Escena V

Zapatera y Zapatero.

ZAPATERA. ¿Ha visto usted qué infamia? Yo le juro por la preciosísima sangre de nuestro padre Jesús, que soy inocente. ¡Ay! ¿Qué habrá pasado?... Mire, mire usted como tiemblo. (Le enseña las manos.) Parece que las manos se me quieren escapar ellas solas.

ZAPATERO. Calma, muchacha. ¿Es que su marido está en la calle?

ZAPATERA. (Rompiendo a llorar.) ¿Mi mari- do? ¡Ay, señor mío!

ZAPATERO. ¿Qué le pasa?

ZAPATERA. Mi marido me dejó por culpa de las gentes y ahora me encuentro sola sin calor de nadie.

ZAPATERO. ¡Pobrecilla!

ZAPATERA. ¡Con lo que yo lo quería! ¡Lo ado-raba!

ZAPATERO. (En un arranque.) ¡Eso no es ver- dad!

ZAPATERA. (Dejando rápidamente de llorar.)

¿Qué está usted diciendo?

ZAPATERO. Digo que es una cosa tan.. in-

comprensible que... parece que no es verdad.

(Turbado.)

ZAPATERA. Tiene usted mucha razón, pero yo

desde entonces no como, ni duermo, ni vivo;

porque él era mi alegría, mi defensa.

ZAPATERO. Y queriéndolo tanto como lo

quería, ¿la abandonó? Por lo que veo su marido

de usted era un hombre de pocas luces.

ZAPATERA. Haga el favor de guardarse la

lengua en el bolsillo. Nadie le ha dado permiso

para que dé su opinión.

ZAPATERO. Usted perdone, no he querido...

ZAPATERA. Digo. . ¡cuando era más listo!

ZAPATERO. (Con guasa.) ¿Siiii?

ZAPATERA. (Enérgica.) Sí. ¿Ve usted todos esos romances y chupaletrinas que canta y

cuenta por los pueblos? Pues todo eso es un

ochavo comparado con lo que él sabía... él sab-

ía... ¡el triple!

ZAPATERO. (Serio.) No puede ser.

ZAPATERA. (Enérgica.) Y el cuádruple... Me

los decía todos a mí cuando nos acostábamos.

Historietas antiguas que usted no habrá oído

mentar siquiera... (Gachona.) y a mí me daba

un susto... pero él me decía: « ¡Preciosa de mi

alma, si esto ocurre de mentirijillas! ».

ZAPATERO. (Indignado.) ¡Mentira!

ZAPATERA. (Extrañadísima.) ¿Eh? ¿Se le ha

vuelto el juicio?

ZAPATERO. ¡Mentira!

ZAPATERA. (Indignada.) Pero ¿qué es lo que

está usted diciendo, titiritero del demonio?

ZAPATERO. (Fuerte y de pie.) Que tenía mu-

cha razón su marido de usted. Esas historietas

son pura mentira, fantasía nada más. (Agrio.)

ZAPATERA. (Agria.) Naturalmente, señor mío.

Parece que me toma por tonta de capirote...

pero no me negará usted que dichas historietas

impresionan.

ZAPATERO. ¡Ah, eso ya es harina de otro cos-

tal! Impresionan a las almas impresionables.

ZAPATERA. Todo el mundo tiene sentimien-

tos.

ZAPATERO. Según se mire. He conocido mu-

cha gente sin sentimiento. Y en mi pueblo vivía

una mujer... en cierta época, que tenía el sufi-

ciente mal corazón para hablar con sus amigos

por la ventana mientras el marido hacía botas y

zapatos de la mañana a la noche.

ZAPATERA. (Levantándose y cogiendo una

silla.) ¿Eso lo dice por mí?

ZAPATERO. ¿Cómo?

ZAPATERA. ¡Que si va con segunda, dígalo!

¡Sea valiente!

ZAPATERO. (Humilde.) Señorita, ¿qué está

usted diciendo? ¿Qué sé yo quién es usted? Yo

no la he ofendido en nada; ¿por qué me falta de esa manera? ¡Pero es mi sino! (Casi lloroso.)

ZAPATERA. (Enérgica, pero conmovida.) Mire

usted, buen hombre. Yo he hablado así porque

estoy sobre ascuas; todo el mundo me asedia,

todo el mundo me critica; ¿cómo quiere que no

esté acechando la ocasión más pequeña para

defenderme? Si estoy sola, si soy joven y vivo

ya sólo de mis recuerdos. (Llora.)

ZAPATERO. (Lloroso.) Ya comprendo, precio-

sa joven. Lo comprendo mucho más de lo que

pueda imaginarse, porque... ha de saber usted

con toda clase de reservas que su situación es...

sí, no cabe duda, idéntica a la mía.

ZAPATERA. (Intrigada.) ¿Es posible?

ZAPATERO. (Se deja caer sobre la mesa.) A

mí... ¡me abandonó mi esposa!

ZAPATERA. ¡No pagaba con la muerte!

ZAPATERO. Ella soñaba con un mundo que no

era el mío, era fantasiosa y dominanta, gustaba

demasiado de la conversación y las golosinas

que yo no podía costearle, y un día tormentoso

de viento huracanado me abandonó para siempre.

ZAPATERA. ¿Y qué hace usted ahora, corrien-

do mundo?

ZAPATERO. Voy en su busca para perdonarla

y vivir con ella lo poco que me queda de vida.

A mi edad ya se está malamente por esas posa-

das de Dios.

ZAPATERA. (Rápida.) Tome un poquito de

café caliente que después de toda esta traca-

mandana le servirá de salud. (Va al mostrador

a echar el café y vuelve la espalda al Zapatero.)

ZAPATERO. (Persignándose exageradamente y

abriendo los ojos.) Dios te lo premie, clavellini-

ta encarnada.

ZAPATERA. (Le o frece la taza. Se queda con el

plato en las manos y él bebe a sorbos.) ¿Está

bueno?

ZAPATERO. (Meloso.) ¡Como hecho por sus

manos!

ZAPATERA. (Sonriente.) ¡Muchas gracias!

ZAPATERO. (En el último trago.) ¡Ay, qué en-vidia me da su marido!

ZAPATERA. ¿Por qué?

ZAPATERO. (Galante.) ¡Porque se pudo casar

con la mujer más preciosa de la tierra!

ZAPATERA. (Derretida.) ¡Qué cosas tiene!

ZAPATERO. Y ahora casi me alegro de tener-

me que marchar, porque usted sola, yo solo,

usted tan guapa y yo con mi lengua en su sitio,

me parece que se me escaparía cierta insi-

nuación...

ZAPATERA. (Reaccionando.) Por Dios, ¡quite

de ahí! ¿Qué se figura? ¡Yo guardo mi corazón

entero para el que está por esos mundos, para

quien debo, para mi marido!

ZAPATERO. (Contentísimo y tirando el som-

brero al suelo.) ¡Eso está pero que muy bien!

Así son las mujeres verdaderas, ¡así!

ZAPATERA. (Un poco guasona y sorprendida.)

Me parece a mí que usted está un poco... (Se

lleva el dedo a la sien.)

ZAPATERO. Lo que usted quiera. ¡Pero sepa y entienda que yo no estoy enamorado de nadie

más que de mi mujer, mi esposa de legítimo

matrimonio!

ZAPATERA. Y yo de mi marido y de nadie más

que de mi marido. Cuántas veces lo he dicho

para que lo oyeran hasta los sordos. (Con las

manos cruzadas.) ¡Ay, qué zapaterillo de mi

alma!

ZAPATERO. (Aparte.) ¡Ay, qué zapaterilla de

mi corazón! (Golpes en la puerta.)

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