SOLEDAD SEGUNDA (PARTE II)

Hermana de Faetón, verde el cabello,

Les ofrece el que, joven ya gallardo,

De flexuosas mimbres garbín pardo

Tosco le ha encordonado, pero bello.

Lo más liso trepó, lo más sublime

Venció su agilidad, y artificiosa

Tejió en sus ramas inconstantes nidos,

Donde celosa arrulla y ronca gime

La ave lasciva de la cipria diosa.

Mástiles coronó menos crecido

Gavia no tan capaz: extraño todo,

El designio, la fábrica y el modo.

A pocos pasos le admiró no menos Montecillo, las sienes laureado,

Traviesos despidiendo moradores

De sus confusos senos,

Conejuelos, que, el viento consultado,

Salieron retozando a pisar flores:

El más tímido, al fin, más ignorante

Del plomo fulminante.

Cóncavo frexno -a quien gracioso indulto

De su caduco natural permite

Que a la encina vivaz robusto imite

y hueco exceda al alcornoque inculto-

Verde era pompa de un vallete oculto,

Cuando frondoso alcázar no, de aquella,

Que sin corona vuela y sin espada,

Susurrante amazona, Dido alada,

De ejército más casto, de más bella

República, ceñida, en vez de muros,

De cortezas; en esta, pues, Cartago

Reina la abeja, oro brillando vago,

O el jugo beba de los aires puros,

O el sudor de los cielos, cuando liba

De las mudas estrellas la saliva; Burgo eran suyo el tronco informe, el breve Corcho, y moradas pobres sus vacíos,

Del que más solicita los desvíos

De la isla, plebeyo enjambre leve.

Llegaron luego donde al mar se atreve,

Si promontorio no, un cerro elevado,

De cabras estrellado,

Iguales, aunque pocas,

A la que -imagen décima del cielo-

Flores su cuerno es, rayos su pelo.

«Éstas, dijo el isleño venerable,

Y aquéllas que, pendientes de las rocas,

Tres o cuatro desean para ciento

-Redil las ondas y pastor el viento-

Libres discurren, su nocivo diente

Paz hecha con las plantas inviolable».

Estimado seguía el peregrino

Al venerable isleño,

De muchos pocos numeroso dueño,

Cuando los suyos enfrenó de un pino El pie villano, que groseramente

Los cristales pisaba de una fuente.

Ella, pues, sierpe y sierpe al fin pisada

-Aljófar vomitando fugitivo

En lugar de veneno-,

Torcida esconde, ya que no enroscada,

Las flores, que de un parto dio lascivo

Aura fecunda al matizado seno

Del huerto, en cuyos troncos se desata

De las escamas que vistió de plata.

Seis chopos, de seis yedras abrazados,

Tirsos eran del griego dios, nacido

Segunda vez, que en pámpanos desmiente

Los cuernos de su frente;

Y cual mancebos tejen anudados,

Festivos corros en alegre ejido,

Coronan ellos el encanecido

Suelo de lilios, que en fragantes copos

Nevó el mayo, a pesar de los seis chopos.

Este sitio las bellas seis hermanas Escogen, agraviando

En breve espacio mucha primavera

Con las mesas, cortezas ya livianas

Del árbol que ofreció a la edad primera

Duro alimento, pero sueño blando.

Nieve hilada, y por sus manos bellas

Caseramente a telas reducida,

Manteles blancos fueron.

Sentados, pues, sin ceremonias, ellas

En torneado frexno la comida

Con silencio sirvieron.

Rompida el agua en las menudas piedras,

Cristalina sonante era tïorba,

Y las confusamente acordes aves

Entre las verdes roscas de las yedras

Muchas eran, y muchas veces nueve

Aladas musas, que -de pluma leve

Engañada su oculta lira corva-

Metros inciertos sí, pero suaves, En idïomas cantan diferentes;

Mientras cenando en pórfidos lucientes,

Lisonjean apenas

Al Júpiter marino tres sirenas.

Comieron, pues, y rudamente dadas

Gracias el pescador a la divina

Próvida mano, «¡Oh bien vividos años!

¡Oh canas -dijo el huésped- no peinadas

Con boj dentado o con rayada espina,

Sino con verdaderos desengaños!

Pisad dichoso esta esmeralda bruta,

En mármol engastada siermpre undoso,

Jubilando la red en los que os restan

Felices años, y la humedecida

O poco rato enjuta

Próxima arena de esa opuesta playa,

La remota Cambaya

Sea de hoy más a vuestro leño ocioso;

Y el mar que os la divide, cuanto cuestan

Océano importuno

A las Quinas -del viento aun veneradas-Sus ardientes veneros,

Su esfera lapidosa de luceros.

Del pobre albergue a la barquilla pobre

Geómetra prudente el orbe mida

Vuestra planta, impedida

-Si de púrpuras conchas, no istriadas-

De trágicas ruinas de alto robre,

Que -el tridente acusando de Neptuno-

Menos quizá dio astillas

Que ejemplos de dolor a estas orillas».

«Días ha muchos, oh mancebo -dijo

El pescador anciano-,

Que en el uno cedí y el otro hermano

El duro remo, el cáñamo prolijo;

Muchos ha dulces días

Que cisnes me recuerdan a la hora

Que huyendo la Aurora

Las canas de Titón, halla las mías,

A pesar de mi edad, no en la alta cumbre

De aquel morro difícil, cuyas rocas

Tarde o nunca pisaron cabras pocas, Y milano venció con pesadumbre,

Sino desotro escollo al mar pendiente;

De donde ese teatro de Fortuna

Descubro, ese voraz, ese profundo

Campo ya de sepulcros, que, sediento,

Cuanto, en vasos de abeto, nuevo mundo

-Tributos digo américos- se bebe

En túmulos de espuma paga breve.

Bárbaro observador, mas diligente,

De las inciertas formas de la Luna,

A cada conjunción su pesquería,

Y a cada pesquería su instrumento

-Más o menos nudoso- atribuido,

Mis hijos dos en un batel despido,

Que, el mar cribando en redes no comunes,

Vieras intempestivos algún día

-Entre un vulgo nadante, digno apenas

De escama, cuanto más de nombre- atunes

Vomitar hondas y azotar arenas.

»Tal vez desde los muros destas rocas

Cazar a Tetis veo

Y pescar a Diana en dos barquillas;

Náuticas venatorias maravillas

De mis hijas oirás, ambiguo coro,

Menos de aljaba que de red armado,

De cuyo, si no alado,

Arpón vibrante, supo mal Proteo

En globos de agua redimir sus focas.

»Torpe la más veloz, marino toro,

Torpe, mas toro al fin, que el mar violado De la púrpura viendo de sus venas

Bufando mide el campo de las ondas

Con la animosa cuerda, que prolija

Al hierro sigue que en la foca huye,

O grutas ya la privilegien hondas,

O escollos desta isla divididos:

Laquesis nueva mi gallarda hija,

Si Cloto no de la escamada fiera,

Ya hila, ya devana su carrera,

Cuando desatinada pide, o cuando

Vencida restituye

Los términos de cáñamo pedidos.

»Rindióse al fin la bestia, y las almenas

De las sublimes rocas salpicando,

Las peñas embistió peña escamada,

En ríos de agua y sangre desatada.

ȃfire luego -la que en el torcido

Luciente nácar te sirvió no poca

Risueña parte de la dulce fuente-

De Filódoces émula valiente,

Cuya asta breve desangró la foca,

El cabello en estambre azul cogido

-Celoso alcaide de sus trenzas de oro-

El segundo bajel se engolfó sola.

»¡Cuántas voces le di! ¡Cuántas en vano

Tiernas derramé lágrimas, temiendo,

No al fiero tiburón, verdugo horrendo

Del náufrago ambicioso mercadante,

Ni al otro cuyo nombre

Espada es tantas veces esgrimida

Contra mis redes ya, contra mi vida; Sino algún siempre verde, siempre cano

Sátiro de las aguas, petulante

Violador del virginal decoro,

Marino dios, que, el vulto feroz hombre,

Corvo es delfín la cola.

»Sorda a mis voces, pues, ciega a mi llanto, Abrazado, si bien de fácil cuerda,

Un plomo fió grave a un corcho leve;

Que algunas veces despedido cuanto

-Penda o nade- la vista no le pierda,

El golpe solicita, el bulto mueve

Prodigïosos moradores ciento

Del líquido elemento.

»Láminas uno de viscoso acero

-Rebelde aun al diamante- el duro lomo

Hasta el luciente bipartido extremo

De la cola vestido,

Solicitado sale del ruido;

Y al cebarse en el cómplice ligero

Del suspendido plomo,

Éfire, en cuya mano al flaco remo

Un fuerte dardo había sucedido,

De la mano a las ondas gemir hizo

El aire con el frexno arrojadizo;

De las ondas al pez, con vuelo mudo,

Deidad dirigió amante el hierro agudo:

Entre una y otra lámina, salida

La sangre halló por do la muerte entrada.

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