO. (En un arranque.) ¡Eso no es ver- dad!
ZAPATERA. (Dejando rápidamente de llorar.)
¿Qué está usted diciendo?
ZAPATERO. Digo que es una cosa tan.. in-
comprensible que... parece que no es verdad.
(Turbado.)
ZAPATERA. Tiene usted mucha razón, pero yo
desde entonces no como, ni duermo, ni vivo;
porque él era mi alegría, mi defensa.
ZAPATERO. Y queriéndolo tanto como lo
quería, ¿la abandonó? Por lo que veo su marido
de usted era un hombre de pocas luces.
ZAPATERA. Haga el favor de guardarse la
lengua en el bolsillo. Nadie le ha dado permiso
para que dé su opinión.
ZAPATERO. Usted perdone, no he querido...
ZAPATERA. Digo. . ¡cuando era más listo!
ZAPATERO. (Con guasa.) ¿Siiii?
ZAPATERA. (Enérgica.) Sí. ¿Ve usted todos esos romances y chupaletrinas que canta y
cuenta por los pueblos? Pues todo eso es un
ochavo comparado con lo que él sabía... él sab-
ía... ¡el triple!
ZAPATERO. (Serio.) No puede ser.
ZAPATERA. (Enérgica.) Y el cuádruple... Me
los decía todos a mí cuando nos acostábamos.
Historietas antiguas que usted no habrá oído
mentar siquiera... (Gachona.) y a mí me daba
un susto... pero él me decía: « ¡Preciosa de mi
alma, si esto ocurre de mentirijillas! ».
ZAPATERO. (Indignado.) ¡Mentira!
ZAPATERA. (Extrañadísima.) ¿Eh? ¿Se le ha
vuelto el juicio?
ZAPATERO. ¡Mentira!
ZAPATERA. (Indignada.) Pero ¿qué es lo que
está usted diciendo, titiritero del demonio?
ZAPATERO. (Fuerte y de pie.) Que tenía mu-
cha razón su marido de usted. Esas historietas
son pura mentira, fantasía nada más. (Agrio.)
ZAPATERA. (Agria.) Naturalmente, señor mío.
Parece que me toma por tonta de capirote...
pero no me negará usted que dichas historietas
impresionan.
ZAPATERO. ¡Ah, eso ya es harina de otro cos-
tal! Impresionan a las almas impresionables.
ZAPATERA. Todo el mundo tiene sentimien-
tos.
ZAPATERO. Según se mire. He conocido mu-
cha gente sin sentimiento. Y en mi pueblo vivía
una mujer... en cierta época, que tenía el sufi-
ciente mal corazón para hablar con sus amigos
por la ventana mientras el marido hacía botas y
zapatos de la mañana a la noche.
ZAPATERA. (Levantándose y cogiendo una
silla.) ¿Eso lo dice por mí?
ZAPATERO. ¿Cómo?
ZAPATERA. ¡Que si va con segunda, dígalo!
¡Sea valiente!
ZAPATERO. (Humilde.) Señorita, ¿qué está
usted diciendo? ¿Qué sé yo quién es usted? Yo
no la he ofendido en nada; ¿por qué me falta de esa manera? ¡Pero es mi sino! (Casi lloroso.)
ZAPATERA. (Enérgica, pero conmovida.) Mire
usted, buen hombre. Yo he hablado así porque
estoy sobre ascuas; todo el mundo me asedia,
todo el mundo me critica; ¿cómo quiere que no
esté acechando la ocasión más pequeña para
defenderme? Si estoy sola, si soy joven y vivo
ya sólo de mis recuerdos. (Llora.)
ZAPATERO. (Lloroso.) Ya comprendo, precio-
sa joven. Lo comprendo mucho más de lo que
pueda imaginarse, porque... ha de saber usted
con toda clase de reservas que su situación es...
sí, no cabe duda, idéntica a la mía.
ZAPATERA. (Intrigada.) ¿Es posible?
ZAPATERO. (Se deja caer sobre la mesa.) A
mí... ¡me abandonó mi esposa!
ZAPATERA. ¡No pagaba con la muerte!
ZAPATERO. Ella soñaba con un mundo que no
era el mío, era fantasiosa y dominanta, gustaba
demasiado de la conversación y las golosinas
que yo no podía costearle, y un día tormentoso
de viento huracanado me abandonó para siempre.
ZAPATERA. ¿Y qué hace usted ahora, corrien-
do mundo?
ZAPATERO. Voy en su busca para perdonarla
y vivir con ella lo poco que me queda de vida.
A mi edad ya se está malamente por esas posa-
das de Dios.
ZAPATERA. (Rápida.) Tome un poquito de
café caliente que después de toda esta traca-
mandana le servirá de salud. (Va al mostrador
a echar el café y vuelve la espalda al Zapatero.)
ZAPATERO. (Persignándose exageradamente y
abriendo los ojos.) Dios te lo premie, clavellini-
ta encarnada.
ZAPATERA. (Le o frece la taza. Se queda con el
plato en las manos y él bebe a sorbos.) ¿Está
bueno?
ZAPATERO. (Meloso.) ¡Como hecho por sus
manos!
ZAPATERA. (Sonriente.) ¡Muchas gracias!
ZAPATERO. (En el último trago.) ¡Ay, qué en-vidia me da su marido!
ZAPATERA. ¿Por qué?
ZAPATERO. (Galante.) ¡Porque se pudo casar
con la mujer más preciosa de la tierra!
ZAPATERA. (Derretida.) ¡Qué cosas tiene!
ZAPATERO. Y ahora casi me alegro de tener-
me que marchar, porque usted sola, yo solo,
usted tan guapa y yo con mi lengua en su sitio,
me parece que se me escaparía cierta insi-
nuación...
ZAPATERA. (Reaccionando.) Por Dios, ¡quite
de ahí! ¿Qué se figura? ¡Yo guardo mi corazón
entero para el que está por esos mundos, para
quien debo, para mi marido!
ZAPATERO. (Contentísimo y tirando el som-
brero al suelo.) ¡Eso está pero que muy bien!
Así son las mujeres verdaderas, ¡así!
ZAPATERA. (Un poco guasona y sorprendida.)
Me parece a mí que usted está un poco... (Se
lleva el dedo a la sien.)
ZAPATERO. Lo que usted quiera. ¡Pero sepa y entienda que yo no estoy enamorado de nadie
más que de mi mujer, mi esposa de legítimo
matrimonio!
ZAPATERA. Y yo de mi marido y de nadie más
que de mi marido. Cuántas veces lo he dicho
para que lo oyeran hasta los sordos. (Con las
manos cruzadas.) ¡Ay, qué zapaterillo de mi
alma!
ZAPATERO. (Aparte.) ¡Ay, qué zapaterilla de
mi corazón! (Golpes en la puerta.)